quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - Farmacologia, Química y Terapêuticas Herméticas

 

El arte de la curación era, en un principio, una de las ciencias secretas de la clase sacerdotal y el misterio de sus orígenes se esconde tras el mismo velo que oculta la génesis de la creencia religiosa. Todas las formas superiores de conocimiento estaban, al comienzo, en poder de las castas sacerdotales. El templo fue la cuna de la civilización. Los sacerdotes, en ejercicio de su prerrogativa divina, dictaban las leyes y las hacían cumplir, nombraban a los gobernantes y los controlaban, se ocupaban de las necesidades de los vivos y guiaban el destino de los muertos. El clero monopolizaba todas las ramas del saber y solo admitía entre sus filas a quienes reunían las cualidades intelectuales y morales necesarias para perpetuar sus arcanos. La siguiente cita, tomada de El político de Platón, tiene que ver con esta cuestión: «[…] en Egipto, no se permite reinar al propio rey, a menos que tenga poderes sacerdotales, y si perteneciera a otra clase y hubiese llegado al trono mediante la violencia, debe formar parte del clero».
Los candidatos que aspiraban a ser miembros de las órdenes religiosas eran sometidos a duras pruebas —llamadas «iniciaciones»— para demostrar que eran dignos. Los sacerdotes aceptaban como hermanos a quienes lograban superarlas y los instruían en las enseñanzas secretas. Entre los antiguos, la filosofía, la ciencia y la religión nunca se consideraban por separado, sino que cada una se tomaba como una parte esencial del todo. La filosofía era científica y religiosa; la ciencia era filosófica y religiosa, y la religión era filosófica y científica. La sabiduría perfecta se consideraba inalcanzable, a menos que se armonizaran estas tres expresiones de la actividad mental y moral.
Si bien los médicos modernos reconocen a Hipócrates como padre de la medicina, los antiguos therapeutae atribuían al Hermes inmortal la distinción de ser el fundador del arte de curar. San Clemente de Alejandría, al describir los libros atribuidos a la pluma de Hermes, dividió los escritos sagrados en seis clasificaciones generales, una de las cuales, el Pastophorus, estaba dedicada a la ciencia de la medicina. La Smaradgine, o Tabla de Esmeralda, hallada en el valle del Hebro y en general atribuida a Hermes, en realidad es una fórmula química de una orden elevada y secreta. Hipócrates, el famoso médico griego, durante el siglo V antes de Cristo desvinculó el arte de curar de las demás ciencias del templo y estableció de este modo un precedente de separación, una de cuyas consecuencias es el extremo materialismo científico tan difundido en la actualidad. Los antiguos se daban cuenta de la interdependencia de las ciencias, pero los modernos no y, en consecuencia, unos sistemas de conocimiento incompletos procuran mantener el individualismo aislado. Los obstáculos con los que se enfrenta actualmente la investigación científica se deben, en gran medida, a las limitaciones sesgadas impuestas por quienes no están dispuestos a aceptar nada que trascienda de las percepciones concretas de los cinco sentidos humanos principales.

El Sistema de Filosofía Médica de Paracelso

Después de que se hiciera caso omiso de ellos durante mucho tiempo, durante la Edad Media se volvieron a reunir los axiomas y las fórmulas de la sabiduría hermética, se pusieron por escrito y se hicieron esfuerzos sistemáticos para comprobar su validez. A Theophrastus de Hohenheim, que respondía al nombre de Paracelso —que significa «más grande que Celso»—, debe el mundo gran parte del conocimiento que posee actualmente sobre los sistemas de medicina antiguos.
Paracelso dedicó toda su vida a estudiar y presentar la filosofía hermética. Aprovechó todas las nociones y todas las teorías y, si bien los miembros de la fraternidad médica menosprecian hoy su memoria, como se opusieron entonces a su sistema, el mundo oculto sabe que en algún momento será reconocido como el médico supremo de todos los tiempos. Aunque sus enemigos no le perdonan su carácter heterodoxo y exótico y, por sus ansias de viajar, lo han llamado vagabundo, la suya fue una de las pocas mentes que procuraron conciliar con inteligencia el arte de curar con los sistemas filosóficos y religiosos del paganismo y el cristianismo. Para defender su derecho a buscar el conocimiento en todas partes de la tierra y entre todas las clases sociales, Paracelso escribió lo siguiente: «Por lo tanto, considero que es para mí motivo de alabanza y no de culpa haber continuado hasta ahora y dignamente con mis vagabundeos. Por eso doy fe, con respecto a la naturaleza, de que quien la investigue deberá recorrer sus libros con los pies. Lo que está escrito no se ha investigado mediante sus cartas, sino en la naturaleza, de una tierra a otra, a veces en una tierra y otras veces en una hoja, puesto que así es el códice de la naturaleza y así hay que pasar sus páginas».
Paracelso fue un gran observacionista y quienes mejor lo conocieron lo llamaban «el segundo Hermes» y «el Trismegisto suizo». Recorrió Europa de cabo a rabo y es posible que penetrara en tierras orientales mientras buscaba supersticiones y descubría doctrinas supuestamente perdidas. Aprendió mucho de los gitanos acerca del uso de las plantas herbáceas con propiedades medicinales y, aparentemente, de los árabes sobre la fabricación de talismanes y sobre las influencias de los cuerpos celestes Para él era mucho más importante curar a los enfermos que mantener una postura médica ortodoxa, de modo que sacrificó una carrera médica que podría haber llegado a ser digna y fue perseguido toda la vida por atacar implacablemente los sistemas terapéuticos de su época. Su hipótesis fundamental era que todo lo que había en el universo era bueno para algo y por eso arrancaba hongos de las lápidas y recogía rocío en platillos de cristal a medianoche. Era un verdadero explorador de los arcanos de la naturaleza. Según muchos expertos, fue el descubridor del mesmerismo, que Mesmer desarrolló a partir del estudio de las obras de este gran médico suizo. Sus propias palabras extravagantes nos proporcionan la mejor manera de expresar el absoluto desprecio que Paracelso sentía por los limitados sistemas médicos que estuvieron en boga durante su vida y su convencimiento de que eran inadecuados: «Sin embargo, la cantidad de enfermedades debidas a causas desconocidas es muy superior a las que proceden de causas mecánicas y para aquellas nuestros médicos no conocen ninguna cura, porque, al no conocer sus causas, no pueden hacerlas desaparecer. Lo único que les permite la prudencia es observar al paciente y elucubrar sobre su estado, y el paciente puede sentirse satisfecho si los medicamentos que le administran no le ocasionan daños graves ni impiden su restablecimiento.
Los mejores de nuestros médicos populares son los que causan menos daño. Sin embargo, lamentablemente, algunos envenenan a sus pacientes con mercurio y otros los purgan o hacen que mueran desangrados. Algunos han aprendido tanto que su saber les ha hecho perder todo el sentido común, mientras que otros se preocupan mucho más de su propio provecho que de la salud de sus pacientes. Una enfermedad no cambia de estado para ajustarse a los conocimientos del médico, sino que el médico debería comprender las causas de la enfermedad. El médico debería estar al servicio de la naturaleza, en lugar de ser su enemigo; debe ser capaz de guiarla y dirigirla en su lucha por la vida, en lugar de ponerle, por su intromisión poco razonable, nuevos obstáculos en el camino de la recuperación».
La teoría de que casi todas las enfermedades tienen origen en la naturaleza invisible del hombre (el astrum) es un precepto fundamental de la medicina hermética, porque si bien los herméticos no despreciaban en absoluto el cuerpo físico, creían que la constitución material del hombre era una emanación o una objetivación de sus principios espirituales invisibles. A continuación presentamos una reseña breve, pero —creemos— bastante completa, de los principios herméticos de Paracelso.
Existe una sola sustancia vital en la naturaleza, en la cual subsiste todo. Se llama archaeus, o fuerza vital, y es sinónimo de la luz astral o el aire espiritual de los antiguos. Con respecto a esta sustancia, Éliphas Lévi ha escrito lo siguiente: «La luz, el agente creador, cuyas vibraciones son el movimiento y la vida de todas las cosas; la luz, latente en el éter universal y radiante en tomo a centros absorbentes, que, al saturarse de ella, proyectan a su vez movimiento y vida, formando así corrientes creativas; la luz, astralizada en las estrellas, animalizada en los animales, humanizada en los seres humanos; la luz, que vegeta en todas las plantas, reluce en los metales, produce todas las formas de la naturaleza y lo equilibra todo mediante las leyes de la simpatía universal: esta es la luz que muestra los fenómenos del magnetismo, que Paracelso descubrió, que tiñe la sangre, que se arroja desde el aire al ser inhalado y descargado por los fuelles herméticos de los pulmones».
Esta energía vital tiene origen en el cuerpo espiritual de la tierra. Todo objeto creado tiene dos cuerpos: uno visible y material y otro invisible y trascendente. Este último consiste en la contrapartida etérea de la forma física: constituye el vehículo del archaeus y lo podemos llamar «cuerpo vital». Esta funda etérica no desaparece con la muerte, sino que permanece hasta que la forma física se desintegra por completo.
Estos «dobles etéricos» que se ven en torno a los cementerios han dado lugar a la creencia en fantasmas. Como su sustancia es mucho más fina que la del cuerpo terrenal, el doble etérico es mucho más susceptible a los impulsos y a las disonancias. Las perturbaciones de este cuerpo de luz astral provocan buena parte de las enfermedades. Paracelso enseñaba que una persona con una actitud mental malsana puede envenenar su propia naturaleza etérica y que esta infección, al desviarse del flujo natural de la fuerza vital, aparece más adelante como una dolencia física. Todas las plantas y los minerales tienen una naturaleza invisible compuesta por este archaeus, pero cada uno la manifiesta de una forma diferente. Con respecto a los cuerpos de luz astral de las flores, en 1650 Jacques Gaffarel escribió lo siguiente: «Respondo que, aunque se corten en trocitos, se machaquen en un mortero e incluso se quemen hasta reducirlas a cenizas, mantienen —por algún poder secreto y maravilloso de la naturaleza —, tanto en el jugo como en las cenizas, la misma forma y figura que tenían antes y, aunque no sea visible en ese momento, un artista puede, con arte, volverlas visibles a los ojos. Es posible que algunos —aquellos que solo leen los títulos de los libros— encuentren ridícula esta historia, pero quienes así lo deseen pueden verla confirmada, si recurren a las obras de M. du Chesne, S. de la Violette, uno de los mejores químicos que han dado nuestros tiempos, quien afirma que él mismo vio a un excelente médico polaco de Cracovia que guardaba en frascos las cenizas de casi todas las plantas conocidas, de modo que si alguien por curiosidad tenía deseos de ver alguna de ellas, por ejemplo, una rosa, en uno de sus frascos, él cogía el que contenía las cenizas de una rosa y lo sostenía sobre una vela encendida; en cuanto las cenizas comenzaban a sentir el calor, uno podía ver cómo empezaban a moverse y después se levantaban y se dispersaban por el frasco y uno observaba enseguida una especie de nubecilla negra, que se dividía en muchas partea hasta que, finalmente, acababa por representar una rosa, pero tan bella, tan fresca y tan perfecta que uno habría pensado que era tan sólida y olorosa como las que crecen en un rosal».
Según Paracelso, los trastornos del doble etérico eran la causa principal de enfermedad, de modo que trataba de volver a armonizar sus sustancias, poniéndolas en contacto con otros cuerpos cuya energía vital pudiese suministrarles los elementos necesarios o que tuviesen la fuerza suficiente para superar la enfermedad existente en el aura del enfermo. Al eliminarse así su causa invisible, la dolencia no tardaba en desaparecer. Paracelso llamaba mumia al vehículo del archaeus, o fuerza vital. Un buen ejemplo de mumia física es la vacuna, que es el vehículo de un virus semiastral. Todo lo que sirviera como medio de transmisión del archaeus, ya sea orgánico o inorgánico, realmente físico o parcialmente espiritualizado, se denominaba mumia. La forma más universal de la mumia era el éter, que la ciencia moderna ha aceptado como una sustancia hipotética que actúa como medio entre el reino de la energía vital y el de la sustancia orgánica e inorgánica. Resulta prácticamente imposible controlar la energía universal si no es a través de alguno de sus vehículos (la mumia). Un buen ejemplo de esto es la comida. El hombre no se nutre de animales muertos ni de organismos vegetales, pero cuando incorpora a su cuerpo sus estructuras, lo primero que hace es adquirir control sobre la mumia, o doble etérico, del animal o la planta. Una vez logrado este control, el organismo humano dirige el flujo del archaeus hacia sus propios usos.
Paracelso afirma lo siguiente: «Lo que constituye la vida está dentro de la mumia y, al impartir la mumia, impartimos la vida». En esto consiste el secreto de las propiedades terapéuticas de los talismanes y los amuletos, porque la mumia de las sustancias de las cuales están compuestos actúa como un canal que conecta a la persona que los lleva con determinadas manifestaciones de la fuerza vital universal. Según Paracelso, así como las plantas purifican la atmósfera al incorporar a su constitución el anhídrido carbónico que exhalan los animales y los seres humanos, los vegetales y los animales aceptan los elementos de las enfermedades que les transmiten los seres humanos. Como estas formas de vida inferiores tienen organismos y necesidades diferentes de los humanos, a menudo son capaces de asimilar estas sustancias sin efectos negativos. Otras veces, la planta o el animal muere: se sacrifica para que sobreviva la criatura más inteligente y, por consiguiente, más útil. Paracelso descubrió que, en cualquiera de los dos casos, el paciente se iba aliviando poco a poco de su mal. Cuando la vida inferior había asimilado por completo la mumia ajena del paciente o, al no poder hacerlo, había muerto o se había desintegrado, se producía la recuperación completa.
Hicieron falta muchos años de investigación para determinar cuáles eran las plantas o los animales que mejor aceptaban la mumia de cada una de las distintas enfermedades. Paracelso descubrió que, muchas veces, la forma de las plantas indicaba los órganos del cuerpo humano para los que mejor servían. El sistema médico de Paracelso se basaba en la teoría de que, al extraer del organismo del paciente la mumia etérica enferma para incorporarla a la naturaleza de algún ser lejano e imparcial de un valor relativamente escaso, era posible desviar del paciente el flujo de los archaeus que habían estado revitalizando y nutriendo el mal sin cesar. Al transplantarse el vehículo de expresión, el archaeus se veía obligado a acompañar a su mumia y el paciente se recuperaba.

La teoría hermética sobre las causas de la enfermedad

Según los filósofos herméticos, había siete causas principales de enfermedad. La primera eran los malos espíritus: criaturas nacidas de acciones malas y que se alimentaban de la energía vital de aquellos a los que se adherían. La segunda causa era el trastorno de la naturaleza espiritual y la naturaleza material: cuando estas no se coordinaban, se producía una deficiencia mental y física. La tercera era una actitud mental malsana o anormal. La melancolía, las emociones morbosas, el exceso de sentimiento, como las pasiones, la lujuria, la codicia y el odio, afectaban a la mumia y desde allí provocaban una reacción en el cuerpo físico, donde producían úlceras, tumores, cánceres, fiebre y tuberculosis. Para los antiguos, el germen de la enfermedad era una unidad de mumia que se había impregnado de las emanaciones de las malas influencias con las que había estado en contacto. En otras palabras, los gérmenes eran criaturas minúsculas nacidas de los malos pensamientos y acciones del ser humano.
La cuarta causa de la enfermedad era lo que los orientales llamaban karma, es decir, la ley de la compensación, según la cual cada persona tiene que pagar por las indiscreciones y los delitos que ha cometido en el pasado. El médico tenía que tener mucho cuidado de no interferir con esta ley para no frustrar el plan de la justicia eterna. La quinta causa eran el movimiento y los aspectos de los cuerpos celestes. Las estrellas no imponían la enfermedad, sino, más bien, la incitaban. Según los herméticos, una persona fuerte y sabia gobernaba sus estrellas, mientras que una persona débil y negativa era gobernada por ellas. Estas cinco causas de enfermedad tienen una naturaleza que está por encima de lo físico y se tienen que valorar mediante un razonamiento inductivo y deductivo y un análisis meticuloso de la vida y el temperamento del paciente. La sexta causa de enfermedad era el mal uso de la facultad, órgano o función; por ejemplo, forzar demasiado un músculo o poner a prueba los nervios. La séptima causa era la presencia en el organismo de sustancias extrañas, impurezas u obstrucciones. Entran en esta categoría la alimentación, el aire, la luz solar y la presencia de cuerpos extraños. Esta lista no incluye las heridas accidentales, que no entran en la categoría de enfermedades. Con frecuencia, son métodos mediante los cuales se manifiesta la ley del karma. Según los herméticos, la enfermedad se podría prevenir o combatir con eficacia de siete maneras. 
En primer lugar, mediante hechizos e invocaciones, en los cuales el médico ordena al espíritu maligno que provoca el mal que salga del paciente. Es probable que este procedimiento se basase en el relato bíblico del hombre poseído por los demonios al que Jesús curó cuando les ordenó que salieran de él y entrasen en una manada de cerdos. Algunas veces, los espíritus malignos entraban en un paciente a petición de alguien que deseaba hacerle daño. En estos casos, el médico les ordenaba que regresasen a la persona que los había enviado. Se tiene constancia de que en algunos casos los espíritus malignos salieron por la boca en forma de nubes de humo y otras veces por la nariz en forma de llamas. Incluso se afirma que podían salir en forma de aves e insectos.
El segundo método de curación es a través de la vibración. La falta de armonía de los cuerpos se neutralizaba salmodiando hechizos y recitando los nombres sagrados o tocando instrumentos musicales y cantando. A veces se ponían delante del enfermo artículos de distintos colores, porque los antiguos reconocían, al menos en parte, el principio de la terapia del color, que actualmente está en vías de redescubrirse.
El tercer método consistía en usar talismanes y amuletos. Los antiguos creían que los planetas controlaban las funciones del cuerpo humano y que, fabricando amuletos con distintos metales, podían combatir las influencias malignas de los diversos astros. Por ejemplo, a una persona anémica le falta hierro. Se creía que el hierro estaba sometido al control de Marte; por consiguiente, para atraer hacia el paciente las influencias de Marte, se le colgaba al cuello un talismán hecho de hierro, que llevaba inscritas determinadas instrucciones secretas a las que se atribuía el poder de invocar al espíritu de Marte. Si el paciente tenía demasiado hierro en el organismo, se lo sometía a la influencia de un talismán compuesto del metal que correspondiese a algún planeta que se llevase mal con Marte, cuya influencia contrarrestaría, entonces, la energía de Marte y, por consiguiente, contribuiría a restaurar la normalidad.
El cuarto método consistía en recurrir a plantas medicinales. Si bien utilizaban talismanes metálicos, la mayoría de los médicos antiguos no estaban de acuerdo con el uso interno de ningún tipo de medicina mineral. Las plantas medicinales eran su remedio preferido. Como ocurría con los metales, cada planta tenía asignado uno de los planetas. Después de diagnosticar la enfermedad y su causa con ayuda de los astros, los médicos administraban el antídoto vegetal.
El quinto método para curar las enfermedades era la oración. Todos los pueblos antiguos creían en la intercesión compasiva de la divinidad para mitigar el sufrimiento humano. Según Paracelso, la fe podía curar todas las enfermedades. Sin embargo, son pocas las personas que poseen suficiente fe.
El sexto método —más prevención que cura— consistía en regular la alimentación y los hábitos de la vida cotidiana. Si el individuo evitaba lo que provocaba la enfermedad, se mantenía sano. Los antiguos creían que la salud era el estado normal del ser humano y que la enfermedad era consecuencia de que el hombre desobedeciera los dictados de la naturaleza. El séptimo método era la «medicina práctica», que consistía, fundamentalmente, en sangrar, purgar y aplicar líneas de tratamiento similares. Si bien estos procedimientos eran útiles cuando se usaban con moderación, su exceso era peligroso. Más de un ciudadano útil ha muerto veinticinco o cincuenta años antes de tiempo como consecuencia de una purga drástica o por haber perdido toda la sangre. Paracelso utilizaba los siete métodos de tratamiento y hasta sus peores enemigos reconocían que obtenía resultados casi milagrosos. Cerca de su antigua propiedad, en Hohenheim, cae mucho rocío en determinadas épocas del año y él descubrió que, si se recogía el rocío cuando los planetas presentaban una configuración determinada, el agua que obtenía poseía virtudes medicinales maravillosas, porque había absorbido las propiedades de los cuerpos celestes.
Fitoterapia y Farmacología herméticas Las hierbas silvestres eran sagradas para los primeros paganos, que creían que los dioses habían creado las plantas para curar las enfermedades humanas. Cuando se preparaban y se aplicaban correctamente, todas las raíces y todos los arbustos servían para aliviar el sufrimiento o para desarrollar las capacidades espirituales, mentales, morales o físicas. En The Mistletoe and Its Philosophy, P. Davidson rinde homenaje a las plantas con estas bellas palabras: «Se han escrito libros sobre el lenguaje de las flores y las plantas medicinales; desde los tiempos más remotos, el poeta ha mantenido con ellas la conversación más dulce y más amorosa y hasta los reyes se consideran afortunados cuando obtienen sus esencias de segunda mano para perfumarse; sin embargo, para el verdadero médico, el Sumo Sacerdote de la naturaleza, hablan en un tono mucho más elevado y exaltado. No hay planta ni mineral que haya revelado a los científicos hasta la última de sus propiedades. ¿Cómo pueden confiar en que, por cada una de las propiedades descubiertas, no queden muchos poderes ocultos en la naturaleza íntima de la planta? Se ha llamado a algunas flores “estrellas de la tierra” y ¿por qué no van a ser hermosas? ¿Acaso desde que nacieron no han sonreído bajo el esplendor del sol durante el día y no han dormido bajo el brillo de las estrellas por la noche? ¿Acaso no han venido a la tierra desde un mundo más espiritual que el nuestro, puesto que Dios hizo “todas las plantas del campo antes de que estuvieran en la tierra y todas las hierbas del campo antes de que este creciera?”». Numerosos pueblos primitivos han usado remedios a base de plantas y han obtenido muchas curaciones notables.
Los chinos, los egipcios y los indios americanos curaban con plantas algunas enfermedades para las cuales la ciencia moderna no tiene remedio. El doctor Nicholas Culpeper, cuya provechosa vida finalizó en 1654, fue, probablemente, el fítoterapeuta más famoso. Al ver que los sistemas médicos de su época eran sumamente insatisfactorios, dirigió su atención a las plantas silvestres y descubrió un medio de curación que le dio renombre en todo el país. Según la correlación del doctor Culpeper entre astrología y fitoterapia, cada planta quedaba bajo la jurisdicción de uno de los planetas o luminares. Creía que la enfermedad también estaba controlada por las configuraciones celestes. Resumía su sistema de tratamiento como sigue: «Se puede combatir la enfermedad con las plantas del planeta contrario al que las provoca; por ejemplo, las enfermedades de Júpiter, con las plantas de Mercurio y viceversa; las enfermedades de los luminares, con las plantas de Saturno y viceversa, y las enfermedades de Marte, con las plantas de Venus y viceversa. […] Hay un método para curar las enfermedades a veces por simpatía, con lo cual cada planeta cura su propia enfermedad; por ejemplo, el sol y la luna con sus plantas curan los ojos; Saturno cura el bazo; Júpiter, el hígado; Marte, la vesícula y las enfermedades de la cólera, y Venus, las enfermedades de los instrumentos de la procreación».
Los fitoterapeutas europeos medievales redescubrieron solo en parte los antiguos secretos herméticos de Egipto y Grecia, que fueron los países que desarrollaron los fundamentos de casi todas las ciencias y las artes modernas. En aquella época, los métodos que se empleaban para curar figuraban entre los secretos que se transmitían a los iniciados en los Misterios La preparación de ungüentos, colirios, filtros y pócimas iba acompañada de extraños ritos. De la eficacia de aquellos medicamentos hay constancia en los registros históricos. También se usaban muchos inciensos y perfumes. Barrett, en El mago, describe la teoría en la que basaba su trabajo de la siguiente manera: «Por consiguiente, dado que nuestro espíritu es el vapor puro, sutil, lúcido, etéreo y oleoso de la sangre, no hay nada más adecuado para los colirios que los vapores similares, que son mejores para nuestro espíritu en sustancia, porque entonces, a causa de su similitud, más lo remueven, atraen y transforman». Se han estudiado exhaustivamente los venenos y en algunas comunidades se administraban a los condenados a muerte extractos de plantas mortales, como en el caso de Sócrates. Los Borgia italianos, de infausta memoria, llevaron el arte del envenenamiento a su máxima perfección. Incontables hombres y mujeres brillantes fueron liquidados con rapidez y eficiencia gracias al conocimiento casi sobrehumano de la química que la familia Borgia conservó durante muchos siglos.
Los sacerdotes egipcios descubrieron extractos vegetales con los cuales se podía inducir temporalmente la clarividencia y los utilizaron durante los rituales de iniciación de sus Misterios. Algunas veces mezclaban estas drogas con los alimentos que daban a los candidatos y otras veces se presentaban en forma de pócimas sagradas y se les explicaba su naturaleza. Poco después de que se le administrara la droga, al neófito le daba un mareo. Se encontraba flotando en el espacio y, mientras su cuerpo físico estaba totalmente insensible —los sacerdotes lo protegían para que no sufriera daño alguno—, el candidato pasaba por una cantidad de experiencias extrañas que podía contar cuando recuperaba la conciencia. Con los conocimientos actuales, cuesta apreciar un arte tan desarrollado que, mediante bebedizos, perfumes e inciensos, logre inducir la actitud mental deseada de forma casi instantánea: sin embargo, existió sin duda un arte semejante entre la clase sacerdotal del mundo pagano primitivo. Con respecto a este tema, H. P. Blavatsky, la ocultista más destacada del siglo XIX, ha escrito lo siguiente: «Las plantas también tienen propiedades místicas similares en un grado de lo más maravilloso y el secreto de las plantas de los sueños y los hechizos solo se ha perdido para la ciencia europea y, aunque sea inútil decirlo, le resulta desconocido, salvo en muy pocos casos notorios, como el opio y el hachís. En cambio, los efectos parapsicológicos incluso de estas pocas sobre el organismo humano se consideran muestras de un trastorno mental transitorio. Las mujeres de Tesalia y Épiro, las sacerdotisas de los ritos de Sabazios, no se llevaron consigo sus secretos cuando sus santuarios desaparecieron, sino que todavía se conservan y quienes son conscientes de la naturaleza del soma conocen también las propiedades de otras plantas».
Se utilizaban compuestos a base de hierbas para producir una clarividencia transitoria en relación con los oráculos, sobre todo el de Delfos Las palabras pronunciadas durante aquellos trances provocados se consideraban proféticas. Los médiums modernos, si bien mantienen el control como consecuencia de la catalepsia que, en parte, se imponen ellos mismos, transmiten mensajes en cierto modo similares a los de los profetas antiguos, aunque en la mayoría de los casos sus resultados son mucho menos precisos, porque los adivinos actuales no conocen las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Los Misterios enseñaban que, durante los grados más elevados de iniciación, los propios dioses participaban en la instrucción de los candidatos o, como mínimo, estaban presentes, lo cual constituía, en sí, una bendición. Como las divinidades vivían en los mundos invisibles y solo se presentaban con su cuerpo espiritual, el neófito no podía conocerlos sin la ayuda de drogas que estimulasen el centro de clarividencia de su conciencia (probablemente, la glándula pineal). Muchos iniciados en los Misterios antiguos afirmaban categóricamente que habían hablado con los inmortales y que habían visto a los dioses. Cuando se corrompieron los principios paganos, se produjo una división en los Misterios. El grupo de los verdaderos iluminados se separó del resto y, conservando los secretos más importantes, desapareció sin dejar rastros. Los demás se mantuvieron lentamente a la deriva, como barcos sin timón, sobre las rocas de la degeneración y la desintegración. Algunas de las fórmulas secretas menos importantes cayeron en manos de los profanos, que las pervirtieron, como ocurrió con las bacanales, en cuyo transcurso se combinaban drogas con vino, que fue lo que dio lugar realmente a las orgías. En algunas partes de la tierra se sostenía que había pozos, manantiales o fuentes naturales cuyas aguas estaban teñidas de propiedades sagradas por los minerales a través de los cuales discurrían. A menudo se levantaban templos cerca de estos lugares y en algunos casos las cuevas naturales que había en sus proximidades se consagraban a alguna divinidad. «A los aspirantes a la iniciación y a quienes acudían a solicitar a los dioses sueños proféticos los preparaban mediante un ayuno más o menos prolongado, al cabo del cual consumían comidas preparadas expresamente y también bebidas misteriosas, como el agua de Lete y el agua de Mnemósine, en la gruta de Trofonio, o la del Ciceion, en los Misterios eleusinos. Se mezclaban directamente distintas drogas con las carnes o se introducían en las bebidas, según el estado mental o físico que hubiera que inducir en el receptor y el tipo de visión que este quisiese obtener.»
El mismo autor afirma que a algunas sectas de los primeros años del cristianismo se las acusaba de utilizar drogas con la misma finalidad general que los paganos. La secta de los asesinos, o los yezidis, como se suelen conocer, presentaba un aspecto bastante interesante del problema de la droga. En el siglo xi, esta orden capturó la fortaleza del monte Alamut y se instaló en Irak. Se sospecha que Hasan BenSabah, el fundador de la orden y conocido como «el viejo de la montaña», controlaba a sus seguidores usando narcóticos. Hasan les hacía creer que estaban en el Paraíso y que estarían allí para siempre si lo obedecían de forma implícita mientras estuvieran vivos. En su Confesiones de un inglés comedor de opio, De Quincey describe los peculiares efectos psicológicos que provoca este derivado de la amapola. Es posible que el uso de una droga similar diese origen a la idea del Paraíso que tenían los yezidis.
Los filósofos de todos los tiempos han enseñado que el universo visible no es más que una fracción del total y que, por analogía, el cuerpo físico del hombre en realidad es la parte menos importante de su compleja constitución. La mayoría de los sistemas médicos actuales pasan por alto casi por completo al hombre superfísico. Apenas prestan atención a las causas y concentran sus esfuerzos en mejorar los efectos Paracelso notó la misma propensión por parte de los médicos en su época y comentó acertadamente: «Existe una gran diferencia entre el poder que suprime las causas invisibles de la enfermedad —eso es magia— y el que hace desaparecer tan solo los efectos externos: eso es física, hechicería y curanderismo». La enfermedad es antinatural y es indicio de un desajuste interno o entre los órganos o los tejidos. No se puede recuperar la salud permanente mientras no se restablezca la armonía. La virtud más destacada de la medicina hermética era su reconocimiento de que los trastornos espirituales y psicofísicos eran, en gran medida, los causantes del estado denominado enfermedad física.
La sugestoterapia fue utilizada con notable éxito por los sacerdotes - médicos del mundo antiguo. Entre los indios americanos, los chamanes o curanderos hacían desaparecer la enfermedad con ayuda de danzas, invocaciones y amuletos misteriosos. Algo que habría que tener muy en cuenta es el hecho de que, a pesar de desconocer los métodos modernos de tratamiento médico, aquellos hechiceros efectuaron innumerables curas. Los rituales mágicos utilizados por los sacerdotes egipcios para curar la enfermedad se basaban en una comprensión muy avanzada del complejo funcionamiento de la mente humana y sus consecuencias en la constitución física. No cabe duda de que el mundo egipcio y el brahmán conocían el principio fundamental de la vibroterapia. Mediante salmodias y mantras, que hacían hincapié en un sonido vocal o consonántico determinado, producían reacciones vibratorias que disipaban las congestiones y ayudaban a la naturaleza a reconstituir los miembros rotos y los organismos agotados. También aplicaban su conocimiento de las leyes que regían la vibración a la constitución espiritual del ser humano; mediante sus salmodias, estimulaban los centros latentes de la conciencia y de este modo incrementaban muchísimo la sensibilidad de la naturaleza subjetiva.
En el Libro de los Muertos se han preservado hasta nuestra generación muchos de los secretos de los egipcios. Aunque está traducido, solo unos pocos comprenden la trascendencia secreta de los pasajes mágicos de este pergamino antiguo. Los orientales tienen una comprensión muy sutil de la dinámica del sonido. Saben que cada palabra que se pronuncia tiene un poder tremendo y que, si se disponen las palabras de una manera determinada, pueden crear vórtices de fuerza en el universo invisible que los rodea y, de este modo, ejercer una influencia profunda en la sustancia física. La palabra sagrada con la que se creó el mundo, la Palabra Perdida que la masonería sigue buscando y el triple nombre de dios, simbolizado por el Om (o Aum) de los hindúes, indican la veneración que sienten por el principio del sonido. Los llamados «nuevos descubrimientos» de la ciencia moderna a menudo no son más que redescubrimientos de secretos bien conocidos por los sacerdotes y los filósofos del paganismo antiguo. Como consecuencia de la crueldad del hombre para con el hombre se han perdido registros y fórmulas que, de haberse preservado, habrían resuelto muchos de los problemas principales de esta civilización. Con la espada y la tea, las razas destruyen por completo los registros de sus predecesores y después encuentran, inevitablemente, un destino extemporáneo, porque les falta precisamente la sabiduría que han destruido.