quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - El Islamismo

Como ejemplo de la actitud del cristianismo con respecto al islam —por lo menos hasta hace poco— tenemos el epílogo de Alexander Ross a la versión en inglés, publicada en 1649, de la traducción al francés del Corán, hecha por el sieur Du Ryer. El autor del epílogo lanza la siguiente invectiva contra Mahoma y el Corán: Estimado lector: Después de mil años, el gran impostor árabe ha llegado finalmente a Inglaterra a través de Francia y su Alcorán, o galimatías de errores (un mocoso tan deforme como su padre y con tantas herejías como beriberi había en su cabeza escaldada), y ha aprendido a hablar inglés. […] Quien eche un vistazo al Alcorán se dará cuenta de que es un batiburrillo compuesto por estos cuatro ingredientes: 1) contradicciones, 2) blasfemias, 3) fábulas ridículas, 4) mentiras.

Hace hincapié en acusar de blasfemo a Mahoma, que dijo que Dios, al no estar casado, ¡no podía tener un Hijo! No obstante, la falacia de este argumento se adviene en la opinión del propio Profeta acerca de la naturaleza de Dios, que figura en el segundo sura del Corán:

«De Alá [Dios] son el Oriente y el Occidente, de modo que, adondequiera que os volváis para orar, allí está la faz de Alá. Ajá es omnipresente y omnisciente. Dicen que Ajá ha engendrado hijos ¡No! Suyo es lo que está en los cielos y en la tierra. Todo lo posee, porque es el creador de los cielos y la tierra y, cuando dice algo, se limita a decir: “¡Sé!” y así es». En otras palabras, el Dios del islam no tiene más que desear algo para que el objeto de su deseo aparezca, ¡mientras que el Dios de Alexander Ross tiene que proceder de acuerdo con las leyes de la generación humana! Mahoma, profeta del islam, «el deseado de todas las naciones», nació en La Meca hacia el año 570 y murió en Medina en el 632, o en el año undécimo después de la hégira. Washington Irving describe con estas palabras los signos y los portentos que acompañaron el nacimiento del Profeta: Su madre no experimentó ningún dolor de parto. En el momento de su llegada al mundo, una luz celestial iluminó el terreno circundante y el recién nacido alzó los ojos al cielo y exclamó: «¡Dios es grande! ¡No hay más Dios que Dios y yo soy su profeta!». Nos aseguran que su advenimiento produjo inquietud en el cielo y en la tierra. El lago Sawa se redujo y volvió a sus fuentes secretas y dejó secas sus orillas: en cambio, el Tigris se desbordó e inundó las tierras vecinas. El palacio de Khosru, el rey de Persia, se sacudió sobre sus cimientos y varias de sus torres se desplomaron. […] Aquella misma noche portentosa, el fuego sagrado de Zaratustra, que, custodiado por los Magos. había ardido sin interrupción durante más de mil años, se apagó de repente y todos los ídolos del mundo cayeron. Cuando el Profeta no era más que un niño pequeño de entre uno y dos años, el arcángel Gabriel con setenta alas fue a verlo, lo abrió, le quitó el corazón, le limpió la gota negra del pecado original que alberga el corazón de todos los seres humanos por la perfidia de Adán y volvió a poner el órgano en el lugar correspondiente del cuerpo del Profeta.

Durante su juventud, Mahoma viajó con las caravanas de La Meca: en una ocasión sirvió de escudero de su tío y pasó bastante tiempo entre los beduinos, de los cuales aprendió muchas de las tradiciones religiosas y filosóficas de la antigua Arabia. Mientras viajaba con su tío, Abu Talib, Mahoma entró en contacto con los cristianos nestorianos, porque una noche acampó cerca de uno de sus monasterios. Allí, el joven futuro profeta obtuvo buena parte de sus conocimientos acerca del origen y las doctrinas del cristianismo. Con el paso de los años, a Mahoma le fue muy bien en los negocios y cuando tenía alrededor de veintiséis años contrajo matrimonio con una de sus jefas, una viuda rica que le llevaba casi cincuenta años. Parece que la viuda, llamaba Jadiya, era bastante mercantilista, porque, al ver que su joven encargado era de lo más eficiente, decidió retenerlo de este modo por el resto de su vida. Jadiya era una mujer de una mentalidad excepcional y a su integridad y devoción hay que atribuir el triunfo inicial de la causa islámica. Por su matrimonio, Mahoma pasó de una posición de pobreza relativa a una de gran riqueza y poder y tan ejemplar era su conducta que en toda La Meca lo conocían como «el fiel y el justo».

Mahoma habría vivido y habría muerto como un mecano respetable, si no hubiese sacrificado sin dudar tanto su riqueza como su posición social al servicio de Dios, cuya voz oyó mientras meditaba en la cueva del monte Hira durante el mes del ramadán. Año tras año, Mahoma escalaba las laderas pedregosas y desiertas del monte Hira (llamado desde entonces Yabal-al Nur, «la montaña de la luz») y allí, en soledad, imploraba a Dios que le revelara de nuevo la religión pura de Adán, la doctrina espiritual que la humanidad había perdido como consecuencia de las disensiones entre las facciones religiosas. Jadiya, pendiente de las prácticas religiosas ascéticas de su esposo que ponían en peligro su salud física, a veces lo acompañaba en su cansada vigilia y, con intuición femenina, se daba cuenta de las tribulaciones de su alma. Finalmente, una noche —tenía cuarenta años—estaba tendido en el suelo de la cueva, envuelto en su manto, cuando de pronto se hizo sobre él una gran luz. Lo invadió una sensación de paz perfecta, captó la bienaventuranza de la presencia celestial y perdió la conciencia. Cuando volvió en sí, tenía delante al arcángel Gabriel, que le mostraba un chal de seda con caracteres misteriosos. A partir de aquellos caracteres, Mahoma aprendió las doctrinas fundamentales que después se plasmaron en el Corán. Entonces Gabriel habló con voz clara y maravillosa y dijo que Mahoma era el profeta del Dios vivo.


EL VIAJE NOCTURNO DE MAHOMA AL CIELO

M. D'Ohsson: Tableau Général de L’Empire Othoman En el decimoséptimo sura del COrán está escrito que cierta noche Mahoma fue transportado del templo de La Meca al de Jerusalén, aunque no se aportan Jerusalén, aunque no se aportan detalles de aquel extraño viaje. En el Mishkat al-Masabih, Mahoma tiene que describir su ascenso a través de los siete cielos hasta la presencia glacial del Dios cubierto por muchos velos y su posterior regreso a su propia cama, todo en una sola noche. El arcángel Gabriel despertó a Mahoma por la noche y, tras arrancarle el corazón, lavó la cavidad con agua de Zamzam y le llenó el corazón de fe y ciencia. Acudió una criatura extraña, llamada Al-Borak o Buraq, que significa «rayo», para trasnportar al Profeta. Se describe a Al-Borak como un animal blanco, de la forma y el tamaño de una mula, con cabeza de mujer y cola de pavo real. Según algunas versiones, Mahoma sólo montó a Al-Borak hasta Jerusalén, donde, tras hasta Jerusalén, donde, tras desmontar en el monte Moria, se aferró al último travesaño de una escalera de oro que bajó del cielo y, acompañado por Gabriel, ascendió a través de las siete esferas que separan la tierra de la superficie interior del Empíreo. A la entrada de cada esfera estaba uno de los Patriarcas, a los cuales Mahoma fue saludado a medida que iba entrando en los distintos planos.

A la entrada del primer cielo estaba Adán; a la entrada del segundo, Juan y Jesús (que eran hijos de hermanas); en la tercera, José; en la cuarta, Enoch; en la quinta, Aarón; en la sexta, Moisés, y en la séptima, Abraham. Según otro orden de los patriarcas y los profetas, Jesús aparece a la entrada del séptimo cielo y, al llegar a este punto, dicen que Mahoma le punto, dicen que Mahoma le pidió que intercediera por él ante el trono de Dios. Sobrecogido y temblando, Mahoma acudió presuroso a Jadiya, temeroso de que la visión hubiese sido inspirada por los mismos espíritus malignos que estaban al servicio de los magos paganos que él tanto despreciaba, pero ella le aseguró que su propia vida virtuosa lo protegería y que no debía temer nada malo. El Profeta se tranquilizó y aguardó más apariciones de Gabriel, pero, como no se producían, su alma se llenó de tal desesperación que intentó autodestruirse. Cuando estaba a punto de arrojarse por un precipicio, se lo impidió la repentina reaparición de Gabriel, que volvió a asegurar al Profeta que recibiría las revelaciones que su pueblo necesitaba cuando llegara el momento.

Posiblemente como consecuencia de sus períodos solitarios de meditación, parece que Mahoma solía caer en éxtasis. En las ocasiones en que se dictaron los diversos suras del Corán, dicen que estaba inconsciente y —a pesar de lo Río del aire a su alrededor — cubierto de gotas de sudor. Aquellos ataques a menudo se producían de improviso; otras veces se sentaba envuelto en una manta, para no enfriarse con todo lo que sudaba, y, aunque aparentemente estaba inconsciente, dictaba los diversos pasajes, que un grupo reducido de amigos de confianza aprendía de memoria o ponía por escrito. En una ocasión, más adelante, cuando Abu Bakr hizo referencia a las canas de su barba, Mahoma la cogió por el extremo y, mirándola, explicó que su blancura se debía al sufrimiento físico que le producían sus períodos de inspiración. Si los escritos atribuidos a Mahoma no se consideran más que meras alucinaciones de un epiléptico y por tal motivo se descartan, a sus detractores cristianos les conviene tener cuidado, no sea que, junto con las doctrinas del Profeta, resten autoridad también a las enseñanzas que ellos mismos defienden, porque es sabido que muchos de los discípulos, apóstoles y santos de la iglesia primitiva padecían trastornos nerviosos. La primera persona que Mahoma convirtió fue su propia esposa, Jadiya, a la que siguieron otros miembros de su familia cercana: por esta circunstancia, sir William Muir ha destacado lo siguiente: Corrobora plenamente la sinceridad de Mahoma el hecho de que los primeros conversos al islamismo no solo fueran personas rectas, sino sus propios amigos íntimos y familiares que, conociendo de cerca su vida privada, no habrían dejado de detectar las discrepancias que siempre existen, en mayor o menor medida, entre lo que el impostor hipócrita profesa fuera de su casa y lo que hace en ella.

Uno de los primeros en abrazar la fe del islam fue Abu Bakr, que llegó a ser el amigo más íntimo y más fiel de Mahoma y, de hecho, su alter ego. Abu Bakr, un hombre de logros brillantes, contribuyó considerablemente a que lo que había emprendido el Profeta tuviera éxito y, por deseo expreso de este, a su muerte se puso a la cabeza de sus fieles. Aisha, la hija de Abu Bakr, se casó después con Mahoma, lo cual consolidó aún más los lazos de fraternidad entre ellos. Poco a poco, pero con empeño, Mahoma fue promulgando sus doctrinas entre un círculo reducido de amigos poderosos. Cuando el entusiasmo de sus seguidores finalmente lo obligó a hacer pública su misión, ya era el líder de una facción fuerte y bien organizada. Por temor al creciente prestigio de Mahoma, los habitantes de La Meca renunciaron a la larga tradición de que no se podía derramar sangre en la ciudad santa y decidieron acabar con el islamismo asesinando a su Profeta. Los distintos grupos se unieron para ello, de modo que la culpa se repartiera a partes iguales, pero Mahoma descubrió el peligro a tiempo, dejó a su amigo Ali en su cama y huyó de la ciudad con Abu Bakr; tras eludir hábilmente a los mecanos, se incorporó a la masa principal de sus seguidores, que lo habían precedido hacia Yatrib.

En aquel incidente, llamado la hégira, o huida, se basa el sistema cronológico del islamismo. A partir de la hégira, el poder del Profeta fue creciendo sin parar, hasta que, al octavo año, Mahoma entró en La Meca tras una victoria prácticamente incruenta y estableció allí el centro espiritual de su fe. Plantó su estandarte al norte de la ciudad, entró en ella a caballo y, después de dar siete vueltas a la sagrada Kaaba, ordenó la destrucción de las trescientas sesenta imágenes que había en el recinto. Entonces entró en la Kaaba propiamente dicha, libre de sus asociaciones idólatras, y dedicó la estructura a Alá, el Dios monoteísta del islamismo. A continuación, Mahoma concedió amnistía a todos sus enemigos por sus intentos de acabar con él. Con su protección, aumentaron el poder y la gloria de La Meca, que se convirtió en centro de una gran peregrinación anual, que hasta el día de hoy serpentea por el desierto en los meses de peregrinación y cuyas cifras superan los sesenta mil.


LA KAABA, EL RECINTO SAGRADO DEL ISLAMISMO

Vista de la Meca publicada en Tableau Général de L'Empire Othoman, de D’Ohsson La Kaaba, un edificio de forma cúbica situado en medio del gran patio de la mezquita de la Meca, es el lugar más sagrado de todo el mundo islámico. Hacia allí deben mirar los seguidores del Profeta cinco veces por día, a las horas señaladas para la oración. Como los seguidores de casi todas las demás fes, al principio los musulmanes miraban al Este para rezar, pero, por un decreto posterior, se les ordenó volver el rostro hacia La ordenó volver el rostro hacia La Meca. No se sabe mucho sobre la historia de la Kaaba antes de su nueva consagración como mezquita, aparte de que el edificio era un templo pagano.

Cuando el Profeta tomó La Meca, la Kaaba y el patio circundante contenían trescientos sesenta ídolos que fueron destruidos por Mahoma antes de entrar en el propio santuario. La «casa antigua», como llaman a la Kaaba, es un cubo irregular de unos once metros y medio de largo, diez metros de altura y nueve metros de ancho. La longitud de cada uno de los muros laterales varía ligeramente y la de los muros de los extremos varía más de treinta centímetros. En el ángulo sudoriental del muro y a una distancia razonable del suelo distancia razonable del suelo (alrededor de un metro y medio) está incrustada la piedra negra sagrada y misteriosa, o el aerolito de Abraham. Cuando el arcángel Gabriel entregó aquella piedra al patriarca, era talsu blancura que se podía ver desde cualquier lugar de la tierra, pero se fue oscureciendo a causa de los pecados de la humanidad. Aquella piedra negra, de forma ovalada y de unos dieciocho centímetros de diámetro, se rompió en elsiglo VII y actualmente se mantiene unida gracias a un engaste de plata. Según la tradición, dos mil años antes de la creación del mundo, la Kaaba fue construida en el cielo, donde se conserva aún su modelo. Adán la erigió en la tierra exactamente debajo del lugar que ocupaba el original celeste y escogió las piedras de celeste y escogió las piedras de los cinco montes sagrados: el Sinaí, elJudi, el Hira, el Olivet y el Líbano. Se enviaron diez mil ángeles para proteger el edificio.

Durante el Diluvio, la casa sagrada quedó destruida, pero Abraham y su hijo Ismael la reconstruyeron después. (Para más información, véase A Dictionary of Islam) Es probable que en el lugar donde está la Kaaba hubiera antes un altar prehistórico de piedra o un círculo de monolitos sin labrar, similar a los de Stonehenge. Al igual que el templo de Jerusalén, la Kaaba ha pasado por muchas vicisitudes y la estructura actual no es anterior alsiglo XVII de la era cristiana. Cuando La Meca fue saqueada en el 930, la famosa piedra negra cayó en poder de los cármatas que la conservaron durante más de veinte años, y se discute aún si la piedra que finalmente devolvieron a cambio de un rescate espléndido era realmente la original o una copia. Del lado norte de la Kaaba se encuentran las supuestas tumbas de Agar y de Ismael y cerca de la puerta (situada a unos dos metros delsuelo) está la piedra sobre la cualse ponía de pie Abraham durante la reconstrucción. La estructura cúbica siempre ha estado cubierta por diversas cosas: la tela actual, que se sustituye todos los años, es un brocado negro bordado en oro. Los peregrinos adoran los trocitos de la tela antigua como reliquias sagradas. Para entrar a la Kaaba hay que subirunaescaleramóvil.El subir una escalera móvil. El interior está cubierto por mármol de varios colores, plata y oro. Aunque en generalse concibe el edificio sin ventanas, este punto se cuestiona. Se accede al techo mediante una puerta enchapada en plata. Además de los libros sagrados, la Kaaba contiene trece lámparas. El gran patio que rodea el edificio contiene gran cantidad de objetos sagrados y está delimitado por una columnata que antes constaba de trescientos sesenta pilares. Dan al patio diecinueve puertas, el número sagrado y significativo del ciclo metónico, que coincide con la cantidad de piedras que hay en el círculo interior de Stonehenge. Descuellan de la Kaaba siete grandes minaretes y una de las ceremonias sagradas relacionadas con el edificio relacionadas con el edificio consiste en dar siete vueltas alrededor de la Kaaba, aparentemente para representar el movimiento de los cuerpos celestes.

El décimo año después de la hégira, Mahoma encabezó la peregrinación de despedida y por última vez cabalgó a la cabeza de los fieles por el camino sagrado que conduce a La Meca y la piedra negra. Como sentía intensamente la premonición de la muerte, quiso que aquella peregrinación fuera el modelo perfecto para todos los miles que habría a continuación.

«Consciente de que su vida estaba llegando a su fin —escribe Washington Irving—, la última vez que estuvo en la ciudad sagrada de su fe Mahoma trató de inculcar sus doctrinas en lo más profundo del corazón y la mente de sus seguidores, para lo cual predicó a menudo en la Kaaba desde el púlpito o al aire libre, montado en su camello. “Prestad atención a mis palabras —decía—, porque no sé si, después de este año, volveremos a encontrarnos aquí. Devotos míos, no soy más que un hombre como vosotros; el ángel de la muerte puede aparecer en cualquier momento y, cuando me llame, debo acudir”». Cuando estaba predicando así, dicen que los cielos se abrieron y se oyó la voz de Dios, que anunció: «En el día de hoy he perfeccionado tu religión y te he acogido en mi gracia». Al oír estas palabras, la multitud se postró de hinojos a adorarlo y hasta el camello de Mahoma se puso de rodillas.

Al finalizar la peregrinación de despedida. Mahoma regresó a Medina. El séptimo año después de la hégira (AH 7), intentaron envenenar al Profeta en Jeibar. Cuando Mahoma se puso en la boca el primer bocado de la comida envenenada, se dio cuenta del malvado plan, ya sea por el sabor de la carne o, como creen los fieles, por intercesión divina. Sin embargo, ya había tragado una pequeña porción de comida y durante el resto de su vida sufrió casi constantemente los efectos del veneno. En el AH 11, cuando padeció su última enfermedad, Mahoma insistía en que los efectos sutiles del veneno eran la causa indirecta de su próximo fin. Se dice que, durante su última enfermedad, se levantó una noche y fue a visitar un cementerio situado en las afueras de Medina, evidentemente pensando que no tardaría en contarse entre los difuntos. En aquel momento le dijo a un asistente que le habían dado a escoger entre continuar su vida física y presentarse ante el Señor y que había elegido reunirse con su Creador. Mahoma padeció muchos dolores en la cabeza y el costado y también tuvo fiebre, pero el 8 de junio parecía convaleciente. Se unió a sus seguidores para rezar y, sentado en el patio, dio una charla a los fieles con voz clara y potente, pero parece que aquello puso a prueba su fortaleza, porque hubo que ayudarlo a entrar en la casa de Aisha, que daba al patio de la mezquita. Allí, en un camastro duro, dispuesto sobre el suelo desnudo, pasó el profeta del islamsus dos últimas horas en la tierra. Al ver que su anciano esposo sufría dolores intensos, Aisha —que solo tenía veinte años— alzó la cabeza cana del hombre al que conocía desde su infancia y que debía parecer más un padre que un esposo para ella y lo sostuvo en sus brazos hasta el final. Al sentir la inminencia de la muerte, Mahoma imploró: «Señor, te suplico que me asistas en la agonía de la muerte». A continuación y casi en un susurro, repitió tres veces: «Gabriel, acércate».

En The Hero as Prophet, Thomas Carlyle escribe lo siguiente acerca de la muerte de Mahoma: «Sus últimas palabras fueron una oración, exclamaciones quebradas de un corazón que se esfuerza, temblando de esperanza, por llegar a su Creador». Mahoma fue enterrado bajo el suelo de los aposentos en los que murió. La situación actual de su sepultura se describe con estas palabras: Por encima de la Hujrah hay una bóveda verde, coronada por una gran media luna dorada que sale de una serie de globos Dentro del edificio están las tumbas de Mahoma. Abu Bakr y Ornar y hay un espacio reservado para la tumba de Nuestro Señor Jesucristo, que, según los musulmanes, volverá a visitar la tierra y morirá y será enterrado en al-Madinah. Se supone que la tumba de Fátima, la hija del Profeta, se encuentra en otra parte del edificio, aunque algunos afirman que está enterrada en al-Baqui. Se dice que el cuerpo del Profeta está tendido sobre el lado derecho, sosteniendo con la palma derecha la mejilla derecha y con la cara hacia Makkah. Cerca y detrás de él está situado Abu Bakr, con el rostro hacia el hombro de Mahoma, y a continuación Ornar, que ocupa la misma posición con respecto a su predecesor. Según una anécdota que circula entre los historiadores cristianos los mahometanos creían que el ataúd de su Profeta estaba suspendido en el aire, lo cual no tiene ningún fundamento en la bibliografía musulmana: Niebuhr piensa que la historia debió de surgir como consecuencia de las burdas ilustraciones que se vendían a los extraños

Con respecto al carácter de Mahoma han circulado los errores más gruesos. No existe ninguna prueba que sustente las acusaciones de extrema crueldad y libertinaje lanzadas contra él. Por el contrario, cuanto más de cerca escudriñan los investigadores imparciales la vida de Mahoma, más evidentes resultan las mejores cualidades de su naturaleza. En palabras de Carlyle:

El propio Mahoma, a pesar de todo lo que se diga sobre él, no era un hombre lujurioso: por consiguiente, nos equivocamos mucho si nos limitamos a considerarlo una persona voluptuosa e interesada sobre todo en placeres innobles o, mejor dicho, en cualquier tipo de placeres En su casa se vivía con la máxima frugalidad y su alimentación consistía en pan de cebada y agua. A veces pasaban meses sin que se encendiera fuego en el hogar. […] Un hombre pobre, trabajador y desprovisto, despreocupado de las cosas que ansiaba el hombre corriente. […] ¿Decís que lo llamaban Profeta? ¡Claro! Si estaba de pie frente a ellos; allí mismo, en lugar de estar envuelto en algún misterio; era evidente que se hacía su propia capa y se fabricaba sus propios zapatos y que luchaba, aconsejaba y ordenaba en medio de ellos: debían de ver la clase de hombre que era: ¡que lo llamen como quieran! Ningún emperador con sus tiaras ha sido obedecido como aquel hombre envuelto en una capa hecha por él. Confundido por la tarea aparentemente imposible de conciliar la vida del Profeta con las afirmaciones absurdas que durante mucho tiempo se aceptaron como auténticas, Washington Irving trata de hacerle justicia. Sus triunfos militares no fueron motivo de orgullo ni de vanagloria, como lo habrían sido de haberse obtenido con propósitos egoístas. En su época de mayor poder, mantuvo la misma sencillez de costumbres y de apariencias que en sus épocas de adversidad. […] Aquella renunciación perfecta a sí mismo —unida a una devoción aparentemente sincera— que encontramos en las diversas fases de su fortuna es lo que nos deja perplejos a la hora de hacer una valoración justa del carácter de Mahoma. […] Cuando daba vueltas en torno al lecho de muerte de su hijito Ibrahim, su conducta manifestaba resignación a la voluntad de Dios por debajo de su inmensa aflicción y lo consolaba la esperanza de reunirse pronto con su hijo en el Paraíso.

Cuando, después de la muerte del Profeta, interrogaron a Aisha acerca de sus hábitos, ella respondió que él se arreglaba su propia ropa, se hacía su propio calzado y la ayudaba en las tareas domésticas. ¡Cuán lejos de las concepciones occidentales sobre el carácter sanguinario de Mahoma queda el sencillo reconocimiento por parte de Aisha de que lo que más le gustaba era coser! También aceptaba las invitaciones de los esclavos y se sentaba a comer con los criados y se declaraba un servidor. De todos los vicios, el que más odiaba era la mentira. Antes de morir liberó a todos sus esclavos. Jamás permitió que su familia utilizara con fines personales las limosnas ni los diezmos de su gente. Era aficionado a los dulces y usaba el agua de lluvia para beber. Dividía su tiempo en tres partes: a saber: la primera la dedicaba a Dios, la segunda a su familia y la tercera a sí mismo, aunque después sacrificaba la última al servicio de los demás. Vestía casi siempre de blanco, aunque también usaba el rojo, el amarillo y el verde. Mahoma entraba en La Meca con un turbante negro y con un estandarte negro. Solo se ponía las prendas más sencillas y decía que las vestiduras ricas y ostentosas no eran apropiadas para los piadosos; no se quitaba los zapatos para rezar. Le preocupaba en particular tener los dientes limpios y en el momento de morir, cuando estaba demasiado débil para hablar, hizo señas de que deseaba un mondadientes. Cuando tenía miedo de olvidar algo, el Profeta se ataba un hilo al anillo. Una vez tenía un anillo de oro muy bueno, pero, al observar que a sus seguidores les había dado por imitar lo y usar anillos similares, se quitó el suyo y lo arrojó lejos, para no crear en ellos un mal hábito.


MAHOMA LIMPIANDO LA KAABA DE LA IDOLATRÍA

D’Ohsson: Tableau Général de L'Empire Othoman Al librar a la Meca de su idolatría, Mahoma logro la aspiración más importante de su vida. El refugiado perseguido y sin hogar, que una vez fue obligado a proteger el lote de terreno donde rogó que no fuese apedreado hasta la muerte mientras realizaba sus oraciones, regresó a su lugar de nacimiento como su conquistador. La tradición describe al Profeta, “cuyo nombre sea alabado”, como de estatura mediana alta como de estatura mediana alta, de piel clara y de apariencia atractiva e imponente. Su cabeza era inusualmente grande, su cuello estaba exquisitamente moldeado y su cabello rizado caía en ondas sobre sus orejas.

El tenía penetrantes ojos negros de gran tamaño; sus cejas estaban arqueadas; su nariz era alta y levemente aguileña; y su espesa barba le llegaba a su pecho. Mientras se dice que su cabello era negro, las probabilidades son que este era castaño rojizo. Se desconoce si existe alguna similitud auténtica del Profeta, ya que las enseñanzas del Islam se oponen a la perpetuación y a la consecuente deificación de las personalidades. Sin duda, el complejo de impersonalidad de Mahoma se debía al embrollo queexistíaensuépocaentrelas que existía en su época entre las diferentes sectas cristianas que estaban comprometidas con determinar la verdadera relación de Jesús, el Hijo del Hombre, con Dios. Considerando estos desacuerdos teológicos como un indicativo de que el cristianismo de Jesús ya se había sumido dentro de la idolatría, se cree que el Profeta árabe había dicho: «Realmente, Jesús de Nazaret era un verdadero profeta de Alá y también un gran hombre; pero lo!, un día todos sus discípulos se desquiciaron e hicieron de él un dios». Mahoma se impresionó tanto por la práctica cristiana de erigir santuarios sobre los huesos de sus santos y mártires que, aun en el delirio de su última dolencia, gritó: «Oh, Alá, nunca dejes que mi tumba se convierta en un objeto de adoración».

La acusación más frecuente y en apariencia la más perjudicial que se lanzó contra Mahoma es la de poligamia. Aquellos que creen sinceramente que un harén es irreconciliable con la espiritualidad deberían —para ser coherentes— hacer algo para excluir los salmos de David y los proverbios de Salomón de la lista de obras inspiradas, ¡porque el harén del Profeta del islamismo era insignificante en comparación con el del rey más sabio de Israel y supuesto favorito del Altísimo! La noción popular de que Mahoma enseñaba que las mujeres no tenían alma y solo podían llegar al cielo mediante el matrimonio no está confirmada ni por las palabras ni por la actitud del Profeta durante su vida. En una ponencia titulada «The Influence of Islam on Social Conditions». (La influencia del islamismo en las condiciones sociales), presentada en el Parlamento Mundial de las Religiones celebrado en Chicago en 1893, Mohammed Webb menciona esta acusación y le responde con las siguientes palabras: «Se ha dicho que Mahoma y el Corán negaban que las mujeres tuvieran alma y las equiparaban a los animales.

El Corán las sitúa en una igualdad perfecta y total con los hombres y las enseñanzas del Profeta a menudo las ponen por encima de ellos en algunos aspectos». Para justificar su postura, el señor Webb cita el verso treinta y cinco del trigésimo tercer sura del Corán: «En verdad, Alá ha preparado perdón y magnífica recompensa para los musulmanes y las musulmanas, los creyentes y las creyentes los devotos y las devotas, los sinceros y las sinceras, los pacientes y las pacientes, los humildes y las humildes, los hombres y las mujeres que dan limosna, los hombres y las mujeres que ayunan, los castos y las castas, los hombres y las mujeres que recuerdan a Alá con frecuencia». Aquí se establece con toda claridad que alcanzar el cielo es un problema que solo se resuelve mediante el mérito individual. El día de su muerte. Mahoma dijo a Fátima, su querida hija, y a Safiya, su tía: «Haced lo que tengáis que hacer para lograr la aceptación del Señor, porque en verdad no tengo ningún poder ante Él para salvaros». El Profeta no recomendó a ninguna de las dos mujeres que confiara en las virtudes de su esposo ni en modo alguno indicó que la salvación de la mujer dependiese de la flaqueza humana de su esposo. A pesar de todo lo que se indique en contrario, no se deben a Mahoma las contradicciones ni las incoherencias del Corán, porque el volumen no se compiló ni adquirió su forma actual hasta más de veinte años después de su muerte. En su estado actual, el Corán es, en su mayor parte, un revoltijo de rumores entre los cuales, de vez en cuando, reluce algún ejemplo de verdadera inspiración. Por lo que se sabe de Mahoma como hombre, resulta razonable suponer que estas partes más nobles y mejores representan las verdaderas doctrinas del Profeta: el resto, evidentemente, son interpolaciones, algunas de las cuales se deben a un malentendido y otras son meras falsificaciones calculadas para satisfacer las ambiciones temporales del islam victorioso. Acerca de este tema y con su perspicacia habitual, Godfrey Higgins dice lo siguiente: Tenemos aquí el Corán de Mahoma y los primeros cuatro patriarcas sinceros y entusiastas y el Corán de los sarracenos espléndidos y victoriosos, henchidos de orgullo y vanidad. No era probable que el Corán de los filósofos eclécticos fuese adecuado para los conquistadores de Asia. Había que injertar al antiguo uno nuevo para hallar alguna justificación a sus atrocidades.

Resulta evidente para los perspicaces que Mahoma conocía la doctrina secreta que ha de constituir el núcleo de toda gran institución filosófica, religiosa o ética. Es posible que, mediante alguna de estas cuatro vías posibles, Mahoma estuviese en contacto con las enseñanzas de los Misterios antiguos: 1) por contacto directo con la Gran Escuela en el mundo invisible; 2) a través de los monjes cristianos nestorianos; 3) mediante el misterioso sabio o santo que aparecía y desaparecía a menudo durante el período en el cual fueron revelados los suras del Corán; 4) a través de una escuela decadente que ya existía en Arabia y que, a pesar de haber caído en la idolatría, seguía conservando los secretos del culto de la antigua sabiduría. Aún se podría demostrar que los arcanos del islamismo se basaban directamente en los antiguos Misterios paganos celebrados en la Kaaba siglos antes del nacimiento del Profeta; de hecho, en general se reconoce que muchas de las ceremonias que actualmente están incorporadas en los Misterios islámicos son vestigios de la Arabia pagana. En el simbolismo islámico, muchas veces se hace hincapié en el principio femenino. Por ejemplo, el viernes, consagrado al planeta Venus, es el día sagrado de los musulmanes: el verde es el color del Profeta y, como símbolo del verdor, resulta inevitable asociarlo con la Madre del Mundo: además, tanto la media luna islámica como la cimitarra se pueden interpretar como representaciones de la forma de media luna tanto de la luna como de Venus. «La famosa “piedra de Cabar”, Kaaba, Cabir o Kebir de La Meca —dice Jennings—, que con tanta devoción besan los fieles, es un talismán. Dicen que hasta el día de hoy se ve la figura de Venus grabada encima con una media luna. Aquella misma Kaaba era al principio un templo idólatra, donde los árabes adoraban a Al-Uzza (Dios e Issa), es decir, Venus.»

«Los musulmanes —escribe sir William Jones— ya son una especie de cristianos heterodoxos: son cristianos, si Locke razona como corresponde, porque creen firmemente en la inmaculada concepción, el carácter divino y los milagros del Mesías, pero son heterodoxos, porque niegan con vehemencia su carácter de Hijo y su igualdad, como Dios. con el Padre, acerca de cuya unidad y atributos albergan y manifiestan las ideas más atroces, mientras consideran nuestra doctrina una blasfemia perfecta e insisten en que nuestros ejemplares de las Escrituras han sido corrompidos tanto por los judíos como por los cristianos». Según los seguidores del Profeta, de los Evangelios cristianos se han suprimido las siguientes líneas: «Y cuando Jesús, Hijo de María, dijo:

“Pueblo de Israel, en verdad yo soy el apóstol que Dios os envía para confirmar la ley que os entregó antes que a mí y os traigo buenas nuevas de un apóstol que vendrá después de mí y cuyo nombre será AHMED”». En este texto, que contiene la profecía de Jesús con respecto a un liberador que vendría después que Él, se dice también que la palabra «liberador» debería traducirse como «ilustre» y que era una referencia directa a Mahoma y también que las lenguas de fuego que descendieron sobre los apóstoles el día de Pentecostés no podían interpretarse en modo alguno como símbolos del liberador prometido. Sin embargo, cuando se les piden pruebas decisivas de que los Evangelios originales contenían aquellas referencias a Mahoma que, según ellos, han sido expurgadas, los musulmanes piden a su vez la presentación de los documentos originales en los que se basa el cristianismo. Hasta que se encuentren tales escritos, el punto en cuestión seguirá dando origen a controversias. Pasar por alto la herencia cultural recibida del islam sería un descuido imperdonable, porque, cuando la media luna triunfó sobre la cruz en el sur de Europa, fue el presagio de una civilización que no tuvo parangón en su época. En Studies in a Mosque, Stanley Lane-Poole escribe lo siguiente:

Durante casi ocho siglos de dominio musulmán, España dio a toda Europa un ejemplo brillante de un estado civilizado e ilustrado. […] El arte, la literatura y la ciencia prosperaron como no ocurría entonces en ningún otro lugar de Europa. Los estudiosos procedentes de Francia, Alemania e Inglaterra acudían en masa a beber de las fuentes del saber que solo manaban en las ciudades moras Los cirujanos y los médicos andaluces estaban a la vanguardia de la ciencia; se alentaba a las mujeres para que se dedicaran a estudiar en serio y no era extraño ver a médicas entre los habitantes de Córdoba. La matemática, la astronomía y la botánica, la historia, la filosofía y la jurisprudencia se llegaban a dominar en España y solo allí. En The Library of Original Sources se resumen con estas palabras los efectos del islamismo:

Las consecuencias del mahometismo se han menospreciado demasiado. En el siglo posterior a la muerte de Mahoma, arrebató al cristianismo Asia Menor, África y España —más de la mitad del mundo civilizado— y estableció una civilización que fue la más importante del mundo durante la Edad Media. Llevó a la raza árabe a su máximo esplendor, elevó la posición de las mujeres en Oriente, aunque mantuvo la poligamia: fue intensamente monoteísta y, hasta que los turcos asumieron el control, en general alentó el progreso.

En la misma obra, entre los grandes científicos y filósofos islámicos que han hecho aportaciones sustanciales al conocimiento humano, se menciona a Gerber, o Djafer, que en el siglo IX puso los cimientos de la química moderna; a Ben Musa, que en el siglo X introdujo la teoría del álgebra: a Alhaze, que en el siglo XI estudió en profundidad la óptica y descubrió que las lentes convexas podían aumentar el tamaño de las imágenes, y, también en el siglo XI, tanto a Avicena, o Ibn Sina, cuya enciclopedia médica fue la noma de su tiempo, como al gran cabalista Avicebrón, o Ibn Gebirol.

«Mirando atrás a la ciencia de los mahometanos —sintetiza el autor recién citado—, se verá que sentaron los primeros cimientos de la química e hicieron avances importantes en matemática y óptica. Sus descubrimientos nunca tuvieron la influencia que habrían debido de tener en el curso de la civilización europea, pero esto se debió a que Europa no era lo bastante ilustrada como para captarlos y aprovecharlos. La observación de Gerber de que el hierro oxidado pesa más que antes de oxidarse se tuvo que repetir y lo mismo ocurrió con algunos de sus trabajos en óptica y muchos de sus descubrimientos geográficos. Habían circunnavegado África mucho antes que Vasco de Gama y fueron ellos los que llevaron la fórmula de la pólvora al norte de Europa. No debemos olvidar jamás que la edad de las tinieblas de la Europa cristiana coincidió con un período brillante en el mundo musulmán. En el campo de la filosofía, los árabes empezaron por adoptar el neoplatonismo que hallaron en Europa y poco a poco fueron retrocediendo hasta Aristóteles».

¿Qué significa el misterio sutil del fénix que renace cada seiscientos años?

Desde dentro del refugio de los Misterios del mundo se susurra la respuesta. Seiscientos años antes de Cristo, el fénix de la sabiduría (¿Pitágoras?) abrió las alas y murió en el altar de la humanidad, consumido por el fuego expiatorio. El ave volvió a renacer de sus propias cenizas en Nazaret, para morir después en el árbol que tenía sus raíces en la cabeza de Adán. En el año 600 apareció Ahmed (Mohammed, o sea, Mahoma). El fénix volvió a sufrir —en aquella ocasión, por el veneno de Jeibar— y se elevó de sus cenizas carbonizadas para extender las alas sobre el rostro de Mongolia, donde, en el siglo XII, Gengis Kan estableció el imperio de la sabiduría. Dando vueltas en torno al poderoso desierto de Gobi, el fénix renunció otra vez a su forma, que ahora yace sepultada en un sarcófago de cristal debajo de una pirámide que lleva encima las figuras inefables de los Misterios. Transcurridos seiscientos años después de la muerte de Gengis Kan. ¿habrá conocido Napoleón Bonaparte —que creía ser el hombre del destino— en sus correrías aquella extraña leyenda del constante renacimiento periódico de la sabiduría? ¿Habrá sentido que se extendían en su interior las alas del fénix y habrá creído que la esperanza del mundo se había encarnado en él? Es posible que el águila de su estandarte fuera el fénix. Esto explicaría por qué pensaba que estaba predestinado a establecer el reino de Cristo sobre la tierra y es, tal vez, la clave de su poco comprendida amistad con los musulmanes.