sábado, 7 de janeiro de 2023

Manly Palmer Hall - El Templo De Salomon

 

El rey Salomón comenzó la construcción del templo en el cuarto año de su reinado, en lo que sería, según los cálculos modernos, el 21 de abril, y lo acabó el undécimo año de su reinado, el 23 de octubre. El templo se inició cuatrocientos ochenta años después de que los hijos de Israel atravesaran el mar Rojo. Parte de la labor de construcción consistió en levantar una base artificial en la cima del monte Moría. Las piedras para el templo se extrajeron de canteras situadas justo debajo del monte Moria y las cuadraban antes de extraerlas. Los adornos de bronce y oro para el templo se vertieron en moldes en el terreno arcilloso situado entre Sukkot y Seredá y las partes de madera estuvieron todas acabadas antes de llegar al emplazamiento del templo. Por consiguiente, el edificio se montó sin ruido ni instrumentos y todas sus partes encajaron a la perfección «sin el martillo de la discordia, el hacha de la división ni ninguna herramienta maliciosa».
La controvertida Constitución de 1723 de Anderson, publicada en Londres en 1723 y reimpresa por Benjamín Franklin en Filadelfia en 1734, describe con estas palabras la división de los trabajadores que intervinieron en la construcción de la Casa Eterna: «Sin embargo, ni la pagoda de Dagon ni las mejores construcciones de Tiro y Sidón se pueden comparar con el templo del Dios Eterno en Jerusalén. […] se emplearon en él por lo menos 3600 príncipes, o maestros, para llevar a cabo la obra según las indicaciones de Salomón, con ochenta mil canteros en la montaña, o compañeros, y setenta mil peones, en total 153 600 además de la leva de Adoniram para trabajar en las montañas de Líbano por turnos con los sidonios, a saber, treinta mil, con lo cual en total fueron 183 600». Daniel Sickels habla de tres mil trescientos supervisores, en lugar de tres mil seiscientos, y menciona a los tres Grandes Maestros por separado. El mismo autor calcula el coste del templo en casi cuatro mil millones de dólares.
La leyenda masónica de la construcción del Templo de Salomón no coincide en todos los aspectos con la versión de las Escrituras, sobre todo en las partes relacionadas con Hiram Abí. Según la versión bíblica, este Maestro regresó a su propio país; en la alegoría masónica, es asesinado a traición. A este respecto, A. E. Waite, en A New Encyclopaedia of Freemasonry, hace el siguiente comentario explicativo:
La leyenda del Maestro Constructor es la gran alegoría de la masonería. Resulta que esta historia figurativa se basa en la existencia de una personalidad mencionada en la Sagrada Escritura, aunque este antecedente histórico se refiere a los accidentes, en lugar de a la esencia: la importancia reside en la alegoría y no en ningún punto de la historia que pueda haber tras ella.
Hiram, como Maestro de los Constructores, dividió a sus obreros en tres grupos, denominados aprendices, compañeros y maestros. Dio a cada división determinadas contraseñas y señales mediante las cuales se pudieran determinar rápidamente las excelencias de cada uno. Aunque todos se clasificaban según sus méritos, algunos estaban descontentos, porque deseaban un puesto más elevado del que eran capaces de ocupar. Al final, tres compañeros más osados que los demás decidieron obligar a Hiram a revelarles la contraseña del grado de maestro. Sabiendo que Juram siempre entraba en el sanctasanctórum inacabado a mediodía para rezar, aquellos villanos, llamados Jubelas Jubelus y Jubelon, lo esperaron, uno en cada una de las puertas principales del templo. Cuando Hiram estaba a punto de salir del templo por la puerta sur, de pronto le hizo frente Jubelas, armado con un medidor de sesenta centímetros. Cuando Hiram se negó a revelarte la palabra del maestro, el rufián lo golpeó en la garganta con la regla; entonces, el maestro herido se dirigió rápidamente a la puerta occidental, donde Jubelus, armado con una escuadra, lo aguardaba con la misma pregunta. Otra vez Hiram guardó silencio y el segundo asesino lo golpeó en el pecho con la escuadra. Entonces Hiram se dirigió tambaleándose a la puerta oriental, donde encontró a Jubelon, armado con una maza. Cuando Hiram se negó a decirle la palabra del maestro, Jubelon lo golpeó en medio de los ojos con el mazo y Hiram cayó muerto.
Los asesinos enterraron el cadáver de Hiram en lo alto del monte Moria y colocaron sobre la tumba un ramito de acacia. Entonces, para no ser castigados por su crimen, embarcaron con rumbo a Etiopía, pero el puerto estaba cerrado. Finalmente, los tres fueron capturados y, tras admitir su culpabilidad, fueron ejecutados, como establecía la ley. Entonces el rey Salomón envió varios grupos de tres hombres, uno de los cuales descubrió la tumba recién cavada, señalada con la ramita perenne. Como los aprendices y los compañeros no pudieron resucitar a su maestro de entre los muertos, finalmente lo «reanimó» el Maestro Masón con el «fuerte apretón de una garra de león».
Para el constructor iniciado, el nombre de Hiram Abif significa «mi Padre, el Espíritu Universal, uno en esencia, tres en aspecto»; por eso, el maestro asesinado es una especie de mártir cósmico —el espíritu crucificado del bien, el dios que muere—, cuyo Misterio se celebra en todo el mundo. Entre los manuscritos del doctor Sigismund Bastrom, el rosacruz iniciado, aparece el siguiente extracto de Von Welling en relación con la verdadera naturaleza filosófica del Hiram masónico:
La palabra original s d y h CJuram, es una raíz formada por tres consonantes: h d s es decir, jet, resh y mem. (1) h jet, significa chamah, la luz del sol, es decir, el fuego frío, invisible y universal de la naturaleza, atraído por el sol, manifestado en la luz y enviado hacia nosotros y hacia todos los cuerpos planetarios pertenecientes al sistema solar. (2) d, resh, significa h w d ruach, es decir, espíritu, aire, viento, como medio que transmite y recoge la luz en innumerables focos, en los cuales los rayos solares de luz se agitan por un movimiento circular y se manifiestan en calor y fuego ardiendo. (3) s, o m mem, significa majim, agua, humedad, pero más bien la madre del agua, es decir, la humedad radical, o un tipo determinado de aire condensado. Las tres constituyen el agente universal, o el fuego de la naturaleza, en una sola palabra s d y h CJuram, no Hiram. Albert Pike menciona varias formas del nombre Juram: Jirm, Jurm y Jur-Om; esta última acaba en el monosílabo sagrado hindú: OM, que también se puede extraer del nombre de los tres asesinos. Además, Pike relaciona a los tres rufianes con una tríada de estrellas en la constelación de Libra y también destaca el hecho de que el dios caldeo Baal —metamorfoseado en demonio por los judíos— aparece en el nombre de cada uno de los asesinos: Jubelas, Jubelus y Jubelon. Para interpretar la leyenda de Hiram hace falta estar familiarizado tanto con el sistema pitagórico como con el cabalístico de números y letras y también con los ciclos filosóficos y astronómicos de los egipcios, los caldeos y los brahmanes. Tengamos en cuenta, por ejemplo, el número 33. El primer templo de Salomón conservó durante treinta y tres años su esplendor inmaculado, pero, al cabo de ese período, fue saqueado por Shishak, rey de Egipto, y finalmente (en el 588 a. de C.) fue destruido por completo por Nabucodonosor y el pueblo de Israel fue llevado cautivo a Babilonia. También el rey David gobernó durante treinta y tres años en Jerusalén; la orden masónica se divide en treinta y tres grados simbólicos; hay treinta y tres segmentos en la columna vertebral del hombre, y Jesús tenía treinta y tres años cuando fue crucificado.
Los intentos por averiguar el origen de la leyenda hirámica demuestran que, si bien en su forma actual es relativamente moderna, sus principios fundamentales proceden de la más remota Antigüedad. En general, los estudiosos masónicos actuales reconocen que la historia del martirio de Hiram se basa en los ritos egipcios de Osiris, cuya muerte y resurrección representaban de forma metafórica la muerte espiritual del hombre y su regeneración a través de la iniciación en los Misterios. Hiram también se identifica con Hermes mediante la inscripción en la Tabla Esmeralda. A partir de estas asociaciones, resulta evidente que hay que considerar a Hiramun prototipo de la humanidad; en realidad es la idea platónica (arquetipo) del hombre. Así como, después de la caída, Adán simboliza la idea de la degeneración humana, a través de su resurrección Hiram simboliza la idea de la regeneración humana. El 19 de marzo de 1314, Jacques de Molay, el último Gran Maestro de los Caballeros Templarios, fue quemado en una pira erigida en el mismo punto de la isla del Sena, en París, en el que posteriormente se erigió la estatua del rey Enrique IV.
«Según algunas versiones de su muerte en la hoguera —escribe Jennings—, antes de expirar, Molay convocó a Clemente, el Papa que había proclamado la bula que abolió la Orden y había condenado al Gran Maestro a las llamas, para que compareciera, dentro de un plazo de cuarenta días, ante el Juez Supremo y Eterno y a Felipe [el rey] ante el mismo tribunal imponente en el plazo de un año. Las dos profecías se cumplieron». Debido a la estrecha relación entre la masonería y los Caballeros Templarios originales, la historia de Hiram se relacionó con el martirio de Jacques de Molay. Según esta interpretación, los tres rufianes que asesinaron cruelmente a su maestro a las puertas del templo porque se negó a revelarles los secretos de su orden representan al Papa, el rey y los verdugos. De Molay murió defendiendo su inocencia y negándose a revelar los arcanos filosóficos y mágicos de los Templarios.
Los que han tratado de identificar a Hiram con el asesinado rey Carlos I opinan que la leyenda de Hiram ha sido inventada a tal efecto por Elias Ashmole, un filósofo místico que probablemente pertenecía a la Fraternidad de la Rosa Cruz. Carlos fue destronado en 1647 y murió decapitado en 1649, con lo cual el partido monárquico perdió a su líder. Se ha intentado relacionar la expresión «hijos de la viuda» (una denominación que se solía aplicar a los miembros de la Orden Masónica) con este incidente de la historia inglesa, porque, al ser asesinado su rey, Inglaterra quedó «viuda» y todos los ingleses se convirtieron en «hijos de la viuda». Para el masón cristiano místico, Hiram representa al Cristo que en tres días (grados) levantó el templo de Su cuerpo de su sepulcro terrenal. Sus tres asesinos eran el representante de César (el Estado), el Sanedrín (la iglesia) y el pueblo instigado (la plebe). Si lo consideramos así, Hiram se convierte en la naturaleza superior del hombre y los asesinos son la ignorancia, la superstición y el temor. El Cristo inherente solo se puede expresar a sí mismo en este mundo a través de los pensamientos, los sentimientos y los actos del hombre. Pensar bien, sentir bien y obrar bien son las tres puertas que atraviesa el poder de Cristo al ingresar en el mundo material, donde trabaja para erigir el templo de la hermandad universal. La ignorancia, la superstición y el temor son tres rufianes, por medio de los cuales es asesinado el espíritu del bien y se establece en su lugar un reino falso, controlado por los malos pensamientos, los malos sentimientos y las malas acciones. En el universo material el mal siempre parece victorioso.
«En este sentido —escribe Daniel Sickels—, el mito de los tirios se repite permanentemente en la historia de los asuntos humanos. Orfeo fue asesinado y su cuerpo fue arrojado al Hebro; a Sócrates lo obligaron a beber cicuta, y en todas las épocas hemos visto que el Mal triunfa momentáneamente y la Virtud y la Verdad son calumniadas, perseguidas, crucificadas y asesinadas. Sin embargo, la Justicia Eterna pasa con seguridad y rapidez por el mundo: los tifones, los hijos de la oscuridad, los que conspiran para cometer delitos y todas las formas infinitamente variadas del mal caen en el olvido y la Verdad y la Virtud —postradas durante un tiempo — surgen envueltas en una majestad más divina y coronadas de gloria eterna.»
Existen motivos abundantes para sospechar que la orden masónica moderna ha estado profundamente influida por la sociedad secreta de Francis Bacon —si es que en realidad no ha surgido de ella—, pero no cabe duda de que en su simbolismo están presentes los dos grandes ideales de Bacon: la educación universal y la democracia universal. Los enemigos mortales de la educación universal son la ignorancia, la superstición y el miedo, que mantienen el alma humana cautiva de la parte más baja de su propia constitución. Los enemigos consumados de la democracia universal siempre han sido la corona, la tiara y la antorcha. Por eso, Hiram simboliza el estado ideal de emancipación espiritual, intelectual y física que siempre se ha sacrificado en el altar del egoísmo humano. Hiram es el Embellecedor de la Casa Eterna. No obstante, el utilitarismo moderno sacrifica lo bello en aras de lo práctico y a renglón seguido proclama la evidente mentira de que el egoísmo, el odio y la discordia son prácticos.
El doctor Orville Ward Owen encontró una parte considerable de los primeros treinta y dos grados del ritual masónico oculta en el texto del Primer Folio de Shakespeare. También se pueden ver emblemas masónicos en las portadas de casi todos los libros publicados por Bacon. Sir Francis Bacon se consideraba a sí mismo un sacrificio vivo en el altar de la necesidad humana; es evidente que fue segado en mitad de su trabajo y cualquiera que analice su Nueva Atlántida reconocerá en ella el simbolismo masónico. Según las observaciones de Joseph Fort Newton, el templo de Salomón descrito por Bacon en aquella novela utópica no era en realidad un edificio, sino el nombre de un estado ideal. ¿Acaso no es cierto que el templo de la masonería también es emblemático de una condición de la sociedad? Puesto que, como ya hemos dicho, los principios de la leyenda de Hiram tienen muchísima antigüedad, podría ser que su forma actual se basara en incidentes de la vida de lord Bacon, que pasó por la muerte filosófica y «resucitó» en Alemania. Según un viejo manuscrito, la Orden Masónica fue formada por alquimistas y filósofos herméticos que se habían unido para proteger sus secretos contra los métodos infames utilizados por personas codiciosas para arrancarles el secreto de la fabricación del oro. El hecho de que la leyenda hirámica contenga una fórmula alquímica aporta veracidad a esta historia. Por consiguiente, la construcción del Templo de Salomón representa la consumación de la magnum opus, que no se puede llevar a cabo sin la colaboración de Hiram, el representante universal. Los Misterios masónicos enseñan al iniciado a preparar en su propia alma un poder de proyección milagroso que le permita convertir la masa vil de la ignorancia, la perversión y la discordia humanas en un lingote de oro espiritual y filosófico. Existe suficiente similitud entre el Hiram masónico y la Kundalini del misticismo hindú para justificar la hipótesis de que Hiram tal vez simbolice también el fuego sagrado que pasa por el sexto ventrículo de la columna vertebral.
La ciencia exacta de la regeneración humana es la clave perdida de la masonería, porque cuando el fuego sagrado se eleva y atraviesa los treinta y tres grados o segmentos de la columna vertebral y entra en la cámara abovedada del cráneo humano, entra finalmente en el cuerpo pituitario (Isis), donde invoca a Ra (la glándula pineal) y exige el nombre sagrado. La masonería operativa, en el sentido más amplio del término, significa el proceso por medio del cual se abre el ojo de Horus. E. A. Wallis Budge destaca que, en algunos de los papiros que ilustran la entrada de las almas de los difuntos en la sala del juicio de Osiris, el difunto lleva una piña en la coronilla. Los misterios griegos también llevaban una vara simbólica, cuyo extremo superior tenía forma de piña, llamada el «tirso de Baco». En el cerebro humano hay una glándula minúscula, llamada cuerpo o glándula pineal, que es el ojo sagrado de los antiguos y corresponde al tercer ojo de los Cíclopes. Poco se sabe sobre la función de este órgano, que Descartes sugirió (con más sabiduría que conocimiento) que podía ser la morada del espíritu del hombre. Como su nombre indica, la glándula pineal es la piña sagrada humana, el ojo único, que no se puede abrir hasta que Hiram (el fuego sagrado) «resucita» y atraviesa los sellos sagrados, que en Asia reciben el nombre de «las siete iglesias». Hay una pintura oriental en la que aparecen tres soles. Uno cubre la cabeza, en medio de la cual está sentado Brahma, que tiene cuatro cabezas y el cuerpo de un color oscuro misterioso. El segundo, que cubre el corazón, el plexo solar y la parte superior del abdomen, muestra a Vishnu sentado en flor de loto sobre un lecho formado por las espirales de la serpiente del movimiento cósmico, cuya cabeza de siete capuchas forma un dosel por encima del dios. El tercer sol está encima del aparato reproductor, en medio del cual está Shiva, con el cuerpo de color blanco grisáceo, y con el río Ganges que le fluye de la coronilla. La pintura fue obra de un místico hindú que dedicó muchos años a ocultar grandes principios filosóficos en aquellas figuras. Las leyendas cristianas también podrían relacionarse con el cuerpo humano según el mismo método que las orientales, porque los significados arcanos ocultos en las enseñanzas de las dos escuelas son idénticos. Aplicados a la masonería, los tres soles representan las puertas del templo en las que Hiram fue atacado; no hay puerta al Norte, porque el sol nunca brilla desde el ángulo septentrional del cielo. El Norte es el símbolo de lo físico, por su relación con el hielo (el agua cristalizada) y con el cuerpo (el espíritu cristalizado). En el hombre, la luz brilla hacia el norte, pero nunca desde allí, porque el cuerpo carece de luz propia, pero su brillo refleja el esplendor de las partículas vitales divinas que están ocultas dentro de la sustancia física. Por este motivo, se acepta a la luna como símbolo de la naturaleza física del hombre. Hiram es el agua fogosa y etérea que debe resucitar a través de los tres grandes centros simbolizados por la escalera de tres travesaños y las flores con forma de soles mencionadas en la descripción de la pintura hindú. También debe ascender mediante la escalera de siete travesaños: los siete plexos próximos a la columna. Los nueve segmentos del sacro y el cóccix están perforados por diez orificios, por los cuales pasan las raíces del árbol de la Vida. El nueve es el número sagrado del hombre y en el simbolismo del sacro y el cóccix se oculta un gran misterio. Los primeros cabalistas llamaban a la parte del cuerpo que está por debajo de los riñones «la tierra de Egipto», a la cual fueron llevados los hijos de Israel durante su cautiverio. Al salir de Egipto, Moisés (la mente iluminada, como su nombre implica) condujo a las tribus de Israel (las doce facultades) levantando la serpiente de bronce en el desierto sobre el símbolo de la cruz de Tau. No solo Hiram sino los hombres Dioses de casi todos los rituales mistéricos paganos son personificaciones del fuego sagrado en la médula espinal humana. No olvidemos tampoco el aspecto astronómico de la leyenda de Hiram. El sol representa todos los años la tragedia de Hiram al pasar por los signos del Zodiaco.
«Del viaje del sol por los doce signos —escribe Albert Pike—proceden la leyenda de los doce trabajos de Hércules y las encarnaciones de Vishnu y Buda. De allí viene la leyenda del asesinato de Jurum, el representante del Sol, por los tres compañeros, símbolos de los signos de invierno, Capricornio, Acuario y Piscis, que lo atacaron en las tres puertas del Cielo y lo mataron en el solsticio de invierno. De ahí su búsqueda por parte de los nueve compañeros, los otros nueve signos, su hallazgo, su entierro y su resurrección».
Según otros autores, los tres asesinos del Sol fueron Libra. Escorpio y Sagitario, dado que Osiris fue asesinado por Tifón, a quien se asignaban los treinta grados de la constelación de Escorpio. En los Misterios cristianos, también Judas representa al Escorpión y las treinta monedas de plata por las que traicionó a su Señor representan el número de grados de aquel signo. Después de ser atacado por Libra (el Estado), Escorpio (la Iglesia) y Sagitario (la plebe), el sol (Hiram) es transportado en secreto a través de la oscuridad por los signos de Capricornio, Acuario y Piscis y enterrado en la cima de una colina (el equinoccio vernal). Capricornio lleva como símbolo a un anciano con una guadaña en la mano. Se trata del Tiempo, un caminante, que en la masonería se representa estirando los tirabuzones del pelo de una niña pequeña. Si la virgen que llora se considera el símbolo de Virgo y el Tiempo, con su guadaña, el símbolo de Capricornio, entonces el intervalo de noventa grados entre estos dos signos tendrá que corresponder al ocupado por los tres asesinos Desde un punto de vista esotérico, la urna que contiene las cenizas de Hiram representa el corazón humano. Saturno, el anciano que vive en el Polo Norte y lleva a los hijos de los hombres una ramita de un árbol de hoja perenne (el árbol de Navidad), es conocido entre los pequeños como Santa Claus, porque todos los inviernos trae el regalo de un año nuevo.
El Sol martirizado es descubierto por Aries, un compañero, y en el equinoccio vernal comienza el proceso de resucitarlo. Finalmente lo consigue el león de Judá, que, en tiempos antiguos, ocupaba el puesto de la clave en el arco real del cielo. La precesión de los equinoccios hace que diversos signos desempeñen el papel de asesinos del sol durante las distintas épocas del mundo, aunque el principio implícito sigue intacto. Esta es la historia cósmica de Hiram, el benefactor universal, el arquitecto fogoso de la Casa de Dios, que se lleva a la tumba la Palabra Perdida que, cuando se pronuncia, «resucita» la vida al poder y la gloria. Según el misticismo cristiano, cuando la encuentran, la Palabra Perdida está en un establo, rodeada de animales y marcada por una estrella. «Cuando el sol sale de Leo —escribe Robert Hewitt Brown—, los días se empiezan a acortar claramente a medida que el sol desciende hacia el equinoccio otoñal; entonces lo vuelven a matar los tres meses de otoño, permanece muerto los tres meses de invierno y es resucitado otra vez por los tres meses de verano. Todos los años se repite la gran tragedia y tiene lugar la gloriosa resurrección.»
Se dice que Hiram está «muerto», porque, en el individuo medio, la manifestación de las fuerzas creativas cósmicas se limita a una expresión puramente física y, por consiguiente, materialista. Obsesionado por su creencia en la realidad y la permanencia de la existencia física, el hombre no establece ninguna relación entre el universo material y el muro septentrional en blanco del templo. Del mismo modo que se dice que la luz solar muere simbólicamente al acercarse al solsticio de invierno, se puede decir que el mundo físico es el solsticio de invierno del espíritu. Al llegar al solsticio de invierno, da la impresión de que el sol se queda inmóvil durante tres días, al cabo de los cuales hace rodar la piedra del invierno y empieza su marcha triunfal hacia el norte, en dirección al solsticio de verano. El estado de ignorancia se puede comparar con el solsticio de invierno de la filosofía y el conocimiento espiritual, con el solsticio de verano. Desde este punto de vista, la iniciación en los Misterios se convierte en el equinoccio vernal del espíritu y en ese momento el Hiram que hay en el hombre pasa del reino de la mortalidad al de la vida eterna. El equinoccio otoñal es análogo a la caída mitológica del hombre, cuando el espíritu humano descendió a los reinos del Hades al sumergirse en la ilusión de la existencia terrestre.
En An Essay on the Beautiful, Plotino describe el efecto mejorador que produce la belleza en la conciencia cada vez mayor del hombre. Como encargado de la decoración de la Casa Eterna, Hiram Abí encarna el principio embellecedor. La belleza es fundamental para el desarrollo natural del alma humana. Los Misterios sostenían que el hombre, al menos en parte, era producto de su entorno. Por consiguiente, les parecía fundamental que cada persona estuviera rodeada de objetos que evocaran los sentimientos más nobles y más elevados. Demostraron que se podía producir belleza en la vida rodeando la vida de belleza. Descubrieron que las almas que estaban siempre en presencia de cuerpos simétricos construían cuerpos simétricos y que las mentes rodeadas de ejemplos de nobleza mental producían pensamientos nobles. Por el contrario, si se obligaba a alguien a mirar una estructura innoble, la visión le despertaría una sensación de bajeza que lo incitaría a cometer bajezas. Si en medio de una ciudad se levantase un edificio desproporcionado, en esa comunidad nacerían niños mal proporcionados y la vida de los hombres y las mujeres que contemplaran aquella construcción asimétrica no sería armoniosa. Los hombres reflexivos de la Antigüedad advirtieron que sus grandes filósofos eran una consecuencia natural de los ideales estéticos de la arquitectura, la música y el arte establecidos como norma en los sistemas culturales de aquella época.
La sustitución de la armonía de la belleza por la discordancia de lo fantástico constituye una de las grandes tragedias de todas las civilizaciones. No solo eran hermosos los dioses salvadores del mundo antiguo, sino que cada cual ejercía un sacerdocio de la belleza e intentaba lograr la regeneración del hombre despertando en él el amor por lo bello. Solo se puede conseguir que renazca la época dorada de la fábula si se eleva la belleza a la dignidad que le corresponde, como cualidad omnipresente e idealizante en el aspecto religioso, el ético, el sociológico, el científico y el político de la vida. Los Arquitectos Dionisíacos se consagraban a «resucitar» su espíritu maestro, la Belleza Cósmica, del sepulcro de la ignorancia material y el egoísmo levantando edificios que eran ejemplos tan perfectos de simetría y majestuosidad que en realidad constituían fórmulas mágicas con las cuales evocaban el espíritu del Embellecedor martirizado, sepultado en un mundo materialista.
En los Misterios masónicos, el espíritu trino del hombre (la delta) se representa mediante los tres Grandes Maestros de la logia de Jerusalén. Como Dios es el principio que está presente en los tres mundos, en cada uno de ellos se manifiesta como un principio activo, de modo que el espíritu del hombre, al ser partícipe de la naturaleza de la divinidad, vive en tres planos del ser: la esfera suprema, la superior y la inferior de los pitagóricos. A la entrada de la esfera inferior (el infierno o el lugar donde habitan las criaturas mortales), está el guardián del Hades: el perro de tres cabezas, Cerbero, análogo a los tres asesinos de la leyenda de hirámica. Según esta interpretación simbólica del espíritu trino, Hiram es la tercera parte, la que se encarna: el Maestro Constructor que, a lo largo de todas las épocas, levanta templos vivos de carne y hueso como santuarios de lo más alto. Hiram se presenta como una flor y la cortan; muere a las puertas de la materia; es enterrado en los elementos de la creación, pero, a semejanza de Thor, agita su martillo poderoso en los campos del espacio, pone en movimiento los átomos primigenios e impone el orden en el caos. Como potencialidad del poder cósmico que reside en cada alma humana, Hiram espera a que el hombre, mediante el ritualismo complejo de la vida, convierta la potencialidad en potencia divina. Sin embargo, a medida que aumentan las percepciones sensoriales del individuo, el hombre adquiere cada vez mayor control de sus distintas partes y el espíritu de la vida interior poco a poco alcanza la libertad. Los tres asesinos representan las leyes del mundo inferior —nacimiento, desarrollo y decadencia— que cada vez frustran el plan del Constructor. Para el individuo medio, el nacimiento físico en realidad significa la muerte de Hiram y la muerte física, su resurrección. El iniciado, en cambio, alcanza la resurrección de la naturaleza espiritual sin la intervención de la muerte física.
Según la interpretación de S. A. Zola, del grado 33 y antiguo Gran Maestro de la Gran Logia de Egipto, unos símbolos curiosos hallados en la base de la Aguja de Cleopatra, que actualmente se encuentra en el Central Park de Nueva York, tenían, en primer lugar, importancia masónica. Se encuentran marcas y símbolos masónicos en las piedras de numerosos edificios públicos, no solo en Inglaterra y en el continente europeo, sino también en Asia. En su Indian Masons’ Marks of the Moghul Dynasty, A. Gorhamdescribe muchísimas marcas que aparecen en los muros de edificios tales como el Taj Mahal, la Jama Masjid y una famosa construcción masónica: el Qutab Minar. Para los que consideran la masonería un producto de la sociedad secreta de arquitectos y constructores que durante miles de años constituyeron una casta de maestros artesanos, Hiram Abí fue el Gran Maestro tirio de una organización mundial de artesanos, cuyo cuartel general estaba en Tiro. Su filosofía consistía en incorporar a sus mediciones y sus ornamentaciones de templos, palacios, mausoleos, fortalezas y demás edificios públicos su conocimiento de las leyes que controlaban el universo. A cada obrero iniciado se le asignaba un jeroglífico con el que marcaba las piedras que cuadraba, para demostrar a toda la posteridad que así dedicaba al Arquitecto Supremo del universo cada uno de los frutos perfectos de su trabajo. Con respecto a las marcas de los masones, Robert Freke Gould escribe lo siguiente:
Es muy sorprendente que estas marcas se encuentren en todos los países —en las cámaras de la Gran Pirámide de Gizeh, en las murallas subterráneas de Jerusalén, en Pompeya y en Herculano, en murallas romanas y en templos griegos, en el Indostán, en México, en Perú y en Asia Menor—, así como también en las grandes ruinas de Inglaterra, Francia, Alemania, Escocia, Italia, Portugal y España.
Desde este punto de vista, es muy posible que la historia de Hiramrepresente la incorporación de los secretos divinos de la arquitectura a las partes y las dimensiones reales de los edificios terrenales. Los tres grados de la Hermandad entierran al Gran Maestro (el gran arcano) en el edificio real que construyen, después de haberlo matado con las herramientas del constructor, rebajando al espíritu sin dimensiones de la belleza cósmica a las limitaciones de la forma concreta. No obstante, meditando sobre la construcción, el Maestro Masón puede resucitar los ideales abstractos de la arquitectura y extraer de ellos los principios divinos de la filosofía arquitectónica que están incorporados o «sepultados» en ellos. Por consiguiente, el edificio físico en realidad es la tumba o la personificación del ideal creativo, del cual las dimensiones materiales no son más que la sombra. Además, se puede considerar que la leyenda de Hiram encarna las vicisitudes de la filosofía misma. Como instituciones destinadas a difundir la cultura ética, los Misterios paganos fueron los arquitectos de la civilización. Su poder y su dignidad se personificaron en juran el Maestro Constructor, pero al final sucumbieron al ataque de aquel trío recurrente compuesto por el Estado, la Iglesia y la plebe. Fueron profanados por el Estado, celoso de su riqueza y su poder; por la Iglesia primitiva, temerosa de su sabiduría, y por la muchedumbre o la soldadesca, incitadas tanto por el Estado como por la Iglesia. Así como Hiram, cuando resucita de su tumba, susurra la palabra del Maestro Masón que se perdió por su muerte prematura, el restablecimiento o la resurrección de los Misterios antiguos, según los principios de la filosofía, tendrá como consecuencia el redescubrimiento de la enseñanza secreta, sin la cual la civilización debe continuar en un estado de confusión e incertidumbre espiritual.
Cuando gobierna la plebe, el hombre es dominado por la ignorancia; cuando gobierna la Iglesia, es dominado por la superstición, y cuando gobierna el Estado, es dominado por el miedo. Para que los hombres puedan vivir juntos en armonía y entendimiento, hay que convertir la ignorancia en sabiduría, la superstición en fe iluminada y el miedo en amor. Aunque se afirme lo contrario, la masonería es una religión que pretende unir a Dios y al hombre, elevando a sus iniciados a un nivel de conciencia en el cual puedan contemplar con visión clara las obras del Gran Arquitecto del universo. De una época a otra, perdura la visión de una civilización perfecta como ideal para la humanidad, en medio de la cual habrá una universidad poderosa, en la que se enseñarán libremente las ciencias sagradas y las seculares relacionadas con los misterios de la vida a todos los que asuman la vida filosófica. Allí no tendrán cabida el credo ni el dogma; se eliminará lo superficial y solo se mantendrá lo esencial. El mundo será gobernado por las mentes más preclaras y cada uno ocupará el puesto para el cual esté mejor preparado. La gran universidad se dividirá en grados, a los que se accederá por medio de pruebas preliminares o iniciaciones. En ella se enseñará a la humanidad el más sagrado, el más secreto y el más imperecedero de todos los Misterios: el simbolismo. Allí se enseñará a los iniciados que todos los objetos visibles, todos los pensamientos abstractos y todas las reacciones emocionales no son más que símbolos de un principio eterno. Allí la humanidad aprenderá que Hiram (la Verdad) está enterrado en cada uno de los átomos del Cosmos, que toda forma es un símbolo y que todo símbolo es la tumba de una verdad eterna. Mediante la educación —espiritual, mental, moral y física—, el hombre aprenderá a desprender las verdades vivas de la capa inerte que las envuelve. En definitiva, el gobierno perfecto de la tierra debe tomar como modelo el gobierno divino por el que se rige el universo. El día que se restablezca el orden perfecto, cuando triunfen la paz universal y el bien, los hombres ya no buscarán la felicidad, porque la encontrarán en sí mismos. Las esperanzas muertas, las aspiraciones muertas y las virtudes muertas saldrán de su tumba y el espíritu de la belleza y la bondad, asesinado una y otra vez por hombres ignorantes, volverá a ser el maestro de obras. Entonces los sabios se sentarán en los asientos de los poderosos y los dioses caminarán con los hombres.

Manly Palmer Hall - La Leyenda Hiramica

 

Después de llegar al trono de David, su padre, Salomón, el amado por Dios, constructor de la Casa Eterna y gran maestro de la logia de Jerusalén, consagró su vida a erigir un templo a Dios y un palacio para los reyes de Israel. Cuando el fiel amigo de David, Hiram, rey de Tiro, se enteró de que un hijo de David ocupaba el trono de Israel, envió mensajes de felicitación y ofrecimientos de ayuda al nuevo gobernante. En su Historia de los Judíos, Flavio Josefo menciona que las copias de las cartas que intercambiaron los dos reyes se pudieron ver entonces tanto en Jerusalén como en Tiro. Aunque Hiram no apreció las veinte ciudades de Galilea que Salomón le regaló cuando finalizó el templo, los dos monarcas siguieron siendo grandes amigos. Los dos eran famosos por su ingenio y su sabiduría y en su correspondencia cada uno inventaba preguntas desconcertantes para poner a prueba el ingenio del Otro.
Salomón celebró un acuerdo con Hiram de Tiro y le prometió grandes cantidades de cebada, trigo, maíz, vino y aceite como salarios para los albañiles y los carpinteros de Tiro que colaborasen con los judíos en la construcción del templo. Juram también proporcionó cedros y otros árboles de buena calidad, con los cuales se construyeron balsas que flotaron mar abajo hasta Joppe, donde los obreros de Salomón los trasladaban tierra adentro, hasta el lugar donde se construyó el templo. Como quería tanto a Salomón, Hiramde Tiro también le envió al Gran Maestro de los Arquitectos Dionisíacos, Hiram Abif, hijo de madre viuda, que no tenía igual entre los artesanos de la tierra. Se lo describe como «tirio de nacimiento, pero de ascendencia israelita» y como «segundo Besalel, honrado por su rey con el título de Padre». The Freemason’s Pocket Companion (publicado en 1771) describe a Hiram como «el obrero más ingenioso, hábil y curioso que existió jamás, cuyas habilidades no se limitaban solo a la construcción, sino que se extendían a todo tipo de trabajo, ya fuera en oro, plata, bronce o hierro; ya fuera en hilo, tapices o bordados; se lucía por igual como arquitecto, estatuario [sic], fundidor y diseñador, por separado o conjuntamente. A partir de sus diseños y siguiendo sus indicaciones, se comenzaron, realizaron y terminaron todos los muebles ricos y espléndidos del templo y sus diversas añadiduras. Salomón lo nombró para ocupar la presidencia en su ausencia, como segundo Gran Maestro, y, en su presencia, Anciano Gran Guardián, Maestro de obras y, supervisor general de todos los artistas, tanto de aquellos que David había conseguido en Tiro y en Sidón como de los que posteriormente enviara Hiram». (Los escritores masónicos actuales no se ponen de acuerdo en cuanto a la precisión de esta última oración). A Marte, el antiguo planeta de la energía cósmica, los «astrólogos» atlantes y caldeos le asignaron a Aries como trono diurno y a Escorpio como trono nocturno. Los que no ascendían a la vida espiritual mediante la iniciación se describen como «muertos por la picadura del escorpión», porque vagan por el lado nocturno del poder divino.
Mediante el misterio del cordero pascual o La consecución del vellocino de oro, aquellas almas «resucitan» o se elevan hasta el poder diurno constructivo de Marte en Aries: el símbolo del Creador. Cuando se lleva sobre la zona relacionada con las pasiones animales, la piel de cordero pura representa la regeneración de las fuerzas de la procreación y su consagración al servicio de la divinidad. El tamaño del mandil, sin contar el faldón, lo convierte en el símbolo de la salvación, porque, según los Misterios, tiene que tener Unos 900 centímetros cuadrados. El mandil que aparece sobre estas líneas incluye gran cantidad de símbolos: la colmena, emblema de la propia logia masónica: la llana, el mazo y el tablero de dibujo; las piedras picadas y las cuadradas; las pirámides y las montañas del Líbano: los pilares, el templo y el suelo tipo tablero, y la estrella flamígera y las herramientas de la Orden. Ocupan el centro del mandil un compás y una escuadra, que representan el macrocosmos y el microcosmos, y la serpiente alternativamente blanca y negra de la luz astral Debajo hay Una rama de acacia con siete ramitas, que representa los centros vitales del hombre superior y el inferior. La calavera es un recordatorio constante de que la naturaleza espiritual solo se libera después de la muerte filosófica de la personalidad sensual del hombre.
A pesar de la cantidad inmensa de trabajo que requirió su construcción, el Templo de Salomón —en palabras de George Oliver— «era un edificio bastante pequeño, con un tamaño muy inferior al de algunas de nuestras iglesias». La cantidad de edificios contiguos a él y el inmenso tesoro en oro y piedras preciosas que se empleó en su construcción concentraron mucha riqueza dentro de la superficie del templo. En su centro estaba el sancta sanctórum, a veces llamado «oráculo». Era un cubo exacto —todas sus medidas eran de veinte codos— y un ejemplo de la influencia del simbolismo egipcio. Las construcciones del grupo del templo estaban adornadas con 1453 columnas de mármol de Paros, con esculturas espléndidas, y 2906 pilastras adornadas con capiteles. Había un porche ancho que daba al Este y el sanctasanctórum daba al Oeste. Según la tradición, en los distintos edificios y patios cabían un total de trescientas mil personas. Tanto el presbiterio como el sanctasanctórum estaban totalmente cubiertos de placas de oro macizo con incrustaciones de pedrería.

Manly Palmer Hall - El Simbolismo Del Cuerpo Humano

 

El más antiguo, el más profundo y el más universal de todos los símbolos es el cuerpo humano. Según los griegos, los persas, los egipcios y los hindúes, el análisis filosófico de la naturaleza trina del hombre era una parte indispensable de la formación ética y religiosa. Los Misterios de todas las naciones enseñaban que las leyes, los elementos y los poderes del universo estaban representados en la constitución humana y que todo lo que existía fuera del hombre tenía su analogía dentro de él. Como el cosmos era de una inmensidad inconmensurable y de una profundidad inconcebible, escapaba a toda estimación mortal. Ni siquiera los propios dioses podían comprender más que una parte de la gloria inaccesible que los originaba. Cuando se impregna, transitoriamente, de entusiasmo divino, el hombre puede trascender por un instante las limitaciones de su propia personalidad y contemplar en parte el resplandor celestial que baña toda la creación. Sin embargo, ni siquiera en sus etapas de máxima iluminación puede imprimir en la sustancia de su alma racional una imagen perfecta de la expresión multiforme de la actividad celestial. Reconociendo la inutilidad de tratar de enfrentarse intelectualmente a algo que trasciende la comprensión racional, los primeros filósofos desviaron su atención de la divinidad inconcebible para concentrarse en el propio hombre y vieron que, dentro de los estrechos confines de su naturaleza, se manifestaban todos los misterios de las esferas externas. Como consecuencia natural de aquella práctica, surgió un sistema teológico secreto según el cual Dios se consideraba el Gran Hombre mientras que el hombre era el pequeño dios. Para seguir con la analogía, el cosmos se consideraba un hombre y, a la inversa, el hombre se consideraba un universo en miniatura. Al universo mayor se lo denominó «macrocosmos» —el gran mundo o cuerpo— y la vida divina o el ser espiritual que controlaba sus funciones recibió el nombre de Macroprosopo. El cuerpo del hombre o el universo humano individual fue llamado «microcosmos» y la vida divina o el ser espiritual que controlaba sus funciones recibió el nombre de Microprosopo. Los Misterios paganos se ocupaban fundamentalmente de enseñar a los neófitos la verdadera relación entre el macrocosmos y el microcosmos o, en otras palabras, entre Dios y el hombre. Por consiguiente, la clave de estas analogías entre los órganos y las funciones del hombre microcósmico y las del Hombre macrocósmico constituían la posesión más preciada de los primeros iniciados.

En Isis Sin Velo, H. P. Blavatsky sintetiza el concepto pagano de hombre con las siguientes palabras: «El hombre es un pequeño mundo, un microcosmos dentro del gran universo. Como un feto, está suspendido, con sus tres espíritus, en la matriz del macrocosmos y mientras que su cuerpo terrenal guarda una afinidad constante con su madre tierra, su alma astral vive al unísono con el anima mundi sideral. Él está en ella, como ella está en él, porque el elemento que invade el mundo llena todo el espacio y es el propio espacio, solo que ilimitado e infinito. En cuanto al tercer espíritu, el divino, ¿qué es sino un rayo infinitesimal, una de las innumerables radiaciones que proceden directamente de la Causa Máxima, la luz espiritual del mundo? Esta es la trinidad de naturaleza orgánica e inorgánica, lo espiritual y lo físico, que son tres en uno, y de la cual afirma Proclo lo siguiente: “La primera mónada es el Dios eterno; la segunda, la eternidad; la tercera, el paradigma o patrón del universo”, y las tres constituyen la Tríada Inteligible». Mucho antes de que la idolatría se introdujera en la religión, los primeros sacerdotes colocaron la estatua de un hombre en el santuario del templo. Aquella figura humana simbolizaba el poder divino con todas sus manifestaciones complejas. Por consiguiente, los sacerdotes de la Antigüedad aceptaron al hombre como canon y, al estudiarlo, aprendieron a comprender los misterios más grandes y más abstrusos del plan celestial del cual formaban parte. No es improbable que aquella figura misteriosa que había encima de los altares primitivos fuera una especie de maniquí y que, como algunas manos emblemáticas de las escuelas mistéricas, estuviese cubierta por jeroglíficos, ya sea pintados o en relieve. Es posible que la estatua se abriera para mostrar la posición relativa de los órganos, los huesos, los músculos, los nervios y las demás partes. Al cabo de siglos de investigación, el maniquí se convirtió en una masa de jeroglíficos complejos y de figuras simbólicas. Cada parte tiene un significado secreto. Las medidas formaban un modelo básico, mediante el cual se podían medir todas las partes del cosmos. Era un espléndido emblema complejo de todo el conocimiento que poseían los sabios y los hierofantes. Entonces comenzó la época de la idolatría. Los Misterios decayeron desde dentro. Los secretos se perdieron y ya nadie conocía la identidad del hombre misterioso suspendido encima del altar. Lo único que se recordaba era que la figura era un símbolo sagrado y glorioso del Poder Universal, hasta que finalmente empezaron a considerarlo un dios, el Uno a cuya imagen fue creado el hombre. Cuando se perdió el conocimiento de la finalidad para la cual se había construido el maniquí, los sacerdotes adoraron a aquella efigie hasta que, al final, su desconocimiento espiritual hizo que el templo se derrumbara sobre sus cabezas y la estatua se vino abajo, junto con la civilización que había olvidado su sentido. A partir de aquella suposición de los primeros teólogos de que el hombre había sido creado a imagen de Dios las mentes iniciadas de otros tiempos erigieron la magnífica estructura de la teología sobre la base del cuerpo humano. El mundo religioso de la actualidad ignora casi por completo que la ciencia de la biología constituye el origen de sus doctrinas y sus principios. Muchos de los códigos y las leyes que los teólogos actuales creen que han sido revelaciones directas de la divinidad en realidad son fruto de siglos de ahondar pacientemente en las complejidades de la constitución humana y en las maravillas infinitas reveladas por semejante estudio.
En casi todos los libros sagrados del mundo se puede rastrear una analogía anatómica, que resulta más evidente en sus mitos de la creación. Quien sepa algo de embriología y obstetricia no tendrá ninguna dificultad en reconocer la base de la alegoría con respecto a Adán y Eva y el Jardín del Edén, los nueve grados de los Misterios eleusinos y la leyenda brahmánica de las encarnaciones de Vishnu. La historia del Huevo Universal, el mito escandinavo de Ginnungagap (la grieta oscura del espacio en la cual se siembra la semilla del mundo) y el uso del pez como emblema del poder generador paternal muestran el verdadero origen de la especulación teológica. Los filósofos de la Antigüedad se daban cuenta de que el propio hombre era la clave del misterio de la vida, porque era la imagen viva del Plan Divino, y en los siglos venideros la humanidad también llegará a comprender más plenamente la solemne trascendencia de aquellas palabras antiguas: «Lo que en realidad debe estudiar el hombre es a sí mismo». Tanto Dios como el hombre tienen una constitución doble, con una parte superior invisible y una inferior visible.
También hay en los dos una esfera intermedia, que marca el punto de encuentro de la naturaleza visible y la invisible. Del mismo modo que la naturaleza espiritual de Dios controla Su forma universal objetiva —que en realidad es una idea cristalizada—, la naturaleza espiritual del hombre es la causa invisible y el poder controlador de su personalidad material visible. Por lo tanto, resulta evidente que el espíritu del hombre guarda la misma relación con su cuerpo material que la que guarda Dios con el universo objetivo. Los Misterios enseñaban que el espíritu, o la vida, era anterior a la forma y que lo que es anterior incluye todo lo que es posterior a sí mismo. Como el espíritu es anterior a la forma, la forma queda incluida dentro del ámbito del espíritu. Además, es una afirmación o creencia popular que el espíritu del hombre está dentro de su cuerpo. Según las conclusiones de la filosofía y la teología, sin embargo, esta creencia es errónea, porque el espíritu primero circunscribe una zona y después se manifiesta en ella. En términos filosóficos, la forma, al ser parte del espíritu, está dentro del espíritu, aunque el espíritu es más que la suma de la forma. Así como la naturaleza material del hombre queda dentro de la suma del espíritu, la Naturaleza Universal, que incluye la totalidad del sistema, queda comprendida dentro de la esencia omnipresente de Dios: el Espíritu Universal.
Según otro concepto de la Sabiduría Antigua, todos los cuerpos —ya sean espirituales o materiales— tienen tres centros, que los griegos llaman el centro superior, el centro intermedio y el centro inferior. Aquí se observa una ambigüedad aparente. Hacer un diagrama o representar simbólicamente de forma adecuada las verdades mentales abstractas resulta imposible, porque la representación diagramática de uno de los aspectos de las relaciones metafísicas en realidad puede contradecir algún otro. Si bien lo que está por encima en general se considera superior en cuanto a dignidad y poder, en realidad lo que está en el centro es superior y anterior tanto con respecto a lo que se dice que está por encima como con respecto a lo que se dice que está por debajo. Por consiguiente, se debe decir que lo primero —que se considera que está por encima— en realidad está en el centro, mientras que los otros dos (de los que se dice que están por encima o bien por debajo) en realidad están por debajo. Para simplificar más esta cuestión, se ruega al lector que considere «por encima» una indicación del grado de proximidad al origen y «por debajo» una indicación del grado de distancia del origen, que está situado justamente en el centro, y la distancia relativa son los distintos puntos a lo largo de los radios desde el centro hacia la circunferencia. En cuestiones relacionadas con la filosofía y la teología, «arriba» se puede entender como «hacia el centro» y «abajo», como «hacia la circunferencia». El centro es el espíritu y la circunferencia es la materia. Por consiguiente, «arriba» quiere decir «hacia el espíritu siguiendo una escala ascendente de espiritualidad» y «abajo» quiere decir «hacia la materia siguiendo una escala ascendente de materialidad». Este último concepto se expresa en parte mediante el vértice de un cono que, visto desde arriba, aparece como un punto en el centro exacto de la circunferencia formada por la base del cono.
Estos tres centros universales —el que está arriba, el que está abajo y el vínculo que los une— representan tres soles o tres aspectos del mismo sol: son centros de resplandor. También tienen su analogía en los tres grandes centros del cuerpo humano, que, al igual que el universo físico, es una creación del demiurgo. «El primero de estos [soles] —afirma Thomas Taylor— es análogo a la luz cuando se la ve subsistir en su fuente, el sol; el segundo, a la luz que procede directamente del sol, y el tercero, al esplendor que esta luz transmite a otras naturalezas». Como el centro superior (o espiritual) está en el medio de los otros dos, su análogo en el cuerpo físico es el corazón: el órgano más espiritual y misterioso del cuerpo humano. El segundo centro (o el vínculo entre el mundo superior y el inferior) se eleva a la posición de máxima dignidad física: el cerebro. El tercer centro (el inferior) queda relegado a la posición de menos dignidad física, pero de mayor importancia física: el aparato reproductor. De este modo, el corazón es, simbólicamente, la fuente de la vida; el cerebro es el vínculo que, mediante la inteligencia racional, une la vida con la forma, y el aparato reproductor (o creador infernal) es la fuente del poder gracias al cual se producen los organismos físicos. Los ideales y las aspiraciones de cada persona dependen en gran medida de cuál de estos tres centros de poder predomine en cuanto al alcance y la actividad de la expresión. En los materialistas, el más fuerte es el centro inferior; en los intelectuales, el superior; en cambio, en los iniciados, el medio —al bañar los dos extremos en un torrente de resplandor espiritual—controla sanamente tanto la mente como el cuerpo.
Así como la luz da fe de que hay vida —que es lo que la origina—, la mente demuestra la existencia del espíritu y la actividad, en un plano más inferior aún, demuestra que existe la inteligencia. Por consiguiente, la mente pone de manifiesto al corazón, mientras que el aparato reproductor, a su vez, pone de manifiesto a la mente. En consecuencia, el símbolo más común de la naturaleza espiritual es un corazón; el de la capacidad intelectual es un ojo abierto, que representa la glándula pineal o el ojo ciclópeo, que es el Jano de dos caras de los Misterios paganos, y el del aparato reproductor es una flor, un bastón, una copa o una mano.
Aunque todos los Misterios reconocían el corazón como centro de la conciencia espiritual, a menudo pasaban por alto deliberadamente este concepto y utilizaban el corazón en su sentido exotérico como símbolo de la naturaleza emocional. En este caso, el aparato reproductor representaba el cuerpo físico; el corazón, el cuerpo emocional, y el cerebro, el cuerpo mental. El cerebro representaba la esfera superior, pero cuando los iniciados habían superado los grados inferiores, les enseñaban que el cerebro representaba la llama espiritual que moraba en los lugares más recónditos del corazón. El estudioso del esoterismo descubre poco después que los antiguos recurrían a menudo a diversos subterfugios para ocultar las verdaderas interpretaciones de sus Misterios. Sustituir el corazón por el cerebro era uno de aquellos subterfugios.
Los tres grados de los Misterios antiguos se otorgaban, salvo contadas excepciones, en cámaras que representaban los tres grandes centros del cuerpo humano y el universal. Si era posible, se construía el propio templo en forma de cuerpo humano. El candidato entraba por entre los pies y recibía el máximo honor en el punto correspondiente al cerebro. El primer grado era el misterio material y su símbolo era el aparato reproductor: el candidato tenía que pasar por los distintos grados del pensamiento concreto. El segundo grado se otorgaba en la cámara correspondiente al corazón, aunque representaba el poder intermedio, que era el vínculo mental.
Allí se iniciaba al candidato en los misterios del pensamiento abstracto y era llevado hasta lo más alto que la mente podía penetrar. A continuación, pasaba a la tercera cámara, que, al igual que el cerebro, ocupaba la posición más elevada del templo, pero, al igual que el corazón, tenía la máxima dignidad. En la cámara del cerebro se otorgaba el misterio del corazón. Allí, el iniciado comprendía de verdad por primera vez el significado de aquellas palabras inmortales: «Como un hombre piensa, así es su vida». Como hay siete corazones en el cerebro, hay siete cerebros en el corazón, pero esta es una cuestión superfísica, acerca de la cual no se puede decir gran cosa en este momento. Proclo escribe sobre este tema en el primero de los Six Books of Proclus on the Theology of Plato: «De hecho, Sócrates en el (primer) Alcibíades observa correctamente que el alma, cuando penetra en sí misma, contempla todas las demás cosas y a la divinidad misma, porque, al acercarse a la unión consigo misma y al centro de toda la vida y al dejar de lado la multitud y la variedad de todos los poderes múltiples que contiene, asciende a la atalaya más alta de los seres. Y así como en el más sagrado de los misterios —dicen— los místicos se encuentran en primer lugar con los géneros multiformes, que se arrojan ante los dioses, pero, al entrar en el templo, impasibles y protegidos por los ritos místicos, reciben verdaderamente en su pecho [corazón] la iluminación divina y, despojados de sus vestiduras —como lo dirían ellos—, participan de una naturaleza divina, lo mismo ocurre —me da la impresión—con la especulación de la totalidad.
Porque el alma, cuando observa las cosas que son posteriores a ella, contempla las sombras y las imágenes de los seres, pero Cuando se vuelve hacia sí misma desarrolla su propia esencia y las razones que contiene. Y al principio, efectivamente, solo se contempla —digamos— a sí misma, pero, cuando profundiza más en su propio conocimiento, descubre que posee tanto un intelecto como los órdenes de los seres. Sin embargo, cuando se interna en sus recovecos interiores y —digamos— en el adytum del alma, percibe con su ojo cerrado [sin la ayuda de la mente inferior] el género de los dioses y las unidades de los seres. Porque todas las cosas están en nuestra psique y a través de esta somos capaces por naturaleza de conocerlo todo, despertando los poderes y las imágenes de las totalidades que contenemos».
Los antiguos iniciados advertían a sus discípulos que una imagen no es una realidad, sino simplemente la objetivación de una idea subjetiva. Las imágenes de los dioses no estaban diseñadas para ser objetos de culto, sino que solo había que considerarlas emblemas o recordatorios de poderes y principios invisibles. Asimismo, el cuerpo humano no se debe considerar la persona, sino solo la morada de la persona, del mismo modo que el templo era la Casa de Dios. En un estado de ordinariez y perversión, el cuerpo humano es la tumba o la prisión de un principio divino: en un estado de evolución y regeneración, es la Casa o el Santuario de la divinidad, cuyos poderes creativos le dieron forma. «La personalidad está colgada de un hilo de la naturaleza del Ser», declara la obra secreta. El hombre es, en esencia, un principio permanente e inmortal y solo su cuerpo atraviesa el ciclo del nacimiento y la muerte. Lo inmortal es la realidad; lo mortal es la irrealidad. Durante cada período de la vida terrenal, la realidad vive en la irrealidad y se libera de ella temporalmente mediante la muerte y permanentemente mediante la iluminación.
Aunque en general se consideraban politeístas, los paganos no adquirieron tal reputación por adorar a más de un dios, sino por personificar los atributos de aquel dios, con lo cual crearon un panteón de divinidades posteriores, cada una de las cuales manifestaba una parte de lo que el Único Dios manifestaba como un todo. Por consiguiente, los diversos panteones de las religiones antiguas en realidad representan los atributos catalogados y personificados de la divinidad y, en tal sentido, corresponden a las jerarquías de los cabalistas hebreos. Por lo tanto, todos los dioses de la Antigüedad tienen sus analogías en el cuerpo humano, como ocurre también con los elementos, los planetas y las constelaciones, que se asignaban como vehículos adecuados para aquellos celestiales. Los cuatro centros del cuerpo se asignan a los elementos; los siete órganos vitales, a los planetas; las doce partes y miembros principales, al Zodiaco; las partes invisibles de la naturaleza divina del hombre, a diversas divinidades supramundanas, mientras que el Dios oculto —según decían— se manifiesta a través de la médula de los huesos. A muchos les cuesta concebirse como verdaderos cosmos, darse cuenta de que su cuerpo físico es una naturaleza visible y de que, a través de su estructura, innumerables olas de vida en evolución desarrollan sus potencialidades latentes. Sin embargo, a través del cuerpo físico del hombre no solo se desarrollan un reino mineral, uno vegetal y uno animal, sino también clasificaciones y divisiones desconocidas de vida espiritual invisible. Así como las células son unidades infinitesimales de la estructura del hombre, el hombre es una unidad infinitesimal de la estructura del universo. Una teología basada en el conocimiento y la apreciación de estas relaciones es tan profundamente justa como profundamente verdadera.
Como el cuerpo físico del hombre tiene cinco extremidades definidas e importantes (dos piernas, dos brazos y una cabeza que gobierna a las cuatro primeras), el número cinco ha sido aceptado como símbolo del hombre. Con sus cuatro esquinas, la pirámide simboliza los brazos y las piernas y, con el vértice, la cabeza, con lo cual indica que un solo poder racional controla cuatro esquinas irracionales. Las manos y los pies se usan para representar los cuatro elementos, de los cuales los dos pies son la tierra y el agua y las dos manos, el fuego y el aire. Por lo tanto, el cerebro simboliza el quinto elemento sagrado, el éter, que controla y une a los otros cuatro. Si los pies están juntos y los brazos están abiertos, el hombre simboliza la cruz, con el intelecto racional como cabeza o extremidad superior.
Los dedos de las manos y de los pies también tienen un significado especial. Los dedos de los pies representan los Diez Mandamientos de la ley física y los de las manos representan los Diez Mandamientos de la ley espiritual. Los cuatro dedos de cada mano (sin contar los pulgares) representan los cuatro elementos y las tres falanges de cada dedo representan las divisiones del elemento, de modo que los dedos de cada mano están divididos en doce partes, que son análogas a los signos del Zodiaco, mientras que las dos falanges y la base de los dos pulgares representan la divinidad trina. La primera falange corresponde al aspecto creativo; la segunda, al aspecto preservador, y la base, al aspecto generador y al destructivo. Cuando se unen las dos manos, el resultado son los veinticuatro Ancianos y los seis días de la creación.
Para el simbolismo, el cuerpo está dividido verticalmente en dos mitades: la derecha se considera luz y la izquierda, oscuridad. Aquellos que no estaban familiarizados con el verdadero significado de la luz y la oscuridad llamaban espiritual a la parte luminosa y material a la parte izquierda. La luz es el símbolo de la objetividad y la oscuridad, el de la subjetividad. La luz es una manifestación de la vida y, por consiguiente, es posterior a la vida. Lo que precede a la luz es la oscuridad, en la cual la luz existe de forma temporal, pero la oscuridad existe de forma permanente. Así como la vida precede a la luz, su único símbolo es la oscuridad y la oscuridad se considera el velo que debe ocultar eternamente la verdadera naturaleza del Ser abstracto y no diferenciado. Antiguamente, los hombres luchaban con el brazo derecho y defendían sus centros vitales con el brazo izquierdo, en el cual llevaban el escudo protector. Por consiguiente, la mitad derecha del cuerpo se consideraba ofensiva y la mitad izquierda, defensiva, y también por este motivo el lado derecho del cuerpo se consideraba masculino y el lado izquierdo, femenino. Varios expertos opinan que el hecho de que actualmente predomine el uso de la mano derecha se debe a la costumbre de reservar la mano izquierda para fines defensivos. Además, así como la fuente del Ser está en la oscuridad primaria que precedía a la luz, la naturaleza espiritual del hombre está en la parte oscura de su ser, porque el corazón está del lado izquierdo. Entre las curiosas ideas falsas que surgen de la mala costumbre de asociar la oscuridad con el mal hay una según la cual varias naciones primitivas usaban la mano derecha para todas las labores constructivas y la mano izquierda solo para aquellas tareas consideradas impuras e indignas de ser vistas por los dioses. Por el mismo motivo, a menudo se hacía referencia a la magia negra como el camino de la mano izquierda o siniestro y se decía que el cielo estaba a la derecha y el infierno a la izquierda. Además, algunos filósofos decían que se podía escribir de dos maneras: de izquierda a derecha se consideraba el método exotérico y de derecha a izquierda se consideraba esotérico. La escritura exotérica era la que se hacía hacia fuera o lejos del corazón, mientras que la esotérica era la que —como el hebreo antiguo— se escribía hacia el corazón.
Según la doctrina secreta, cada una de las partes y los miembros del cuerpo están representados en el cerebro y, a su vez, todo lo que hay en el cerebro está representado en el corazón. Simbólicamente, se suele utilizar la cabeza humana para representar la inteligencia y el conocimiento de uno mismo. Como el cuerpo humano en su totalidad es el producto más perfecto conocido de la evolución terrestre, se empleaba para representar la Divinidad: el máximo estado o condición apreciable. Los artistas, cuando intentan retratar a la divinidad, a menudo muestran solo una mano que surge de una nube impenetrable. La nube representa la Divinidad Incognoscible, oculta al hombre por la limitación humana. La mano representa la actividad divina, la única parte de Dios que pueden conocer los sentidos inferiores. El rostro está compuesto por una trinidad natural: los ojos representan el poder espiritual que comprende; las fosas nasales representan el poder preservador y vivificador, y la boca y las orejas representan el poder demiúrgico material del mundo inferior. La primera esfera existe eternamente y es creativa; la segunda esfera pertenece al misterio del aliento creativo, y la tercera esfera, a la palabra creativa. Mediante la Palabra de Dios se creó el universo material y los siete poderes creativos, o sonidos vocálicos —que han comenzado a existir al pronunciarse la Palabra—, se convirtieron en los siete Elohim o divinidades, con cuyo poder y mediación se organizó el mundo inferior. De vez en cuando, la Divinidad se simboliza mediante un ojo, una oreja, una nariz o una boca. El primero simboliza la conciencia divina; la segunda, el interés divino; la tercera, la vitalidad divina y la cuarta, la orden divina. Los antiguos no creían que, gracias a la espiritualidad, los hombres se volvieran honrados o racionales, sino, más bien, que la honradez y la racionalidad los volvían espirituales.
Los Misterios enseñaban que la iluminación espiritual solo se alcanzaba elevando la naturaleza inferior hasta un nivel determinado de eficiencia y pureza. Por consiguiente, los Misterios se establecieron con la finalidad de desarrollar la naturaleza del hombre según determinadas reglas fijas que, cuando se observaban religiosamente, elevaban la conciencia humana hasta un punto en el que era capaz de conocer su propia constitución y la verdadera finalidad de su existencia. Este conocimiento de la manera de regenerar más rápida y completamente la constitución múltiple del hombre hasta alcanzar la iluminación espiritual constituía la doctrina secreta o esotérica de la Antigüedad. Algunos órganos y centros aparentemente físicos son en realidad los velos o las fundas de los centros espirituales. Lo que eran y la manera de desarrollarlos no se revelaba jamás a los impenitentes, porque los filósofos sabían que cuando alguien comprende el funcionamiento de todo un sistema, puede conseguir un fin establecido, aunque no esté cualificado para manipular y controlar las consecuencias que haya producido. Por este motivo, se imponían períodos de prueba prolongados, de modo que el conocimiento de cómo llegar a ser como los dioses siguiera siendo posesión exclusiva de quienes eran dignos de él. Sin embargo, para que el conocimiento no desapareciera, se ocultó en alegorías y mitos que no tenían ningún sentido para los profanos, aunque resultaban evidentes para quienes conocían la teoría de la redención personal que era la base de la teología filosófica. Se puede poner como ejemplo el propio cristianismo. En realidad, todo el Nuevo Testamento es una exposición cuidadosamente oculta de los procesos secretos de la regeneración humana. Los personajes que durante tanto tiempo se han considerado hombres y mujeres históricos en realidad son personificaciones de determinados procesos que tienen lugar en el cuerpo humano cuando el hombre empieza la tarea de liberarse a sí mismo conscientemente de la esclavitud de la ignorancia y la muerte. Las prendas y los adornos que supuestamente llevaban los dioses también son claves, porque en los Misterios la vestimenta se consideraba sinónimo de la forma. El grado de espiritualidad o materialidad de los organismos se representaba por medio de la calidad, la belleza y el valor de las prendas que llevaban. El cuerpo físico del hombre se consideraba la vestidura que cubría su naturaleza espiritual; en consecuencia, cuanto más desarrollados estuvieran sus poderes supersustanciales, más espléndido sería su atuendo. Desde luego, al principio la ropa se llevaba más como adorno que como protección y muchos pueblos primitivos conservan esta costumbre. Los Misterios enseñaban que los únicos adornos duraderos del hombre eran sus virtudes y sus características respetables y que iba vestido con sus propios logros y adornado con sus conquistas. Por eso, la toga blanca era símbolo de pureza: la roja, de sacrificio y amor, y la azul, de altruismo e integridad. Como se decía que el cuerpo era la toga del espíritu, las deformidades mentales o morales se representaban como deformidades del cuerpo.
Tomando el cuerpo del hombre como la regla para medir el universo, los filósofos afirmaban que todas las cosas se parecen, por su constitución —si no por su forma—, al cuerpo humano. Por ejemplo, los griegos decían que Delfos era el ombligo de la tierra, porque para ellos el planeta físico era como un ser humano gigante, que era retorcido para darle la forma de una pelota. En contraposición a la creencia del cristianismo de que la tierra era un objeto inanimado, para los paganos no solo la tierra sino también todos los cuerpos siderales eran criaturas individuales, dotadas de inteligencia propia. Incluso llegaban a tratar los distintos reinos de la naturaleza como entidades separadas. Por ejemplo, para ellos el reino animal era un solo ser compuesto por todas las criaturas que constituyen dicho reino. Aquella bestia prototípica era un mosaico que encarnaba todas las propensiones animales y dentro de su naturaleza existía todo el mundo animal, así como la especie humana existe dentro de la constitución del Adán prototípico. Las razas, las naciones, las tribus, las religiones, los estados, las comunidades y las ciudades se veían, asimismo, como entidades, compuesta cada una de ellas por cantidades diversas de individuos Cada comunidad tiene una individualidad, que es la suma de las actitudes de cada uno de sus habitantes. Cada religión es un individuo cuyo cuerpo está compuesto por una jerarquía y una gran cantidad de adoradores individuales. La organización de cualquier religión representa su cuerpo físico y cada uno de sus miembros es una de las células que componen este organismo. Por consiguiente, las religiones, las razas y las comunidades —al igual que los individuos— atraviesan las «siete edades» de Shakespeare, porque la vida del hombre sirve como referencia para calcular la perpetuidad de todas las cosas.
Según la doctrina secreta, el hombre, mediante la mejora paulatina de sus medios y la sensibilidad cada vez mayor que produce dicha mejora, va superando poco a poco las limitaciones de la materia y se va desprendiendo de su maraña mortal. Cuando la humanidad haya acabado su evolución física, la cáscara vacía de la materialidad que ha dejado atrás será utilizada por otras oleadas de vida como peldaños para su propia liberación. El desarrollo evolutivo del hombre tiende siempre hacia su propia Individualidad. Por consiguiente, en el punto de máximo materialismo, el hombre se encuentra más lejos de sí mismo. Según las enseñanzas de los Misterios, no toda la naturaleza espiritual del hombre se encama en la materia. El espíritu del hombre se manifiesta esquemáticamente como un triángulo equilátero con un vértice hacia abajo. Este punto inferior, que es un tercio de la naturaleza espiritual, pero que, en comparación con la dignidad de los otros dos, es mucho menos que un tercio, desciende hacia la ilusión de la existencia material por un período breve. Lo que no se envuelve jamás en la cubierta de la materia es el anthropos hermético, el Superhombre, análogo a los cíclopes o al daemon protector de los griegos, el «ángel» de Jakob Böhme y la Superalma de Emerson, «esa unidad, esa Superalma, que contiene en su interior las particularidades de cada persona para unificarla con todo lo demás».
Al nacer, apenas una tercera parte de la naturaleza divina del hombre se disocia temporalmente de su propia inmortalidad y asume el sueño del nacimiento y la existencia físicos y anima con su propio entusiasmo celestial a un medio compuesto por elementos materiales, que pertenece a la esfera material y está limitado por ella. Al morir, aquella parte encarnada despierta del sueño de la existencia física y se vuelve a reunir con su condición eterna. Este descenso periódico del espíritu a la materia se denomina «la rueda de la vida y la muerte» y los filósofos han tratado extensamente los principios relacionados con ella en la cuestión de la metempsicosis. Mediante la iniciación en los Misterios y un proceso determinado conocido como teología operativa, se trasciende esta ley de nacimiento y muerte y, en el transcurso de la existencia física, a la parte del espíritu que está dormida en su forma se le abren los ojos sin intervención de la muerte —el Iniciador inevitable— y entonces se reúne conscientemente con el anthropos, o la sustancia dominante. En esto consiste tanto la finalidad principal como la consumación de los Misterios: en que el hombre tome conciencia de su propio origen divino y vuelva conscientemente a él, sin tener que pasar por la disolución física.

sexta-feira, 6 de janeiro de 2023

Manly Palmer Hall - La Vida y La Filosofia De Pitágoras

 

Aprovechando un viaje a Delfos por asuntos relacionados con su trabajo como mercader, Mnesarchus, el padre de Pitágoras, y su esposa. Parthenis, decidieron consultar al oráculo para saber si las Parcas eran favorables para su viaje de regreso a Siria. Cuando la pitonisa (la profetisa de Apolo) se sentó en el trípode dorado, encima de la enorme entrada de aire del oráculo, en lugar de responder a la pregunta que le habían formulado, dijo a Mnesarchus que su esposa estaba encinta y que daría a luz a un hijo que estaba destinado a superar a todos los hombres en belleza y sabiduría y que, a lo largo de su vida, contribuiría mucho al bien de la humanidad. Mnesarchus quedó tan impresionado por la profecía que cambió el nombre de su esposa por el de Pythais, en honor de la pitonisa. Cuando nació el niño en Sidón, en Fenicia, fue, como había dicho el oráculo, un varón. Mnesarchus y Pythais lo llamaron Pitágoras, convencidos de que había sido predestinado por el oráculo. Se conservan muchas leyendas extrañas en torno al nacimiento de Pitágoras. Algunos sostienen que no era un hombre mortal, sino que era uno de los dioses que había adoptado un cuerpo humano para permitirle venir al mundo e instruir a la raza humana. Pitágoras fue uno de los numerosos sabios y salvadores de la Antigüedad para los cuales se afirma una concepción inmaculada. En su Anacalypsis, Godfrey Higgins escribe lo siguiente: «La primera circunstancia sorprendente en la que coinciden la historia de Pitágoras y la de Jesús es que los dos eran oriundos casi del mismo país: aquel había nacido en Sidón y este, en Belén, dos ciudades de Siria. El padre de Pitágoras, al igual que el de Jesús, se enteró por una profecía de que su esposa iba a tener un hijo que sería un benefactor de la humanidad. Los dos nacieron cuando sus madres estaban de viaje lejos del hogar: José y su esposa habían ido a Belén por una cuestión de impuestos y el padre de Pitágoras había viajado desde Saínos, su lugar de residencia, a Sidón, por sus intereses mercantiles. Pythais [Pythasis], la madre de Pitágoras, tuvo una relación con un espectro o fantasma del dios Apolo, el dios del Sol (debía de ser, sin duda, un fantasma santo y aquí tenemos al Espíritu Santo), que después se apareció a su esposo y le dijo que no debía tener relaciones con su esposa durante el embarazo: una historia que, evidentemente, es la misma que la de Jesús y María. Por estas circunstancias peculiares, a Pitágoras lo conocían, igual que a Jesús, como “el hijo de Dios” y la multitud suponía que estaba bajo la influencia de la inspiración divina».
Este filósofo famosísimo nació entre el año 600 y el 590 a. de C. y se calcula que vivió casi cien años. Las enseñanzas de Pitágoras indican que estaba perfectamente familiarizado con los preceptos del esoterismo oriental y el occidental, viajó entre los judíos y fue instruido por los rabinos sobre las tradiciones secretas de Moisés, el legislador de Israel. Posteriormente, la escuela de los esenios se dedicó principalmente a interpretar los símbolos pitagóricos. Pitágoras fue iniciado en los Misterios egipcios, los babilonios y los caldeos. Aunque algunos creen que fue discípulo de Zaratustra, es dudoso que su instructor de ese nombre fuese el hombre-dios que actualmente veneran los parsis. Aunque los relatos de sus viajes son dispares, los historiadores coinciden en que visitó numerosos países y estudió a los pies de muchos maestros.
«Después de adquirir todo lo que podía aprender de los filósofos griegos y, supuestamente, de iniciarse en los Misterios eleusinos, fue a Egipto, donde, tras muchos rechazos y negativas, finalmente logró que los sacerdotes de Tebas lo iniciaran en los Misterios de Isis. A continuación, aquel intrépido asociacionista se dirigió a Fenicia y a Siria, donde le fueron conferidos los Misterios de Adonis y, tras cruzar el valle del Éufrates, se entretuvo el tiempo suficiente para aprender las tradiciones secretas de los caldeos, que seguían viviendo en las inmediaciones de Babilonia. Por último, hizo su incursión más importante y más histórica a través de Media y Persia hasta el Indostán, donde permaneció varios años como discípulo e iniciado de los cultos brahmanes de Elephanta y Ellora».
El mismo autor añade que el nombre de Pitágoras figura aún en los registros de los brahmanes como Yavancharya, el maestro jónico. Dicen que Pitágoras fue el primero que se llamó a sí mismo «filósofo»; de hecho, el mundo está en deuda con él por esta palabra. Antes de aquella época, a las personas dotadas de sabiduría se las llamaba «sabios», que se interpretaba como «los que saben». Pitágoras fue más modesto y acuñó la palabra «filósofo», que él definía como «alguien que quiere saber».
Cuando regresó de sus viajes Pitágoras creó una escuela o, como se ha llamado a veces, una universidad, en Crotona, una colonia doria en el sur de Italia. Cuando llegó, lo miraron con recelo, pero al poco tiempo las personas que ocupaban cargos importantes en las colonias vecinas empezaron a buscar su asesoramiento en las cuestiones de máxima actualidad. Reunió a su alrededor a un grupo reducido de discípulos sinceros, a los que instruyó en la sabiduría secreta que le había sido revelada y también en los aspectos fundamentales de la matemática oculta, la música y la astronomía, que él consideraba la base triangular de todas las artes y las ciencias. Cuando tenía casi sesenta años, se casó con una de sus discípulas y de aquella unión nacieron siete hijos. Su esposa era una mujer notablemente capaz, que no solo lo estimuló a lo largo de su vida, sino que, después de su asesinato, continuó difundiendo sus doctrinas.
Como ocurre tantas veces con los genios, Pitágoras, con su franqueza, se granjeó enemistades políticas y personales. Entre los que llegaron buscando la iniciación hubo uno que, porque Pitágoras se negó a admitirlo, decidió destruir tanto al hombre como a su filosofía. Mediante propaganda falsa, aquel descontento puso a la gente corriente contra el filósofo. Una pandilla de asesinos llegó sin avisar al pequeño grupo de edificios donde vivían el gran maestro y sus discípulos, quemaron las construcciones y mataron a Pitágoras. Las versiones sobre la muerte del filósofo no se ponen de acuerdo. Algunos dicen que fue asesinado con sus discípulos; otros que, mientras huía de Crotona con un pequeño grupo de seguidores, sus enemigos lo atraparon y lo quemaron vivo en una casita en la que se habían refugiado para descansar durante la noche. Según otra versión, al verse atrapados en la construcción en llamas, los discípulos se arrojaron de fuego para convertir sus cuerpos en un puente sobre el cual Pitágoras logró escapar, aunque murió de tristeza poco después, ante la aparente inutilidad de sus esfuerzos por servir e iluminar a la humanidad.
Los discípulos que lo sobrevivieron trataron de perpetuar sus doctrinas, pero los persiguieron por todas partes y es muy poco lo que se conserva en la actualidad como homenaje a la grandeza de este filósofo. Dicen que los discípulos de Pitágoras jamás lo llamaban ni se referían a él por su nombre, sino siempre como «el Maestro» o «aquel hombre». Es posible que esto se deba al hecho de que se creía que el nombre de Pitágoras constaba de un número determinado de letras con un orden especial y gran significación sagrada. La revista The Word ha publicado un artículo de T. R. Prater que demostraba que Pitágoras iniciaba a sus candidatos mediante una fórmula determinada que estaba oculta en las letras de su propio nombre. Esto explicaría por qué se reverenciaba tanto la palabra «Pitágoras». A la muerte de Pitágoras, su escuela se fue desintegrando poco a poco, aunque los que sacaron provecho de sus enseñanzas veneraban la memoria del gran filósofo, del mismo modo en que, durante su vida, lo habían reverenciado a él. Con el paso del tiempo, Pitágoras llegó a ser considerado un dios, más que un hombre, y sus discípulos dispersos estaban unidos por su admiración común hacia el genio trascendente de su maestro. Édouard Schuré, en Pythagoras and the Delphic Mysteries, relata el siguiente episodio como ejemplo del vínculo de hermandad que unía a los miembros de la escuela pitagórica: Uno de ellos, que había caído enfermo y estaba sumido en la pobreza, fue alojado amablemente por un posadero. Antes de morir, dibujó unos cuantos signos misteriosos (seguramente, el pentáculo) sobre la puerta de la posada y dijo al dueño: «No os preocupéis, que alguno de mis hermanos saldará mis deudas». Al cabo de un año pasó por allí un desconocido que vio los signos y le dijo al dueño: «Soy pitagórico y aquí murió uno de mis hermanos; decidme cuánto os debo en su nombre».
Frank C. Higgins, del grado 32, ofrece a continuación un compendio excelente de los principios pitagóricos: Las enseñanzas de Pitágoras son de trascendental importancia para los masones, puesto que son el fruto necesario de su contacto con los filósofos más destacados de todo el mundo civilizado de su época y deben de representar aquello en lo que todos estaban de acuerdo, despojado de toda la cizaña de la controversia. Por eso, la postura decidida de Pitágoras en defensa del monoteísmo puro es prueba suficiente de que la tradición en cuanto a que la unidad de Dios era el secreto supremo de todas las instituciones antiguas es totalmente correcta. La escuela filosófica de Pitágoras era, en cierta medida, también una serie de iniciaciones porque hacía pasar a sus discípulos por una serie de grados y jamás les permitía estar en contacto directo con él hasta que alcanzaban los grados superiores. Según sus biógrafos, los grados eran tres. El primero, el de —si la masonería se inculcara de forma adecuada— la base sobre la cual se erigía todo el resto del conocimiento. En segundo lugar, estaba el grado de «Theoreticus», que se refería a las aplicaciones superficiales de las ciencias exactas, y, por último, el grado de «Electus», que permitía al candidato adelantarse hasta alcanzar la luz de la máxima iluminación que era capaz de absorber. Los discípulos de la escuela pitagórica se clasificaban en «exoterici», o discípulos de grados externos, y «esoterici», cuando habían superado el tercer grado de iniciación y tenían derecho a acceder a la sabiduría secreta. El silencio, el secreto y la obediencia incondicional eran principios fundamentales de esta gran orden.

Los fundamentos pitagóricos

El estudio de la geometría, la música y la astronomía se consideraba fundamental para un conocimiento racional de Dios, el hombre o la naturaleza y nadie que no conociera a fondo estas ciencias podía acompañar a Pitágoras como discípulo. Eran muchos los que pedían ser admitidos en su escuela. Se examinaba a cada candidato en las tres materias y los que las ignoraban eran rechazados de inmediato.
Pitágoras no era extremista: enseñaba la moderación en todo, más que el exceso en algo, porque creía que un exceso de virtud era, en sí mismo, un defecto. Una de sus frases favoritas era: «Debemos poner todo nuestro empeño en evitar y amputar, a fuego y a espada y por cualquier otro medio, del cuerpo la enfermedad, del alma la ignorancia, del vientre la lujuria, de una ciudad la sedición, de una familia la discordia y de todas las cosas el exceso». También opinaba que no hay delito peor que la anarquía. Todo el mundo sabe lo que quiere, pero pocos saben lo que necesitan. Pitágoras advertía a sus discípulos que, cuando rezaran, no pidieran para sí mismos y que, cuando solicitaran algo a los dioses, no les requirieran cosas para sí mismos, porque nadie sabe lo que es bueno para sí y, por tal motivo, no conviene pedir cosas que, si se obtuvieran, solo resultarían perjudiciales.
El dios de Pitágoras era la mónada, o el Uno que lo es Todo. Describía a Dios como la Mente Suprema distribuida por todo el universo: la causa de todas las cosas, la inteligencia de todas las cosas y el poder que hay en todas las cosas. Decía también que el movimiento divino era circular, que el cuerpo de Dios estaba compuesto por la sustancia de la luz y que la naturaleza de Dios estaba compuesta por la sustancia de la verdad. Para Pitágoras, comer carne nublaba la facultad de razonamiento. Si bien no condenaba su uso ni se abstenía por completo él mismo, decía que los jueces debían abstenerse de comer carne antes de un juicio, para que los que compareciesen ante ellos recibieran las decisiones más honestas y acertadas.
Cuando Pitágoras decidía —como ocurría a menudo— retirarse al templo de Dios por un período prolongado para meditar y orar, llevaba consigo comidas y bebidas preparadas especialmente. La comida consistía en semillas de amapola y sésamo a partes iguales, la piel de la cebolla albarrana totalmente disecada, la flor del narciso, hojas de malva y una pasta hecha de cebada y guisantes. Mezclaba todo esto y le agregaba miel silvestre. Para beber, combinaba semillas de pepinos, pasas de uva (sin semillas), flores de cilantro, semillas de malva y verdolaga, queso rallado, harina y nata y lo endulzaba con miel silvestre. Según Pitágoras, era lo que comía Hércules cuando deambulaba por el desierto de Libia y la mismísima diosa Ceres había dado al héroe aquella receta.
El método favorito de curación entre los pitagóricos eran las cataplasmas También conocían las propiedades mágicas de gran cantidad de plantas. Pitágoras valoraba mucho las propiedades medicinales de la cebolla albarrana y dicen que escribió todo un libro sobre este tema, aunque no tenemos actualmente ninguna constancia de dicha obra. Pitágoras descubrió que la música tenía gran poder terapéutico y preparó armonías especiales para diversas enfermedades. Parece que también experimentó con el color y obtuvo un éxito considerable. Uno de sus procesos curativos únicos se debe a su descubrimiento del valor curativo de determinados versos de la Odisea y la Ilíada de Homero y hacía que se los leyeran a personas que padecían ciertas enfermedades. Se oponía a la cirugía en todas sus formas y también estaba en contra de la cauterización. No permitía que nada afeara el cuerpo humano, porque, según él, constituía un sacrilegio contra el lugar donde moraban los dioses. Pitágoras enseñaba que la amistad era la relación más auténtica y que era casi perfecta. Declaraba que en la naturaleza había amistad de todos para con todos: de los dioses hacia los hombres; de las doctrinas entre sí; del alma con respecto al cuerpo; de la parte racional con la irracional; de la filosofía con respecto a su teoría; de los hombres entre sí; entre compatriotas; que la amistad también existía entre extraños, entre un hombre y su mujer, sus hijos y sus criados Todos los vínculos en los que no hubiera amistad eran grilletes y no había virtud alguna en mantenerlos.
Pitágoras creía que las relaciones eran fundamentalmente mentales, más que físicas, y que un desconocido con un intelecto comprensivo estaba más cerca de él que un consanguíneo cuyos puntos de vista discreparan de los suyos Pitágoras definía el conocimiento como el fruto de la acumulación mental. Creía que se obtenía de muchas maneras, pero fundamentalmente por medio de la observación. La sabiduría era el conocimiento del origen o la causa de todas las cosas y la única manera de conseguirla era elevando el intelecto hasta alcanzar un punto en el cual conocía intuitivamente lo invisible que se manifestaba exteriormente a través de lo visible y, de este modo, conseguía establecer un rapport con el espíritu de las cosas, más que con sus formas. Lo máximo que la sabiduría podía conocer era la mónada, el misterioso átomo permanente de los pitagóricos. Pitágoras enseñaba que tanto el hombre como el universo estaban hechos a imagen y semejanza de Dios y que, al estar hechos los dos a partir de la misma imagen, comprender uno suponía conocer el otro. Enseñaba, además, que había una interrelación constante entre el Gran Hombre (el cosmos) y el hombre (el microcosmos). Pitágoras creía que todos los cuerpos siderales estaban vivos y que las formas de los planetas y las estrellas no eran más que cuerpos que revestían almas, mentes y espíritus, del mismo modo en que la forma humana visible no es más que el medio que recubre un organismo espiritual invisible, que es, en realidad, el individuo consciente. Para Pitágoras, los planetas eran divinidades espléndidas que merecían la adoración y el respeto del hombre. Sin embargo, opinaba que todas aquellas divinidades estaban supeditadas a La Causa Primera, dentro de la cual todas existían temporalmente, como la mortalidad existe en medio de la inmortalidad.
La famosa Y pitagórica representaba la capacidad de elección y se usaba en los Misterios como emblema de la bifurcación de los caminos. El tronco central se separaba en dos partes, una de las cuales se ramificaba hacia la derecha y la otra, hacia la izquierda. La rama de la derecha se llamaba «sabiduría divina» y la de la izquierda, «sabiduría terrenal». La juventud, encarnada en el candidato, que recorría el camino de la vida —representado por el tronco central de la Υ—, llega al punto en el cual el camino se bifurca. El neófito debe elegir entonces entre seguir el camino de la izquierda y, siguiendo los dictados de su naturaleza inferior, ingresar en un espacio de locura e irreflexión que lo llevará irremediablemente a la ruina, o seguir el camino de la derecha y, gracias a la integridad, la laboriosidad y la sinceridad, conseguir finalmente la unión con los inmortales en las esferas superiores. Es probable que Pitágoras tomase su concepto de la Υ de los egipcios, que incluían en algunos de sus rituales de iniciación una escena en la cual el candidato se encontraba frente a dos figuras femeninas. Una de ellas, tapada con las túnicas blancas del templo, animaba al neófito a ingresar en las salas del conocimiento, mientras que la otra, engalanada con joyas que simbolizaban los tesoros terrenales y llevando en las manos una bandeja llena de uvas (emblemas de la luz falsa), intentaba atraerlo hacia las cámaras de la disipación. Este símbolo sigue existiendo en las cartas del Tarot, donde se llama «la bifurcación de los caminos». Para muchas naciones, la horquilla es el símbolo de la vida y se solía colocar en el desierto para indicar la presencia de agua.
Con respecto a la teoría de la transmigración como la ha difundido Pitágoras hay diversas opiniones. Según algunos, enseñaba que aquellos mortales que, por lo que habían hecho durante su existencia terrenal, habían llegado a parecerse a ciertos animales volvían a la tierra bajo la apariencia de tales animales. Por ejemplo, una persona tímida regresaría en forma de conejo de ciervo; una persona cruel, en forma de lobo o de algún otro animal feroz, y una persona astuta, con apariencia de zorro. Sin embargo, este concepto no encaja dentro del esquema pitagórico general y es mucho más probable que tuviera un sentido más alegórico que literal. La intención era dar la idea de que los seres humanos se vuelven brutales cuando se dejan dominar por sus deseos más bajos y sus tendencias destructivas. Es probable que haya que entender la palabra «transmigración» como lo que habitualmente se llama «reencarnación», una doctrina con la que Pitágoras debió de tener contacto directo o indirecto en India y en Egipto. El hecho de que Pitágoras aceptaba la teoría de las reapariciones sucesivas de la naturaleza espiritual en forma humana se encuentra en una nota a pie de página en la Historia de la magia de Lévi: «Era un defensor importante de lo que solía llamarse la doctrina de la metempsicosis, entendida como la transmigración del alma en cuerpos sucesivos. Él mismo había sido a) Elálides, uno de los hijos de Mercurio; b) Euforbo, hijo de Panto, que pereció a manos de Menelao en la guerra de Troya; C) Hermótimo de Clazomene, una ciudad de Jonia; d) un humilde pescador, y, finalmente, e) el filósofo de Samos».
Pitágoras enseñaba también que cada especie de criatura tenía lo que él llamaba un sello, otorgado por Dios, y que la forma física de cada una era la impresión de aquel sello sobre la cera de la sustancia física, de modo que cada cuerpo llevaba estampada la dignidad del modelo que Dios le había otorgado. Pitágoras creía que al final el hombre alcanzaría un estado en el que se desprendería de su naturaleza burda y actuaría en un cuerpo de éter espiritualizado, yuxtapuesto en todo momento a su forma física, que podría ser la Octava Esfera, o Antichton, desde la cual ascendería al reino de los inmortales, al que pertenecía por derecho divino de nacimiento. Pitágoras enseñaba que todo lo que existía en la naturaleza era divisible en tres partes y que no se podía llegar a ser verdaderamente sabio hasta que no se veían los problemas como diagramáticamente triangulares. Decía: «Si se establece un triángulo, dos tercios del problema quedan resueltos» y también: «Todo está formado por tres». Según este punto de vista, Pitágoras dividía el cosmos en tres partes, que él llamaba el «mundo supremo», el «mundo superior» y el «mundo inferior». El más elevado, o mundo supremo, era una sutil esencia espiritual que se compenetraba con todas las cosas y, por consiguiente, era el verdadero plano de la propia Divinidad Suprema, ya que la Divinidad era, en todos los sentidos, omnipresente, omniactiva, omnipotente y omnisciente. Los dos mundos inferiores existían dentro de la naturaleza de aquella esfera suprema.
En el Mundo Superior vivían los inmortales y también los arquetipos o los sellos, cuya naturaleza no participaba en modo alguno del material de lo terreno, sino que, como proyectaban sus sombras sobre lo profundo (el mundo inferior), sólo se podían conocer a través de ellas. En el tercero, o mundo inferior, vivían las criaturas que eran partícipes de la sustancia material o participaban en el trabajo con la sustancia material y en ella. Por consiguiente, esta esfera era la morada de los dioses mortales, los demiurgos, los ángeles que trabajan con los hombres, también de los demonios que participan de la naturaleza de la tierra y, por último, de la humanidad y los reinos inferiores, los que transitoriamente pertenecen a la tierra pero son capaces de elevarse por encima de aquella esfera mediante la razón y la filosofía.
Los pitagóricos no consideran números a los dígitos uno y dos, porque representan las dos esferas supramundanas. Por consiguiente, los números pitagóricos empiezan por el tres, el triángulo, y el cuatro, el cuadrado, que, sumados al uno y al dos, producen el diez, el gran número de todas las cosas, el arquetipo del cosmos. Los tres mundos se llamaban «receptáculos». El primero era el receptáculo de los principios; el segundo, el de las inteligencias, y el tercero, o inferior, el de las cantidades. Tanto Pitágoras como los pensadores griegos posteriores daban la máxima importancia a los sólidos simétricos. Para que un sólido fuera perfectamente simétrico o regular, la misma cantidad de caras tenían que converger en todos sus ángulos y esas caras debían ser polígonos regulares iguales, es decir, figuras cuyos lados y ángulos fuesen todos iguales. Tal vez se pueda atribuir a Pitágoras el gran descubrimiento de que solo hay cinco sólidos de este tipo. [···]
Los griegos creían que el mundo [el universo material] estaba compuesto por cuatro elementos —tierra, aire, fuego y agua— y para la mente griega era inevitable la conclusión de que las formas de las partículas de los elementos eran las de los sólidos regulares. Las partículas de tierra eran cúbicas, porque el cubo era el sólido regular que poseía más estabilidad. Las partículas de fuego eran tetraédricas, porque el tetraedro era el sólido más sencillo y, por lo tanto, el más ligero. Las partículas de agua eran icosaédricas, precisamente por el motivo contrario, mientras que las panículas de aire, como intermedias entre las dos últimas, eran octaédricas. El dodecaedro era, para aquellos matemáticos antiguos, el sólido más misterioso; era, con diferencia, el más difícil de construir, porque dibujar con precisión un pentágono regular requería una aplicación bastante compleja del gran teorema de Pitágoras. De ahí la conclusión, como dijo Platón, de que «la divinidad lo utilizó (al dodecaedro regular) para dibujar el plano del universo».
Redgrove no ha mencionado el quinto elemento de los Misterios antiguos, el que completaría la analogía entre los sólidos simétricos y los elementos. A aquel quinto elemento, o éter, los hindúes lo llamaban akasa. Estaba estrechamente relacionado con el éter hipotético de la ciencia moderna y era la sustancia que se compenetraba con todos los demás elementos y actuaba como su disolvente común y su denominador común. El sólido de doce caras también hacía referencia, sutilmente, a los doce inmortales que allanaban el universo y también a las doce circunvoluciones del cerebro humano: los vehículos de aquellos inmortales en la naturaleza humana.
Aunque Pitágoras, según algunos contemporáneos suyos, practicaba la adivinación (posiblemente la aritmomancia), no disponemos de información precisa sobre los métodos que empleaba. Se cree que tenía una rueda extraordinaria mediante la cual podía predecir el futuro y que había aprendido hidromancia con los egipcios Creía que el bronce tenía poderes oraculares, porque, incluso cuando todo estaba perfectamente quieto, siempre había un ruido sordo en los cuencos de bronce. En una ocasión, mientras oraba al espíritu de un río, salió del agua una voz que dijo: «Salve, Pitágoras». Dicen que podía hacer que los demonios se sumergieran en el agua y agitaran su superficie y que aquellas ondas permitían predecir algunas cosas. Un día, después de beber de cierto manantial, uno de los maestros de Pitágoras anunció que el espíritu del agua acababa de predecir que al día siguiente se produciría un gran terremoto y la profecía se cumplió. Es muy probable que Pitágoras tuviese poder hipnótico no solo sobre los hombres, sino también sobre los animales. Ejerciendo su influencia mental, consiguió que un ave cambiara el rumbo de su vuelo, que un oso dejara de causar estragos en una comunidad y que un toro cambiara su alimentación. También tenía el don de la clarividencia y era capaz de ver desde lejos y de describir con precisión acontecimientos que aún no se habían producido.

Los aforismos simbólicos de Pitágoras

Jámblico reunió treinta y nueve de los dichos simbólicos de Pitágoras y los interpretó. Han sido traducidos del griego por Thomas Taylor. Los aforismos eran uno de los métodos de instrucción que más se utilizaban en la universidad pitagórica de Crotona. A continuación se reproducen diez de los más representativos, con una breve explicación de su significado oculto.
I. En lugar de transitar por vías públicas, recorre los caminos menos frecuentados. Quiere decir que quienes deseen alcanzar la sabiduría la deben buscar en solitario.
II. Domina tu lengua por sobre todas las cosas, como hacen los dioses. Este aforismo advierte que las palabras, en lugar de manifestarte, te tergiversan y por eso cuando uno no sabe qué decir, siempre le conviene callar.
III. Cuando sople el viento, adora el sonido. Con esto Pitágoras recuerda a sus discípulos que el mandato divino se escucha en la voz de los elementos y que todas las cosas de la naturaleza manifiestan, mediante la armonía, el ritmo, el orden o el procedimiento, los atributos de la divinidad.
IV. Ayuda a los demás a levantar una carga, pero no a apoyarla en el suelo. Indica al estudiante que colabore con el diligente, pero que jamás asista a aquellos que pretenden eludir sus responsabilidades, porque alentar la indolencia constituye un pecado grave.
V. No hables sin luz sobre cuestiones pitagóricas. Se advierte al mundo que no se debe tratar de interpretar los misterios divinos ni los estados de las ciencias sin la iluminación espiritual e intelectual.
VI. Si te has marchado de tu casa, no regreses, porque las furias irán contigo. Con estas palabras, Pitágoras advierte a sus seguidores que quien se ponga a buscar la verdad y, tras aprender parte del misterio, se desanime e intente regresar a su estado anterior de vicio e ignorancia, padecerá mucho, porque es preferible no saber nada sobre la divinidad que aprender un poco y detenerse sin llegar a saberlo todo.
VII. Alimenta a un gallo, pero no lo sacrifiques, porque es sagrado para el sol y la luna. Este aforismo oculta dos lecciones importantes. La primera es una advertencia contra el sacrificio de seres vivos a los dioses, porque la vida es sagrada y nadie debe destruirla, ni siquiera para hacer una ofrenda a la divinidad. La segunda advierte que el cuerpo humano (al que aquí se hace referencia como un gallo) es sagrado para el sol (Dios) y para la luna (la Naturaleza) y se debe proteger y conservar como el medio de expresión más precioso que tiene el hombre. Pitágoras también prevenía a sus discípulos contra el suicidio.
VIII. No recibas golondrinas en tu casa. Con esto se advierte a quien va en pos de la verdad que no debe permitir que entren en su cabeza pensamientos dispersos ni que entren en su vida personas ineficaces. Siempre debe estar rodeado de personas racionales y de trabajadores aplicados.
IX. No ofrezcas fácilmente a nadie tu mano derecha. Así se advierte al discípulo que se guarde sus consejos y no brinde sabiduría ni conocimientos (su mano derecha) a los que son incapaces de apreciarlos. En este caso, la mano representa la Verdad, que levanta a quienes han caído por ignorancia, pero, como muchos de los impenitentes no desean la sabiduría, cortarán la mano que se les tiende con generosidad. El tiempo es lo único que puede redimir a las masas ignorantes. X. Cuando te levantes de la cama, estira las sábanas para borrar las huellas de tu cuerpo. Pitágoras instruía a sus discípulos que habían pasado del sueño de la ignorancia al despertar de la inteligencia para que suprimieran todos los recuerdos de su anterior oscuridad espiritual, porque un hombre sabio, al pasar, no deja tras de sí ninguna forma que alguien menos inteligente, al verla, vaya a usar como molde para fabricar ídolos.
Los fragmentos pitagóricos más famosos son los Versos áureos, que se atribuyen al propio Pitágoras, aunque caben dudas acerca de su autoría. Los Versos áureos contienen un breve resumen de todo el sistema filosófico que constituye la base de las doctrinas educativas de Crotona, o, como se conoce habitualmente, la escuela itálica. Estos versos comienzan aconsejando al lector que ame a Dios, que venere a los grandes héroes y que respete a los demonios y los habitantes elementales A continuación, insta al hombre a pensar detenidamente y con diligencia sobre su vida diaria y a preferir los tesoros de la mente y el alma, en lugar de acumular bienes terrenales. Los versos también prometen al hombre que, si supera su naturaleza material inferior y cultiva el autocontrol, llegará a ser aceptable a la vista de los dioses, se reunirá con ellos y será partícipe de su inmortalidad.

La astronomía pitagórica

Según Pitágoras, la posición de cada cuerpo en el universo dependía de su dignidad esencial. En aquella época, la creencia popular era que la tierra ocupaba el centro del sistema solar, que los planetas —incluidos el sol y la luna — se movían alrededor de la tierra y que esta era plana y cuadrada. Contrariamente a esta creencia y sin tener en cuenta las críticas, Pitágoras declaró que el elemento más importante era el fuego, que lo más importante de cada cuerpo era el centro y que, del mismo modo que en medio de todo hogar estaba el fuego de Vesta, en el medio del universo había una esfera llameante con un resplandor celestial. Llamó a aquel globo central la torre de Júpiter, el globo de la unidad, la gran mónada y el altar de Vesta. Como el número sagrado diez simbolizaba a suma de todas las partes y la totalidad de todas las cosas, era natural que Pitágoras dividiera el universo en diez esferas, representadas por diez círculos concéntricos. Aquellos círculos comenzaban en el centro con el globo del fuego divino; a continuación venían los siete planetas, la tierra y otro planeta misterioso, llamado Antichton, que no era visible nunca. Hay diversas opiniones acerca de la naturaleza de Antichton. Según san Clemente de Alejandría, representaba la masa de los cielos; otros decían que se trataba de la luna. Lo más probable es que fuera la misteriosa Octava Esfera de los antiguos, el planeta oscuro que se movía en la misma órbita que la tierra, pero que siempre estaba oculto de esta por el cuerpo del sol, porque siempre estaba en oposición a la tierra. ¿Será esta la misteriosa Lilith sobre la cual tanto han especulado los astrólogos? Isaac Myer opinaba lo siguiente: «Para los pitagóricos, cada estrella era un mundo que tenía su propia atmósfera, con una extensión enorme de éter a su alrededor». Los discípulos de Pitágoras también reverenciaban mucho al planeta Venus, porque era el único tan brillante que proyectaba una sombra.
Como lucero matutino, Venus es visible antes de la salida del sol y, como lucero vespertino, brilla justo después de la puesta del sol. Debido a estas características, los antiguos le han dado diversos nombres. Por ser visible en el cielo al atardecer, la llamaban «vesper» y por salir antes que el sol la llamaban «luz falsa», «estrella de la mañana» o «Lucifer», que significa «portador de luz». Por esta relación con el sol, también llamaban al planeta Venus, Astarté, Afrodita, Isis y la madre de los dioses. Es posible que, en algunas épocas del año, en determinadas latitudes se pudiera detectar sin necesidad de telescopio la forma de media luna de Venus. Esto explicaría la media luna que a menudo se observa en relación con las diosas de la Antigüedad, cuyas historias no coinciden con las fases de la luna. No cabe duda de que Pitágoras aprendió todo lo que sabía de astronomía en los templos egipcios, cuyos sacerdotes conocían la verdadera relación de los cuerpos celestes muchos miles de años antes de que dicho conocimiento se revelara al mundo no iniciado. El hecho de que el conocimiento adquirido en los templos le permitiera hacer afirmaciones que tardaron dos mil años en poder ser demostradas prueba por qué Platón y Aristóteles estimaban tanto la profundidad de los Misterios antiguos. En medio de una relativa ignorancia científica y sin la ayuda de ningún instrumento moderno, los sacerdotes-filósofos habían descubierto los verdaderos fundamentos de la dinámica universal.Una aplicación interesante de la doctrina pitagórica de los sólidos geométricos tal como la expuso Platón se encuentra en The Canon, cuyo autor anónimo manifiesta lo siguiente: «Casi todos los viejos filósofos desarrollaron una teoría armónica acerca del universo y lo mismo se siguió haciendo hasta que se extinguió el viejo modo de filosofar». Para demostrar la doctrina platónica de que el universo estaba formado por los cinco sólidos regulares, Kepler (1596) propuso la siguiente regla: «La tierra es un círculo, la medida de todo. A su alrededor trazad un dodecaedro; el círculo que lo rodee será Marte. Alrededor de Mane trazad un tetraedro; la esfera que lo contenga será Júpiter. Trazad un cubo en torno a Júpiter; la esfera que lo contenga será Saturno. Ahora inscribid en la tierra un icosaedro; el círculo inscrito en él será Venus. Inscribid un octaedro en Venus; el círculo inscrito en él será Mercurio».
Esta regla no se puede tomar en serio como una afirmación verdadera sobre las proporciones del cosmos, porque no guarda ninguna similitud real con las publicadas por Copémico a principios del siglo XVI. Sin embargo, Kepler estaba muy orgulloso de su fórmula y decía que la valoraba más que al electorado de Sajonia. También fue aprobada por dos expertos eminentes, Tycho y Galileo, que evidentemente la comprendían. El propio Kepler jamás da ninguna pista sobre la manera de interpretar su preciosa regla. La astronomía platónica no se preocupaba por la constitución material ni por la disposición de los cuerpos celestes, sino que consideraba las estrellas y los planetas fundamentalmente como focos de la inteligencia divina. La astronomía física se consideraba la ciencia de las sombras y la astronomía filosófica, la ciencia de las realidades.

LA MATEMÁTICA PITAGÓRICA

Mucho se ha especulado con respecto al significado secreto de los números. Aunque se han hecho numerosos descubrimientos interesantes, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que con la muerte de Pitágoras se perdió la gran llave de esta ciencia. Durante casi dos mil quinientos años, filósofos de todas las naciones han tratado de desenredar la maraña pitagórica, aunque parece que ninguno lo ha conseguido. A pesar de los intentos de destruir todos los documentos que contienen las enseñanzas de Pitágoras, los fragmentos que se conservan aportan claves sobre algunas de las partes más sencillas de su filosofía. Los grandes secretos no se pusieron por escrito jamás, sino que se transmitían oralmente a un puñado de discípulos escogidos que, aparentemente, no se atrevieron a divulgarlos a los profanos, de modo que, cuando la muerte selló sus labios, los arcanos murieron con ellos.
Algunas de las escuelas secretas que existen en el mundo actual son prolongaciones de los Misterios antiguos y, aunque es bastante posible que posean parte de las fórmulas numéricas originales, no hay ninguna prueba de ello en los voluminosos escritos que estos grupos han dado a conocer durante los últimos quinientos años. A pesar de que estos escritos hablan a menudo de Pitágoras, no aparece en ellos ningún indicio de un conocimiento más completo de sus doctrinas complejas que el que poseían los especuladores griegos pospitagóricos, que hablaban mucho, escribían poco, sabían menos y ocultaban su ignorancia tras una serie de insinuaciones y promesas misteriosas. Dispersas entre los productos literarios de los primeros autores se encuentran afirmaciones enigmáticas que no se tomaron la molestia de interpretar. El ejemplo siguiente está tomado de Plutarco: Los pitagóricos van, sin duda, más lejos y honran los números pares y los diagramas geométricos con los nombres y los títulos de los dioses. Por ejemplo, dan al triángulo equilátero el nombre de Minerva, la nacida de la cabeza, y Tritogenia, porque se puede dividir en partes iguales por medio de tres perpendiculares trazadas desde cada uno de los ángulos Asimismo, llaman Apolo a la unidad: al número dos le han puesto el nombre de las luchas y la audacia y al número tres el de la justicia, porque, así como causar un daño es uno de los extremos y sufrirlo es el extremo contrario, la justicia propiamente dicha tiene lugar en medio de los dos Del mismo modo, para ellos, el número treinta y seis, su tetractys o cuaternio sagrado, al estar compuesto por los primeros cuatro números impares sumados a los cuatro primeros números pares como se dice habitualmente, es el juramento más solemne que pueden hacer y lo llaman kosmos.
Un poco antes, en la misma obra, destaca también Plutarco: «Porque, así como el poder del triángulo expresa la naturaleza de Plutón, Baco y Marte; y las propiedades del cuadrado, las de Rea, Venus, Ceres, Vesta y Juno, y las del dodecaedro, las de Júpiter, entonces, según nos informa Eudoxo, la figura de cincuenta y seis ángulos expresa la naturaleza de Tifón». Plutarco no pretendía explicar el significado interno de los símbolos, pero creía que la relación que establecía Pitágoras entre los sólidos geométricos y los dioses era el resultado de imágenes que el gran sabio había visto en los templos egipcios.
Albert Pike, el gran simbolista masónico, reconoce que hay muchos puntos con respecto a los cuales no había podido obtener información fiable. En su Symbolism, para el grado 32 y el grado 33, escribió lo siguiente: «No entiendo por qué hay que llamar Minerva al siete o Neptuno al cubo» y más adelante añade: «Es indudable que los nombres que los pitagóricos daban a los distintos números eran, en sí mismos, enigmáticos y simbólicos y casi no cabe duda de que en la época de Plutarco los significados que escondían aquellos nombres se habían perdido. Pitágoras había logrado ocultar sus símbolos con un velo que resultaba impenetrable sin su explicación oral. […]».
Esta incertidumbre, que comparten todos los verdaderos estudiosos del tema, demuestra de forma concluyente que es desaconsejable hacer afirmaciones definitivas a partir de la información indefinida y fragmentaria de la que disponemos con respecto al sistema pitagórico de filosofía matemática. El material que sigue representa un esfuerzo por reunir unos cuantos puntos destacados a partir de los registros dispersos preservados por los discípulos de Pitágoras y por otras personas que posteriormente han estado en contacto con su filosofía. El método para obtener el poder numérico de las palabras El primer paso para obtener el valor numérico de una palabra consiste en volver a llevarla a su lengua original.
Con este método solo se pueden analizar las palabras que derivan del griego o del hebreo y todas las palabras se tienen que escribir con su forma más antigua y más completa. Por consiguiente, las palabras y los nombres del Antiguo Testamento se deben volver a traducir a los caracteres hebreos primitivos y las palabras del Nuevo Testamento, al griego. Los dos ejemplos siguientes ayudarán a aclarar este principio. El demiurgo de los judíos equivale en castellano a Jehová, pero, para buscar el valor numérico de este nombre hay que devolverlo a sus letras hebreas. Se convierte en יהוה ,h w h y y se lee de derecha a izquierda. Las letras hebreas son: h (hé) w (vau) h (hé) y (yod) y, cuando se invierte al orden castellano de izquierda a derecha, se lee: yod-hé-vauhé. Si consultamos la tabla anterior sobre los valores de las letras, descubrimos que los cuatro caracteres de este nombre sagrado tienen el siguiente significado numérico: yod equivale a 10, hé equivale a 5, vau equivale a 6 y el segundo hé equivale a 5. Por consiguiente, 10 + 5 + 6 + 5 = 26, que es sinónimo de Jehová. Si usáramos las letras en castellano, la respuesta, evidentemente, no sería correcta.
El segundo ejemplo es el misterioso pantheos gnóstico Abraxas. Para este nombre, se usa la tabla griega. «Abraxas» en griego se dice Ἀβραξας. Α = 1, β = 2, ρ = 100, α = 1, ξ = 60, α = 1, ς = 200, La suma es 365, la cantidad de días que hay en el año. Este nombre proporciona la clave del misterio de Abraxas, que simboliza los 365 eones, o espíritus de los días, reunidos en una sola personalidad compuesta. Abraxas simboliza cinco criaturas y, como el círculo del año, en realidad consta de 360 grados, cada una de las divinidades que procede de él es una quinta parte de tal poder, o sea 72, uno de los números más sagrados del Antiguo Testamento de los judíos y de su sistema cabalístico. El mismo método se utiliza para averiguar el valor numérico de los nombres de los dioses de los griegos y los judíos. Todos los números mayores se pueden reducir a uno de los diez números originales y el diez, al uno. Por consiguiente, todos los grupos de números que se obtienen al traducir los nombres de las divinidades a sus equivalentes numéricos tienen una base en uno de los diez primeros números. Por este sistema, en el cual se suman los dígitos, 666 se convierte en 6 + 6 + 6, o sea, 18, y este número, a su vez, se convierte en 1 + 8, o sea, 9. Según el Apocalipsis, se salvarán 144000. Este número se convierte en 1+4+4+0+0+0, que es igual a 9, lo que demuestra que tanto la bestia de Babilonia como la cifra de salvados hacen referencia al propio hombre, cuyo símbolo es el número 9. Este sistema se puede usar con eficacia tanto con los valores de las letras griegas como con las hebreas.
El sistema pitagórico original de filosofía numérica no contiene nada que justifique la práctica actualmente en boga de cambiar un nombre o un apellido determinados con la esperanza de mejorar el temperamento o la situación financiera, al modificar las vibraciones del nombre. También existe un sistema de cálculo para el inglés, aunque su precisión es objeto de legítima controversia. Es relativamente moderno y no guarda ninguna relación con el sistema cabalístico hebreo ni con el procedimiento griego. Algunos sostienen que es pitagórico, pero no hay ninguna prueba tangible que lo corrobore y existen muchos motivos por los que dicha opinión resulta insostenible. El hecho de que Pitágoras utilizara el diez como base de cálculo, mientras que este sistema utiliza el nueve —un número imperfecto— resulta, en sí mismo, casi decisivo. Asimismo, la distribución de las letras griegas y las hebreas no coincide lo suficiente con el inglés para permitir la aplicación de las secuencias numéricas de una lengua a las secuencias numéricas de las demás. Es posible que la futura experimentación con este sistema resulte provechosa, pero carece de base en la antigüedad. La distribución de las letras y los números es la siguiente: Las letras que hay debajo de cada uno de los números tienen el valor de la cifra que está en la parte superior de la columna. Por ejemplo, en la palabra man («hombre»), M = 4, A = 1, N = 5, la suma da 10. Los valores de los números son prácticamente los mismos que los del sistema pitagórico.

Introducción a la teoría pitagórica de los números 

(El siguiente esbozo de la matemática pitagórica es una paráfrasis de los primeros capítulos de la Aritmética teórica de los pitagóricos, de Thomas Taylor, la recopilación más excepcional e importante de fragmentos matemáticos pitagóricos que existe). Para los pitagóricos, la aritmética era la madre de las ciencias matemáticas, como lo demuestra el hecho de que la geometría, la música y la astronomía dependan de ella, a pesar de que ella no dependa de estas tres. Por consiguiente, aunque desaparezca la geometría, la aritmética quedará; en cambio, si se suprime la aritmética, la geometría se elimina. Del mismo modo, la música depende de la aritmética, pero la eliminación de la música solo afecta a la aritmética en cuanto a que limita una de sus manifestaciones. Los pitagóricos demostraron también que la aritmética precede a la astronomía, porque esta depende tanto de la geometría como de la música. El tamaño, la forma y el movimiento de los cuerpos celestes se determinan mediante la geometría y su armonía y su ritmo, mediante la música. Si quitamos la astronomía, ni la geometría ni la música sufren ningún menoscabo, pero, si eliminamos la geometría y la música, desaparece la astronomía, con lo cual se establece la prioridad tanto de la geometría como de la música con respecto a la astronomía. Sin embargo, la aritmética precede a todas: es primaria y fundamental. Pitágoras enseñaba a sus discípulos que la ciencia de la matemática se divide en dos partes principales: la primera se refiere a la multitud, o las partes que componen un objeto, y la segunda a la magnitud, o el tamaño o la densidad relativos de dicho objeto.
La magnitud se divide en dos partes: la estacionaria y la movible; tiene prioridad la estacionaria. La multitud también se divide en dos partes, porque se relaciona tanto consigo misma como con otras cosas; la primera relación es la que tiene prioridad. Pitágoras asignaba la ciencia de la aritmética a la multitud relacionada consigo misma y el arte de la música, a la multitud relacionada con otras cosas. Asimismo, asignaba la geometría a la magnitud estacionaria y la geometría y trígonometría esféricas (usadas en parte en el sentido de astronomía), a la magnitud movible. Tanto la multitud como la magnitud estaban circunscritas por la circunferencia de la mente. La teoría atómica ha demostrado que el tamaño depende del número, porque una masa está compuesta por unidades diminutas, aunque el que no sabe la confunde con una sola sustancia simple. Debido a la fragmentación de los registros pitagóricos existentes, cuesta llegar a una definición exacta de los términos. Sin embargo, antes de poder desarrollar algo más el tema, conviene aclarar un poco el significado de los términos «número», «mónada» y «uno».
La mónada significa a) el Uno que todo lo incluye. Los pitagóricos la consideraban el «número noble, padre de los dioses y los hombres». También significa b) la suma de cualquier combinación de números considerados como un todo. Por consiguiente, el universo se considera una mónada, pero cada una de las partes del universo (por ejemplo, los planetas y los elementos) son mónadas en relación con las partes que las componen, aunque ellas, a su vez, son partes de una mónada mayor constituida por su suma. La mónada también se puede equiparar a c) la semilla de un árbol, que, cuando ha crecido, tiene numerosas ramas (los números). En otras palabras, los números son a la mónada lo que las ramas de un árbol son a su semilla. A partir del estudio de la misteriosa mónada pitagórica, Leibniz desarrolló su magnífica teoría de los átomos, una teoría que se ajusta a la perfección a las antiguas enseñanzas de los Misterios, porque el propio Leibniz era un iniciado de una escuela secreta. Algunos pitagóricos también consideran a la mónada d) sinónimo del uno. «Número» es el término que se aplica a todos los numerales y sus combinaciones. (La interpretación estricta de la palabra «número» que hacen determinados pitagóricos excluye el uno y el dos). Pitágoras define el número como la prolongación y la energía de las razones espermáticas que contiene la mónada. Para los seguidores de Hipaso, el número fue el primer patrón usado por el demiurgo en la formación del universo. El «uno» fue definido por los platónicos como «la cima de los muchos». El uno difiere de la mónada en que esta se usa para designar la suma de las partes considerada como una unidad, mientras que el uno es el término que se aplica a cada una de las partes que la componen. Hay dos tipos de números: los impares y los pares. Como la unidad, o sea el 1, siempre es indivisible, el número impar no se puede dividir en dos partes iguales. Por eso, 9 es 4 + 1 + 4 y la unidad del centro es indivisible. Asimismo, si cualquier número impar se divide en dos partes, una de ellas siempre será impar y la otra par. Por ejemplo, 9 puede ser 5 + 4, 3 + 6, 7 + 2 u 8 + 1. Para los pitagóricos, el número impar —cuyo prototipo era la mónada— era definido y masculino. Sin embargo, no todos coincidían en cuanto a la naturaleza de la unidad, o el 1. Para algunos era positiva, porque, si se sumaba a un número par (negativo) producía un número impar (positivo). Otros demostraron que si se añade la unidad a un número impar, este se convierte en par, con lo cual lo masculino se convierte en femenino. Por consiguiente, la unidad, o el 1, se consideraba un número andrógino, que participaba tanto de los atributos masculinos como de los femeninos, y era, por consiguiente, tanto impar como par. Por este motivo, los pitagóricos la llamaban parmente impar. Los pitagóricos tenían la costumbre de ofrecer como sacrificio un número impar de objetos a los dioses superiores; en cambio, a las diosas y los espíritus subterráneos les ofrecían una cantidad par.
Todo número par se puede dividir en dos partes iguales, que siempre son las dos impares o las dos pares. Por ejemplo, 10 dividido en dos partes iguales da 5 + 5: dos números impares. El mismo principio se aplica también cuando 10 se divide de forma desigual. Por ejemplo, en 6 + 4, las dos partes son pares; en 7 + 3, las dos partes son impares; en 8 + 2, las dos partes son, una vez más, pares, y en 9 + l, las dos son, una vez más, impares. En consecuencia, en los números pares, independientemente de cómo se dividan, las partes siempre serán las dos impares o las dos pares. Para los pitagóricos, el número par —cuyo prototipo era la díada— era indefinido y femenino.
Los números impares se dividen según un artilugio matemático —llamado «la criba de Eratóstenes»— en tres clases generales: primos, no primos y primos entre sí, o coprimos. Los números primos son aquellos que no son divisibles más que por sí mismos y la unidad, como 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31, 37, 41, 43, 47, etcétera. Por ejemplo, el 7 solo es divisible por 7, que cabe en sí mismo una sola vez, y por la unidad, que cabe siete veces. Los números no primos son aquellos que no solo son divisibles por sí mismos y por la unidad, sino también por algún otro número, como 9, 15, 21, 25, 27, 33, 39, 45, 51, 57, etcétera. Por ejemplo, el 21 no solo es divisible por sí mismo y por la unidad, sino también por 3 y por 7.
Los números primos entre sí son aquellos que no tienen un común divisor, aunque cada uno de ellos sea divisible, como el 9 y el 25. Por ejemplo, el 9 es divisible por 3 y el 25, por 5, pero ninguno de ellos es divisible por el divisor del otro, es decir, que no tienen un divisor común. Como cada uno tiene divisores, no son primos, pero, como no tienen un divisor común, se llaman primos entre sí. Por consiguiente, para describir sus propiedades se creó el término «primos entre sí, o coprimos». Los números pares se dividen en tres clases: los parmente pares, los parmente impares y los imparmente impares. Un número parmente par, pariter par o propiamente par está siempre en proporción doble a partir de la unidad. Por ejemplo, 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512 y 1024. La prueba del número parmente par perfecto es que se puede dividir por dos y las mitades se pueden volver a dividir por dos hasta llegar a la unidad; por ejemplo, la mitad de 64 es 32, la mitad de 32 es 16, la mitad de 16 es 8, la mitad de 8 es 4, la mitad de 4 es 2 y la mitad de 2 es 1. No se puede ir más allá de la unidad. Los números parmente pares poseen determinadas propiedades únicas. La suma de cualquier cantidad de estos números menos el último siempre es igual al último término menos uno. Por ejemplo, la suma del primero y el segundo términos (I + 2) es igual al tercer término (4) menos uno o la suma del primero, el segundo, el tercer y el cuarto términos (l + 2+ 3 +4 + 8) es igual al quinto término (16) menos uno.
En una serie de números parmente pares, el primero multiplicado por el último es igual al último, el segundo multiplicado por el penúltimo es igual al último y así sucesivamente hasta que, en una serie impar, queda un solo número, que, multiplicado por sí mismo, es igual al último número de la serie, o, en una serie par quedan dos números, que, multiplicados entre sí, dan como resultado el último número de la serie. Por ejemplo: 1, 2, 4, 8, 16 es una serie impar. Si multiplicamos el primer número (I) por el último (16), el resultado es igual al último (16). Si multiplicamos el segundo número (2) por el penúltimo (8), el resultado es igual al último (16). Como es una serie impar, queda el 4 en el centro, que, multiplicado por sí mismo, también es igual al último número (16).
Los números parmente impares o pariter impar son aquellos que, si se dividen por la mitad, ya no se pueden volver a dividir por la mitad. Se obtienen tomando los números impares en orden y multiplicándolos por 2. Mediante este proceso, los números impares 1, 3, 5, 7, 9 y 11 producen los números parmente impares 2, 6, 10, 14, 18 y 22, es decir, que el cuarto número es parmente impar. Cada número parmente impar se puede dividir una sola vez, como el 2, que se convierte en dos unos y ya no se puede dividir más, o el 6, que se convierte en dos treses y no se puede volver a dividir. Otra peculiaridad de los números parmente impares es que, si el divisor es impar, el cociente siempre es par y si el divisor es par, el cociente siempre es impar. Por ejemplo, si dividimos 18 entre 2 (un divisor par), el cociente es 9 (un número impar); si dividimos 18 entre 3 (un divisor impar), el cociente es 6 (un número par).
Los números parmente impares también destacan porque cada término es la mitad de la suma de los términos que lo rodean. Por ejemplo, 10 es la mitad de la suma de 6 y 14:18 es la mitad de la suma de 14 y 22, y 6 es la mitad de la suma de 2 y 10. Los números imparmente impares o parmente pares son un punto intermedio entre los parmente pares y los parmente impares. A diferencia de los parmente pares, no se pueden dividir por la mitad hasta llegar a la unidad y, a diferencia de los parmente impares, se pueden dividir por la mitad más de una vez. Los números imparmente impares se forman multiplicando los números parmente pares mayores que 2 por los números impares mayores que uno. Los números impares mayores que 1 son: 3, 5, 7, 9, 11, etcétera. Los números parmente pares mayores que 2 son 4, 8, 16, 32, 64, etcétera. El primer número impar de la serie (3), multiplicado por 4 (el primer número parmente par de la serie), da 12: el primer número imparmente impar. Si multiplicamos 5, 7, 9, 11, etcétera, por 4, se hallan los números imparmente impares. Los demás números imparmente impares se obtienen multiplicando 3, 5, 7, 9, 11, etcétera, a su vez, por los demás números parmente pares (8, 16, 32, 64, etcétera). Un ejemplo de la división por dos del número imparmente impar es la siguiente: la mitad de 12 = 6; la mitad de 6 = 3, que no se puede seguir dividiendo por dos, porque los pitagóricos no dividían la unidad. Los números pares también se dividen en otras tres clases: los superperfectos, los deficientes y los perfectos.
Los números superperfectos son aquellos en los que la suma de sus partes alícuotas es mayor que ellos mismos. Por ejemplo: 1 /2 de 24 = 12; 1 /4 = 6; 1 /3 = 8; 1 /6 = 4; 1 /12 = 6 y 1 /24 = 1. La suma de estas partes (12 + 6 + 8 + 4 + 2 + 1) es 33, que es mayor que 24, el número original. Los números deficientes son aquellos en los que la suma de sus partes alícuotas es menor que ellos mismos. Por ejemplo: 1 /2 de 14 = 7; 1 /7 = 2 y 1 /14 = 1. La suma de estas partes (7 + 2 + 1) es 1O, que es menos que 14, el número original. Los números perfectos son aquellos en los que la suma de sus partes alícuotas es igual a sí mismos. Por ejemplo: 1 /2 de 28 = 14; 1 /4 = 7; 1 /7= 4; 1 /14 = 2 y 1 /28 = 1. La suma de estas partes (14 + 7 + 4 + 2 + 1) es igual a 28. Hay muy pocos números perfectos.
Solo hay uno entre el 1 y el 10, que es el 6; uno entre el 10 y el 100, que es el 28; uno entre el 100 y el 1000, que es el 496, y uno entre el 1000 y el 10 000, que es el 8128. Los números perfectos se encuentran mediante la siguiente regla: se suma el primer número de la serie de números parmente pares (1, 2, 4, 8, 16, 32, etcétera) al segundo número de la serie y si se obtiene un número primo, se lo multiplica por el último número de la serie de números parmente pares de cuya suma se ha obtenido. El producto es el primer número perfecto. Por ejemplo: el primero y el segundo números parmente pares son 1 y 2, que suman 3, un número primo. Si 3 se multiplica por 2, el último número de la serie de números parmente pares que se ha utilizado para obtenerlo, el producto es 6, el primer número perfecto. Si el resultado de la suma de los números parmente pares no es un número primo, hay que añadir el siguiente número parmente par de la serie hasta obtener un número primo. El segundo número perfecto se obtiene de la siguiente manera: la suma de los números parmente pares 1, 2 y 4 es 7, que es un número primo. Si 7 se multiplica por 4 (el último número de la serie de números parmente pares que se ha utilizado para obtenerlo), el producto es 28, que es el segundo número perfecto. Este sistema de cálculo puede continuar hasta el infinito.
Cuando los números perfectos se multiplican por 2, producen números superperfectos y, cuando se dividen por 2, producen números deficientes. Los pitagóricos desarrollaron su filosofía a partir de la ciencia de los números. La cita siguiente, tomada de Aritmética teórica de los pitagóricos, es un ejemplo excelente de esta práctica: Por consiguiente, los números perfectos son imágenes hermosas de las virtudes, que son el punto medio entre el exceso y el defecto y no lo máximo, como suponían algunos antiguos No cabe duda de que lo opuesto de un mal es otro mal, pero los dos se oponen a un bien.
En cambio, lo opuesto de un bien nunca es otro bien, sino dos males al mismo tiempo. Por ejemplo, lo contrario de la timidez es el descaro y los dos tienen en común la falta de verdadero valor, pero tanto la timidez como el descaro se oponen a la fortaleza. La astucia se opone a la necedad; las dos tienen en común la falta de inteligencia y a las dos se opone la prudencia. Asimismo, la profusión se opone a la avaricia; las dos tienen en común la tacañería y las dos se oponen a la liberalidad. Lo mismo se puede decir acerca de las demás virtudes y por eso resulta evidente que los números perfectos tienen gran similitud con las virtudes, aunque también se parecen a ellas en otro aspecto: porque no se encuentran a menudo, ya que hay pocos, y se generan en un orden muy constante. Por el contrario, los números superperfectos se pueden encontrar en cantidades infinitas, no están dispuestos en una serie ordenada ni se generan a partir de ningún fin cierto, con lo cual guardan una gran similitud con los vicios, que son numerosos, desordenados e indefinidos.

La tabla de los diez números

(El siguiente esbozo de los números pitagóricos es una paráfrasis de los escritos de Nicómaco, Teón de Esmirna, Proclo, Porfirio, Plutarco, san Clemente de Alejandría, Aristóteles y otros de los primeros expertos). La mónada, el 1, es llamada así porque siempre permanece en el mismo estado, es decir, apartada de la multitud. Sus atributos son los siguientes: la llaman mente, porque la mente es estable y tiene preeminencia; hermafroditismo, porque es masculina y femenina a la vez; impar y par, porque, si se suma a lo par, el resultado es impar y, si se suma a lo impar, es par; Dios, porque es el principio y el final de todo, aunque en sí misma no tiene ni principio ni fin; buena, porque así es la naturaleza de Dios, y el receptáculo de la materia, porque produce la díada, que es, en esencia, material.
Los pitagóricos llamaban a la mónada caos, oscuridad, sima, Tártaro, Estigia, abismo, Lete, Atlas, eje, Morfo (un nombre que se aplicaba a Venus) y Torre del Trono de Júpiter, como consecuencia del gran poder que reside en el centro del universo y controla el movimiento circular de los planetas en torno a él. A la mónada también se la llama razón germinal, porque es el origen de todos los pensamientos del universo. Otros nombres que se le dieron fueron: Apolo, por su relación con el sol; Prometeo, porque llevaba luz a los hombres; Pyralios, el que mora en el fuego; genitura, porque sin ella no existe ningún número; sustancia, porque la sustancia es primordial; causa de la verdad, y constitución de la sinfonía: todo esto porque es la primigenia. Entre mayor y menor, la mónada es igual: entre intención y remisión, es lo intermedio; en la multitud, es el medio, y en el tiempo, es el ahora, porque la eternidad no conoce ni pasado ni futuro. La llaman Júpiter, porque es el padre y el director de los dioses: Vesta, el fuego del hogar, porque está situada en medio del universo y allí se queda, sin inclinarse hacia ningún lado, como un punto en un círculo; forma, porque circunscribe, abarca y termina; amor, concordia y misericordia, porque es indivisible. Otros nombres simbólicos para la mónada son nave, carro, Proteo (un dios capaz de cambiar de forma), Mnemósine y poliónimo (que tiene muchos nombres).
Los siguientes nombres simbólicos le fueron dados a la díada, el dos, porque se ha dividido y hay dos, en lugar de una y, cuando hay dos, cada una se opone a la otra: genio, mal, oscuridad, desigualdad, inestabilidad, movilidad, atrevimiento, fortaleza, disputa, materia, disparidad, división entre la multitud y la mónada, defecto, deformidad, indefinición, indeterminación, armonía, tolerancia, raíz, cabecera, Fanes, opinión, falacia, otredad, apocamiento, impulso, muerte, movimiento, generación, mutación, división, longitud, aumento, composición, comunión, desgracia, sustentación, imposición, matrimonio, alma y ciencia. En su libro titulado El poder oculto de los números, W. Wynn Westcott dice con respecto a la díada: «La llamaban osadía, por ser el primer número que se separó de la divinidad, del “adytum del silencio alimentado por Dios”, como dicen los oráculos caldeos».
Así como la mónada es el padre, la díada es la madre; por consiguiente, la díada tiene algunos puntos en común con las diosas Isis, Rea (la madre de Júpiter), Frigia, Lidia, Dindimene (Cibeles) y Ceres: Erato (una de las musas); Diana, porque la luna se bifurca; Dictina, Venus, Dione, Citerea; Juno, porque es a la vez esposa y hermana de Júpiter, y Maya, la madre de Mercurio. Así como la mónada es el símbolo de la sabiduría, la díada es el símbolo de la ignorancia, porque existe en ella la sensación de separación y esta sensación es el comienzo de la ignorancia. Sin embargo, la díada también es la madre de la sabiduría, porque la ignorancia, por su propia naturaleza, siempre da origen a la sabiduría. Los pitagóricos veneraban a la mónada, pero despreciaban a la díada, porque era el símbolo de la polaridad. Por el poder de la díada se crearon las profundidades, en contraposición a los cielos. Las profundidades reflejaban los cielos y se convirtieron en el símbolo de la ilusión, porque lo de abajo no era más que un reflejo de lo de arriba. Se llamó al abajo maya, la ilusión, el mar, el gran vacío, y, para simbolizado, los reyes magos de Persia llevaban espejos. De la díada surgieron polémicas y disputas hasta que, al introducir la mónada en la díada, el Dios-Salvador restableció el equilibrio, adoptó él mismo la forma de un número y fue crucificado entre dos ladrones por los pecados de los hombres.
La tríada, o el tres, es el primer número que realmente es impar, porque la mónada no siempre se considera un número. Es el primer equilibrio de unidades; por consiguiente, Pitágoras decía que Apolo daba oráculos desde un trípode y recomendaba ofrecer libaciones tres veces. Las palabras clave para las características de la tríada son amistad, paz, justicia, prudencia, misericordia, templanza y virtud. Las siguientes divinidades son partícipes de los principios de la tríada: Saturno (el señor del tiempo), Latona, Cornucopia, Ofión (la gran serpiente), Tetis, Hécate, Polimnia (una de las musas), Plutón, Tritón (una divinidad marina), Tritogenia, Aquelous y las Parcas, las Furias y las Gracias. A este número lo llaman sabiduría, porque los hombres organizan el presente, prevén el futuro y sacan provecho de las experiencias del pasado. Produce sabiduría y comprensión. La tríada es el número del conocimiento: música, geometría y astronomía y la ciencia de lo celeste y lo terrestre. Pitágoras enseñaba que el cubo de este número tenía el poder del círculo lunar. La tríada y su símbolo, el triángulo, son sagrados porque están compuestos por la mónada y la díada. La mónada es el símbolo del Padre Divino y la díada, el de la Gran Madre. Como la tríada está compuesta por estos dos, es andrógina y simboliza el hecho de que Dios dio origen a sus mundos a partir de Sí mismo, que, en su aspecto creativo, siempre se simboliza mediante el triángulo. Al pasar la mónada a la díada, se podía convertir en el padre de una progenie, porque la díada era el vientre de Meru, dentro del cual se incubó el mundo y en el cual todavía existe como embrión.
La tétrada, o el cuatro, era, según los pitagóricos, el número primigenio, la raíz de todo, la fuente de la naturaleza y el número más perfecto. Todas las tétradas son intelectuales; tienen un orden emergente y rodean el mundo, mientras que el empíreo lo atraviesa. El motivo por el cual los pitagóricos manifestaban a Dios en forma de tétrada se explica en un discurso sagrado atribuido a Pitágoras, en el cual llama a Dios «el número de los números». Esto se debe a que la década, o el 10, está compuesto de 1, 2, 3 y 4. El número 4 simboliza a Dios, porque es el símbolo de los cuatro primeros números. Además, la tétrada es el centro de la semana, al estar a mitad de camino entre el 1 y el 7. La tétrada es, también, el primer sólido geométrico. Pitágoras sostenía que el alma del hombre está compuesta por una tétrada y que los cuatro poderes del alma son la mente, la ciencia, la opinión y el sentido. La tétrada conecta todos los seres, los elementos, los números y las estaciones y no se puede nombrar nada que no dependa de la tetractys. Es la Causa y el Creador de todo, el Dios inteligible, autor del bien celestial y el perceptible. Plutarco interpreta que esta tetractys, que, según él, también se llamaba mundo, es el 36, que consta de los cuatro primeros números impares sumados a los cuatro primeros números pares, de la siguiente manera:
1 + 3 + 5 + 7 = 16
2 + 4 + 6 + 8 = 20
______________
...........................36
Las palabras clave que se aplican a la tétrada son impetuosidad, fuerza, virilidad, de dos madres y el llaverizo de la Naturaleza, porque la constitución universal no puede prescindir de ella. También la llaman armonía y la primera profundidad. Las siguientes divinidades participaban de la naturaleza de la tétrada: Hércules, Mercurio, Vulcano, Baco y Urania (una de las musas). La tríada representa los colores primarios y los planetas principales, mientras que la tétrada representa los colores secundarios y los planetas menores. Del primer triángulo salen los siete espíritus, simbolizados por un triángulo y un cuadrado. Todos juntos forman el mandil masónico.
La péntada, o el cinco, es la unión de un número impar y uno par (3 y 2). Entre los griegos, el pentáculo era un símbolo sagrado de luz, salud y vitalidad. También simbolizaba el quinto elemento, el éter, porque está a salvo de las alteraciones de los cuatro elementos inferiores. Se la llama «equilibrio», porque divide el número perfecto, el 10, en dos partes iguales. La péntada simboliza la Naturaleza, porque, cuando se multiplica por sí misma, vuelve a sí misma, como los granos de trigo, que empiezan en forma de semilla, pasan por los procesos de la Naturaleza y reproducen la semilla del trigo como forma suprema de su propio crecimiento. Hay más números que, multiplicados por sí mismos, producen otros números, pero solo el 5 y el 6, multiplicados por sí mismos, representan y conservan su número original como la última cifra en sus productos.
La péntada representa todos los seres superiores e inferiores. A veces la llaman «el hierofante», o el sacerdote de los Misterios, por su conexión con los éteres espirituales, mediante la cual se alcanza el desarrollo místico. Algunas palabras clave para la péntada son: reconciliación, alternancia, matrimonio, inmortalidad, cordialidad, providencia y sonido. Entre las divinidades que participaban de la naturaleza de la péntada estaban Palas, Némesis, Bubastis (Bast), Venus, Androginia, Citerea y las mensajeras de Júpiter. La tétrada (los elementos) más la mónada equivale a la péntada. Los pitagóricos enseñaban que los elementos de tierra, fuego, aire y agua estaban impregnados de una sustancia llamada «éter», que es la base de la vitalidad y la vida. Por consiguiente, eligieron la estrella de cinco puntas, o pentáculo, como símbolo de vitalidad, salud y compenetración.
Era habitual que los filósofos ocultaran el elemento tierra bajo el símbolo de un dragón y a muchos de los héroes de la Antigüedad los enviaban a matar al dragón, para que introdujeran su espada (la mónada) en el cuerpo del dragón (la tétrada), con lo cual se formaba la péntada, el símbolo de la victoria de la naturaleza espiritual sobre la material. Los cuatro elementos se simbolizaban en las primeras escrituras bíblicas como los cuatro ríos que salían del jardín del Edén. Los propios elementos están sometidos al control de los complejos querubines de Ezequiel. Según los pitagóricos, la héxada, o el 6, representa —como decía san Clemente de Alejandría— la creación del mundo tanto según los profetas como según los Misterios antiguos. Los pitagóricos la llamaban la perfección de todas las partes. Este número era particularmente sagrado para Orfeo y también para la parca Laquesis y la musa Talía. La llamaban la forma de las formas, la articulación del universo y la creadora del alma. Para los griegos, la armonía y el alma tenían una naturaleza similar, porque todas las almas son armoniosas.
La héxada también es el símbolo del matrimonio, porque está formada por la unión de dos triángulos, uno masculino y el otro femenino. Entre las palabras clave que se dan a la héxada están: el tiempo, porque es la medida de la duración; la panacea, porque la salud es equilibrio y la héxada es un número de equilibrio; el mundo, porque este, como la héxada, a menudo parece consistir en la armonía de los contrarios; omnisuficiente, porque sus partes son suficientes para la totalidad (3 + 2 + 1 = 6), y fresco, porque contiene los elementos de la inmortalidad. Los pitagóricos llamaban a la héptada, o el siete, «venerable». También la consideraban el número de la religión, porque el hombre está controlado por siete espíritus celestiales a quienes tiene que hacer ofrendas. Fue llamado «el número de la vida», porque se creía que las criaturas humanas nacidas en el séptimo mes de vida embrionaria solían vivir, mientras que las nacidas en el octavo mes a menudo morían. Un autor la llamó «la Virgen sin madre», Minerva, porque no había nacido de una madre, sino de una corona, o de la cabeza del Padre, la mónada. Las palabras clave de la héptada son: fortuna, ocasión, custodia, control, gobierno, juicio, sueños, voces, sonidos y lo que conduce a todas las cosas a su fin. Algunas divinidades cuyos atributos se expresaban mediante la héptada eran: Aegis, Osiris, Marte y Clio (una de las musas). La héptada es un número sagrado para muchas naciones antiguas. Se supone que los Elohim de los judíos eran siete. Eran los espíritus del amanecer, más conocidos como los arcángeles que controlaban los planetas. Los siete arcángeles, con los tres espíritus que controlaban el sol en su aspecto triple, constituyen el 10: la década pitagórica sagrada. La misteriosa tetractys pitagórica, o las cuatro hileras de puntos que van aumentando del 1 al 4, representaba las etapas de la creación. La gran verdad pitagórica de que todo lo que hay en la naturaleza se regenera mediante la década, o el 10, se preserva sutilmente en la masonería mediante los apretones de manos, que se logran por la unión de diez dedos, los cinco de una mano de cada persona.
Los 3 (espíritu, mente y alma) descienden en los 4 (el mundo) y la suma es el 7, o la naturaleza mística del hombre, compuesta por un cuerpo espiritual triple y una forma material cuádruple, simbolizados por el cubo, que tiene seis superficies y un séptimo punto misterioso en su interior. Las seis superficies son las direcciones: norte, este, sur, oeste, arriba y abajo, o delante, detrás, derecha, izquierda, encima y debajo; o también tierra, fuego, aire, agua, espíritu y materia. En medio de todos ellos está el 1, que es la figura erguida del hombre, de cuyo centro en el cubo irradian seis pirámides. De aquí procede el gran axioma oculto: «El centro es el padre de todas las direcciones, las dimensiones y las distancias».
La héptada es el número de la ley, porque es el número de los legisladores de la ley cósmica, los siete espíritus que hay delante del trono.
La ogdóada, o el ocho, era sagrada porque era el número del primer cubo, una forma que tenía ocho vértices y era el único número parmente par inferior a 10 (1 - 2 - 4 - 8 - 4 - 2 - 1). El ocho se divide en dos cuatros, cada cuatro se divide en dos doses y cada dos se divide en dos unos, con lo cual se restablece la mónada. Algunas de las palabras clave para la ogdóada son: amor, consejo, prudencia, ley y conveniencia. Algunas de las divinidades que participaban de su naturaleza eran Panarmonía, Rea, Cibeles, Cadmea, Dindimene, Orcia, Neptuno, Temis y Euterpe (una de las musas).
La ogdóada era un número misterioso relacionado con los Misterios eleusinos de Grecia y los de los cabiros. La llamaban el pequeño número sagrado. Su forma derivaba en parte de las serpientes enroscadas de los caduceos de Hermes y en parte del movimiento serpenteante de los cuerpos celestes y, posiblemente, también de los nodos de la luna. La enéada, o el nueve, era el primer cuadrado de un número impar (3 x 3). Se asociaba con el fracaso y el defecto, porque, por uno, no llegaba al número perfecto: el diez. La llamaban el número del hombre, por sus nueve meses de vida como embrión. Algunas de sus palabras clave son océano y horizonte, porque para los antiguos ninguno de los dos tenía límites. La enéada es el número infinito, porque no hay nada más allá, salvo el diez infinito. La llamaban límite y limitación, porque reunía en sí todos los números. La llamaban la esfera del aire, porque rodeaba los números como el aire rodea la tierra. Algunas de las divinidades que participaban, en mayor o menor grado, de su naturaleza eran Prometeo, Vulcano, Juno, la hermana y esposa de Júpiter, Peán y Aglae, Tritogenia, Curetes, Proserpina, Hiperión y Terpsícore (una de las musas). El nueve era considerado maligno, por ser un seis invertido. Según los Misterios eleusinos, era el número de esferas que tenía que atravesar la conciencia en su camino hacia el nacimiento. Por su gran similitud con un espermatozoide, el nueve se ha asociado con la vida germinativa.
La década, o el 10, es, según los pitagóricos, el mayor de los números no solo por ser la tetractys (los diez puntos), sino porque abarca todas las proporciones aritméticas y armónicas. Pitágoras decía que diez es la naturaleza del número, porque todas las naciones lo tienen en cuenta y cuando llegan a él regresan a la mónada. A la década se la llamaba tanto cielo como el mundo, porque aquel incluye a este. Al ser un número perfecto, los pitagóricos lo aplicaban a todo lo relacionado con la edad, la fuerza, la fe, la necesidad y el poder de la memoria. También lo llamaban fresco, porque, como Dios, era inagotable. Los pitagóricos dividían los cuerpos celestes en diez órdenes. También afirmaban que la década perfeccionaba todos los números y que incluía en su interior la naturaleza de lo impar y de lo par, lo movible y lo inmóvil, el bien y el mal. Asociaban su poder con las divinidades siguientes: Atlas (porque llevaba los números a la espalda), Urania, Mnemósine, el Sol, Fanes y el Único Dios. Es probable que el sistema decimal se remonte a la época en la que era habitual contar con los dedos: una de las formas de calcular más primitivas, que siguen usando numerosos pueblos aborígenes.
El dibujo original del cual se extrajo esta lámina es denominado «la mano del filósofo que se extiende a aquellos que entran en los Misterios». Cuando el discípulo del Gran Arte contempla por primera vez esta mano, se cierra; y debe descubrir un método para abrirla antes de que pueda ser revelado el misterio que ésta contiene en su interior. En la alquimia, la mano representa la formula para preparar el tincture physicorum. El pez es mercurio y el mar limitado por las llamas dentro del cual nada, es azufre; mientras que cada uno de los dedos carga el emblema de un Agente Divino a través de cuyas operaciones combinadas se cumple la Gran Obra. El artista desconocido dice sobre el diagrama: «Por esta mano los sabios juran que no enseñaran el Arte sin parábolas». Para los Cabalistas, la figura representa la operación del Poder Único (el pulgar coronado) en los cuatro mundos (los dedos con sus emblemas). Además de sus significados alquímicos y cabalísticos, la figura simboliza la mano con la cual un Maestro Mason “levanta” al martirizado Constructor de la Casa Divina. Filosóficamente, la llave representa a los Misterios como tal, sin cuya ayuda el hombre no puede abrir los numerosos aposentos de su propio ser. La linterna es el conocimiento humano, el cual es una chispa del Fuego Universal capturado en una vasija hecha por el hombre; es la luz de aquellos que moran en el universo inferior y, con cuya ayuda, buscan seguir los pasos de la Verdad. El sol, que puede llamarse la “luz del mundo”, representa la luminiscencia de la creación a través de la cual el hombre puede conocer el misterio de todas las criaturas que se expresan a través de la forma y el número. La estrella es la Luz Universal que revela las verdades cósmicas y celestiales. La corona es la Luz Absoluta —desconocida y no revelada — cuyo poder brilla a través de todas las luces inferiores que no son nada más que chispas de este Resplandor Eterno. De este modo se expone la mano derecha, o el principio activo, de la Deidad, cuyas obras están todas contenidas dentro del “hueco de Su mano”.