No hace tanto tiempo que Avalon dejó de ser una isla. Una anciana, sentada a la puerta de su casa, me dijo que su abuela podía recordar cómo el agua subió hasta la iglesia de San Benigno cuando los grandes diques reventaron y el agua invadió Bridgwater Bay, a cuarenta kilómetros de distancia. Todas las tierras en los alrededores de Avalon son bajas, a poco más de un metro por debajo de la marea alta, y eran salinas hasta que se construyeron los diques en la bahía. El Brue, un arroyo desagradable y lento, que fluye entre altos terraplenes, puede desaguar sólo en el Bristol Channel cuando baja la marea, a través de grandes compuertas que impiden que el mar avance. Las rías están por todos lados, desaguando las praderas, cada una con su hilera de sauces podados. En esta parte del mundo se los llama Rhines, nombre que apareció con los ingenieros de las tierras bajas quienes, criados en un encalladero, conocían el arte del diques y acequias, y ganaron muchas tierras al mar para nuestros antepasados.
Hay una historia que cuenta que un astrólogo le dijo al duque de Monmouth que se cuidara del Rin, pues allí encontraría la muerte. La noche anterior a la batalla de Bridgwater recordó en son de broma la antigua profecía, y afirmó que, por el momento, no corría peligro. Pero fue una de esas rías la que confundió a su ejército y lo llevó a la derrota.
Las praderas acuáticas son de ese verde esmeralda que sólo puede verse donde el subsuelo se encuentra cerca de la superficie. Viajando por tierras resecas en medio del verano, uno sabe que Avalon está cerca, por el verdor de la tierra. Por todos lados hay flores en los árboles, arbustos y hierbas. Las flores mismas son una guía para el viajero.
Dime lo que has arrancado, y te diré dónde te encuentras y hacia dónde está Avalon. Los ranúnculos y las cardenchas y los grandes juncos con colas como gatos enojados pertenecen a las praderas acuáticas. La alegría del viajero flota como el humo sobre la gredosa escarpa de las Polden Hills, y los Mendips tienen pinos y brezos en sus cúspides. Las sierras de Devon, grises en el horizonte, tienen tierra tan roja como la sangre, ¡y helechos, helechos, y más helechos! Y siempre, en todas partes, están los endrinos, blancos de flores o rojos con sus bayas. Realmente, esta es una tierra agradable y bondadosa.
Pero existe un lugar que parece el infierno a la luz de la luna, y que es donde cortan la turba en los pantanos. El suelo es azabache, y el verde brillante del frondoso follaje parece maligno y siniestro. El camino se eleva entre las grandes rías, y a cada lado marcha el ejército de las negras y altas pirámides de turba, apiladas para su secado. Sin embargo, mucho se le puede perdonar a la turba, ya que huele muy dulcemente cuando se la quema.
A la noche, las espirales de pálido humo azul se elevan desde las chimeneas de las cabañas y el aire se llena de incienso. La turba es un custodio de los archivos. Preserva todo lo que se le encomienda a su cuidado. Afuera, entre las tierras bajas, donde un arroyo lento se arrastra hacia el mar, los montículos verdes de poca altura salpicaban los campos. El ganado pastaba sobre ellos y a nadie le importaba. Siempre habían estado allí. Nadie pensó jamás preguntar cómo fue que esos montículos puntuaran las verdes praderas que alguna vez habían sido una laguna. Un día el arado los abrió, y así quedó revelada la dura tierra horneada de los hogares de los hombres de la antigüedad. A su vez, aquella fue horadada y se encontró otro hogar. Y así yacían, hogar sobre hogar, a medida que esos hombres iban reparando sus viviendas o que las aguas de la laguna cambiaban su nivel.
En la antigüedad, cuando los canales que se mantenían abiertos por las lentas corrientes eran los únicos caminos a través del pantano, los hombres construían sus pueblos sobre grandes pilotes metidos en el suave fango. La turba los mantenía a salvo del deterioro, y las aguas protegían a la tribu de sus enemigos y les proveía su alimento.
En esa época, los hombres podían vivir sólo donde encontraran medios naturales de defensa. En los bosques las bestias podían sorprenderlos desprevenidos, y en la llanura el peligro provenía de sus semejantes. Así que construyeron sus hermosos pueblos. con sus grandes altares de piedra en los puntos bajos, donde nadie podía acercarse sin ser observado, o, si no, en los pantanos, donde sólo aquellos que conocían los canales podían traer desde la rebalsa los pequeños botes de mimbre y cuero, difíciles de maniobrar, a través del laberinto de arroyos cubiertos de cañas.
La civilización empezó temprano en la cálida y amable tierra del Oeste, y por todos lados encontramos rastros del hombre primitivo, de sus altares y sus hogares.
Pero otros hombres también buscaron el abrigo de los pantanos:
Cuando Roma se había hundido en un yermo de esclavos, y el sol se ahogaba en el mar.
Los monjes fueron los únicos que custodiaron los libros antiguos, en la era en que todos los hombres que luchaban tuvieron que convertirse en bárbaros a fin de enfrentar a los bárbaros. A semejanza de los hombres que juntaron los primeros granos en recipientes de barro, ellos también tenían que buscar refugio de un mundo de rapiña. Del mismo modo, encontraron su camino por las antiguas vías fluviales hacia los pantanos que los protegían de sus enemigos.
Pero los monjes amaban las buenas huertas y el agua potable; querían algo más que los charcos salobres que habían servido a los habitantes del lago. Conocían las fiebres que hacían temblar a los hombres del pantano. Y así eligieron hacer su hogar en la isla de forma de manzana de Avalon, el grupo de colinas suavemente redondas que se amontonan y rodean la base del Peñasco que se eleva como una llama en medio de ellas.
Allí vivían los monjes en un buen suelo, lleno de saludables manantiales, y su influencia civilizadora y humanizante se extendió por los pantanos hasta las sierras lejanas de donde extraían la piedra. Allí escribieron y dibujaron sus maravillosos libros:
Labrados en la forma lenta del monje,
En plata y sanguínea madreperla,
Donde las escenas son pequeñas y terribles,
Ojos de cerradura de cielo e infierno.
Aquí vivió lo poco que había de civilización en esos días oscuros. Aquí se cultivaban las huertas, se atendía a los enfermos y se enseñaba a los niños. La gran pared gris aún señala el límite de la tierra solariega de los monjes; el antiguo granero todavía guarda la cosecha, y los cuatro Evangelistas aún miran hacia los cuatro ángulos del cielo desde su techo, vigilando los diezmos.
Glastonbury no sólo tiene sus profundas raíces en el pasado, sino que el pasado sigue vivo en Glastonbury. A nuestro alrededor todo respira y se mueve, en silencio, pero viviendo y observando. Aquí podemos oír cómo late su corazón, si apoyamos nuestro oído en la tierra. Su sangre vital se mueve en los claros manantiales de Avalon y en los lentos arroyos de los pantanos. El espíritu del pasado de Avalon yace bajo una y otra capa, así como los hogares de un pueblo antiguo yacen entre los charcos de Meare. Nosotros, que amamos, podemos escuchar, y Avalon nos habla.