quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - El Mistério Del Apocalipsis

La presencia del Templo de Diana en Éfeso indicaba que aquella ciudad era sagrada para la religión de los Misterios porque las siete mara villas del mundo antiguo se levantaron para indicar lugares que eran depositarios de conocimientos abstrusos. Acerca de Éfeso, H. P. Blavatsky escribe lo siguiente:

Era un centro de las doctrinas universales «secretas», el laboratorio misterioso en el cual, envuelta en la elegante fraseología griega, surgió la quintaesencia de la filosofía budista, zoroástrica y caldea. Artemisa, gigantesco símbolo concreto de las abstracciones teosófico-panteístas, la gran madre con muchos pechos, andrógina y patrona de los «escritos efesios», fue conquistada por Pablo, pero, aunque los celosos conversos de los apóstoles trataron de quemar todos sus libros sobre las «artes curiosas», ᾽τα περιεργα, quedaron suficientes para que pudieran estudiarlos cuando se hubo enfriado su fervor inicial.

Por ser un gran centro de aprendizaje pagano, Éfeso ha sido escenario de muchos de los primeros mitos cristianos. Se ha dicho que en esa ciudad tuvo su última residencia la Virgen María y también que allí estaba la tumba de san Juan Evangelista. Según la leyenda, san Juan no abandonó esta vida de la forma habitual, sino que eligió su cámara funeraria, entró en ella cuando aún estaba vivo, cerró la entrada tras él y así desapareció para siempre de la vista humana. En el antiguo Éfeso circulaba el rumor de que san Juan dormiría en su tumba hasta que regresara el Salvador y que, cuando el apóstol se daba la vuelta en su lecho sepulcral, la tierra que había encima se movía como el cobertor de una cama. Sometido a más críticas que ningún otro libro incorporado al Nuevo Testamento, el Apocalipsis —por lo general atribuido a san Juan Evangelista — es, con diferencia, el más importante pero menos conocido de los escritos gnósticos cristianos Aunque según san Justino Mártir el Apocalipsis había sido escrito por «juan, uno de los apóstoles de Cristo», ya se cuestionaba su autoría en el siglo II después de Cristo. En el siglo III aquellas controversias se agudizaron y hasta Dionisio de Alejandría y Eusebio se opusieron a la teoría juanina y declararon que tanto el Apocalipsis como el Evangelio según san Juan fueron escritos por un tal Cerinto, que utilizó el nombre del gran apóstol para que los cristianos aceptaran mejor sus propias doctrinas Posteriormente, san Jerónimo cuestionó la autoría del Apocalipsis y, durante la Reforma, Lutero y Erasmo hicieron resurgir sus objeciones En la actualidad, los estudiosos más críticos no ven con buenos ojos la noción —en otra época generalmente aceptada— de que el Apocalipsis sea una manera de dejar constancia de una «experiencia mística» que le ocurrió a san Juan durante el exilio del profeta en la isla de Patmos. Por consiguiente, se han propuesto otras explicaciones para justificar el simbolismo que impregna el volumen y el motivo por el cual fue escrito. La más razonable de estas teorías se puede resumir de esta forma: En primer lugar y en base a las pruebas que se desprenden de su propio contenido, bien se podría decir que el Apocalipsis es un escrito pagano: uno de los libros sagrados de los misterios eleusinos o los frigios. Como corolario, el verdadero autor de una obra que plantea las profundidades del misticismo egipcio y el griego tuvo que ser él mismo un iniciado y, por consiguiente, estar obligado a escribir solo en el lenguaje simbólico de los Misterios.

En segundo lugar, es posible que el Apocalipsis fuera escrito para conciliar las discrepancias aparentes entre las filosofías religiosas de los primeros cristianos y las de los paganos. Cuando los fanáticos de la primitiva Iglesia cristiana trataron de cristianizar a los paganos, los iniciados paganos replicaron con un gran esfuerzo para paganizar a la cristiandad. Los cristianos no consiguieron su objetivo, pero los paganos sí. Con la decadencia del paganismo, los hierofantes paganos iniciados transfirieron su base de operaciones al nuevo vehículo del cristianismo primitivo y adoptaron los símbolos del nuevo culto para ocultar aquellas verdades eternas que siempre son un bien inapreciable de los sabios. El Apocalipsis muestra con toda claridad la consiguiente fusión del simbolismo pagano con el cristiano y sirve como prueba irrefutable de las actividades de aquellas mentes iniciadas que actuaron durante los primeros tiempos del cristianismo. En tercer lugar, se ha planteado la teoría de que el Apocalipsis represente un intento de debilitar los Misterios cristianos, satirizando su filosofía, por parte de los miembros poco escrupulosos de cierta orden religiosa.

Esperaban conseguir tan nefando objetivo demostrando que la nueva fe no era más que una repetición de las antiguas doctrinas paganas, acumulando burlas sobre el cristianismo y usando sus propios símbolos para menospreciarlo. Por ejemplo, la estrella que cayó del cielo se podía interpretar como la estrella de Belén y su amargura —se llamaba Ajenjo y envenenó a la humanidad— podría representar las enseñanzas «falsas» de la Iglesia cristiana. Aunque esta última teoría ha adquirido cierto grado de popularidad, a causa de la profundidad del Apocalipsis el lector perspicaz llega a la conclusión inevitable de que es la menos plausible de las tres hipótesis. Para quienes consiguen atravesar el velo de su simbolismo, no hacen falta más pruebas para corroborar que el documento procede de una fuente inspirada.

En definitiva, la auténtica filosofía no puede estar limitada por credos ni por facciones; es más: es incompatible con cualquier limitación artificial del pensamiento humano. Por consiguiente, la cuestión de si el origen del Apocalipsis es pagano o cristiano no tiene mayor importancia, porque su valor intrínseco reside en que es una representación magnífica del Misterio Universal; por este motivo, san Jerónimo anunció que se puede interpretar de siete formas totalmente diferentes. El teólogo moderno, desconocedor del alcance del pensamiento antiguo, no puede hacer frente a la complejidad del Apocalipsis, porque, para él, esta obra mística no es más que una fantasmagoría y se siente muy tentado de cuestionar su inspiración divina. En el espacio limitado que tenemos a nuestra disposición, no podemos hacer más que un breve esbozo de algunas de las características más destacadas de la visión del profeta de Palmos Asimismo, un análisis exhaustivo de los diversos Misterios paganos contribuirá considerablemente a llenar los vacíos inevitables en este resumen. En el primer capítulo del Apocalipsis, san Juan describe al alfa y el omega, situado en medio de los siete candelabros de oro. Rodeado por sus regentes planetarios llameantes, aquel Uno Sublime representa así, en una sola figura impresionante y misteriosa, todo el alcance del crecimiento evolutivo de la humanidad: el pasado, el presente y el futuro.

«Las primeras etapas de la evolución terrenal del hombre —escribe el doctor Rudolph Steiner—transcurrieron en una época en la que la tierra aún “ardía” y las primeras encarnaciones humanas se formaron a partir del elemento fuego; al final de su camino terrenal, el propio ser humano irradiará su ser interno hacia fuera de forma creativa, mediante la fuerza del elemento fuego. Aquella evolución permanente del comienzo al final de la tierra se revela al “profeta” cuando este ve en el plano astral el arquetipo del hombre en evolución. […] El comienzo de la evolución terrenal se sustenta sobre los pies ardientes; su final, en la compostura ardiente, y todo el poder de la “palabra creativa”, que se adquiere al final, se aprecia en la fuente ardiente que sale de la boca».

En The Restored New Testament, James Morgan Pryse sitúa la relación de las diversas partes del alfa y el omega en los siete planetas sagrados de los antiguos. Dice textualmente: La figura del Logos descrita es una imagen compleja de los siete planetas sagrados: tiene el cabello níveo de Chronos (el Tiempo): los ojos ardientes de Zeus, el que todo lo ve: la espada de Ares: el rostro resplandeciente de Helios, y la túnica y la faja de Afrodita: sus pies son de mercurio, el metal consagrado a Hermes, y su voz es como el murmullo de las olas del mar (las «muchas aguas»), en alusión a Selene, la diosa Luna de las cuatro estaciones y de las aguas.

Las siete estrellas que lleva este Ser inmenso en la mano derecha son los gobernadores del mundo; la espada flamígera que surge de su boca es el fiat creativo, o la palabra de poder, que aniquila la ilusión de permanencia material. Aquí se representa también, con todo su esplendor simbólico, el hierofante de los Misterios frigios con las diversas insignias que son emblemáticas de sus atributos divinos. Componen su séquito siete sacerdotes que portan lámparas y las estrellas que lleva en la mano son las siete escuelas de los Misterios cuyo poder administra. Hacen decir al archimago —por tratarse de alguien que ha vuelto a nacer de la oscuridad espiritual a la sabiduría perfecta— lo siguiente: «Soy aquel que vive y antes estaba muerto y he aquí que estoy vivo para siempre jamás. Amén. Además, tengo las llaves del infierno y de la muerte». En el capítulo segundo y en el tercero, san Juan comunica a las «siete iglesias que hay en Asia» las órdenes que ha recibido del alfa y el omega. Las iglesias, en este caso, son análogas a los siete travesaños de una escalera mitraica y, como Juan está «en el espíritu», ascendió a través de las órbitas de los siete planetas sagrados hasta llegar a la superficie interna del empíreo.

«Después de que el alma del profeta — escribe el autor anónimo de On Mankind, Their Origin and Destiny—, en su estado de éxtasis, atravesara las siete esferas en su rápido vuelo, desde la esfera de la luna hasta la de Saturno, o desde el planeta que corresponde a Cáncer, la puerta de los hombres, hasta el de Capricornio, que es la puerta de los dioses, se abre para él una puerta nueva en lo más alto del cielo y en el Zodiaco, bajo el cual giran los siete planetas; en una palabra, en el firmamento, o lo que los antiguos llamaban crystallinum primum, o cielo cristalino».

Si las relacionamos con el sistema metafísico oriental, estas iglesias representan los chakras, o ganglios nerviosos, situados a lo largo de la columna vertebral. La «puerta del cielo» es el brahmarandra, un punto en la coronilla (el Gólgota), por el cual pasa el fuego espiritual de la columna hacia su liberación. A la iglesia de Éfeso le corresponde el muladhara, o ganglio sacro, y a las demás iglesias, los ganglios superiores, según el orden que se les da en el Apocalipsis. El doctor Steiner descubre una relación entre las siete iglesias y las divisiones de la raza aria. Según él, la iglesia de Éfeso representa la rama de los archiindios; la iglesia de Esmirna, la de los archipersas; la iglesia de Pérgamo, la caldeo-egipcio-semítica: la iglesia de Tiatira, la greco-latino-romana; la iglesia de Sardes, la teuto-anglo-sajona: la iglesia de Filadelfia, la eslava, y la iglesia de Laodicea, la maniquea. Las siete iglesias representan también las vocales griegas, la primera y la última de las cuales son el alfa y el omega. Discrepan las opiniones sobre el orden en el que habría que relacionar los sietes planetas con las iglesias Algunas proceden de la hipótesis de que Saturno representa la iglesia de Éfeso, pero, si tenemos en cuenta que esta ciudad estaba consagrada a la diosa de la luna y también que la esfera de la luna es la primera por encima de la de la tierra, resulta evidente que los planetas deberían ascender, siguiendo el orden antiguo, desde la luna hasta Saturno. Desde Saturno, el alma ascendería naturalmente y atravesaría la puerta para entrar en el empíreo.


EL TRONO DE DIOS Y DEL CORDERO

The Works of Jacob Behmen Delante del trono de Dios estaba el mar de cristal que representa el Schamayim, o las aguas vivas que están por encima de los cielos. Delante del trono había también cuatro criaturas: un toro, un león, un águila y un ser humano, que representaban las Cuatro esquinas de la creación, y la multitud de ojos que los cubren son las estrellas del firmamento. Los veinticuatro ancianos tienen el mismo significado que los sacerdotes reunidos en torno a la estatua de Ceres en el Rito Eleusino Mayor y también los genios persas, o dioses de las horas del día, que se quitan la corona y glorifican al Santísimo. Como símbolo de las divisiones del tiempo, los ancianos adoran al espíritu eterno e imperecedero que aparece en medio de ellos. En el cuarto capítulo y en el quinto, san Juan describe el trono de Dios, en el cual estaba sentado el Uno Santo, «aquel que era, que es y que será». Alrededor del trono había veinticuatro asientos menores, donde se sentaban veinticuatro Ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro en la cabeza. «Del trono salen relámpagos y fragor y truenos y delante del trono arden siete antorchas de fuego, que son los siete Espíritus de Dios». El que estaba sentado en el trono tenía en la mano derecha un libro sellado con siete sellos que nadie, ni en el cielo ni en la tierra, era digno de abrir. Entonces apareció un Cordero (Aries, el primero y principal de los signos del Zodiaco) que había sido degollado, que tenía siete cuernos (rayos) y siete ojos (luces). El Cordero tomó el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono y las cuatro bestias y todos los ancianos se postraron y adoraron a Dios y al Cordero. Durante los primeros siglos de la Iglesia cristiana, todo el mundo reconocía al cordero como símbolo de Cristo y solo después del quinto sínodo de Constantinopla (el Concilio Quinisexto, celebrado en el año 692) la figura del crucificado reemplazó a la del Agnus Dei. Como indica con perspicacia uno de los que han escrito sobre este tema, el uso del cordero revela el origen persa del cristianismo, porque los persas eran el único pueblo que utilizaba un cordero para representar el primer signo del Zodiaco.

Como el cordero era la ofrenda expiatoria de los antiguos paganos, a los primeros cristianos místicos les pareció que este animal podía ser un emblema adecuado de Cristo, a quien consideraban la ofrenda expiatoria del mundo entero. Los griegos y los egipcios sentían gran veneración por el cordero o el camero y solían poner sus cuernos en la frente de sus dioses. El dios escandinavo Thor llevaba un martillo hecho con un par de cuernos de camero. Se prefiere el cordero al camero, aparentemente, por su pureza y su suavidad; además, como el propio creador se simbolizaba mediante Aries, Su Hijo tenía que ser el carnerito o el corderito. El mandil de piel de cordero que los masones usan sobre la parte del cuerpo que simboliza a Tifón o a Judas representa la purificación de los procesos generadores que es imprescindible para la verdadera espiritualidad. En esta alegoría, el Cordero significa el candidato purificado, sus siete cuernos representan las divisiones de la razón iluminada y los siete ojos, los chakras o las percepciones de los sentidos perfeccionadas. Los capítulos del seis al once, ambos inclusive, se dedican al relato de la apertura de los siete sellos del libro que sujeta el Cordero. Cuando se rompió el primer sello, salió un hombre montado en un caballo blanco, con una corona y un arco en la mano. Cuando se rompió el segundo sello, salió un hombre montado en un caballo rojo, con una gran espada en la mano. Cuando se abrió el tercer sello, salió un hombre montado en un caballo negro, con una balanza en la mano, y cuando se abrió el cuarto sello salió la Muerte sobre un caballo pálido y el Hades la seguía. Se puede interpretar que los cuatro jinetes del Apocalipsis representan las cuatro divisiones principales de la vida humana. El nacimiento se simboliza mediante el jinete montado en el caballo blanco, que sale triunfal y a vencer; la impetuosidad de la juventud se simboliza mediante el jinete del caballo rojo, que tomaba la paz de la tierra; la madurez, mediante el jinete del caballo negro, que todo lo pesa en la balanza de la razón, y la muerte, con el jinete del caballo pálido, al cual se dio poder sobre una cuarta parte de la tierra. En la filosofía oriental, estos jinetes representan las cuatro yugas, o edades, del mundo, que se adelantan en un momento determinado y se convierten por un tiempo en los amos de la creación.

En un comentario publicado en su obra Compendio del origen de todos los cultos sobre el vigésimo cuarto sermón de san Juan Crisóstomo, Dupuis destaca que cada uno de los cuatro elementos estaba representado por un caballo que llevaba el nombre del dios «que corresponde a cada elemento». El primer caballo, que representa el éter de fuego, se llamaba Júpiter y ocupaba el puesto más alto en el orden de los elementos. Era un caballo alado, muy veloz, y, al describir el círculo más amplio, abarcaba a todos los demás. Resplandecía con una luz purísima y en su cuerpo estaban las imágenes del sol, la luna, las estrellas y todos los cuerpos de las regiones etéreas El segundo caballo, que representa el elemento aire, era Juño. Era inferior al caballo de Júpiter y describía una órbita más pequeña; era de color negro, pero la parte expuesta al sol se volvía luminosa, con lo cual representaba la condición diurna y la nocturna del aire. El tercer caballo, que simbolizaba el elemento agua, estaba consagrado a Neptuno.

Caminaba con pesadez y describía una órbita muy pequeña. El cuarto caballo, que representaba el elemento estático de la tierra, descrito como inmóvil y propenso a morder el freno, era el corcel de Vesta. A pesar de las diferencias entre ellos, los cuatro caballos vivían juntos en armonía, de forma acorde con los principios de los filósofos que sostenían que el mundo se mantiene gracias al acuerdo y la armonía de sus elementos Sin embargo, con el tiempo, el caballo de carreras de Júpiter quemaba las crines del caballo de la tierra; el corcel atronador de Neptuno también se cubría de sudor, que inundaba al caballo inmóvil de Vesta y provocaba el diluvio de Deucalión. Al final, el caballo fogoso de Júpiter consumirá a los demás cuando los tres elementos inferiores, purificados por la reabsorción en el éter abrasador, salgan renovados y constituyan «un nuevo cielo y una nueva tierra». Cuando se abrió el quinto sello, san Juan vio a los que habían muerto por la Palabra de Dios. Cuando se rompió el sexto sello se produjo un violento terremoto, el sol se oscureció y la luna se puso como de sangre. Salieron los ángeles de los vientos y también otro, que marcó en la frente a ciento cuarenta y cuatro mil de los hijos de Israel, para preservarlos contra el espantoso día de la tribulación. Si sumamos los dígitos según el sistema pitagórico de filosofía numérica, el número 144 000 se reduce a 9, el símbolo místico del hombre y también el número de la iniciación, porque quien atraviesa los nueve grados de los Misterios recibe el signo de la cruz como emblema de su regeneración y de su liberación de la esclavitud de su propia naturaleza infernal o inferior. El añadido de tres cifras al número sagrado original 144 indica la elevación del misterio a la tercera esfera.

Cuando se rompió el séptimo sello, se hizo silencio por espacio de media hora. Entonces aparecieron siete ángeles y a cada uno le fue entregada una trompeta. Cuando los siete ángeles hicieron sonar sus trompetas —entonaron el nombre del Logos, de siete letras—, se produjeron grandes catástrofes Cayó del cielo una estrella llamada Ajenjo, para representar que la doctrina secreta de los antiguos había sido entregada a unos hombres que la habían profanado y habían convertido la sabiduría de Dios en algo destructivo.

Cayó del cielo otra estrella —esta representaba la luz falsa de la razón humana, para distinguirla de la razón divina del iniciado— y a ella (la razón materialista) le fue entregada la llave del pozo del Abismo (la Naturaleza); lo abrió y de él salieron criaturas asquerosas de toda índole. También salió otro ángel poderoso, envuelto en una nube, cuyo rostro era como el sol y sus pies y sus piernas como columnas de fuego; puso un pie sobre las aguas y el otro sobre la tierra (el ánthropos hermético). Aquella criatura celestial entregó a san Juan un librito y le dijo que lo devorara y así lo hizo el profeta. El libro representa la doctrina secreta: el alimento espiritual que nutre el espíritu y, como san Juan estaba «en espíritu», comió hasta saciarse de la sabiduría de Dios y las ansias de su alma se aplacaron. El duodécimo capítulo trata de una gran maravilla que apareció en los cielos: una mujer vestida del sol, con la luna bajo los pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza. Esta mujer representa la constelación de Virgo y también a la Isis egipcia, que, cuando está a punto de dar a luz a su hijo Horus, es atacada por Tifón, que intenta destruir al niño que los dioses han predestinado para dar muerte al Espíritu del Mal. La guerra en el cielo está relacionada con la destrucción del planeta Ragnarok y con la caída de los ángeles Se puede interpretar que la virgen representa la doctrina secreta en sí y su hijo, al iniciado nacido del «vientre de los Misterios». El Espíritu del Mal, personificado de este modo en el gran dragón, trataba de controlar a la humanidad destruyendo a la madre de aquellas almas iluminadas que se han esforzado sin cesar por lograr la salvación del mundo. Se dieron alas a los Misterios (la virgen), que volaron al desierto, y el dragón maligno trató de destruirlos con una inundación (de la doctrina falsa), pero la tierra (el olvido) se tragó las doctrinas falsas y los Misterios resistieron. En el capítulo decimotercero se describe una gran bestia que salió del mar, con siete cabezas y diez cuernos.

Para Faber, este monstruo anfibio es el Demiurgo, o el Creador del mundo, que surge del Océano del Caos Si bien para la mayoría de los que interpretan el Apocalipsis las diversas bestias que se describen en él son típicas de las fuerzas del mal, este punto de vista se debe —¡cómo no!— al desconocimiento de las doctrinas antiguas de las cuales se desprende el simbolismo del libro. Desde el punto de vista astronómico, el gran monstruo que sale del mar es la constelación de Cetus: la ballena. Como para los ascetas religiosos el universo en sí era una mentira malvada que trataba de engañarlos, llegaron a pensar que su Creador era un tejedor de ilusiones. De este modo, el gran monstruo marino (el mundo) y su Creador (el Demiurgo), cuya fuerza deriva del dragón del poder cósmico, acabaron por personificarse en una bestia espantosa y destructiva que trataba de tragarse la parte inmortal de la naturaleza humana. Las siete cabezas del monstruo representan las siete estrellas (los espíritus) que componen la constelación de la Osa Mayor, que los hindúes llaman rishis, o espíritus creativos cósmicos. Faber relaciona los diez cuernos con los diez patriarcas primigenios, aunque también pueden denotar el antiguo Zodiaco de diez signos.

El número de la bestia (666) constituye un ejemplo interesante del uso del cabalismo en el Nuevo Testamento y entre los primeros místicos cristianos En la tabla siguiente, Kircher demuestra que todos los nombres del Anticristo que daba Ireneo tienen el 666 como equivalente numérico.

James Morgan Pryse destaca también que, según esta forma de calcular, la palabra griega ήφρην, que significa «la mente inferior», tiene el 666 como equivalente numérico. Además, como muy bien saben los cabalistas, ᾽Ιησους, Jesús, tiene como valor numérico otro número sagrado y secreto: el 888. Si sumamos los dígitos del número 666 y volvemos a sumar los dígitos de la suma, se obtiene el número sagrado 9: el símbolo del hombre en su estado impenitente y también el camino de su resurrección.

El capítulo decimocuarto comienza con el Cordero de pie sobre el monte Sión (el horizonte oriental); a Su alrededor estaban reunidos los ciento cuarenta y cuatro mil, con el nombre de Dios escrito en la frente. Un ángel anuncia entonces la caída de Babilonia: la ciudad de la confusión o la mundanalidad. Perecen aquellos que no vencen la mundanalidad y no se dan cuenta de que lo que perdura es el espíritu y no la materia, porque, al no tener más intereses que los materiales, son arrastrados hacia la destrucción junto con el mundo material. Y san Juan vio a Uno como Hijo del Hombre (Perseo), sentado sobre una nube (las sustancias del mundo invisible), que llevaba en la mano una hoz afilada, con la cual el Resplandeciente segó la tierra. Este es un símbolo del Iniciador que libera en la esfera de la realidad las naturalezas superiores de aquellos que, simbolizados por el grano maduro, han alcanzado el punto de liberación. Y llegó otro ángel (Boötes), la Muerte, también con una hoz (Karma), que vendimió los racimos de las viñas de la tierra (aquellos que han vivido según la luz falsa) y los echó en el gran lagar del furor de Dios (las esferas del purgatorio).

Los capítulos decimoquinto al decimoctavo, ambos inclusive, hablan de siete ángeles (las Pléyades) que vierten sobre la tierra el contenido de sus frascos (la energía desenfrenada del Toro Cósmico), que recibe el nombre de «las siete últimas plagas». Aquí aparece también una figura simbólica denominada «la Ramera de Babilonia», a la que se describe como una mujer sentada sobre una bestia de color escarlata, con siete cabezas y diez cuernos. La mujer iba vestida de púrpura y escarlata, resplandecía de oro, piedras preciosas y perlas y llevaba en la mano una copa de oro llena de abominaciones Esta figura puede ser un intento (probablemente interpolado) de vilipendiar a Cibeles, o a Artemisa, la diosa Gran Madre de la Antigüedad. Como los paganos veneraban a la Mater Deorum mediante símbolos apropiados al principio generador femenino, los primeros cristianos los acusaban de adorar a una cortesana. Como casi todos los Misterios antiguos incluían una prueba de la moralidad del neófito, aquí se representa a la tentadora (el alma animal) como una diosa pagana. En el capítulo decimonoveno y en el vigésimo se presenta la preparación del sacramento místico llamado «las bodas del Cordero». La esposa es el alma del neófito, que alcanza la inmortalidad consciente uniéndose con su propia fuente espiritual. Los cielos se abrieron una vez más y san Juan vio un caballo blanco y el jinete que lo montaba (la mente iluminada) se llamaba Fiel y Veraz. De su boca salió una espada afilada y los ejércitos del cielo lo siguieron. En las llanuras del cielo se libró el Harmaguedón místico: el último gran combate entre la luz y las tinieblas. Las fuerzas del mal, a las órdenes del persa Ahrimán, combatieron contra las fuerzas del bien, a las órdenes de Ahura Mazda. El mal fue derrotado y la bestia y el falso profeta fueron arrojados a un lago de fuego eterno. Satanás quedó encadenado por mil años. A continuación comenzó el juicio final; se abrieron los libros, incluido el libro de la vida. Se juzgó a los muertos según sus obras y aquellos cuyo nombre no figuraba en el libro de la vida fueron arrojados a un mar de fuego. Para el neófito, Harmaguedón representa el último combate entre la carne y el espíritu, cuando, superando finalmente al mundo, el alma iluminada se eleva para unirse con su Yo espiritual. El juicio quiere decir pesar el alma y está tomado de los Misterios de Osiris. La resurrección de los muertos de sus tumbas y del mar de la ilusión representa la consumación del proceso de regeneración humana. El mar de fuego al que son arrojados los que no superan la dura prueba de la iniciación representa la esfera ardiente del mundo animal.


LA VISIÓN DE JUAN SOBRE LA NUEVA JERUSALÉN

Joseph y Joanne Klauber: Historiae Biblicae Veteris et Novi Testamenti En el ángulo superior izquierdo aparece la destrucción de Babilonia y también el ángel que arrojó al mar la gran rueda de molino, diciendo: «Así, de golpe, será arrojada Babilonia, la Gran Ciudad, y no aparecerá ya más». Debajo está el jinete, llamado Fiel y Veraz que arroja a la bestia al Abismo.

En el ángulo inferior derecho está el ángel con la llave del Abismo, que, con una gran cadena, encadenó a Satanás por mil años. Arriba, en los cielos, se representa a alguien que parece el Hijo del Hombre, con una gran hoz con la que siega la mies de la tierra. En el centro está la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, con sus doce puertas y la montaña del Cordero en medio de ellas. Del trono del Cordero mana el gran río de cristal o agua de la vida, que representa la doctrina espiritual; a todos los que lo descubren y beben de sus aguas se les concede la inmortalidad. Arrodillado delante de un gran precipicio, san Juan mira hacia abajo, a la ciudad mística, el arquetipo de la civilización perfecta del porvenir. Por perfecta del porvenir. Por encima de la Nueva Jerusalén, en un gran sol de gloria, está el trono del Anciano, que es la luz de aquellos que viven en el imperio incomparable del espíritu. Al margen del reconocimiento del mundo no iniciado existe un conglomerado cada vez más grande, compuesto por los elegidos espirituales, que, aunque van por la tierra como mortales corrientes, constituyen un mundo aparte y, gracias a sus esfuerzos incesantes, el reino de Dios se va estableciendo poco a poco pero con seguridad sobre la tierra. Aquellas almas iluminadas son las que construyen la Nueva Jerusalén y sus cuerpos son las piedras vivas de sus murallas, iluminados por la antorcha de la verdad, continúan su trabajo: gracias a lo que hacen, volverá a gracias a lo que hacen, volverá a la tierra la época dorada y desaparecerá el poder del pecado y de la muerte. Por este motivo, los sabios declaran que los hombres virtuosos e iluminados, en lugar de ascender al cielo, harán descender el cielo y lo colocarán en medio de la propia tierra.

En el capítulo vigésimo primero y en el vigésimo segundo se describen el cielo nuevo y la tierra nueva que surgirán al finalizar el reinado de Ahrimán. San Juan fue llevado en espíritu a un monte grande y alto (el cerebro) y desde allí vio bajar del cielo a la Nueva Jerusalén, engalanada como una novia ataviada para su esposo. La Ciudad Santa representa el mundo regenerado y perfeccionado, el sillar masónico, porque la ciudad era un cubo perfecto, ya que estaba escrito: «Su largura, anchura y altura son iguales». Los cimientos de la Ciudad Santa consistían en ciento cuarenta y cuatro piedras dispuestas en doce hileras, por lo que resulta evidente que la Nueva Jerusalén representa el microcosmos, basado en el modelo del macrocosmos en el que está situada. Las doce puertas de este dodecaedro simbólico son los signos del Zodiaco, que atraviesan los impulsos celestiales para descender al mundo inferior: las joyas son las piedras preciosas de los signos zodiacales, y las calles de oro transparente son las corrientes de luz espiritual que el iniciado sigue en su camino hacia el sol. No hay ningún templo material en aquella ciudad, porque Dios y el Cordero son el templo: tampoco hay sol ni luna, porque Dios y el Cordero son la luz. El iniciado glorificado y espiritualizado se representa aquí como una ciudad. Al final, la ciudad se incorporará al espíritu de Dios y se absorberá en el Fulgor Divino. A continuación, san Juan vio un río, el agua de Vida, que brotaba del trono del Cordero. El río representa la corriente que sale del Primer Logos, que es la vida de todas las cosas y la causa activa de toda la creación. También estaba el árbol de la Vida (el espíritu), que produce doce clases de frutos, cuyas hojas sirven de medicina para las naciones. El árbol también representa el año, cada uno de cuyos meses produce algo bueno para sustento de las criaturas existentes. Entonces Jesús dice a san Juan que Él es la raíz y el retoño de David, el lucero radiante del alba (Venus). San Juan concluye con las siguientes palabras: «Que la gracia del Señor Jesús sea con todos ¡Amén!».