quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - Cultus Arborum

 

El culto a los árboles como representantes de la divinidad era frecuente en todo el mundo antiguo. A menudo se construían templos en el centro de las arboledas sagradas y se celebraban ceremonias nocturnas bajo las ramas extendidas de grandes árboles con adornos fantásticos y engalanados en honor de su divinidad patrona. En muchos casos se creía que los propios árboles poseían los atributos de poder divino e inteligencia y, por consiguiente, a menudo se dirigían a ellos las súplicas. Por su belleza, dignidad, solidez y fuerza, los robles, los olmos y los cedros se adoptaron como símbolos de poder, integridad, permanencia, virilidad y protección divina. Para varios pueblos antiguos, entre los que destacan los hindúes y los escandinavos, el Macrocosmos, o Gran Universo, era un árbol divino que crecía a partir de una sola semilla sembrada en el espacio. Los griegos, los persas, los caldeos y los japoneses tienen leyendas que describen el árbol o el junco axial en torno al cual gira la tierra. Kapila afirma que el universo es el árbol eterno, Brahma, que nace de una semilla imperceptible e intangible: la mónada material. Los cabalistas medievales representaban la creación como un árbol con las raíces en la realidad del espíritu y las ramas en la ilusión de la existencia tangible. Por eso, el árbol sefirótico de la Cábala estaba invertido, con las raíces en el cielo y las ramas en la tierra. La señora Blavatsky destaca que la Gran Pirámide se consideraba un símbolo de aquel árbol invertido, con las raíces en el vértice de la pirámide y las ramas abriéndose en cuatro direcciones hacia la base.
El árbol del universo de los escandinavos, Yggdrasil, sostiene en sus ramas nueve esferas, o mundos, que los egipcios representaban mediante los nueve estambres del aguacate. Todas caben dentro de la misteriosa décima esfera, o huevo cósmico, que es la clave indefinida de los Misterios. El árbol cabalístico de los judíos también estaba compuesto por nueve ramas, o mundos, que emanaban de la primera causa o corona, que rodea sus emanaciones como la cáscara rodea el huevo. La única fuente de vida y la diversidad infinita de su expresión tienen una analogía perfecta en la estructura del árbol. El tronco representa el origen único de toda la diversidad; las raíces, bien enterradas en la tierra oscura, simbolizan el nutrimiento divino, y la multiplicidad de las ramas, que se extienden a partir del tronco central, representa la infinidad de efectos universales que dependen de una sola causa.
El árbol también se acepta como símbolo del microcosmos, es decir, del hombre. Según la doctrina esotérica, el hombre existe primero como posibilidad dentro del cuerpo del árbol del universo y después florece como manifestación objetiva en sus ramas. Según un mito primitivo de los Misterios griegos, el dios Zeus creó la tercera raza de hombres a partir de los fresnos. La serpiente, que tan a menudo aparece enroscada alrededor del tronco del árbol, suele representar la mente —la capacidad de pensar— y es el eterno tentador o impulso que acaba conduciendo a todas las criaturas racionales al descubrimiento de la realidad y así acaba con el dominio de los dioses. La serpiente oculta en el follaje del árbol universal representa la mente cósmica y, en el árbol humano, el intelecto individualizado. Como consecuencia del concepto de que toda la vida nace de semillas, los cereales y varias plantas fueron aceptados como emblemas del espermatozoide humano y, por consiguiente, el árbol era simbólico de la vida organizada que evolucionaba a partir de su germen primitivo. El desarrollo del universo a partir de su semilla primitiva se puede comparar con el crecimiento del poderoso roble a partir de una bellota diminuta. Aunque aparentemente el árbol es mucho más grande que su propio origen, este contiene en potencia cada una de las ramas, ramitas y hojas que más adelante se desarrollarán de forma objetiva mediante los procesos de crecimiento.
La veneración del hombre por los árboles como símbolos de las cualidades abstractas de la sabiduría y la integridad también lo llevó a llamar «árboles» a las personas que poseían aquellas cualidades divinas hasta un grado aparentemente sobrehumano. Por consiguiente, llamaron «árboles» u «hombres árboles» a los filósofos y los sacerdotes muy preclaros, como los druidas —cuyo nombre significa, según una versión, «los hombres de los robles»— o los iniciados de determinados Misterios sirios, a los que llamaban «cedros»; en realidad, es mucho más verosímil y probable que los famosos cedros del Líbano que se talaron para construir el templo del rey Salomón en realidad fueran sabios iniciados e iluminados. Los místicos saben que los verdaderos soportes de la gloriosa casa de Dios no eran los troncos, que se podían pudrir, sino los intelectos inmortales e imperecederos de los hierofantes árboles.
Los árboles se mencionan muchas veces tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y en las escrituras de diversas naciones paganas. El árbol de la Vida y el árbol del Conocimiento del Bien y del Mal que se mencionan en el Génesis, la zarza ardiente en la cual el ángel se apareció a Moisés, la famosa vid y la higuera del Nuevo Testamento, el huerto de los olivos en el jardín de Getsemaní al que Jesús fue a orar y el árbol milagroso del Apocalipsis, que producía doce frutos diferentes y cuyas hojas servían para curar a las naciones, dan testimonio de la estima que sentían por los árboles los escribas de las Sagradas Escrituras. Buda recibió su iluminación mientras estaba debajo del árbol bodhi, cerca de Madrás, en India, y varios dioses orientales se representan sentados meditando bajo las ramas abiertas de árboles poderosos. Muchos de los grandes sabios y salvadores llevaban bastones, varas y cayados hechos con la madera de árboles sagrados, como las varas de Moisés y de Aarón; Gungnir, la lanza de Odín, cortada del árbol de la Vida. y el caduceo sagrado de Hermes, en tomo al cual se enroscaban las serpientes enfrentadas.
Los numerosos usos que dieron los antiguos al árbol y sus productos son factores que contribuyen a su simbolismo. Su culto estaba basado, hasta cierto punto, en su utilidad. J. P. Lundy escribe al respecto: «Los árboles ocupan un lugar tan importante en la economía de la naturaleza, porque atraen y conservan la humedad y protegen del sol las fuentes de agua y el suelo para evitar la esterilidad y la desolación; son tan útiles para el hombre, para darle sombra, frutos, medicinas, combustible, material para construir casas y barcos, muebles y casi todos los aspectos de la vida, que no es de extrañar que a algunos de los más notables, como el roble, el pino, la palmera y el plátano, los consideren sagrados y los usen para el culto».
Los primeros Padres de la Iglesia a veces usaban el árbol como símbolo de Cristo. Creían que el cristianismo acabaría por crecer como un roble poderoso, que dejaría en la sombra a todas las demás fes de la humanidad. Como todos los años pierde su follaje, también se consideraba al árbol un emblema adecuado de la resurrección y la reencarnación, porque, aunque pareciera que moría en otoño, volvía a florecer con renovado verdor en la primavera siguiente. Tras la denominación del árbol de la Vida y el árbol del Conocimiento del Bien y del Mal se esconde el gran arcano de la Antigüedad: el misterio del equilibrio. El árbol de la Vida representa el punto de equilibrio espiritual: el secreto de la inmortalidad.
El árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, como su nombre indica, representa la polaridad o el desequilibrio: el secreto de la mortalidad. Así lo revelan los cabalistas al asignar la columna central de su diagrama sefirótico al árbol de la Vida y las dos ramas laterales, al árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. «Las fuerzas desequilibradas perecen en el vacío», anuncia la obra secreta, y todo se da a conocer. La manzana representa el conocimiento de los procesos de la procreación, con cuyo despenar se estableció el universo material. La alegoría de Adán y Eva en el jardín del Edén es un mito cósmico y revela los métodos de la creación universal y la individual. La historia en sí, aceptada durante tantísimos siglos por un mundo irreflexivo, es absurda, pero el misterio creativo del cual es símbolo es una de las verdades más profundas de la naturaleza. Los ofitas (adoradores de serpientes) veneraban a la serpiente del Edén, porque era la causa de la existencia individual. Aunque la humanidad deambula todavía en un mundo de bondad y maldad, acabará por llegar al final y comerá el fruto del árbol de la Vida, que crece en medio del jardín ilusorio de las cosas mundanas. Por consiguiente, el árbol de la Vida también es el símbolo asignado a los Misterios y, al ser partícipe de sus frutos, el hombre alcanza la inmortalidad.
El roble, el pino, el fresno, el ciprés y la palmera son los cinco árboles de mayor importancia simbólica. El Dios Padre de los Misterios a menudo era adorado con la forma de un roble; el Dios Salvador —con frecuencia el mártir del universo—, con la forma de un pino: el eje del mundo y la naturaleza divina en la humanidad, con la forma de un fresno; la diosa o el principio maternal, con la forma de un ciprés, y el polo positivo de la generación, con la forma de la inflorescencia de la palmera datilera masculina. La piña es un símbolo fálico desde la Antigüedad más remota. El tirso de Baco —una vara o bastón largo, con una piña o un racimo de uvas en el extremo y con hojas de hiedra o de parra o a veces cintas enrolladas alrededor— significa que las maravillas de la Naturaleza solo se pueden alcanzar con ayuda de la virilidad solar, que está representada por la piña o por las uvas. En los Misterios frigios, Atis, el salvador solar omnipresente, muere bajo las ramas del pino (en alusión al globo solar en el solsticio de invierno) y por este motivo el pino era sagrado para su culto. Este árbol también era sagrado en los Misterios de Dioniso y de Apolo.
Entre los egipcios y los judíos antiguos, la acacia, o tamarindo, era objeto de la máxima estima religiosa y, para los masones modernos, las ramas de acacia, ciprés, cedro o de las plantas de hoja perenne siguen siendo emblemas muy significativos. La Acacia seyal, que los hijos de Israel utilizaron para construir el Tabernáculo y el Arca de la Alianza, era una especie de acacia. Albert Pike ha descrito este árbol sagrado con las siguientes palabras: «La acacia auténtica, además, es el tamarindo espinoso, el mismo árbol que creció alrededor del cuerpo de Osiris. Era un árbol sagrado para los árabes, que hicieron con él la imagen de la diosa Al-Uzza, que Mahoma destruyó. Abunda en forma de arbusto en el desierto de Thur y con ella se fabricó la corona de espinas que pusieron en la frente de Jesús de Nazaret. Es adecuada como símbolo de inmortalidad, por la tenacidad con la que vive, porque se conocen casos en los que, habiendo sido usada como jamba de una puerta, volvió a echar raíces y nuevas ramas en el umbral».
Es muy posible que buena parte de la veneración que recibe la acacia se deba a los atributos peculiares de la mimosa o sensitiva, con la cual la identificaban a menudo los antiguos. Según una leyenda copta, la sensitiva fue la primera entre todos los árboles y arbustos que adoró a Cristo. Por su rápido crecimiento y su belleza, la acacia también se considera emblemática de la fecundidad y la generación.

El simbolismo de la acacia se puede interpretar de cuatro maneras distintas:
1) como emblema del equinoccio vernal: la resurrección anual de la divinidad solar; 
2) con la forma de la sensitiva, que se encoge ante el contacto humano, la acacia representa la pureza y la inocencia, como implica uno de los significados de su nombre en griego: 
3) es una representación adecuada de la inmortalidad y la regeneración y, en forma de planta perenne, representa la parte inmortal del hombre que sobrevive a la destrucción de su naturaleza visible;
4) es el emblema antiguo y venerado de los Misterios y los candidatos que entraban en los tortuosos pasadizos secretos en los que se celebraban las ceremonias llevaban en las manos ramos de estas plantas sagradas o ramitos de flores santificadas. 

Albert G. Mackey llama la atención al hecho de que cada uno de los Misterios antiguos tuviera su propia planta consagrada a los dioses en cuyo honor se celebraban los rituales. Aquellas plantas sagradas se adoptaron posteriormente como símbolos de los diversos grados en los que se empleaban. Por ejemplo, en los Misterios de Adonis era sagrada la lechuga; en los ritos brahmanes y egipcios, el loto: entre los druidas, el muérdago, y en algunos de los Misterios griegos, el mirto.
Como la leyenda de Hiram Abif se basa en el antiguo ritual mistérico egipcio del asesinato y la resurrección de Osiris, es natural que se preserve el ramito de acacia como símbolo de la resurrección de Hiram. El arcón que contenía el cuerpo de Osiris fue arrastrado por la corriente hasta la orilla, cerca de Biblos, y se instaló en las raíces de un tamarindo, o acacia, que creció hasta convertirse en un árbol poderoso, en cuyo tronco quedó alojado el cuerpo del dios asesinado. No cabe duda de que este es el origen de la historia según la cual un ramito de acacia marca la tumba de Hiram. El misterio de la planta perenne que indica la tumba del dios del sol muerto se perpetúa también en el árbol de Navidad.
El albaricoque y el membrillo son símbolos yónicos conocidos, mientras que el racimo de uvas y el higo son fálicos. La granada es la Ruta mística de los ritos eleusinos; al comerla, Proserpina quedó ligada a los reinos de Plutón. En este caso, la fruta representa la vida sensual que, una vez probada, priva al hombre, transitoriamente, de la inmortalidad. Además, por la gran cantidad de semillas que tiene, la granada se utilizaba a menudo para representar la fecundidad natural. Por el mismo motivo, Jacob Bryant, en A New System, or an Analysis of Ancient Mythology, señala que los antiguos reconocían en esta fruta un emblema adecuado del arca del diluvio universal, que contenía las semillas de la nueva raza humana. En los Misterios antiguos, también se consideraba a la granada un símbolo divino de una importancia tan peculiar que su verdadera explicación no se podía divulgar. Los cabiros la llamaban «el secreto prohibido». Muchos dioses griegos se representan con una granada o una flor del granado en la mano, evidentemente para indicar que proporcionan vida y abundancia. Las columnas Jachin y Boaz, situadas delante del templo del rey Salomón, tenían capiteles en forma de granada y, por orden de Jehová, se bordaban flores de granado en la parte inferior del efod del Sumo Sacerdote. El vino fuerte hecho con el zumo de la uva se consideraba símbolo de la vida falsa y la luz falsa del universo, porque se producía mediante un proceso falso: la fermentación artificial. La bebida fuerte nubla el raciocinio y la naturaleza animal, liberada de su cautiverio, controla al individuo, unos hechos que, necesariamente, tenían la máxima importancia espiritual. Como la naturaleza inferior es el tentador eterno que intenta conducir al hombre hacia excesos que inhiben las facultades espirituales, la uva y su producto se usaban para representar al Adversario. Según los egipcios, el zumo de la uva era la sustancia que más se parecía a la sangre: incluso creían que la uva obtenía la vida de la sangre de los difuntos puestos bajo tierra. Según Plutarco, «en Heliópolis, los sacerdotes del sol no entraban jamás con vino en sus templos, […] y si en algún momento lo usaban en sus libaciones a los dioses, no era porque lo considerasen aceptable para ellos por su naturaleza, sino que lo derramaban sobre sus altares como si fuera la sangre de los enemigos que habían luchado contra ellos, porque para ellos el vino brotaba de la tierra después de que esta hubiese engordado con los huesos de los caídos en las guerras contra los dioses. Y este es —según ellos— el motivo por el cual beber su zumo en grandes cantidades enloquece a los hombres y los pone fuera de sí, llenándolos, por así decirlo, de la sangre de sus propios antepasados».
En algunos cultos, el estado de embriaguez se consideraba una condición similar al éxtasis, porque se creía que el individuo estaba poseído por el espíritu universal de la vida, cuyo vehículo elegido era el vino. En los Misterios, a menudo se usaba la uva para simbolizar la lujuria y la disipación, que tienen efectos desmoralizantes en la naturaleza emocional. Sin embargo, se reconocía que la fermentación era la prueba evidente de la presencia del fuego solar y por eso se aceptaba la uva como símbolo adecuado del espíritu solar, el dador del entusiasmo divino. De forma bastante similar, los cristianos aceptan el vino como símbolo de la sangre de Cristo y lo beben en la santísima comunión. Cristo, el emblema exotérico del espíritu solar, dijo: «Yo soy la vida». Por eso lo adoraban con el vino del éxtasis, como a sus prototipos paganos: Baco. Dioniso, Atis y Adonis. A la Mandragora of icinarum, o mandrágora, se le atribuyen unos poderes mágicos de lo más extraordinarios. Los griegos reconocían sus propiedades narcóticas y la utilizaban para aliviar el dolor durante las intervenciones quirúrgicas; también se la ha identificado con la baaras, la planta mística que los judíos utilizaban para expulsar a los demonios. En Las guerras de los judíos, Flavio Josefo describe el método para obtener la baaras, que, según él, emite relámpagos y destruye a todos los que pretenden tocarla, a menos que sigan determinadas reglas, formuladas, supuestamente, por el mismísimo rey Salomón.
Por sus propiedades ocultas, muy poco conocidas, la mandrágora se ha utilizado como un talismán que puede incrementar el valor o la cantidad de todo aquello con lo que se asocie. Como amuleto fálico, se consideraba una cura infalible para la esterilidad. Era uno de los símbolos de Príapo, de cuya adoración se acusaba a los Caballeros Templarios. La raíz de la planta se parece mucho al cuerpo humano y a menudo mostraba el contorno de la cabeza, los brazos o las piernas. Esta notable similitud entre el cuerpo humano y la mandrágora es uno de los enigmas de la ciencia natural y el verdadero fundamento de la veneración que se tenía por esta planta. En Isis sin velo, la señora Blavatsky destaca que la mandrágora parece ocupar en la tierra el punto en el que se unen el reino vegetal y el animal, como ocurre en el mar con los zoófitos y los pólipos. Este concepto abre un amplio campo de especulación acerca de la naturaleza de esta planta de aspecto animal. Según una superstición popular, la mandrágora se encogía cuando la tocaban y gritaba con voz humana, aferrándose con desesperación al suelo al que estaba fijada. Quienquiera que oyera su grito al arrancarla moría de inmediato o se volvía loco. Para evitar semejante tragedia, lo habitual era excavar alrededor de las raíces de la mandrágora hasta aflojar bien la planta y después atar un extremo de una cuerda en tomo al tallo y el otro extremo a un perro, que, al obedecer a la llamada de su amo, arrancaba la raíz de la tierra y se convertía así en víctima de la maldición de la mandrágora. Una vez desarraigada, la planta se podía manipular sin inconvenientes.

Durante la Edad Media, los amuletos de mandrágora se cotizaban muy bien y se desarrolló un arte que acentuaba bastante la semejanza entre la raíz de mandrágora y el cuerpo humano. Como la mayoría de las supersticiones, la creencia en los poderes especiales de la mandrágora se basaba en una antigua doctrina secreta relacionada con la verdadera naturaleza de la planta. «Es ligeramente narcótica —afirma Éliphas Lévi— y los antiguos le atribuían virtudes afrodisíacas y decían que los hechiceros tesalios la buscaban como ingrediente para sus filtros. ¿Será esta raíz el vestigio umbilical de nuestro origen terrestre, como sugiere cierto misticismo mágico? No nos atrevemos a afirmarlo en serio, pero, de todos modos, es cierto que el hombre ha salido del limo de la tierra y que su primer aspecto debió de ser en forma de un esbozo tosco. Las analogías de la naturaleza nos fuerzan a admitir este concepto, al menos como posibilidad. En tal caso, los primeros hombres habrán sido una familia de mandrágoras gigantescas y sensibles, animadas por el sol, que se desarraigaron de la tierra.»

La cebolla hogareña era venerada por los egipcios como símbolo del universo, porque sus aros y sus capas representaban los planos concéntricos en los que se dividía la creación, según los Misterios herméticos. También se consideraba que poseía grandes virtudes medicinales. Debido a las propiedades peculiares que resultan de su sabor acre, el ajo era un agente poderoso en la magia trascendental. Hasta el día de hoy, no se ha encontrado ningún medio mejor para tratar la obsesión. El vampirismo y ciertas formas de locura —sobre todo las derivadas de la comunicación con los espíritus y las influencias de larvas elementales— responden enseguida al uso del ajo. En la Edad Media se creía que su presencia en una casa la protegía de todos los poderes malignos.

Las plantas que tienen tres hojas, como el trébol, se utilizaban en muchos cultos religiosos para representar el principio de la trinidad. Se supone que san Patricio utilizó el trébol para explicar su doctrina de la divinidad trina. El motivo de la santidad adicional que se otorgaba a la cuarta hoja consiste en que el cuarto principio de la Trinidad es el hombre y, por consiguiente, la presencia de aquella hoja representa la redención de la humanidad.
Durante la iniciación en los Misterios y la lectura de los libros sagrados, la gente se ponía coronas de flores o de hojas, para indicar que estos procesos estaban consagrados a las divinidades. Richard Payne Knight escribe lo siguiente acerca del simbolismo de las coronas: «En lugar de cuentas, en las monedas aparecen coronas de hojas, por lo general de laurel, olivo, mirto, hiedra o roble, algunas veces alrededor de las figuras simbólicas y otras veces sobre su cabeza, como guirnaldas. Todas estaban consagradas a alguna personificación particular de la divinidad y representaban algún atributo determinado y, en general, todas las perennes eran plantas dionisíacas, es decir, símbolos del poder generativo, que expresa la perpetuidad de la juventud y la energía, como los círculos de cuentas y las diademas expresan la perpetuidad de la existencia».

La Piedra Filosofal es un antiguo símbolo del hombre perfeccionado y regenerado cuya naturaleza divina resplandece a través de una cadena de vehículos purificados y desarrollados. Al igual que el áspero diamante es opaco y sin vida cuando es extraído del carbón negro, así también la naturaleza espiritual del hombre en su estado caído revela poca, si alguna, de su inherente luminosidad. Al igual que en las manos del diestro lapidario la piedra sin forma se transforma en una brillante gema de cuyas facetas emanan corrientes de fuego multicolor, así también sobre el torno del Divino Lapidario el alma del hombre es cimentada y pulida hasta reflejar la gloria de su Creador desde cada átomo. El perfeccionamiento del Alma de Diamante a través del arte filosóficoalquímico es el objeto oculto del Rosacrucismo Hermético. Albert Mackey ve una correlación entre la Piedra Filosofal y el Templo Masónico, ya que ambos representan la realización y el logro del ideal. En la filosofía, la Piedra del Sabio es «la Razón suprema e inalterable. Encontrar lo Absoluto en lo Infinito, en lo Indefinido y en lo Finito, es el Magnum Opus, la Gran Obra de los Sabios, que Hermes denominó la Obra del Sol».
Quien posea la Piedra Filosofal posee la Verdad, el más grande de todos los tesoros, y por lo tanto, es rico más allá de lo estimado por el hombre; es inmortal porque la Razón no tiene en cuenta a la muerte y él está curado de Ignorancia, la más abominable de todas las enfermedades. La Piedra Hermética es Poder Divino, algo que todos los hombres buscan pero que solo encuentran aquellos que la ven como un intercambio de ese poder temporal que debe morir. Para el místico, la Piedra Filosofal es amor perfecto que transmuta todo lo que es básico y eleva todo lo que está muerto.

PIEDRAS, METALES Y GEMAS

Según enseñaban los primeros filósofos, cada uno de los cuatro elementos primarios tiene su análogo en la cuádruple constitución terrestre del hombre. Las piedras y la tierra corresponden a los huesos y la carne; el agua, a los distintos fluidos; el aire, a los gases, y el fuego, al calor del cuerpo. Como los huesos son el marco que sostiene la estructura corporal, se pueden considerar un emblema adecuado del espíritu: el fundamento divino que sostiene el tejido complejo formado por la mente, el alma y el cuerpo. Para el iniciado, el esqueleto de la muerte que sujeta la guadaña con sus dedos huesudos representa a Saturno (Cronos), el padre de los dioses, que lleva la hoz con la que mutiló a Ouranos, su propio padre.
En la lengua de los Misterios, los espíritus de los hombres son los huesos de Saturno reducidos a polvo. Este dios siempre se adoraba con el símbolo de la base o el pie, puesto que se lo consideraba la infraestructura que sostenía la creación. El mito de Saturno tiene su sustento histórico en los registros fragmentarios conservados por los antiguos griegos y fenicios con respecto a un rey de este nombre que gobernaba el antiguo continente de Hiperbórea. Como Polaris, Hiperbórea y la Atlántida están enterradas debajo de los continentes y los océanos del mundo moderno, a menudo se representan como rocas que mantienen sobre su extensa superficie nuevas tierras, razas e imperios. Según los Misterios escandinavos, las piedras y los acantilados se formaron a partir de los huesos de Ymir, el gigante primigenio de arcilla ardiente, mientras que, para los místicos helenos, las rocas eran los huesos de la Gran Madre, Gæa. Después del diluvio enviado por los dioses para destruir a la humanidad al final de la Edad de Hierro, los únicos que quedaron con vida fueron Deucalión y Pirra. Al entrar en un santuario en ruinas para orar, un oráculo les dijo que se marcharan del templo y, con la cabeza velada y la ropa suelta, echaran a sus espaldas los huesos de su madre. Deucalión entendió que el mensaje críptico del dios quería decir que la tierra era la Gran Madre de todas las criaturas, de modo que recogió unas piedras sueltas, le pidió a Pirra que hiciera lo mismo y las arrojó a sus espaldas De aquellas piedras surgió una raza nueva y fornida de seres humanos: las piedras que arrojó Deucalión se convirtieron en hombres y las que arrojó Pirra, en mujeres. Esta alegoría representa el misterio de la evolución humana, porque el espíritu, al infundir alma en la materia, se convierte en el poder interno que, poco a poco pero siguiendo un orden, eleva el mineral al estado vegetal, la planta al plano animal, el animal a la dignidad humana y el hombre al estado de los dioses.
El sistema solar se organizaba mediante fuerzas que actuaban hacia dentro a partir del gran anillo de la esfera de Saturno y, puesto que Saturno controlaba el comienzo de todas las cosas, lo más lógico es deducir que las primeras formas de culto estaban dedicadas a él y a su símbolo peculiar: la piedra. Por consiguiente, la naturaleza intrínseca de Saturno es sinónimo de la roca espiritual que es el fundamento imperecedero del templo solar y tiene como antitipo u octava inferior a la roca terrestre —el planeta Tierra—, que sostiene sobre su superficie irregular los diversos géneros de la vida terrenal. A pesar de lo incierto de su origen, no cabe duda de que la litolatría constituye una de las primeras formas de expresión religiosa. «En todo el mundo —escribe Godfrey Higgins—, parece que el primer objeto de idolatría fue una piedra simple, sin trabajar, puesta en el suelo, como emblema del poder generador o procreador de la naturaleza.»
Existen restos del culto a las piedras distribuidos por la mayor parte de la superficie terrestre; un ejemplo notable son los menhires de Carnac, en Bretaña: varios miles de piedras gigantescas y sin cortar, dispuestas en once hileras. Muchos de estos monolitos sobresalen más de seis metros de la arena en la que están clavados y, según los cálculos, algunos de los más grandes pueden pesar más de cien toneladas. Hay quienes creen que determinados menhires marcan el lugar donde hay un tesoro escondido, aunque lo más plausible es que Camac sea un monumento al conocimiento astronómico de la Antigüedad. Los túmulos de piedra (cairn), los dólmenes, los menhires y las cistvaen o cámaras funerarias que hay dispersas por todas las islas británicas y en Europa se levantan como testimonios mudos, pero elocuentes, de la existencia y los logros de unas razas que ya se han extinguido.
Tienen particular interés las «rocas balancín», que ponen de manifiesto la habilidad mecánica de aquellos pueblos primitivos. Estas reliquias consisten en rocas enormes, apoyadas en uno o dos puntos pequeños, de tal manera que se balancean al ejercer una presión mínima y, sin embargo, el mayor esfuerzo no basta para hacerlas caer. Los griegos y los romanos las llamaban «piedras vivas»; la más famosa es la «Gygorian stone», situada en el estrecho de Gibraltar, que, aunque tenía un equilibrio tan perfecto que se la podía mover con el tallo de un narciso, ni el peso de muchos hombres podía hacerla caer. Cuenta la leyenda que Hércules puso una roca balancín sobre las tumbas de los dos hijos de Bóreas, a los que había matado en combate, y la piedra estaba tan bien colocada que, si bien se mecía con el viento, no se caía por más fuerza que se le aplicara. Se han encontrado numerosas rocas balancín en Gran Bretaña y en Stonehenge se han hallado rastros de una que ya no existe.
Interesa destacar la posibilidad de que las piedras verdes que forman el círculo interior de Stonehenge procedan de África. En muchos casos, los monolitos no llevan ninguna talla ni inscripción, porque sin duda son anteriores tanto al uso de herramientas como al arte de la escritura. Algunas veces se han cortado las piedras para darles forma de columnas u obeliscos, como en los monumentos rúnicos y en las piedras de lingam y sakti; en otras ocasiones se les ha dado una forma más o menos parecida a la del cuerpo humano, como en el caso de las estatuas de la isla de Pascua, o se han convertido en figuras esculpidas con primor, como las de los indios centroamericanos y los khmer de Camboya. Las primeras imágenes de piedra tosca apenas se pueden considerar efigies de una divinidad en particular, sino, más bien, un intento rudimentario del hombre primitivo de representar, en las cualidades duraderas de la piedra, los atributos procreadores de la divinidad abstracta. En todas las etapas intermedias entre el hombre primitivo y la civilización moderna ha persistido el reconocimiento instintivo de la estabilidad de la divinidad. Algunas pruebas más que suficientes de la supervivencia de la litolatría en la fe cristiana son las alusiones a la «roca del refugio», la roca sobre la cual se edificará la iglesia de Cristo, la «piedra que los constructores desecharon», la piedra que Jacob se había puesto por cabezal y después erigió como estela y sobre la cual derramó aceite, la piedra que David lanzó con su honda, la roca del monte Moña en la que se erigió el altar del templo del rey Salomón, la piedra blanca del Apocalipsis y la roca eterna. Los pueblos prehistóricos veneraban mucho las piedras, fundamentalmente porque eran útiles. Es probable que unos trocitos irregulares de piedra fueran las primeras armas del hombre; los acantilados y los riscos constituyeron sus primeras fortificaciones y desde aquellas posiciones estratégicas arrojaba rocas contra los merodeadores. En cavernas o en cabañas rudimentarias construidas con placas de piedra, los primeros seres humanos se protegían del rigor de los elementos. Se levantaban piedras como indicadores y como monumentos a los logros primitivos; también se colocaban sobre las tumbas de los muertos, probablemente como medida de precaución, para evitar la depredación de los animales salvajes. Durante las migraciones, aparentemente era habitual que los pueblos primitivos transportasen consigo piedras procedentes de su hábitat original. Como la tierra natal o el lugar de nacimiento de una raza se consideraba sagrado, aquellas piedras eran símbolos del aprecio universal que todas las naciones compartían con respecto a su lugar de origen. Descubrir que el fuego se podía obtener frotando dos piedras aumentó la reverencia que el hombre sentía por ellas, aunque con el tiempo el mundo de maravillas hasta entonces insospechado que abrió el elemento del fuego, recién descubierto, hizo que la pirolatría sustituyera al culto a las piedras. El Padre oscuro y frío —la piedra— dio origen al Sol brillante —el fuego— y la llama recién nacida desplazó a su padre y se convirtió en el más impresionante y misterioso de los símbolos religiosos filosóficos extendido y perdurable a lo largo de los siglos.
El cuerpo de todas las cosas se comparaba con una roca, ya fuera cortada en forma de cubo o labrada con más cuidado para hacer un pedestal, mientras que el espíritu de las cosas se comparaba con la figura tallada con cuidado que se le ponía encima. Por consiguiente, se erigieron altares como símbolo del mundo inferior y se mantenía encendido el fuego en ellos para representar la esencia espiritual que iluminaba el cuerpo que los coronaba. En realidad, el cuadrado es una de las caras de un cubo, la figura correspondiente en geometría plana y su símbolo filosófico. En consecuencia, cuando consideraban la tierra como un elemento y no como un cuerpo, los griegos, los brahmanes y los egipcios siempre hacían referencia a sus cuatro esquinas, aunque eran totalmente conscientes de que el planeta en sí era una esfera. Como sus doctrinas eran la base firme de todo conocimiento y el primer paso para alcanzar la inmortalidad consciente, los Misterios se representaban a menudo como piedras cúbicas o piramidales. Por su parte, estas historias se convirtieron en el emblema de la condición de la divinidad alcanzada por uno mismo. La inalterabilidad de la piedra la convirtió en emblema adecuado de Dios —la fuente inamovible e inalterable de la existencia— y también de las ciencias divinas: la relevación eterna de Sí mismo a la humanidad. Como personificación del intelecto racional, que es la verdadera base de la vida humana, Mercurio, o Hermes, se simbolizaba de manera similar. Se instalaban en lugares públicos pilares cuadrados o cilíndricos, coronados por una cabeza de Hermes con barba y llamados «hermas». Término, una forma de Júpiter y dios de los límites y las fronteras, de cuyo nombre deriva la palabra moderna «terminal», también se representaba mediante una piedra vertical, a veces adornada con la cabeza del dios, que se colocaba en el límite de las provincias y en las intersecciones de los caminos importantes. La piedra filosofal en realidad es la piedra del filósofo, porque la filosofía se compara con una joya mágica, cuyo contacto convierte las sustancias de baja ley en piedras invalorables como ella misma. La sabiduría es el poder de proyección del alquimista, que transforma muchas veces su propio peso de ignorancia grosera en la sustancia preciosa de la iluminación.