quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - Las Bodas Alquímicas


El autoproclamado autor de Las bodas alquímicas, Johann Valentin Andreae, nacido en Wurtemberg en 1586, tenía veintiocho años cuando la obra se publicó por primera vez. Se supone que fue escrita unos doce años antes de su publicación, cuando el autor tenía quince o dieciséis años. Resulta casi increíble que alguien tan joven pudiera producir un volumen con tal abundancia de pensamiento simbólico y filosofía oculto entre sus líneas como Las bodas alquímicas. En este libro aparece la primera referencia conocida a Christian Rosacruz y por lo general se considera el tercero de la serie de manifiestos rosacruces originales. Como obra simbólica, el propio libro es totalmente irreconciliable con las afirmaciones de Andreae acerca de él. La historia de Las bodas alquímicas narra en detalle una serie de incidentes que le suceden a un hombre mayor, supuestamente el Padre C. R. C. del Fama y el Confessio. Si el Padre C. R. C. nació en 1378, como afirma el Confessio, y es el mismo que el Christian Rosacruz de Las bodas alquímicas, fue elevado a la dignidad de Caballero de la Piedra Dorada cuando tenía ochenta y un años (1459). Si tenemos en cuenta sus propias declaraciones, es inconcebible que Andreae fuese el Padre Rosa Cruz.


PORTADA DE LA EDICIÓN DE 1616 DE CHYMISCHE HOCHZEIT: CHRISTIAN ROSENCREUTZ

La más admirable de todas las publicaciones envueltas en la controversia Rosacruz es la de Las bodas alquímicas, publicada en Estrasburgo. Esta obra, que es muy rara, debe ser reproducida en facsímil exacto para proveerle a los estudiantes la oportunidad de examinar el texto actual con las diferentes formas de cifras empleadas. Probablemente, ningún otro volumen en la historia de la literatura creó una conmoción tan profunda como este sencillo y pequeño libro. Inmediatamente después de su publicación, el propósito para el cual el volumen fue creado, pasó a ser tema de especulación popular. Fue atacado y defendido tanto por teólogos como por filósofos, pero aun cuando los diferentes elementos contendientes son gradualmente calmados, los misterios que rodean al libro permanecen sin resolver. Se admite que su autor fue un hombre de excepcional conocimiento, y es digno de mención que aquellas mentes mención que aquellas mentes que poseían el entendimiento más profundo de los misterios de la Naturaleza estaban entre aquellos que se impresionaron profundamente con el contenido de Las bodas alquímicas. Muchas figuras halladas en los diversos libros sobre simbolismo publicados en la primera parte del siglo XVII guardan una similitud notable con los personajes y los episodios de Las bodas alquímicas. Es posible que la boda alquímica sea la clave del enigma del rosacrucismo baconiano. La presencia de algunas palabras en inglés en el texto en alemán de Las bodas alquímicas indica que su autor también conocía aquella lengua. El resumen siguiente de los episodios principales de los siete días de Las bodas alquímicas dará al lector una idea bastante completa de la profundidad de su simbolismo.


El primer día

Después de preparar en su corazón el cordero pascual junto con un panecillo ázimo, Christian Rosacruz estaba orando una noche antes de Pascua cuando lo sorprendió una violenta tormenta que amenazaba con derribar no solo su casita, sino hasta la colina en la que se alzaba. En medio de la tempestad, alguien le tocó la espalda y, al volverse, vio a una mujer espléndida, con alas llenas de ojos y vestida con ropas de color celeste y tachonadas de estrellas. En una mano sujetaba una trompeta y, en la otra, un paquete de cartas en todos los idiomas. Entregó una carta a C. R. C. y de inmediato se elevó en el aire y, al mismo tiempo, dio un toque de trompeta que sacudió la casa. Sobre el sello de la carta había una cruz extraña y las palabras In hoc signo vinces. En el interior, escrita con letras doradas sobre campo azur, había una invitación a una boda real. La invitación conmovió profundamente a C. R. C., porque así se cumplía una profecía que había recibido hacía siete años, aunque se sintió tan indigno que quedó paralizado de miedo. Al final, después de recurrir a la oración, trató de dormir. En sus sueños, se encontraba en un calabozo repugnante con una multitud de hombres, todos atados y encadenados con gruesas cadenas. Para empeorar sus graves sufrimientos, tropezaban entre ellos en la oscuridad. De pronto, llegó desde arriba el sonido de unas trompetas, se levantó la cubierta del calabozo y un rayo de luz rasgó la penumbra. Enmarcado en la luz apareció un hombre de cabeza cana, que anunció que descendería una cuerda siete veces y que quien pudiera aferrarse a la cuerda sería izado y quedaría libre. Se produjo entonces una gran confusión. Todos querían agarrar la cuerda y muchos empujaban a los demás para impedírselo. C. R. C. no albergaba ninguna esperanza de salvarse, pero de pronto la cuerda se balanceó hacia él; la aferró y fue elevado del calabozo. Una anciana llamada la «matrona antigua» escribía en un libro amarillo dorado los nombres de los que habían salido y cada uno de los redimidos recibió como recuerdo un trozo de oro con el símbolo del sol y las letras D LS. Como C. R. C. se había hecho daño mientras se aferraba a la cuerda, tenía dificultades para andar. La anciana le dijo que no se preocupase, sino que diese gracias a Dios, que le había permitido llegar a una luz tan elevada. Entonces sonaron las trompetas y C. R. C. despertó, pero el sueño había sido tan vívido que le seguían haciendo daño las heridas recibidas mientras dormía. Con su fe renovada, C. R. C. se levantó y se preparó para el matrimonio hermético. Se puso una chaqueta de lino blanco y se pasó una cinta roja en diagonal sobre los hombros. Se puso cuatro rosas rojas en el sombrero y para comer llevaba pan, agua y sal. Antes de salir de su casita, se arrodilló y juró que dedicaría al servicio de su prójimo todo el conocimiento que le fuera revelado. A continuación, se marchó de su casa alegremente.


El segundo día

Cuando se internó en el bosque que rodeaba su casita, a C. R. C. le pareció que toda la naturaleza se había preparado jubilosamente para la boda. Continuó cantando con alegría hasta llegar a un brezal verde en el que había tres cedros inmensos, de uno de los cuales colgaba una placa con una inscripción que describía los cuatro caminos que conducían al palacio del rey: el primero era corto y peligroso: el segundo, sinuoso; el tercero, un camino agradable y espléndido, y el cuarto, solo adecuado para cuerpos incorruptibles. Cansado y perplejo, C. R. C. decidió descansar; cortó una rebanada de pan y, cuando estaba a punto de comérsela, una paloma blanca se la pidió. De inmediato la paloma fue atacada por un cuervo y, al intentar separar las dos aves, sin darse cuenta C. R. C. corrió una distancia considerable por uno de los cuatro caminos: el que conducía hacia el sur. Un viento tremendo le impidió volver sobre sus pasos, conque el invitado a la boda se resignó a perder su pan y siguió por el camino hasta que atisbó a lo lejos una puerta enorme. Como el sol ya se ponía, se apresuró a llegar al portal, sobre el cual, entre otras figuras había una placa con las palabras Procul hinc procul ite profani.

Un guardián con un hábito color celeste pidió a C. R. C. su carta de invitación y, al recibirla, le pidió que entrara y adquiriese un distintivo. Tras describirse como hermano de la Rosa Cruz, C. R. C. recibió, a cambio de su botella de agua, un disco dorado con las letras S C. Como se acercaba la noche, el viajero se apresuró a llegar a la segunda puerta, custodiada por un león y de la que colgaba un cartel con las palabras Date et dabitur vobis, donde presentó una carta que le había dado el primer guardián. Al rogársele que adquiriera un distintivo con las letras S M, entregó su paquetito de sal y a continuación se apresuró a llegar a las puertas del palacio antes de que las cerraran con llave durante la noche. Mientras C. R. C. se acercaba, una hermosa virgen llamada Virgo Lucífera iba apagando las luces del castillo, de modo que entró justo a tiempo entre las pumas que se cerraban. Como al cerrarse estas quedó enganchado parte de su abrigo, se vio obligado a dejarlo. Allí escribieron su nombre en el librito de vitela del novio y le entregaron un par de zapatos nuevos y también un distintivo con las letras S P N. A continuación, unos pajes lo condujeron a una pequeña cámara, donde unos peluqueros invisibles le cortaron de la coronilla sus «rizos grises como el hielo», tras lo cual lo hicieron pasar a una sala amplia en la que estaban reunidos una cantidad considerable de reyes, príncipes y plebeyos. Cuando sonaron las trompetas, cada uno se sentó a la mesa y ocupó el puesto que le correspondía según su dignidad, de modo que C. R. C. se sentó en un asiento muy humilde. Como la mayoría de los seudofilósofos presentes eran hipócritas el banquete se transformó en una orgía, que, no obstante, se interrumpió de repente cuando comenzó a sonar una música majestuosa e inspirada. Durante casi media hora nadie habló. Entonces se abrió con gran estruendo la puerta del comedor y entraron miles de velas encendidas sujetas por manos invisibles.

Les seguían los dos pajes que iluminaban a la hermosa Virgo Lucífera, que iba sentada en un trono que se movía solo. Entonces, la virgen, vestida de blanco y oro, se puso de pie y anunció que, para evitar que entraran a la boda mística las personas que no eran dignas, al día siguiente se instalaría una balanza en la que se pesaría a cada invitado para determinar su integridad. Los que no estuvieran dispuestos a pasar por aquella prueba, agregó, debían quedarse en el comedor. Entonces se retiró, pero muchas de las velas se quedaron para acompañar a los invitados a sus habitaciones para pasar la noche. La mayoría de los presentes eran tan presuntuosos como para creer que podían pesarlos sin problemas, pero nueve de ellos —incluido C. R. C.—eran tan conscientes de sus defectos que temían el resultado y permanecieron en el salón, mientras a los demás los conducían a sus dormitorios. A aquellos nueve los ataron con cuerdas y los dejaron solos en la oscuridad. C. R. C. soñó entonces que veía a muchos hombres suspendidos sobre la tierra con hilos y entre ellos volaba un anciano que de vez en cuando cortaba algún hilo, de modo que muchos cayeron a tierra. Aquellos que, por su arrogancia, se habían elevado a gran altura cayeron, por tanto, desde más alto y sufrieron heridas más graves que los más humildes, que, al caer desde poca distancia, a menudo no experimentaban ningún contratiempo. Pensando que aquel sueño era un buen presagio. C. R. C. lo relató a un compañero y siguió conversando con él hasta el amanecer.


El tercer día

Poco después del alba sonaron las trompetas y entró la Virgo Lucífera, ataviada con terciopelo rojo, ceñida con una faja blanca y coronada de laureles acompañada por doscientos hombres de librea roja y blanca. Dio a entender a C. R. C. y a sus ocho compañeros que, probablemente, a ellos les iría mejor que a los demás invitados, tan presumidos Se colgaron balanzas de oro en medio de la sala y cerca de ellas se pusieron siete pesos: uno de buen tamaño, cuatro pequeños y dos enormes.

Los hombres de librea —cada uno de los cuales llevaba una espada desenvainada y una cuerda fume— se dividieron en siete grupos, en cada uno de los cuales se eligió un capitán, al cual se encomendó uno de los pesos Virgo Lucífera volvió a subir a su trono elevado y ordenó que comenzara la ceremonia. El primero en subir a la balanza fue un emperador tan virtuoso que los contrapesos no se movieron hasta que no se pusieron seis pesos del lado contrario, de modo que lo enviaron al sexto grupo. Tanto los ricos como los pobres se subieron a las balanzas, aunque fueron pocos los que superaron la prueba. A estos les entregaron vestiduras de terciopelo y coronas de laurel y después los hicieron sentar en los escalones del trono de Virgo Lucífera. Los que fracasaban eran ridiculizados y azotados. Al finalizar la «inquisición», uno de los capitanes suplicó a Virgo Lucífera que permitiera que se pesaran también los nueve hombres que se habían declarado indignos, lo cual provocó angustia y temor en C. R. C… De los siete primeros, a uno le fue bien y fue recibido con alegría. C. R. C. era el octavo y no solo resistió todos los pesos, sino que no lo pudieron mover ni siquiera cuando se colgaron tres hombres del lado contrario del astil. Un paje gritó: «¡Es él!». C. R. C. fue puesto en libertad de inmediato y se le permitió que liberara a uno de los prisioneros. Escogió al primer emperador. Virgo Lucífera le pidió entonces las rosas rojas que llevaba y él se las entregó enseguida. La ceremonia de las balanzas acabó a eso de las diez de la mañana. Una vez acordados los castigos que se impondrían a aquellos cuyos defectos se habían puesto de manifiesto, se sirvió a todos una comida. Los pocos «artistas» que habían superado la prueba —entre ellos C. R. C.— ocuparon los asientos principales, tras lo cual, en nombre del novio, les entregaron el vellocino de oro y un león volador. A continuación, Virgo Lucífera presentó a los invitados una copa magnífica y dijo que el rey había pedido que todos compartieran su contenido. Después llevaron a C. R. C. y a sus compañeros a unos andamios, desde donde contemplaron los diversos castigos que sufrieron los que habían fracasado. Antes de marcharse del palacio, cada uno de los invitados rechazados recibió un trago de olvido. Los elegidos regresaron entonces al castillo, donde se asignó a cada uno un paje instruido que lo condujo por las distintas partes del edificio. C. R. C. vio muchas cosas que sus compañeros no tuvieron el privilegio de contemplar, incluido el sepulcro real, donde aprendió «más de lo que existe en todos los libros». También visitó una biblioteca magnífica y un observatorio que contenía un globo enorme, de nueve metros de diámetro, en el que estaban marcados todos los países del mundo. A la hora de cenar, los distintos invitados presentaron acertijos y C. R. C. resolvió el que planteó Virgo Lucífera acerca de su propia identidad. Entonces entraron en el comedor dos jóvenes y seis vírgenes con espléndidas vestiduras, seguidas por una séptima que llevaba una corona. A esta última la llamaban «la duquesa» y la confundieron con la novia hermética. La duquesa dijo a C. R. C. que él había recibido más que los demás y, por consiguiente, debía devolver más. Después la duquesa pidió a cada una de las vírgenes que levantara uno de los siete pesos que quedaban en el salón. Dieron a Virgo Lucífera el más pesado, que fue colgado en la cámara de la reina mientras entonaban un himno. La primera virgen colgó su peso en la segunda cámara durante una ceremonia similar y así fueron procediendo, de habitación en habitación, hasta colocar todos los pesos La duquesa dio entonces la mano a C. R. C. y a sus compañeros y se retiró, seguida por sus vírgenes Entonces los pajes condujeron a los invitados a sus dormitorios. En el que asignaron a C. R. C. había colgados tapices extraordinarios y hermosas pinturas.


El cuarto día

Después de lavarse y de beber en el jardín de una fuente con varias inscripciones —entre ellas, una que decía: «Bebed, hermanos, y vivid»—, los invitados, con Virgo Lucífera a la cabeza, subieron los 365 escalones de la escalera real de caracol. Se entregaron coronas de laurel a los invitados y, cuando se alzó una cortina, se encontraron en presencia del rey y la reina. C. R. C. quedó sobrecogido por el esplendor de la sala del trono y sobre todo por la magnificencia de las vestiduras de la reina, tan deslumbrantes que ni siquiera podía mirarlas. Cada virgen presentó al rey a uno de los invitados y después de esta ceremonia Virgo Lucífera pronunció un breve discurso en el que enumeró los logros de los «artistas» honestos y suplicó que se preguntara a cada uno de ellos si ella había cumplido bien su obligación. El viejo Atlas se adelantó entonces y, en nombre de Sus Majestades, dio la bienvenida a la intrépida pandilla de filósofos y aseguró a Virgo Lucífera que recibiría una recompensa real. La longitud de la sala del trono quintuplicaba su anchura. Al oeste había un gran porche, en el que se alzaban tres tronos; el central estaba elevado. En cada trono había dos personas sentadas: en el primero había un rey anciano con una consoné joven; en el tercero, un rey negro con una matrona cubierta con un velo a su lado, y, en el central, dos personas jóvenes con una corona grande y costosa en la cabeza, en torno a la cual revoloteaba un pequeño Cupido que disparó sus flechas primero a los dos amantes y después a la sala. Delante de la reina había un libro forrado en terciopelo negro sobre un altarcito con adornos dorados Junto a él había una vela encendida, un globo celeste, un relojito notable, un tubito de cristal del cual salía un chorro de un licor transparente rojo como la sangre y una calavera con una serpiente blanca que le entraba y le salía de las órbitas Después de las presentaciones, los invitados volvieron a bajar al gran salón por la escalera de caracol. Más tarde, Virgo Lucífera anunció que se representaría una comedia para los seis invitados reales en un edificio llamado la Casa del Sol. C. R. C. y sus compañeros participaron en la procesión real, que llegó al teatro después de mucho andar. Era una obra en siete actos y, después de su final feliz, todos regresaron a través del jardín y volvieron a subir la escalera de caracol hasta la sala del trono. C. R. C. se dio cuenta de que el joven rey estaba muy triste y que, durante el banquete posterior, a menudo enviaba carne a la serpiente blanca de la calavera. Cuando acabó el festín, el joven rey, con el librito negro del altar en la mano, preguntó a sus huéspedes si todos serían fieles a él en la prosperidad y en la adversidad: cuando ellos asintieron temblando, él les pidió que firmaran con su nombre en el librito negro como prueba de su lealtad. Entonces, las personas reales bebieron de la pequeña fuente de cristal y a continuación los de más hicieron lo mismo y llamaron a aquello «la poción del silencio». A continuación, las personas reales estrecharon con tristeza la mano de todos los presentes De pronto tintineó una campanilla y de inmediato los reyes y las reinas se quitaron sus vestiduras blancas y se pusieron otras negras la habitación se llenó de colgaduras azabache y se retiraron las mesas Se vendaron los ojos de las personas reales con seis pañuelos negros de tafetán y se colocaron seis ataúdes en el centro de la habitación. Entró un verdugo moro vestido de negro y con un hacha, que fue decapitando, una a una, a las seis personas reales La sangre de cada una se recogió en una copa de oro que se colocó en los ataúdes, junto con el cuerpo. También fue decapitado el verdugo, cuya cabeza se colocó en un cofre pequeño. Virgo Lucífera, después de asegurar a C. R. C. y a sus compañeros que todo saldría bien si eran fieles y cumplían lo prometido, ordenó a los pajes que los condujeran a sus habitaciones para pasar la noche, mientras ella se quedaba a velar a los muertos. A eso de la medianoche, C. R. C. despertó de pronto y, al mirar por la ventana, vio siete embarcaciones que navegaban por un lago. Sobre cada una revoloteaba una llama: supuso que serían los espíritus de los decapitados. Cuando las naves llegaron a la orilla,Virgo Lucífera las recibió y en cada una de las seis embarcaciones se puso un ataúd tapado. En cuanto se despacharon así los ataúdes, se apagaron las luces y las llamas regresaron al otro lado del lago, de modo que solo quedó una luz de guardia en cada uno de los barcos. Después de observar aquella extraña ceremonia. C. R. C. volvió a la cama y durmió hasta la mañana siguiente.


El quinto día

C. R. C. se levantó al alba y rogó a su paje que le enseñara otros tesoros del palacio, de modo que este lo hizo bajar muchos escalones y lo condujo hasta una gran puerta de hierro con una inscripción curiosa, que él copió con sumo cuidado. La atravesó y se encontró en el tesoro real, cuya luz procedía exclusivamente de unos carbúnculos enormes. En el centro estaba el sepulcro triangular de lady Venus. El paje levantó una puerta de cobre que había en el suelo e hizo entrar a C. R. C. en una cripta en la que había una cama inmensa sobre la cual, cuando su guía levantó el cobertor, C. R. C. vio el cuerpo de Venus. A continuación, guiado por su paje, C. R. C. volvió junto a sus compañeros, pero no les contó nada de su experiencia. Virgo Lucífera, vestida de terciopelo negro y acompañada por sus vírgenes, condujo entonces a los invitados al patio, donde había seis féretros, cada uno con ocho portadores. C. R. C. era el único del grupo de «artistas» que sospechaba que los cuerpos de los reyes ya no estaban en aquellos ataúdes. Bajaron los ataúdes a sus tumbas e hicieron rodar encima grandes piedras. Virgo Lucífera rezó entonces una oración breve en la que exhortaba a cada uno a colaborar para devolver a la vida a las personas reales y anunció que debían viajar con ella a la Torre del Olimpo, el único lugar donde se podían encontrar los remedios necesarios para resucitar a los seis. C. R. C. y sus compañeros siguieron a Virgo Lucífera hasta la orilla, donde todos subieron a bordo de siete embarcaciones dispuestas según un orden extraño. Mientras los barcos atravesaban el lago y un canal estrecho para salir a mar abierto, los escoltaron sirenas, ninfas y diosas del mar, que, en honor de la boda, obsequiaron a la pareja real con una perla grande y hermosa. Cuando los barcos avistaron la Torre del Olimpo, Virgo Lucífera ordenó que se dispararan unos cañonazos para anunciar que se acercaban. De inmediato apareció una bandera blanca en la torre y un bote dorado, con un anciano a bordo —el guardián de la torre—, acompañado por guardias vestidos de blanco, salió a recibir a los barcos.

La Torre del Olimpo estaba situada en una isla perfectamente cuadrada y la rodeaba una gran muralla. Cuando el grupo atravesó la puerta, fue conducido a la parte inferior de la torre central, que contenía un laboratorio excelente, donde los invitados se pusieron de buen grado a sacudir y lavar plantas, piedras preciosas y todo tipo de cosas, a extraer su jugo y su esencia y a ponerlos en vasos. Virgo Lucífera puso a los «artistas» a trabajar tan arduamente que se sintieron como meros esclavos. Una vez finalizada la labor del día, se asignó a cada uno un colchón sobre el suelo de piedra. Como no podía dormir, C. R. C. se puso a deambular y a contemplar las estrellas: por casualidad encontró una escalera que conducía a lo alto de la muralla, subió por ella y estuvo mirando el mar; se quedó allí bastante rato y, cerca de la medianoche, vio siete llamas que atravesaron el mar hacia él y se congregaron en lo alto de la aguja de la torre central. Al mismo tiempo se levantó viento, el mar se volvió tempestuoso y la luna se cubrió de nubes. Con cierto temor, C. R. C. bajó corriendo las escaleras y regresó a la torre, se acostó en su colchón y se durmió arrullado por el sonido de un chorro de agua que corría suavemente en el laboratorio.


El sexto día

A la mañana siguiente, el anciano guardián de la torre examinó el trabajo que habían hecho en el laboratorio los invitados a la boda; como lo encontró satisfactorio, hizo traer escaleras, cuerdas y grandes alas y se dirigió a los «artistas» reunidos con estas palabras: «Queridos hijos míos, cada uno de vosotros debe llevar constantemente consigo durante el día de hoy una de estas tres cosas». Se echaron suertes y a C. R. C. le tocó, con gran desilusión por su parte, una escalera pesada. Los que consiguieron alas se las sujetaron a la espalda con tanta astucia que era imposible detectar que eran artificiales.

El anciano guardián encerró entonces a los «artistas» en la habitación inferior de la torre, pero poco después se destapó un agujero redondo en el techo y Virgo Lucífera invitó a todos a subir. Los que tenían alas salieron volando enseguida a través de la abertura, los que tenían cuerdas tropezaron con muchas dificultades, mientras que C. R. C., con su escalera, lo consiguió bastante rápido. En el segundo piso, los invitados a la boda, los músicos y Virgo Lucífera se reunieron en torno a una especie de fuente que contenía los cuerpos de las seis personas reales.

Virgo Lucífera puso entonces la cabeza del moro en un recipiente semejante a una olla que había en la parte superior de la fuente y vertió encima las sustancias preparadas el día anterior en el laboratorio. Las vírgenes pusieron lámparas debajo. Aquellas sustancias, al hervir, atravesaron los agujeros que había a los lados de la olla y, al caer en los cuerpos que había en la fuente de abajo, los disolvió. Una vez reducidos al estado líquido los seis cuerpos reales, se abrió un grifo en el extremo inferior de la fuente y el líquido pasó a un globo dorado inmenso que, una vez lleno, pesaba muchísimo. Entonces se retiraron todos menos los invitados a la boda y poco después se abrió, como antes, un agujero en el techo y los invitados subieron en tropel al tercer piso, donde se colgó el globo de una cadena fuerte. Los muros del aposento eran de cristal y había espejos dispuestos de tal manera que los rayos del sol se concentraban en el globo central, que, por consiguiente, se calentó mucho. Posteriormente se desviaron los rayos del sol y dejaron que el globo se enfriase, tras lo cual lo abrieron con un diamante y quedó al descubierto un hermoso huevo blanco. Virgo Lucífera lo cogió y se marchó con él. Después de atravesar otra trampilla, los invitados se encontraron en el cuarto piso, donde había una olla cuadrada llena de arena de cuarzo, calentada por un fuego suave. Pusieron el gran huevo blanco sobre la arena para que madurara. Poco después se cascó y salió un ave fea y malhumorada, a la que alimentaron con la sangre de las personas reales decapitadas, diluida con agua preparada. Cada vez que le daban de comer, sus plumas cambiaban de color: de negro pasaron a blanco y al final quedaron de varios colores y el carácter del ave fue mejorando al mismo tiempo. Entonces se sirvió la cena, tras la cual Virgo Lucífera se marchó con el ave. Los invitados subieron con cuerdas, escaleras y alas al quinto piso, donde habían preparado una bañera coloreada con un polvo blanco fino para el ave, que disfrutó del baño hasta que las lámparas dispuestas debajo calentaron demasiado el agua. Cuando el calor había hecho que el ave perdiera todas las plumas la sacaron, pero el fuego siguió encendido, hasta que no quedó en la bañera nada más que un sedimento en forma de una piedra azul, que después machacaron y convirtieron en pigmento, con el cual pintaron toda el ave, salvo la cabeza.

A continuación, los invitados subieron al sexto piso, donde se alzaba un pequeño altar, parecido al que había en la sala del trono del rey. El ave bebió de la pequeña fuente y la alimentaron con la sangre de la serpiente blanca que se arrastraba por las aberturas de la calavera. La esfera que había junto al altar daba vueltas sin parar. El reloj dio la una, las dos y después las tres y a esa hora el ave apoyó el cuello sobre el libro y fue decapitada. Ardió su cuerpo hasta quedar reducido a cenizas, que pusieron en una caja de madera de ciprés. Virgo Lucífera dijo a C. R. C. y a tres de sus camaradas que eran «laboradores» holgazanes y lentos y, por consiguiente, no podrían entrar en la séptima sala. Llamaron a los músicos para que, soplando sus cornetas, se burlaran de ellos y los echaran de la cámara. C. R. C. y sus tres compañeros se desalentaron, hasta que los músicos les dijeron que levantaran el ánimo y los hicieron subir por una escalera de caracol al octavo piso de la torre, justo debajo del techo, donde los recibió el anciano guardián, de pie sobre un hornillo redondo, y los felicitó por haber sido elegidos por Virgo Lucífera para aquella obra más importante. Entonces entró Virgo Lucífera, que, tras reírse de la perplejidad de sus invitados, vació las cenizas del ave en otro recipiente y llenó la caja de ciprés con alguna sustancia inútil. Entonces regresó al séptimo piso, supuestamente para engañar a los que estaban reunidos allí y ponerlos a trabajar con las cenizas falsas de la caja. A C. R. C. y sus tres amigos los pusieron a humedecer las cenizas del ave con un agua preparada especialmente, hasta que la mezcla adquirió la consistencia de una masa: después la calentaron e hicieron con ella dos formas minúsculas, que, una vez abiertas, dejaron al descubierto dos imágenes humanas brillantes y casi transparentes, de unos diez centímetros de alto (homúnculos), uno masculino y el otro femenino. Tendieron aquellas formas diminutas sobre cojines de raso y las alimentaron gota a gota con la sangre del ave, hasta que crecieron y alcanzaron un tamaño normal y una gran belleza. Aunque sus cuerpos tenían la consistencia de la carne, no mostraban ningún signo de vida, porque no poseían alma. A continuación rodearon los cuerpos con antorchas y les cubrieron el rostro con seda. Apareció entonces Virgo Lucífera con dos prendas blancas muy curiosas. También entraron las vírgenes, seis de ellas con grandes trompetas. Pusieron una trompeta sobre la boca de una de las dos figuras y C. R. C. vio que se abría un agujerito diminuto en la cúpula de la torre y un rayo de luz descendía por el tubo de la trompeta y penetraba en el cuerpo. El mismo proceso se repitió tres veces en cada cuerpo. Se llevaron sobre unas parihuelas aquellas dos formas a las que acababan de infundir alma y, alrededor de media hora después, el joven rey y la joven reina despenaron y Virgo Lucífera les entregó las vestiduras blancas Ellos se las pusieron y el rey en persona se dignó regresar gracias a C. R. C. y sus compañeros, tras lo cual las personas reales partieron en una embarcación. C. R. C. y sus tres amigos privilegiados se volvieron a juntar con los otros «artistas», sin mencionar en absoluto Jo que habían visto. Posteriormente se asignaron a todo el grupo unas cámaras espléndidas en las que descansaron hasta el día siguiente.


El séptimo día

Por la mañana. Virgo Lucífera anunció que todos los invitados a la boda habían sido nombrados Caballeros de la Piedra Dorada. El anciano guardián entregó a cada uno una medalla de oro que por una cara llevaba la inscripción «Ar. Nat. Mi.» y, por la otra cara, «Tem. Na. E».

Todo el grupo regresó en doce naves al palacio del rey. Las banderas de los barcos llevaban los signos del Zodiaco y a C. R. C. le correspondió el de Libra. Cuando entraron en el lago, salieron a recibirlos muchos barcos y el rey y la reina, acompañados por sus señores, sus damas y sus vírgenes, se adelantaron en una barcaza de oro a recibir a los invitados que regresaban. Entonces Atlas pronunció una breve oración en nombre del rey y pidió también por los reyes presentes. En respuesta, el anciano guardián entregó a Cupido, que revoloteaba en torno a la pareja real, un cofrecito de forma curiosa. C. R. C. y el anciano señor, cada uno portando una enseña blanca como la nieve con una cruz roja, fueron en el carruaje con el rey. En la primera puerta estaba el portero vestido de azul, que, al ver a C. R. C., le suplicó que intercediera ante el rey para que lo librara de aquel puesto de servidumbre. El rey respondió que el portero era un astrólogo famoso que había sido obligado a vigilar la entrada como castigo por el delito de haber mirado a lady Venus cuando descansaba en su lecho y añadió que solo podía quedar libre cuando se encontrase a otro que hubiese cometido el mismo delito. Al oír esto, a C. R. C. se le cayó el alma a los pies, porque se dio cuenta de que era él el culpable, aunque en aquel momento guardó silencio. Los recién designados Caballeros de la Piedra Dorada tuvieron que suscribir los cinco artículos redactados por Su Alteza Real: 1) que solo atribuirían su Orden a Dios y a Su sierva, la Naturaleza; 2) que abominarían de toda impureza y vicio; 3) que siempre estarían dispuestos a asistir a las personas respetables y a los necesitados; 4) que no emplearían su conocimiento ni su poder para alcanzar dignidades terrenales, y 5) que no desearían vivir más tiempo del que Dios hubiese decretado. A continuación asumieron como caballeros y la ceremonia se confirmó en una capilla pequeña, en la que C. R. C. colgó su vellocino de oro y su sombrero como recuerdo eterno y donde inscribió lo siguiente: «Summa Scientia nihil Scire, Fr. Christianus Rosencreutz. Eques aurei Lapidis Anno 1459».

Después de la ceremonia, C. R. C. reconoció que había sido él quien había mirado a Venus y, por consiguiente, debía convertirse en guardián de la puerta. El rey lo abrazó con cariño y le asignaron una habitación amplia en la que había tres camas: una para él, una para el anciano señor de la torre y la tercera para el viejo Atlas. Las bodas alquímicas acaba así de pronto, dejando la impresión de que C. R. C. asumiría sus obligaciones como portero a la mañana siguiente. El libro concluye con una oración incompleta y con una nota en cursiva, supuestamente del editor. Tras el simbolismo de una boda alquímica, los filósofos medievales ocultaron el sistema secreto de cultura espiritual mediante el cual esperaban coordinar a los disjecta membra tanto del organismo humano como del social. Para ellos, la sociedad era una estructura triple que tenía su analogía en la constitución trina del hombre, que está hecho de espíritu, mente y cuerpo, como la sociedad está compuesta por la Iglesia, el Estado y el pueblo. La intolerancia de la Iglesia, la tiranía del Estado y la furia de la muchedumbre son los tres medios mortíferos de la sociedad que pretenden destruir la verdad, como narra la leyenda masónica de Hiram Abif. Los seis primeros días de Las bodas alquímicas presentan los procesos de «creación» filosófica que cualquier organismo debe superar. Los tres reyes son el espíritu triple del ser humano y sus consortes son sus correspondientes vehículos de expresión en el mundo inferior. El verdugo es la mente, cuya parte superior —representada por la cabeza— es necesaria para alcanzar el trabajo filosófico. De este modo, cuando las partes del ser humano —que los alquimistas simbolizaban como planetas y elementos— se fusionan según una fórmula divina determinada, se produce la creación de dos «criaturas» filosóficas que, alimentadas con la sangre del ave alquímica, se convierten en soberanos del mundo.


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