Para el simbolismo, una figura invertida siempre significa un poder depravado. Una persona corriente ni siquiera sospecha las propiedades ocultas de los pentáculos emblemáticos. Al respecto ha escrito el gran Paracelso: «No cabe duda de que muchos se burlarán de los sellos, sus caracteres y sus usos, como se describen en estos libros, porque les resulta increíble que los metales y los caracteres, que están muertos, produzcan algún efecto. Sin embargo, nadie ha demostrado jamás que los metales y tampoco que los caracteres, como los conocemos, estén muertos, porque las sales, el azufre y las quintaesencias de los metales son lo que mejor conserva la vida humana y son muy superiores a todas las demás plantas herbáceas con propiedades medicinales».
El mago negro no puede usar los símbolos de la magia blanca sin atraer sobre sí las fuerzas de la magia blanca, lo cual resultaría fatal para sus planes, de modo que tiene que distorsionar los hierogramas para que tipifiquen el hecho oculto de que él mismo está distorsionando los principios que los símbolos representan. La magia negra no es un arte fundamental, sino el uso incorrecto de un arte. Por consiguiente, no tiene símbolos propios, sino que se limita a tomar las figuras emblemáticas de la magia blanca y, al invertirlas y darles vuelta, se entiende que es siniestra.
Encontramos un buen ejemplo de esta práctica en el pentáculo, o estrella de cinco puntas, compuesta por cinco líneas unidas. Esta figura es el símbolo consagrado de las artes mágicas y representa las cinco propiedades del Gran Agente Mágico, los cincos sentidos del hombre, los cinco elementos de la naturaleza y las cinco extremidades del cuerpo humano. Mediante el pentáculo que hay dentro de su propia alma, el hombre no solo puede dominar y gobernar a todas las criaturas inferiores a sí mismo, sino que puede pedir la consideración de las que son superiores a él.
El pentáculo se utiliza mucho en la magia negra, pero cuando se usa así, su forma siempre difiere en alguna de las tres formas siguientes: es posible que la estrella se interrumpa en algún punto, de modo que las líneas convergentes no se toquen, o que esté invertida, de modo que tenga una punta hacia abajo y dos hacia arriba, o que esté deformada y que las puntas tengan distinta longitud. Cuando se usa en magia negra, el pentáculo recibe el nombre de «signo de la pezuña hendida», o la huella del diablo. A la estrella con dos puntas hacia arriba se la llama también la «cabra de Mendes», porque la estrella invertida tiene la misma forma que la cabeza de una cabra. Cuando se gira la estrella vertical y la punta superior queda hacia abajo, representa la caída de la estrella de la mañana.
LOS ELEMENTOS Y SUS HABITANTES
La exposición más lúcida y completa sobre pneumatología (la rama de la filosofía que trata de la sustancia espiritual) que existe se debe a Philipus Aureolus Paracelsus (Theophrastus Bombastus von Hohenheim), príncipe de los alquimistas y de los filósofos herméticos y verdadero poseedor del secreto real (la piedra filosofal y el elixir de la vida). Paracelso creía que cada uno de los cuatro elementos primarios conocidos por los antiguos (la tierra, el fuego, el aire y el agua) estaba compuesto por un principio sutil y vaporoso y una sustancia corpórea basta.
Por consiguiente, el aire tiene una naturaleza doble: está compuesto por una atmósfera tangible y por un sustrato volátil intangible al que podemos llamar «aire espiritual». El fuego es visible e invisible, discernible e indiscernible: una llama espiritual y etérea que se manifiesta a través de una llama material y sustancial. Si continuamos con la analogía, el agua es un líquido denso y una esencia potencial de naturaleza fluida. La tierra también tiene dos partes esenciales: la inferior es fija, terrenal e inmóvil y la superior es enrarecida, móvil y virtual. En general se aplica el nombre de «elementos» a las fases inferiores o físicas de estos cuatro principios primarios y la expresión «esencias elementales», a sus correspondientes constituciones invisibles y espirituales. Los minerales, las plantas, los animales y los hombres viven en un mundo compuesto por el aspecto basto de estos cuatro elementos y a partir de sus distintas combinaciones construyen sus organismos vivos. Henry Drummond, en La ley natural en el mundo espiritual, describe este proceso de la siguiente manera: «Si analizamos este punto material en el que comienza toda la vida, veremos que consiste en una sustancia gelatinosa y amorfa, semejante a la albúmina, o la clara de huevo. Está compuesta de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, se llama “protoplasma” y no solo es la unidad estructural con la que empiezan en la vida todos los cuerpos vivos, sino aquella de la que se componen posteriormente. “El protoplasma —dice Huxley—, simple o con núcleo, es la base formal de toda la vida. Es la arcilla del alfarero”». El elemento agua de los filósofos antiguos se ha convertido en el hidrógeno de la ciencia moderna; el aire se ha convertido en oxígeno; el fuego, en nitrógeno, y la tierra, en carbono. Así como la naturaleza visible está poblada por una cantidad infinita de criaturas vivas, en el equivalente invisible y espiritual de la naturaleza visible (compuesta por los principios tenues de los elementos visibles) viven, según Paracelso, gran cantidad de seres peculiares, a los que ha dado el nombre de elementales y que posteriormente se han llamado espíritus de la naturaleza. Paracelso clasificaba a aquellos seres elementales en cuatro grupos distintos, que él llamaba gnomos, ondinas, silfos y salamandras. Enseñaba que en realidad eran seres vivos que muchos se parecían a los seres humanos por su forma y que habitaban sus propios mundos, desconocidos para el hombre, porque sus sentidos, como no estaban bien desarrollados, no podían funcionar más allá de las limitaciones de los elementos más bastos.
Las civilizaciones de Grecia, Roma, Egipto, China e India creían de forma implícita en sátiros, duendecillos y trasgos y poblaban el mar de sirenas, los ríos y fuentes de ninfas, el aire de hadas, el fuego de lares y penates y la tierra de faunos, dríadas y hamadríades. A estos espíritus de la naturaleza se los tenía en altísima estima y se les hacían ofrendas propiciatorias. De vez en cuando, como consecuencia de las condiciones atmosféricas o de la sensibilidad peculiar de los devotos, se volvían visibles. Muchos autores escribieron acerca de ellos en términos que demuestran que realmente habían visto a aquellos habitantes de los reinos más perfectos de la naturaleza. Varios expertos opinan que muchos de los dioses que los paganos adoraban eran elementales, porque se supone que algunos de aquellos seres invisibles tenían una estatura imponente y un porte magnífico. Los griegos llamaban dæmon a algunos de estos elementales, sobre todo a los de los órdenes superiores, y los adoraban. Es probable que el más famoso de aquellos dæmons fuese el espíritu misterioso que instruyó a Sócrates y del cual el gran filósofo hablaba en términos de lo más elevados. Los que han estudiado a fondo la constitución invisible del hombre se dan cuenta de que es bastante probable que el daemon de Sócrates y el ángel de Jakob Böhme en realidad no fueran elementales, sino la propia naturaleza divina que predominaba en aquellos filósofos. En sus notas al Apuleius on the God of Socrates, Thomas Taylor afirma lo siguiente:
«Como el dæmon de Sócrates pertenecía, sin duda, al máximo orden, por lo que se deduce de la superioridad intelectual de Sócrates con respecto a la mayoría de los hombres, se justifica que Apuleyo llame Dios a este dæmon. Que el dæmon de Sócrates era, efectivamente, divino, resulta evidente a partir del testimonio del propio Sócrates en el primer Alcibíades, porque, en el transcurso de aquel diálogo, dice con toda claridad: “Hace mucho que opino que el Dios todavía no me ha ordenado que mantenga ninguna conversación contigo”. Y en la Apología de Sócrates manifiesta, sin dejar lugar a dudas, que a su dæmon le corresponde una trascendencia divina y que considera que figura en el orden de los dæmons». En una época se pensaba que los elementos invisibles que rodeaban la tierra y se compenetraban con ella estaban poblados por seres vivos e inteligentes, pero la idea puede resultar ridícula para la prosaica mente actual. Sin embargo, algunos de los principales intelectos del mundo se han mostrado a favor de esta doctrina. Los silfos de Facius Cardane, el filósofo milanés; la salamandra que vio Benvenuto Cellini; la olla de san Antonio, y le petit homme rouge (el hombrecillo o gnomo rojo) de Napoleón Bonaparte han hallado un lugar en las páginas de la historia.
La literatura también ha perpetuado el concepto de los espíritus de la naturaleza. El travieso Puck de El sueño de una noche de verano, de Shakespeare; los elementales del poema rosacruz El bucle arrebatado, de Alexander Pope; las criaturas misteriosas del Zanoni, de lord Lytton; la inmortal Campanilla de James Barrie, y los famosos jugadores de bolos que Rip van Winkle encontró en las montañas Catskill son personajes conocidos para los literatos. En el folclore y en la mitología de todos los pueblos abundan las leyendas relacionadas con estas misteriosas figurillas que rondan viejos castillos, vigilan tesoros en las profundidades de la tierra y construyen su hogar bajo la vasta protección de los hongos. Las hadas son un placer para los niños, al que la mayoría de ellos renuncia a regañadientes. No hace mucho, las principales mentes del mundo creían en la existencia de las hadas y todavía se sigue discutiendo si Platón, Sócrates y Jámblico estaban equivocados cuando reconocieron su realidad. Para describir las sustancias que constituyen el cuerpo de los elementales, Paracelso dividía la carne en dos tipos: por un lado, la que todos hemos heredado de Adán, que es la carne visible y corpórea, y, por el otro, la que no desciende de Adán y que, al estar más atenuada, no estaba sujeta a las limitaciones de aquella. El cuerpo de los elementales estaba compuesto de esta carne transustancial. Paracelso afirmaba que hay tanta diferencia entre el cuerpo de los hombres y el de los espíritus de la naturaleza como la que hay entre la materia y el espíritu. «Sin embargo —añade—, los elementales no son espíritus, porque tienen carne, sangre y huesos; viven y tienen hijos; comen y hablan, actúan y duermen, etcétera, de modo que, en realidad, no podemos considerarlos “espíritus”, sino que son seres que ocupan un lugar intermedio entre los hombres y los espíritus, semejantes a los hombres y a los espíritus, semejantes a los hombres y las mujeres por su organización y su forma, y semejantes a los espíritus por la rapidez de sus movimientos» (De occulta philosophia, traducido por Franz Hartmann). Más adelante, el mismo autor llama a estas criaturas composita, por cuanto la sustancia de la que están hechas parece una mezcla de espíritu y materia. Emplea el color para explicar la idea. Por ejemplo, de la combinación de azul y rojo se obtiene el morado, un color nuevo que no se parece a ninguno de los otros dos y, sin embargo, está compuesto por ellos Lo mismo ocurre con los espíritus de la naturaleza: no se parecen a las criaturas espirituales ni a los seres materiales y, sin embargo, están compuestos de una sustancia que podemos llamar «materia espiritual», o éter. Paracelso añade también que, si bien el hombre está compuesto de varias naturalezas (espíritu, alma, mente y cuerpo) combinadas en una sola unidad, el elemental no tiene más que un solo principio: el éter del cual está compuesto y en el cual vive. Recuerde el lector que por éter se entiende la esencia espiritual de uno de los cuatro elementos. «Existen tantos éteres como elementos y tantas familias distintas de espíritus de la naturaleza como éteres. Estas familias están completamente aisladas en su propio éter y no tienen ninguna relación con los moradores de los demás éteres; sin embargo, como dentro de su propia naturaleza el hombre posee centros de conciencia sensibles a los impulsos de los cuatro éteres, cualquiera de los reinos elementales se puede comunicar con él, si se cumplen las condiciones adecuadas».
Los espíritus de la naturaleza no pueden ser destruidos por los elementos materiales más toscos, como el fuego, la tierra, el aire o el agua, porque actúan a una velocidad de vibración superior a la de las sustancias terrestres. Al estar compuestos de un solo elemento o principio (el éter en el cual funcionan), no poseen un espíritu inmortal y al morir se limitan a desintegrarse y a regresar al elemento del cual se habían diferenciado. Después de la muerte no se conserva una conciencia individual, porque no existe ningún vehículo superior que la contenga. Al estar hechos de una sola sustancia, no hay fricción entre los vehículos, con lo cual sus funciones corporales no producen demasiado desgaste, de modo que viven hasta una edad avanzada. Los que están compuestos del éter terrestre son los que menos viven y los compuestos del éter del aire, los que más. La duración media de la vida está entre los trescientos y los mil años. Paracelso sostenía que viven en condiciones similares a nuestros ambientes terrestres y que en cierto modo están sujetos a enfermedades. Se cree que estas criaturas no se pueden desarrollar espiritualmente, aunque la mayoría de ellas son de una moralidad elevada.
Con respecto a los éteres elementales en los que existen los espíritus de la naturaleza, Paracelso escribió: «Viven en los cuatro elementos: las ninfas en el elemento del agua, los silfos en el del aire, los pigmeos en la tierra y las salamandras en el fuego. También se los llama ondinas, silvestres, gnomos, vulcanos, etcétera. Cada especie se mueve solo en el elemento al que pertenece y ninguna de ellas puede salir del elemento correspondiente, que para ellos es como el aire para nosotros o el agua para los peces, y ninguna puede vivir en el elemento que corresponde a otra clase. Para cada ser elemental, el elemento en el que vive es transparente, invisible y respirable, como lo es la atmósfera para nosotros». El lector ha de procurar no confundir los espíritus de la naturaleza con las auténticas ondas de vida que se desenvuelven en los mundos invisibles. Mientras que los elementales están compuestos por una sola esencia etérica (o atómica), los ángeles, los arcángeles y otros seres superiores y trascendentales poseen organismos complejos, formados por una naturaleza espiritual y una cadena de vehículos para expresar dicha naturaleza, que no difiere demasiado de la humana, aunque sin incluir el cuerpo físico con sus correspondientes limitaciones. A la filosofía de los espíritus de la naturaleza se le suele atribuir un origen oriental, probablemente brahmánico, y Paracelso obtuvo su conocimiento de ellos de los sabios orientales con los que estuvo en contacto durante su vida de andanzas filosóficas. Los egipcios y los griegos recogieron información de la misma fuente. A continuación, vamos a considerar por separado las cuatro divisiones principales de los espíritus de la naturaleza según las enseñanzas de Paracelso y el abate de Villars y los escasos escritos disponibles de otros autores.
Los Gnomos
Los elementales que viven en el cuerpo atenuado de la tierra llamado el éter terrestre se agrupan bajo el título general de gnomos. Es probable que el nombre derive del griego genomus, que significa «habitante de la tierra». Así como en los elementos físicos objetivos de la naturaleza se desenvuelven seres humanos de muchas clases, en el cuerpo etéreo subjetivo de la naturaleza se desenvuelven muchos tipos de gnomos. Estos espíritus de la tierra trabajan en un elemento tan próximo a la tierra material en velocidad de vibración que tienen un poder inmenso sobre sus rocas y su flora y también sobre los elementos minerales del reino animal y el humano. Algunos, como los pigmeos, trabajan con las piedras, las gemas y los metales y se supone que son los guardianes de los tesoros escondidos. Viven en cuevas, bien abajo, en lo que los escandinavos llamaban la tierra de los nibelungos. En el magnífico ciclo operístico de Wagner. El anillo de los nibelungos, Alberico se proclama rey de los pigmeos y obliga a estas pequeñas criaturas a reunir para él los tesoros ocultos bajo la superficie de la tierra. Además de los pigmeos, hay otros gnomos, llamados duendecillos de los árboles y los bosques. A este grupo pertenecen los silvestres, los sátiros, los panes, las dríadas, las hamadríades, los durdalis, los elfos, los duendes y los viejos hombrecillos de los bosques.
Paracelso afirma que los gnomos construían sus casas de sustancias que, por su constitución, se asemejaban al alabastro, el mármol y el cemento, aunque se desconoce la verdadera naturaleza de estos materiales, ya que no tienen equivalentes en la naturaleza física. Algunas familias de gnomos se agrupan en comunidades, mientras que otras son inherentes a las sustancias con las cuales y en las cuales trabajan. Por ejemplo, las hamadríades viven y mueren en las plantas o los árboles de los que forman parte. Se dice que todos los arbustos y flores poseen su propio espíritu de la naturaleza, que a menudo usa el cuerpo físico de la planta como morada. Los antiguos filósofos reconocían el principio de inteligencia que se manifestaba por igual en cada aspecto de la naturaleza y creían que el tipo de selección natural que manifestaban unas criaturas que no poseían mentalidades organizadas en realidad expresaba las decisiones de los propios espíritus de la naturaleza. C. M. Gayley, en The Classic Myths, afirma lo siguiente: «Una característica agradable del paganismo antiguo era que le gustaba buscar en cada acción de la naturaleza la mano de la divinidad. La imaginación de los griegos poblaba las regiones de la tierra y el mar de divinidades, a cuya intervención atribuía los fenómenos que nuestra filosofía atribuye a la ley natural». Por consiguiente, en nombre de la planta con la que actuaba, el elemental aceptaba y rechazaba elementos comestibles, depositaba en ellos materia colorante, conservaba y protegía la semilla y realizaba muchas otras funciones beneficiosas. Cada especie era atendida por un tipo diferente, pero adecuado, de espíritu de la naturaleza. Por ejemplo, los que trabajaban con arbustos venenosos tenían aspecto desagradable. Se dice que los espíritus de la naturaleza de la tóxica cicuta se parecen mucho a pequeños esqueletos humanos, cubiertos por una capa fina de carne semitransparente. Viven dentro de la cicuta y gracias a ella y, si se corta la planta, permanecen con los brotes rotos hasta que los dos mueren, aunque, mientras haya la menor evidencia de vida en el arbusto, este manifiesta la presencia del guardián elemental. Los árboles grandes también tienen sus espíritus de la naturaleza, aunque su tamaño es mucho mayor que el de los elementales de las plantas más pequeñas. Las labores de los pigmeos incluyen el corte de los cristales en las rocas y la aparición de vetas en los minerales. Cuando los gnomos trabajan con animales o con seres humanos, su trabajo se limita a los tejidos correspondientes a su propia naturaleza; por consiguiente, trabajan con los huesos, que pertenecen al reino mineral, y los antiguos creían que era imposible reconstruir las extremidades rotas sin la colaboración de los elementales. Los gnomos pueden ser de distintos tamaños: la mayoría son mucho más pequeños que los seres humanos, aunque algunos pueden cambiar de estatura según les plazca, como consecuencia de la movilidad extrema del elemento en el que actúan. Con respecto a ellos, el abate de Villars escribió lo siguiente: «La tierra está llena hasta bien cerca del centro de gnomos, personas de escasa estatura, que son los guardianes de los tesoros, los minerales y las piedras preciosas. Son ingeniosos, amigos del hombre y fáciles de gobernar». No todos los expertos coinciden en cuanto a la amabilidad de los gnomos. Muchos afirman que son astutos y maliciosos, difíciles de manejar y traicioneros. No obstante, todos los autores reconocen que, cuando se gana su confianza, son fíeles y cumplidores. Los filósofos y los iniciados del mundo antiguo recibían instrucciones con respecto a estos hombrecillos misteriosos y se les enseñaba a comunicarse con ellos y a conseguir su colaboración para las empresas de importancia. Sin embargo, siempre se advertía a los magos que no debían traicionar jamás la confianza de los elementales, porque, si lo hacían, las criaturas invisibles, actuando a través de la naturaleza subjetiva del hombre, podían provocarles disgustos interminables y, probablemente, incluso la muerte. En la medida en que el místico ayudara a los demás, los gnomos lo salvarían, pero si pretendía usar su ayuda egoístamente para obtener poder temporal, se volvían contra él con furia implacable y lo mismo ocurría si trataba de engañarlos. Los espíritus de la tierra se reúnen en momentos determinados del año en grandes cónclaves, como sugiere Shakespeare en El sueño de una noche de verano, donde todos los elementales se congregan para manifestar su alegría por la belleza y la armonía de la naturaleza y la perspectiva de una cosecha excelente. Los gnomos están gobernados por un rey al que quieren y veneran; su nombre es Gob y por eso a sus súbditos los suelen llamar goblins. Los místicos medievales adjudicaban una esquina de la creación (uno de los puntos cardinales) a cada uno de los cuatro reinos de los espíritus de la naturaleza y, por su carácter terrenal, a los gnomos se les asignaba el Norte, el lugar que los antiguos consideraban el origen de la oscuridad y la muerte. También se asignaba a los gnomos una de las cuatro divisiones principales del temperamento humano y, como muchos de ellos vivían en la oscuridad de las cavernas y en la penumbra de los bosques, decían que su carácter era melancólico, sombrío y abatido, lo cual no significa que esta sea su manera de ser, sino, más bien, que tienen un control especial sobre elementos de una consistencia similar.
Los gnomos se casan y tienen familias y a las de sexo femenino se las llama «gnómidas». Algunos llevan ropas tejidas con los elementos en los que viven. En otros casos, su indumentaria forma parte de ellos mismos y crece con ellos, como el pelaje de los animales. Se dice que tienen un apetito insaciable y que pasan buena parte del día comiendo, pero que se ganan el pan trabajando con diligencia y a conciencia. La mayoría de ellos son bastante mezquinos y les gusta guardar cosas en lugares secretos. Existen muchas pruebas de que los niños pequeños los ven a menudo, porque su contacto con el aspecto material de la naturaleza todavía no es completo y siguen actuando más o menos conscientemente en los mundos invisibles. Según Paracelso, «el hombre vive en los elementos exteriores y los elementales viven en los elementos interiores. Estos tienen sus propias viviendas y prendas de vestir, modales y hábitos, lenguas y gobiernos, de la misma forma en que las abejas tienen a sus reinas y las manadas de animales tienen a sus líderes».
Paracelso difiere un poco de los místicos griegos en cuanto a las limitaciones medioambientales que impone a los espíritus de la naturaleza. Para el filósofo suizo, están hechos de éteres invisibles sutiles. Según esta hipótesis, no serían visibles más que en momentos determinados y solo para quienes estén en comunicación con sus vibraciones etéreas. Los griegos, por el contrario, aparentemente creían que muchos espíritus de la naturaleza tenían una constitución material que podía actuar en el mundo físico. A menudo, el recuerdo de un sueño es tan vívido que, al despertar, uno realmente cree que ha tenido una experiencia física. Es posible que estas diferencias de opinión se deban a la dificultad para determinar con precisión dónde acaba la visión física y dónde comienza la visión etérea. Sin embargo, ni siquiera esta explicación justifica satisfactoriamente el sátiro que, según san Jerónimo, fue capturado vivo durante el reinado de Constantino y expuesto al pueblo. Tenía forma humana y cuernos y patas de cabra. Después de su muerte, fue conservado en sal y fue llevado ante el emperador, para que fuera testigo de su existencia.
Las Ondinas
Así como los gnomos estaban limitados en su función al elemento tierra, las ondinas —nombre que se daba a la familia de los elementales del agua—actúan en la esencia invisible y espiritual llamada éter húmedo (o líquido). Su velocidad de vibración se aproxima a la del elemento agua y por eso las ondinas pueden controlar en gran medida el curso y la función de este líquido en la naturaleza. Parece que la belleza es la tónica de los espíritus del agua. Dondequiera que los encontremos representados en pinturas o esculturas, abundan en simetría y gracia. Como controlan el elemento agua, que siempre ha sido un símbolo femenino, resulta natural que los espíritus del agua se representen habitualmente con forma femenina. Hay numerosos grupos de ondinas. Algunas viven en las cascadas, donde se pueden ver entre el rocío; otras son autóctonas de los ríos que corren con rapidez; algunas tienen su hábitat en terrenos pantanosos o marismas que chorrean o rezuman, mientras que otros grupos viven en los lagos transparentes de las montañas. Según los filósofos de la Antigüedad, cada fuente tiene su ninfa y cada ola del océano, su oceánida. Los espíritus del agua se conocían con nombres tales como oréades, nereidas, limoníades, náyades sirenas y potámides. Las ninfas a menudo derivaban su nombre de los arroyos, lagos o mares en los que moraban.
En su descripción, los antiguos coincidían en determinadas características destacadas. Por lo general, casi todas las ondinas se parecían mucho a los seres humanos en aspecto y tamaño, aunque las que vivían en arroyos y fuentes pequeñas tenían, como corresponde, proporciones más reducidas. Se creía que aquellos espíritus del agua en ocasiones podían adoptar la apariencia de seres humanos normales y que llegaban a relacionarse con hombres y mujeres. Abundan las leyendas sobre estos espíritus y su adopción por parte de familias de pescadores, pero en casi todos los casos las ondinas oían la llamada de las aguas y regresaban al reino de Neptuno, el rey del mar.
No se sabe casi nada acerca de las ondinas masculinas. Los espíritus del agua no establecían hogares a la manera de los gnomos, sino que vivían en cavernas de coral debajo del agua o entre los juncos que crecen en las márgenes de los ríos o a orillas de los lagos. Entre los celtas hay una leyenda que dice que, antes de la llegada de sus habitantes actuales, Irlanda estaba poblada por una raza extraña de criaturas semidivinas que, al llegar los celtas modernos, se retiraron a las marismas y los terrenos pantanosos, donde permanecen hasta hoy. Unas ondinas diminutas vivían bajo las hojas de los nenúfares y en casitas de musgo salpicadas por las cascadas. Las ondinas trabajaban con las esencias vitales y los líquidos de las plantas, los animales y los seres humanos, y estaban presentes en todo lo que contuviera agua. Cuando se dejaban ver, por lo general se parecían a las diosas de la estatuaria griega. Surgían del agua envueltas en la neblina y no podían existir mucho tiempo lejos de ella. Existen muchas familias de ondinas, cada una con sus propias limitaciones. Es imposible hablar aquí de todas ellas en detalle. Aman y honran a su reina, Necksa, a la que sirven incansablemente. Se dice que son vitales y a ellas se ha dado como trono la esquina occidental de la creación. Son seres bastante emotivos, amistosos con la vida humana y aficionados a servir a la humanidad. A veces se representan a lomos de delfines o de otros peces grandes y parecen sentir un afecto especial por las flores y las plantas, a las que sirven casi con tanta devoción e inteligencia como los gnomos. Los poetas antiguos decían que los cantos de las ondinas sonaban en el viento del oeste y que su vida estaba consagrada al embellecimiento de la tierra material.
Salamandras
El tercer grupo de elementales es el de las salamandras, o espíritus del fuego, que viven en el éter espiritual atenuado que es el elemento fuego invisible de la naturaleza. Sin ellas no puede existir el fuego material; no se puede encender una cerilla y el pedernal o el acero no producen chispas sin la ayuda de una salamandra, que aparece enseguida —eso creían los místicos medievales—, evocada por la fricción. El hombre no se puede comunicar bien con las salamandras, debido al elemento abrasador en el que viven, porque todo se reduce a cenizas en su presencia. Con mezclas especiales de plantas aromáticas y perfumes, los filósofos del mundo antiguo fabricaban muchos tipos de incienso. Los vapores que surgían al quemar incienso eran especialmente adecuados como medio de expresión de estos elementales, que hacían sentir su presencia al tomar el efluvio etéreo del humo del incienso. Las salamandras son tan variadas en cuanto a sus agrupaciones y sus arreglos como las ondinas o los gnomos. Constituyen muchas familias, que difieren en su aspecto, su tamaño y su categoría. Algunas veces se las podía ver como bolitas de luz. Dice Paracelso: «Se han visto salamandras en forma de bolas ardientes o lenguas de fuego, corriendo por los campos o escudriñando en las casas».
En opinión de los investigadores medievales de los espíritus de la naturaleza, lo más habitual era que la salamandra tuviera forma de lagarto, de unos treinta centímetros de largo o algo más, y que se viera como una Urodela resplandeciente, retorciéndose y arrastrándose en medio del fuego. Otro grupo se describía como inmensos gigantes llameantes con ropas sueltas, protegidos con planchas de una armadura ardiente. Algunos expertos medievales, como el abate de Villars, sostenían que Zaratustra (Zoroastro) era hijo de Vesta —se suponía que había sido la esposa de Noé— y la gran salamandra Oromasis. Por eso, a partir de aquel entonces se han mantenido fuegos imperecederos en los altares persas en honor del padre llameante de Zaratustra. La subdivisión más importante de las salamandras era la de los Acthnici, unas criaturas que solo aparecían como globos poco definidos. Se suponía que flotaban sobre el agua por la noche y de vez en cuando aparecían como llamas ramificadas en los mástiles y las jarcias de los barcos (el fuego de san Telmo). Las salamandras eran los elementales más fuertes y más poderosos y estaban regidas por un espíritu llameante espléndido llamado Djin, que tenía un aspecto terrible e imponente. Las salamandras eran peligrosas y se advertía a los sabios que no se acercaran a ellas, ya que las ventajas derivadas de estudiarlas a menudo no compensaban el precio que había que pagar. Como los antiguos asociaban el calor con el Sur, esta esquina de la creación se asignaba a las salamandras como trono y ellas ejercían una influencia especial sobre todos los seres que tenían un temperamento fogoso o apasionado. Tanto en los animales como en el hombre, las salamandras actúan a través de la naturaleza emocional, por medio del calor corporal, el hígado y el torrente sanguíneo. Sin su ayuda, no habría calor.
Los Silfos
Aunque los sabios decían que la cuarta clase de elementales, o silfos, vivían en el elemento aire, no se referían con esto a la atmósfera natural de la tierra, sino al medio espiritual, invisible e intangible: una sustancia etérea con una composición semejante a la de nuestra atmósfera, pero mucho más sutil. En el último discurso de Sócrates, que Platón conserva en su Fedón, el filósofo condenado dice lo siguiente: «Y hay sobre la tierra animales y hombres, algunos en una región intermedia, mientras que otros [los elementales] viven en torno al aire, como nosotros vivimos en torno al mar; otros en islas alrededor de las cuales fluye el aire, cerca del continente; en una palabra, ellos usan el aire como nosotros usamos el agua y el mar y para ellos el éter es lo que el aire para nosotros. Además, gracias a la disposición de sus estaciones, no padecen enfermedades [Paracelso lo niega] y viven mucho más que nosotros y tienen la vista, el oído y el olfato y todos los demás sentidos mucho más desarrollados, en la misma medida en que el aire es más puro que el agua o el éter que el aire. También poseen templos y lugares sagrados en los que realmente viven los dioses y escuchan sus voces y reciben sus respuestas y son conscientes de ellos y mantienen conversaciones con ellos y observan el sol, la luna y las estrellas como realmente son y sus demás bienaventuranzas son del mismo estilo que esta». Aunque se creía que los silfos vivían entre las nubes y en el aire que los rodeaba, su verdadero hogar estaba situado en las cimas de las montañas.
En sus notas editoriales a Las ciencias ocultas de Salverte, Anthony Todd Thomson escribe lo siguiente: «Es evidente que las hadas son de origen escandinavo, aunque se supone que la palabra fairy deriva o, mejor dicho, es una variante del persa parí, un ser imaginario bienhechor, cuya misión consiste en proteger a los hombres de las maldiciones de los espíritus malignos; sin embargo, es más probable que remita al gótico fagur, así como los elfos derivan de alfa, la denominación general de toda la tribu. Si se admite tal derivación del nombre de las hadas, podemos datar el comienzo de la creencia popular en las hadas británicas en el período de la conquista danesa. Se creía que eran seres aéreos diminutos hermosos, vivaces y beneficiosos en su relación con los mortales y que vivían en una región llamada “el país de las hadas”, o Alfheinner; por lo general, aparecían de vez en cuando sobre la tierra y dejaban rastros de sus visitas, en forma de hermosos aros verdes, en los lugares donde habían pisado el césped cubierto de rocío en sus danzas a la luz de la luna». Los antiguos atribuían a los silfos la tarea de modelar los copos de nieve y de reunir las nubes; lograban esto último con la ayuda de las ondinas, que proporcionaban la humedad. Los vientos eran su vehículo particular y los antiguos los llamaban espíritus del aire. Son los más elevados de todos los elementales y su elemento original es el que tiene la velocidad de vibración más alta. Viven cientos de años y a menudo llegan a los mil, sin mostrar ninguna señal de envejecimiento. El jefe de los silfos se llama Paralda y de él se dice que vive en la montaña más alta de la tierra. Los silfos femeninos reciben el nombre de sílfides.
Se cree que los silfos, las salamandras y las ninfas tenían mucho que ver con los oráculos de los antiguos; en realidad, eran los únicos que hablaban desde las profundidades de la tierra y desde el aire. Algunas veces, los silfos adoptan forma humana, aunque parece que solo por poco tiempo. Su tamaño varía, si bien en la mayoría de los casos no son más grandes que los seres humanos y a menudo mucho más pequeños. Dicen que los silfos aceptan seres humanos en sus comunidades y que les permiten vivir en ellas bastante tiempo; de hecho, Paracelso escribió al respecto, aunque, evidentemente, no pudo haber ocurrido mientras el forastero humano conservaba su cuerpo físico. Algunos creen que las musas de los griegos eran silfos, porque se dice que estos espíritus se congregan en torno a la mente del soñador, el poeta y el artista y lo inspiran con su conocimiento profundo de la belleza y el funcionamiento de la naturaleza. Se adjudicaba a los silfos la esquina oriental de la creación. Su carácter es alborozado, cambiante y excéntrico. Parece que las peculiaridades que abundan entre los hombres geniales se deben a su colaboración con los silfos, cuya ayuda lleva implícita la falta de coherencia de estos seres. Los silfos actúan con los gases del cuerpo humano e, indirectamente, con el sistema nervioso, donde también se nota su inconstancia. No tienen domicilio fijo, sino que vagan de un lugar a otro: son nómadas elementales, poderes invisibles, pero siempre presentes en la actividad inteligente del universo.
Observaciones generales
Algunos de los antiguos discrepaban de Paracelso y compartían la opinión de que los reinos elementales eran capaces de luchar entre ellos; además, reconocían en los enfrentamientos de los elementos los desacuerdos entre estos reinos de los espíritus de la naturaleza. Cuando caía un rayo sobre una roca y la partía, creían que las salamandras estaban atacando a los gnomos. Como no se podían atacar entre sí en el plano de su propia esencia etérica, porque no había correspondencia vibratoria entre los cuatro éteres de los que estaban compuestos estos reinos, tenían que atacar a través de un denominador común, es decir, la sustancia material del universo físico en el cual ejercían cierta cantidad de poder.
También se libraban guerras dentro de los propios grupos: un ejército de gnomos atacaba a otro y estallaba entre ellos una guerra civil. Los filósofos de antaño resolvían los problemas de las aparentes contradicciones de la naturaleza mediante la individualización y la personificación de todas sus fuerzas, a las que atribuían un carácter bastante parecido al humano, y a continuación esperaban que manifestaran las típicas contradicciones humanas. Se asignaban los cuatro signos fijos del Zodiaco a los cuatro reinos de los elementales. Se decía que los gnomos tenían la naturaleza de Tauro; las ondinas, la naturaleza de Escorpio; las salamandras eran ejemplos de la constitución de Leo, mientras que los silfos manipulaban las emanaciones de Acuario.
El cristianismo reunía a todos los seres elementales bajo el título de «demonio», un nombre poco apropiado que ha tenido consecuencias de gran alcance, porque para la persona corriente la palabra «demonio» quiere decir algo malo y los espíritus de la naturaleza no son, en esencia, más malignos que los minerales, los vegetales y los animales. Muchos de los primeros Padres de la Iglesia afirmaban que se habían reunido y habían debatido con los elementales.
Como ya hemos dicho, los espíritus de la naturaleza no tienen esperanza de conseguir la inmortalidad, aunque algunos filósofos han sostenido que, en casos aislados, les otorgaron la inmortalidad algunos adeptos e iniciados que conocían determinadas sutilezas de los mundos invisibles. Del mismo modo en que se produce la desintegración en el mundo físico, también existe en el equivalente etéreo de la sustancia física. En condiciones normales, al morir, un espíritu de la naturaleza se limita a regresar a la esencia primaria transparente de la cual se había diferenciado en un principio. Si se produce algún crecimiento evolutivo, solo queda registrado en la conciencia de esa esencia, o elemento, primario, y no en el ser diferenciado temporalmente del elemental. Por carecer del organismo complejo y de los vehículos espirituales e intelectuales del hombre, los espíritus de la naturaleza son infrahumanos en su inteligencia racional, pero de sus funciones —limitadas a un solo elemento— se obtiene un tipo de inteligencia especializada que supera considerablemente al hombre en las líneas de investigación peculiares al elemento en el cual existen.
Los Padres de la Iglesia han aplicado indiscriminadamente a los elementales los nombres de «íncubos» y «súcubos». Sin embargo, los íncubos y los súcubos son creaciones malvadas y antinaturales, mientras que «elementales» es un nombre genérico para todos los habitantes de las cuatro esencias elementales. Según Paracelso, los íncubos y los súcubos (que son masculinos y femeninos, respectivamente) son criaturas parásitas que subsisten en los pensamientos y las emociones negativos del cuerpo astral. Estos términos se aplican también a los organismos superfísicos de los hechiceros y los magos negros. Si bien estas larvae no tienen nada de seres imaginarios, son, a pesar de todo, fruto de la imaginación. Para los sabios antiguos eran la causa invisible del vicio, porque rondan en los éteres que rodean a las personas débiles moralmente y sin cesar las incitan a cometer excesos degradantes. Por este motivo, frecuentan el ambiente de antros, tugurios y burdeles, donde se aferran a los desventurados que se han entregado a la iniquidad. Al dejar que sus sentidos se insensibilicen como consecuencia del abuso de drogas que crean dependencia o de estimulantes alcohólicos, el individuo se pone en contacto temporalmente con estos habitantes del plano astral. Las huríes que ven los adictos al hachís o al opio y los monstruos horribles que atormentan a quienes padecen de delirium tremens son ejemplos de seres submundanos que solo son visibles para aquellos que, con sus prácticas maléficas, los atraen como un imán.
Quien difiere por completo de los elementales y también de los íncubos y los súcubos es el vampiro, al que Paracelso define como el cuerpo astral de alguien vivo o muerto (por lo general, este último estado). Para prolongar su existencia en el plano físico, el vampiro roba a los vivos su energía vital y la usa indebidamente para sus propios fines. En su De Ente Spirituali, Paracelso escribe lo siguiente acerca de estos seres malignos: «Ninguna persona sana y pura puede obsesionarse con ellos, porque tales larvae solo pueden afectar a los seres humanos si estos les hacen sitio en su mente. Una mente sana es un castillo que no se puede invadir si su amo no lo quiere: pero si se les permite entrar, despiertan las pasiones de hombres y mujeres, crean ansias en ellos, provocan malos pensamientos que causan perjuicios en el cerebro: agudizan el intelecto animal y ahogan el sentido moral. Los espíritus del mal solo obsesionan a aquellos seres humanos en los que predomina la animalidad. No se pueden poseer las mentes que están iluminadas por el espíritu de la verdad: solo se pueden someter a su influencia aquellas que habitualmente se rigen por sus propios impulsos inferiores». Un concepto extraño y que diverge en cierto modo de lo convencional es el desarrollado por el conde de Gabalis con respecto a la inmaculada concepción, es decir, que representa la unión de un ser humano con un elemental. Entre la prole que resulta de tales uniones menciona a Hércules, Aquiles, Eneas, Teseo, Melquisedec, el divino Platón, Apolonio de Tiana y el mago Merlín.