quinta-feira, 14 de novembro de 2019

Dion Fortune La Glastonbury de los Monjes


Existen muchas Glastonburys, y aunque sus antiguas murallas nunca han sido derribadas, como las murallas de Troya, su espíritu tiene niveles ocultos, hondura sobre hondura, como las rocas de una cadena de montañas, y en diferentes lugares emergen a la superficie. Los antiguos patios y simples puertas de sus casas son de la Edad Media, y el espíritu de la Iglesia medieval se cierne sobre el centro del pueblo. El abad gobernaba todas las tierras a su alrededor, ya que las tierras de la Abadía se extendían hasta muy lejos, y las granjas y alquerías reconocían su dominio y pagaban tributos a su granero. El escudo de armas de la Abadía puede aún verse sobre la puerta de muchas granjas grises, en el páramo.
Era el abad quien otorgaba la tosca caridad y aún más tosca justicia de cada día, como lo atestiguan las piedras de Glastonbury. En el pueblo hay dos hileras de casas de campo, de techos bajos y pisos de piedra, en cuya construcción se empleó mucha madera, una para ancianos, y otra para ancianas, y cada una tiene su pequeña capilla, pues los monjes cuidaban del alma de sus pensionistas tanto como de los cuerpos. Las ancianas pasan el resto de su vida bajo la sombra de la Abadía; sus alegres jardines se extienden hasta los límites, y el Espino Sagrado se inclina sobre su muralla. Al final de los pequeños jardines está la Capilla de San Patricio, con su altar de áspera mampostería. Cuando las manos airadas de la Reforma derribaron la noble iglesia, la capilla pequeña y humilde que atendía las almas de las ancianas no fue perturbada. Las grandes torres que le hacían sombra cayeron, pero la campana de San Patricio llama aún a la plegaria hasta el día de hoy.
La gran nave de la Abadía se yergue sin techo hacia el cielo, sus arcos quebrados se elevan y sus paredes grises permanecen en pie. Donde las paredes decaen, antiguas piedras asumen la carga. El piso es de un verde perfecto, de un verde como sólo se puede ver en el césped inglés. El cielo del West Country tiene un azul de hondura italiana. y con el verde abajo y el azul arriba y las piedras grises remontándose para fundirse con él, Glastonbury tiene una magia para el alma, que no se encuentra en las iglesias que se yerguen intactas.
Los abades constructores glorificaron a Dios en la belleza de su Abadía, agregando una capilla, un pórtico y unos arcos. Los edificios de la Abadía iban desde el hermoso granero en forma de cruz, en el Sudeste, hasta la entrada con arcos que da a la cruz del mercado en el Noroeste. Hasta hoy, dentro de la gran muralla pasta el ganado y maduran las manzanas para la sidra. El césped es verde, espeso y suave, como conviene al césped de un suelo que se pisa. Hay líneas débiles, incorpóreas, de bordes y huecos, que muestran donde pasaban los antiguos senderos. En un campo abierto se encuentra la Cocina del Abad, reliquia de pasadas glorias. En cada uno de sus cuatro grandes hornos se podría asar un buey entero.
El diseño y la mampostería de la cocina son tan hermosos como los de la iglesia, y aún se ven sin daño alguno, no tocados por el tiempo. Sus constructores eran hombres íntegros, y en su estructura utilizaron piedra sólida. No ocurrió lo mismo con la Abadía.
Lamentablemente, la ambición de algunos abades les hizo construir más allá de sus recursos, y la armazón de juncos quebrada hoy muestra el falso ripio de los grandes pilares; donde una sólida mampostería debía llevar la carga, se pusieron arcilla y pedazos de ladrillo entre revestimientos de piedra labrada. Aunque la estructura parecía sólida a la vista, se necesitaba un constante apuntalamiento, y sus sucesores heredaron una pesada carga. Les fue imposible dejar sus nombres grabados en la piedra, y se encontraban incesantemente ocupados en mantener intacto, por miedo a que cayera sobre ellos, el trabajo por el cual otros hombres habían recibido reconocimiento. Finalmente, los prodigiosos arcos invertidos, como se pueden ver en la Catedral de Wells, fueron introducidos bajo el gran campanario. Es un ejemplo maravilloso de mampostería esta gran figura de un ocho en piedra, surgiendo sin apoyo y sin apuntalamiento desde el piso al techo, y asumiendo la tensión y el peso de la torre y sus campanas.
Al sur de la gran iglesia estaban los claustros, resguardados del Norte por las altas paredes del presbiterio, abiertos al sol y al Sur, pues a los monjes les gustaba calentar sus viejos huesos mientras caminaban de un lado a otro en los claustros, preparando su apetito para el buen pollo castrado que debía alimentar sus honradas barrigas redondas, si es que Shakespeare está en lo cierto. Sin duda, había muchos buenos pollos castrados para un monasterio que poseía una parte tan extensa del fértil suelo de Westland, pero no se oyen acusaciones de descuido o negligencia contra los monjes de Glastonbury. Parecían vivir en paz con todos sus vecinos, salvo el Obispo de Bath y Wells, que tenía su propia opinión sobre la independencia y privilegios de los monjes, y las gentes del pueblo no manifestaban mala voluntad hacia ellos ni les guardaban rencor.
Los monjes eran notables eruditos, y los hijos de muchas casas de la nobleza eran enviados al monasterio para ser educados por ellos. Al sur del jardín del claustro estaba el aposento de los calígrafos, donde se llevaba a cabo el copiado de los manuscritos, con cuidadoso esmero y habilidad artística. A la Abadía, en la isla entre los pantanos, llegaban exóticos pigmentos desde todas partes del mundo entonces conocido. El múrice del Mediterráneo que daba el púrpura de Tiro, los rojos del Este, y hasta ingredientes tan raros como polvo de momias, eran pigmentos muy utilizados por nuestros antepasados. El liquen de sus propios manzanos les daba un buen amarillo, como lo sigue haciendo hasta hoy para muchos de los artesanos de la región.
Fue Peter Lightfoot, un monje de la Abadía, quien hizo el prodigioso reloj que hoy se encuentra en la Catedral de Wells. Este reloj no sólo da la hora y los minutos, sino el día de la semana y las fases de la luna. A cada hora, un grupo de caballeros sale de su maquinaria y pelea en un torneo con gran estruendo y choque de armas, y los antepasados de Gag y Magog son responsables por el carillón. Este maravilloso reloj era un magnífico juguete, y nos dice mucho sobre la mentalidad del hombre que lo hizo y del abad que le permitió hacerla.
Más allá de la Cocina del Abad, en el campo, hay una pequeña alberca redonda de piedras gastadas, con hojas del lirio de agua que flotan en su superficie. Aquí se ponía a los peces vivos para conservarlos para el Viernes. En los pantanos, hacia Meare, hay una antigua estructura de piedra, de carácter eclesiástico, parecida a una pequeña capilla. Esta era la casa de pesca del abad, donde se llevaba a los peces pescados en las corrientes lentas de los pantanos, para ser ahumados y almacenados. Poco más allá están los campos con los bajos montículos redondos que señalan las viviendas de un pueblo antiguo, que también obtenía pescado en esas lentas corrientes.
Así es que, una capa tras otra de memorias yace dormida en esta tierra buena. Los monjes vivieron sus vidas, ricas y llenas de muchos intereses. El tiempo de sembrar y las cosechas nunca les fueron esquivos, como así también los innumerables manantiales. Las granjas y las haciendas y las distantes albercas enviaban sus tributos al granero de diezmos del abad. Aún cortamos piedra del lugar donde se extrajeron las piedras para la Abadía. Los carromatos de madera con sus caballos todavía transitan por los caminos estrechos. Aún hoy se curten cueros entre las praderas acuáticas, y las mimbreras siguen produciendo material para el trabajo de cestería. Sólo los peces han desaparecido con el drenado de los pantanos.
La devoción y la erudición medievales están en el aire mismo de Glastonbury. Las piedras de la Abadía han caído, pero su espíritu sigue vivo como una presencia inquietante,y muchos han visto a sus fantasmas. Soñando a solas en el silencio de la gran iglesia sin techo, los pilares espectrales se vuelven a formar en el ojo de la imaginación; el gran altar resplandece con sus luces y un cántico se acerca por los huecos pasillos. Entonces el sueño desaparece, disipado por la luz del sol, y no queda más que una nube de incienso que vaga a la deriva. Muchos han olido el incienso de Glastonbury, que llega súbitamente, en un gran hálito de dulzura. El espíritu de la Abadía sigue viviendo, oculto bajo la superficie del pequeño y prosaico pueblo con su mercado, y a veces emerge de repente a la superficie,precedido por las nubes de incienso; entonces, el alma del que observa se remonta lejos, a otro mundo, donde los hombres valoran el cielo y la belleza.