quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - Los Mistérios y Sus Emisarios

Aquel conocimiento divino que constituía el bien supremo de la clase sacerdotal pagana, ¿sobrevivió a la destrucción de sus templos? ¿Sigue estando al alcance de la humanidad o yace enterrado bajo la hojarasca de los siglos, sepultado dentro de los mismos santuarios que en otro tiempo se iluminaron con su esplendor? «En Egipto —escribe Orígenes—, los filósofos poseen un conocimiento sublime y secreto con respecto a la naturaleza de Dios». ¿Qué quería decir Juliano cuando hablaba de las iniciaciones secretas en los Misterios sagrados del Dios de siete rayos, que elevaba las almas a la salvación a través de Su propia naturaleza? ¿Quiénes eran los benditos teúrgos que conocían aquellas profundidades sobre las cuales Juliano no se atrevía a hablar? Si aquella doctrina privada siempre se ocultó a las masas, para las cuales se había inventado un código más sencillo, ¿no es bastante probable que los exponentes de todos los aspectos de la civilización moderna —el filosófico, el ético, el religioso y el científico—ignorasen el verdadero significado de las teorías y los principios en los que se basan sus creencias? Las artes y las ciencias que la raza humana ha heredado de naciones más antiguas, ¿ocultan tras su exterior agradable un misterio tan grande que solo el intelecto más iluminado consigue captar su trascendencia? Así es, sin duda. Para apoyar sus afirmaciones, Albert Pike, que ha reunido pruebas más que suficientes para demostrar la excelencia de las doctrinas promulgadas por los Misterios, cita los escritos de san Clemente de Alejandría, Platón, Epícteto, Proclo, Aristófanes y Cicerón, todos los cuales coinciden en alabar los elevados ideales de estas instituciones.

Después del testimonio rotundo de expertos tan acreditados como estos, no cabe ninguna duda razonable de que los iniciados de Grecia, Egipto y otros países antiguos poseían la solución correcta para los grandes problemas culturales, intelectuales, morales y sociales a los que —por no tenerlos resueltos— se enfrenta la humanidad en el siglo XX. El lector no debe interpretar que esta afirmación significa que la Antigüedad había previsto y analizado todas las complejidades de la actual generación, sino, más bien, que los Misterios habían desarrollado un método por el cual se entrenaba tanto la mente en las verdades fundamentales de la vida que era capaz de hacer frente con discernimiento a cualquier emergencia que surgiera. Por consiguiente, el raciocinio se organizaba mediante un proceso sencillo de cultura mental, porque se afirmaba que, donde impera la razón, no puede haber incoherencia. Se sostenía que la sabiduría eleva al hombre a la condición de divinidad, un hecho que explica la afirmación enigmática de que los Misterios transformaban a las «bestias salvajes en divinidades».

La preeminencia de un sistema filosófico solo se puede determinar por la excelencia de sus productos. Los Misterios han demostrado la superioridad de su cultura al dar al mundo mentes de tan abrumadora grandeza, almas de tal visión beatífica y vidas tan impecables que, incluso después de siglos, las enseñanzas de aquellos individuos siguen constituyendo los principios espirituales, intelectuales y éticos de la estirpe. Los iniciados de las diversas escuelas mistéricas del pasado en verdad forman una cadena de oro de superhombres y supermujeres que vinculan el cielo con la tierra. Son los eslabones de la «cadena de oro» homérica con la que Zeus se jactaba de poder atar las distintas partes del universo con la cumbre del Olimpo. Sin duda, los hijos de Isis forman un linaje ilustre: fundadores de ciencias y filosofías y patronos de artes y oficios, que, gracias a la trascendencia del poder que les ha concedido la divinidad, apoyan las estructuras de las religiones del mundo erigidas para rendirles homenaje. Aquellos maestros-iniciados, fundadores de doctrinas que han moldeado las vidas de incontables generaciones, dan fe de una cultura espiritual que siempre ha existido y siempre existirá como institución divina en el mundo de los hombres. Quienes representan un ideal que escapa a la comprensión de las masas deben hacer frente a la persecución de la multitud irreflexiva, que carece del idealismo divino que inspira el progreso y del raciocinio que separa infaliblemente lo verdadero de lo falso. Por consiguiente, la suerte del maestroiniciado casi siempre es desdichada.

Pitágoras fue crucificado e incendiaron su universidad: a Hipatia la hicieron bajar de su carro y la descuartizaron; el recuerdo de Jacques de Molay sobrevive a las llamas que lo consumieron; Savonarola fue quemado en la plaza de Florencia: a Galileo lo obligaron a retractarse de rodillas; Giordano Bruno fue quemado por la Inquisición; Roger Bacon se vio obligado a llevar a cabo sus experimentos en la intimidad de su celda y a dejar su conocimiento oculto en clave; Dante Alighieri murió exiliado de la ciudad a la que amaba; Francis Bacon sobrellevó con paciencia el peso de la persecución; Cagliostro fue el hombre más vilipendiado de la era moderna: todo este linaje ilustre da fe interminable de la inhumanidad del hombre con el hombre. El mundo siempre ha sido propenso a aclamar a los imbéciles y a calumniar a sus pensadores. De vez en cuando se producen excepciones notables, como en el caso del conde de Saint Germain, un filósofo que sobrevivió a sus inquisidores y que, gracias a la mera trascendencia de su genialidad, alcanzó un puesto de relativa inmunidad. Sin embargo, ni siquiera tan ilustre conde —cuyo intelecto iluminado fue digno del homenaje del mundo— se libró de ser tildado de impostor, charlatán y aventurero. De esta larga lista de hombres y mujeres inmortales que han representado la Sabiduría Antigua ante el mundo, se han elegido tres como ejemplos destacados para estudiarlos en más detalle: la primera es la filósofa más ilustre de todos los tiempos; el segundo es el hombre más calumniado y perseguido desde el comienzo de la era cristiana, y el tercero es el exponente moderno mejor y más brillante de aquella Sabiduría Antigua.


Hipatia

Desde la cátedra de filosofía que antes había ocupado su padre, el matemático Teón, la inmortal Hipatia fue durante muchos años la figura principal de la escuela neoplatónica alejandrina. Famosa tanto por la profundidad de su saber como por el encanto de su personalidad, adorada por los habitantes de Alejandría y consultada con frecuencia por los magistrados de la ciudad, esta noble mujer destaca en las páginas de la historia como la más grande de los mártires paganos. Discípula particular del mago Plutarco y versada en las profundidades de la escuela platónica, Hipatia eclipsó con su argumentación y su estima pública a todos los defensores de las doctrinas cristianas del norte de Egipto. Aunque sus escritos desaparecieron cuando los musulmanes quemaron la biblioteca de Alejandría, de las declaraciones de otros autores contemporáneos se pueden extraer algunos indicios de su naturaleza. Resulta evidente que Hipatia escribió un comentario sobre Las aritméticas de Diofante, otro sobre el canon astronómico de Ptolomeo y otro más sobre el Tratado de las cónicas, de Apolonio de Perga. Sinesio, obispo de Ptolemaida y gran amigo suyo, le escribió para que lo ayudara a construir un astrolabio y un hidroscopio. Los eruditos de muchas naciones reconocían la trascendencia de su intelecto y acudían en tropel a la academia en la que ella enseñaba. Varios escritores han atribuido a las enseñanzas de Hipatia un espíritu cristiano; en realidad, ella disipó el velo de misterio del que se había rodeado el nuevo culto y disertaba con tanta claridad sobre sus principios más complicados que muchos de los nuevos conversos al cristianismo renunciaron a su fe para convertirse en discípulos suyos, Hipatia no solo demostró de forma categórica el origen pagano del cristianismo, sino que desenmascaró los supuestos milagros que los cristianos proponían como muestra del favor divino al demostrar las leyes naturales que controlaban tales fenómenos. En aquella época, el patriarca de Alejandría era Cirilo, que posteriormente se hizo famoso como fundador de la doctrina de la Trinidad cristiana y fue canonizado por su fervor.

Como veía en Hipatia una amenaza constante a la promulgación de la fe cristiana, él fue, al menos de forma indirecta, la causa de su trágico fin. A pesar de todos los esfuerzos posteriores por exonerarlo del estigma de su asesinato, no cabe duda de que no hizo ningún esfuerzo por impedir aquel crimen tan inmundo y brutal. El único atisbo de excusa que se podría ofrecer en su defensa es que, enceguecido por el fanatismo, Cirilo consideraba a Hipatia una hechicera aliada del demonio. En contraste con la excelencia general del resto de sus obras literarias, destaca la descripción pueril que hace Charles Kingsley del carácter de Hipatia en su libro homónimo. Sin excepción, las escasas referencias históricas a aquella filósofa virgen dan fe de su virtud, su integridad y su devoción absoluta a los principios de la Verdad y el Derecho.


EL MARTIRIO DE HYPATIA

Bien se ha dicho de Hypatia que fue la estrella más brillante en toda la constelación del NeoPlatonismo y la figura más entrañable de la Época Alejandrina de la filosofía.

Eliphas Levi escribe de Hypatia que sus virtudes la hubiesen llevado a la fuente bautismal, pero murió como mártir por la libertad de conciencia cuando allí atentaron y la arrastraron. Hypatia fue una de aquellos pocos pensadores que no pudieron dejar de estimar con precisión los valores comparativos tanto de los pensamientos como de las cosas. Su claridad de percepción forjó su ruina, ya que vivió en una generación que no tenía concepto de la sencillez de la Verdad. El mundo le teme a una mente que piensa más rápidamente y con más precisión que su propia mente: este intelecto se destruye en la autoprotección. Por lo tanto, pensar es ser perseguido por los que no piensan; tener visión es ser odiado por los que no la tienen; ser sabio es ser injuriado por los necios. Por miles de años los hombres han trabajado bajo la ilusión de que la Verdad puede destruirse asesinando a aquellos que buscan otorgársela al mundo. Pero las verdades sublimes de la filosofía están más allá del alcance de la mortalidad, y en cada época estas renacen en los héroes que se levantan para seguir promoviéndolas. Sin embargo, aunque la Escuela NeoPlatónica ha desaparecido como institución, ésta continúa viviendo como un espíritu y ahora domina las fuerzas que una vez buscaron destruirla. El método más seguro de perpetuar una idea es hacer un mártir de su primer promulgador, ya que en el corazón del hombre hay en el corazón del hombre hay algo que reconoce y respeta el valor y la convicción de aquellos que mueren por sus principios. Muchas de las más grandes religiones y filosofías del mundo habrían dejado de existir sisus fundadores no hubiesen tenido un trágico fin. Aunque ahora solo está disponible la información más escasa con relación a su vida y enseñanzas, Hypatia sobresale en las páginas de la historia como la mujer que ha sufrido una de las muertes más crueles e indignantes a las que se ha sometido cualquier mártir.

Si bien es cierto que se puede absolver a las mejores cabezas de la cristiandad de aquella época de la acusación de participes criminis, sin lugar a dudas el odio implacable de Cirilo se contagió a los miembros más fanáticos de su fe, en particular a un grupo de monjes del desierto de Nitria, que, encabezados por Pedro el Lector, un hombre salvaje e ignorante, atacaron a Hipatia en plena calle, cuando se dirigía de la academia a su casa; hicieron bajar a la mujer indefensa de su carro y la condujeron al Cesáreo, donde la desnudaron y la golpearon con palos hasta matarla; a continuación la despellejaron con conchas de ostras y llevaron sus restos mutilados a un lugar llamado Cinareo donde los quemaron hasta reducirlos a cenizas.

Así murió en el año 415 la mayor iniciada de la Antigüedad y con ella cayó también la escuela neoplatónica de Alejandría. Es probable que el recuerdo de Hipatia perdure en la hagiolatría de la Iglesia católica en la persona de santa Catalina de Alejandría.


El conde de Cagliostro

El «divino» Cagliostro, en un momento dado el ídolo de París y poco después un prisionero solitario en las mazmorras de la Inquisición, pasó como un meteorito por la faz de Francia. Según las memorias que escribió mientras estuvo confinado en la Bastilla, Alessandro Cagliostro nació en Malta de una familia noble pero desconocida. Se crió y estudió en Arabia bajo la tutela de Altotas, un hombre muy versado en diversas ramas de la filosofía y la ciencia y también un maestro de las artes trascendentales. Si bien los biógrafos de Cagliostro por lo general se burlan de esta versión, no proponen en su lugar ninguna solución lógica como origen de su magnífica provisión de conocimiento arcano.


EL «DIVINO» CAGLIOSTRO

El Conde de Cagliostro es descrito como un hombre no muy alto, pero de hombros anchos y pecho profundo. Su cabeza, que era grande, estaba abundantemente cubierta con cabello negro ondulado peinado hacia atrás desde su ancha y noble frente. Sus ojos eran negros y muy brillantes, y cuando hablaba con gran sentimiento sobre algún tema profundo, las pupilas se dilataban, sus cejas se elevaban y movía su cabeza como un león melenudo. Sus manos y pies eran pequeños —un indicativo de su noble nacimiento— y su total comportamiento era uno de dignidad y estudio. Estaba lleno de energía, y podía realizar una gran cantidad de trabajos. Vestía gran cantidad de trabajos. Vestía fantásticamente, daba tan libremente de un inagotable bolso que recibió el título de «Padre de los Pobres», no le aceptaba nada a cualquier persona y se mantenía en magnificencia en un templo y palacio combinado en la Rue de la Sourdière. Según su propia declaración, fue iniciado en los Misterios por nada menos que el Conde de St. Germain. Viajó por todo el mundo, y en las ruinas de la antigua Babilonia y Nínive, descubrió a hombres sabios que entendían todos los secretos de la vida humana.

Fue calificado de impostor y charlatán, decían que sus milagros eran juegos de manos y hasta de su generosidad se sospechaba que tenía segundas intenciones: no cabe duda de que el conde de Cagliostro ha sido la persona más calumniada de la historia moderna. «La desconfianza —escribe W. R. H. Trowbridge— que siempre inspiran el misterio y la magia convinieron a Cagliostro, con su personalidad fantástica, en blanco fácil de la calumnia. Tras haber sido acribillado a improperios hasta dejarlo irreconocible, digamos que el prejuicio —hijo adoptivo de la calumnia— se dedicó a lincharlo. Durante más de un centenar de años, su personalidad ha estado suspendida de la horca de la infamia y los sbirri de la tradición han lanzado una maldición sobre quienquiera que intentara bajarla de allí. Debe su fama a su destino. La historia no lo recuerda tanto por lo que hizo sino, más bien, por lo que le hicieron.»

Según la creencia popular, el verdadero nombre de Cagliostro era Giuseppe Bálsamo y había nacido en Sicilia. Sin embargo, recientemente ha surgido la duda de si esta creencia se ajusta a los hechos. Aún se podría demostrar, al menos en parte, que las diatribas acumuladas contra el desdichado conde iban dirigidas al hombre equivocado. Giuseppe Bálsamo nació en 1743 de padres honrados, pero humildes. Desde su infancia manifestó tendencias egoístas, despreciables e incluso criminales y, tras una serie de aventuras, desapareció. Trowbridge (loco citato) presenta pruebas suficientes de que Cagliostro no era Giuseppe Bálsamo, con lo cual se deshace de la peor acusación contra él. Tras haber pasado seis meses en prisión en la Bastilla, Cagliostro fue exonerado en el juicio de cualquier implicación en el robo del famoso «collar de la reina» y más adelante se demostró que en realidad había advertido al cardenal de Rohan del delito que se cometería. No obstante, a pesar de que el tribunal francés lo declaró inocente, con la intención de vilipendiar a Cagliostro, un pintor más talentoso que inteligente pintó un cuadro en el que aparecía con el collar fatídico en la mano. El juicio a Cagliostro ha sido llamado el prólogo de la Revolución francesa. La intensa animadversión contra María Antonieta y Luis XVI que originó aquel juicio estalló después como el desastre del reinado del terror. En su folleto titulado Cagliostro and His Egyptian Rite of Freemasonry, Henry R. Evans también defiende con habilidad a aquel hombre tan perseguido de las infamias vinculadas injustamente con su nombre.

Quienes han investigado con sinceridad los hechos en torno a la vida y la misteriosa «muerte» de Cagliostro defienden la opinión de que las mentiras que circulaban en su contra pueden tener su origen en las maquinaciones de la Inquisición, que de esa forma pretendía justificar su persecución. La acusación fundamental contra Cagliostro era que había intentado fundar una logia masónica en Roma; nada más. Todas las demás acusaciones son posteriores. Por algún motivo no revelado, el Papa conmutó la pena de muerte de Cagliostro por la de cadena perpetua, lo cual demuestra —por sí mismo— la consideración que le tenían incluso sus enemigos. Si bien se cree que su muerte se produjo varios años después en un calabozo de la Inquisición en el castillo de San Leo, es muy poco probable que así fuera. Se rumorea que huyó y, según una versión muy significativa, se refugió en India, donde sus talentos recibieron la apreciación que le negaron en una Europa tan politizada.

Después de crear su rito egipcio, Cagliostro anunció que, puesto que las mujeres habían sido admitidas en los Misterios antiguos, no había motivo para excluirlas de las órdenes modernas. La princesa de Lamballe aceptó gentilmente el cargo de maestra de honor de su sociedad secreta y en la velada de su iniciación estuvieron presentes los principales miembros de la corte francesa. La celebración fue tan brillante que llamó la atención de las logias masónicas de París, cuyos representantes manifestaron un deseo sincero por comprender los Misterios masónicog eligieron como portavoz al docto orientalista Court de Gébelin e invitaron al conde de Cagliostro a asistir a una conferencia para contribuir a clarificar una serie de cuestiones importantes con respecto a la filosofía masónica. El conde aceptó la invitación. El 10 de mayo de 1785. Cagliostro asistió a la conferencia convocada a tal fin y su fuerza y su sencillez le granjearon de inmediato la opinión favorable de toda la concurrencia.

Bastaron apenas unas cuantas palabras para que Court de Gébelin se diera cuenta de que no estaba hablando con un mero colega, sino con alguien muy superior a él. Enseguida Cagliostro pronunció un discurso que resultó tan inesperado, tan diferente de lo que habían escuchado los reunidos hasta entonces que todos enmudecieron de asombro. Cagliostro declaró que la Rosa Cruz era el símbolo antiguo y auténtico de los Misterios y, tras una breve descripción de su simbolismo original, se puso a analizar el significado simbólico de las letras y predijo ante la asamblea el futuro de Francia de una forma gráfica que no dejó lugar a dudas de que el orador era un hombre perspicaz y con un poder sobrenatural. Mediante una distribución curiosa de las letras del alfabeto, Cagliostro predijo en detalle los horrores de la inminente revolución y la caída de la monarquía y describió minuciosamente el destino de los distintos miembros de la familia real. También profetizó la llegada de Napoleón y el comienzo del Primer Imperio. Hizo todo esto para demostrar lo que se puede conseguir por medio de un conocimiento superior. Posteriormente, cuando fue arrestado y enviado a la Bastilla, Cagliostro escribió en el muro de su celda el siguiente mensaje críptico, que, cuando se interpreta, quiere decir: «En 1789, la Bastilla asediada será demolida por vosotros el 14 de julio de arriba abajo».

Cagliostro fue el representante misterioso de los Caballeros Templarios, el iniciado rosacruz de cuya espléndida sabiduría da fe la profundidad del rito egipcio de la masonería. Por consiguiente, el conde de Cagliostro sigue siendo uno de los personajes más extraños de la historia: sus amigos creen que ha vivido desde siempre y que participó en las bodas de Caná, mientras que sus enemigos lo acusan de ser el diablo en persona. Alejandro Dumas describe con habilidad su capacidad profética en El collar de la reina. El mundo al que pretendía servir a su extraña manera no lo aceptó, sino que, a lo largo de los siglos, ha seguido persiguiendo de forma implacable hasta la memoria de aquel adepto ilustre que, incapaz de llevar a cabo la gran labor que tenía entre manos, se hizo a un lado para favorecer a un compatriota suyo, que lo consiguió: el conde de Saint Germain.


El conde de Saint Germain

Durante la primera parte del siglo XVIII apareció en los círculos diplomáticos europeos la personalidad más desconcertante de la historia: un hombre cuya vida se acercaba tanto a ser sinónimo de misterio que el enigma de su verdadera identidad resultaba tan insoluble para sus contemporáneos como lo ha sido para los investigadores posteriores. El conde de Saint Germain era reconocido como el erudito y lingüista más destacado de su época. Sus logros versátiles abarcan desde la química y la historia hasta la poesía y la música. Tocaba varios instrumentos musicales con gran maestría y entre sus numerosas composiciones figura una ópera breve. También fue un pintor de una habilidad poco común y se cree que los notables efectos luminosos que creaba en el lienzo se debían a que mezclaba madreperla en polvo con sus pigmentos. Se ha distinguido en todo el mundo por su aptitud para reproducir en sus pinturas el brillo original de las piedras preciosas que aparecen en los trajes de sus modelos. Sus conocimientos lingüísticos rondaban lo sobrenatural. Hablaba alemán, inglés, italiano, portugués, español, francés con acento piamontés, griego, latín, sánscrito, árabe y chino con tanta fluidez que en cada país que visitaba lo tomaban por autóctono. Era ambidiestro hasta tal punto que podía escribir el mismo artículo con las dos manos al mismo tiempo. Cuando después se ponían los dos trozos de papel con una luz por detrás, lo escrito en una hoja cubría con exactitud, letra por letra, lo escrito en la otra.

Como historiador, el conde de Saint Germain poseía un conocimiento asombroso de todo lo que había ocurrido en los dos mil años anteriores y en sus recuerdos describía con gran lujo de detalles acontecimientos de siglos anteriores en los que había desempeñado un papel importante. Colaboró con Mesmer en el desarrollo de la teoría del mesmerismo y es muy probable que en realidad fuese el descubridor de dicha ciencia. Sus conocimientos de química eran tan profundos que era capaz de suprimir las fallas de los diamantes y otras piedras preciosas y en realidad asilo hizo, a petición de Luis XV, en 1757.También era reconocido como un crítico de arte sin parangón y a menudo lo consultaban acerca de pinturas atribuidas a los grandes maestros. Madame de Pompadour dio fe de que poseía el legendario elixir de la vida, porque ella descubrió —declaraba— que él había regalado a una dama de la corte cierto líquido inestimable que había tenido el efecto de conservar le su vivacidad juvenil y su belleza veinticinco años más de lo habitual. La extraordinaria precisión de sus profecías lo hizo acreedor de no poca fama. Predijo para María Antonieta la caída de la monarquía francesa y también fue consciente del desdichado destino de la familia real varios años antes de que se produjera la revolución. Sin embargo, la prueba suprema del genio del conde fue su perspicacia para captar la situación política europea y la habilidad consumada con la que eludió las ofensivas de sus adversarios diplomáticos Trabajó como agente secreto para varios gobiernos europeos —incluido el francés— y en todo momento llevaba cartas credenciales que le daban acceso a los círculos más exclusivos.

En su excelente monografía The Comte de St.-Germain, the Secret of Kings, la señora Cooper-Oakley enumera los principales nombres por los que se hizo pasar esta persona increíble entre 1710 y 1822. «Durante este período —escribe la autora—, tenemos a monsieur de Saint Germain como el marqués de Montferrat, el conde Bellamarre o Aymar en Venecia, el Chevalier Schoening en Pisa, el Chevalier Weldon en Milán y Leipzig, el conde Soltikoff en Génova y Leghorn, Graf Tzarogy en Schwalbach y Triesdorf, el Prinz Ragoczy en Dresde y el conde de Saint Germain en París, La Haya, Londres y San Petersburgo». Resulta evidente que monsieur de Saint Germain adoptó todos estos nombres para poder cumplir su labor de agente secreto político, que fue —suponen los historiadores— la principal misión de su vida.

Se ha descrito al conde de Saint Germain como de mediana estatura, cuerpo bien proporcionado y facciones regulares y agradables. Tenía la tez algo morena y el cabello oscuro, aunque a menudo se lo empolvaba. Vestía con sencillez, por lo general de negro, pero la ropa le sentaba bien y era de calidad inmejorable. Aparentemente, le obsesionaban los diamantes y los llevaba no solo en anillos, sino también en el reloj y la cadena, la caja de rapé y en sus hebillas. En una ocasión, un joyero calculó que las hebillas de sus zapatos valían doscientos mil francos.

En general se representa al conde como un hombre de mediana edad, sin arrugas y sin ningún trastorno físico. No comía carne ni bebía vino; en realidad, pocas veces comía en presencia de terceros. Aunque algunos nobles de la corte francesa lo consideraban un charlatán y un impostor, Luis XV reprendió con severidad a un cortesano que hizo un comentario despreciativo acerca de él. La elegancia y la dignidad que caracterizaban su conducta, junto con su perfecto control de cada situación, daban fe del refinamiento y la cultura innatos de alguien que estaba en su ambiente. Aquella persona extraordinaria tenía, además, la sorprendente e impresionante habilidad de adivinar, hasta los más mínimos detalles, las preguntas que le harían incluso antes de que se formularan. Mediante algo similar a la telepatía, también era capaz de sentir cuándo era necesaria su presencia en alguna ciudad o estado lejanos y también se tiene constancia de que tenía el hábito asombroso no solo de aparecer en sus propios aposentos y en los de sus amigos sin recurrir al formalismo de usar la puerta, sino también de salir de ellos de la misma forma. En sus viajes, monsieur de Saint Germain recorrió numerosos países. Durante el reinado de Pedro III estuvo en Rusia y entre los años 1737 y 1742 estuvo en la corte del sah de Persia como invitado de honor. Acerca de sus correrías, Una Birch escribe lo siguiente: «Los viajes del conde de Saint Germain abarcaban un período de muchos años y una gran variedad de países. De Persia a Francia y de Calcina a Roma, era conocido y respetado. Horace Walpole habló con él en Londres en 1745: Clive lo conoció en India en 1756: madame d’Adhémar afirma que lo vio en París en 1789, cinco años después de su supuesta muerte, mientras que otras personas pretenden haber conversado con él a principios del siglo XIX. Gozaba de confianza e intimidad con los monarcas europeos y tenía el honor de ser amigo de muchas personas distinguidas de todas las nacionalidades.

Hasta se lo menciona en las memorias y las cartas de aquella época y siempre como un hombre misterioso. Federico el Grande. Voltaire, madame de Pompadour, Rousseau, Chatham y Walpole —todos ellos lo conocieron en persona— compiten entre sí en cuanto a la curiosidad sobre sus orígenes Sin embargo, durante las numerosas décadas en las que estuvo delante del mundo, nadie logró descubrir por qué apareció como agente jacobita en Londres, como conspirador en San Petersburgo, como alquimista y entendido en cuadros en París o como general ruso en Nápoles […] Una y otra vez se levanta el telón que envuelve sus acciones y se nos permite verlo tocando el violín en la sala de música de Versalles, cotilleando con Horace Walpole en Londres, sentado en la biblioteca de Federico el Grande en Berlín o dirigiendo reuniones iluministas en cuevas a orillas del Rin».

En general, el conde de Saint Germán ha sido considerado una figura importante en las primeras actividades de los masones, a pesar de los esfuerzos reiterados —probablemente con segundas intenciones— por desacreditar su filiación masónica, de los cuales encontramos un ejemplo en un relato que se publicó en The Secret Tradition in Freemasonry, de Arthur Edward Waite.

Este autor, después de hacer varios comentarios despectivos sobre él, añade a su artículo la reproducción de un grabado del otro conde de Saint Germain: aparentemente, no podía distinguir al gran iluminista del general francés. Falta aún determinar, fuera de toda duda, que el conde de Saint Germain no solo era masón, sino también templario; de hecho, en sus memorias, Cagliostro declara directamente que fue iniciado por Saint Germain en la orden de los Caballeros Templarios. Muchos de los personajes ilustres con los que se relacionaba el conde de Saint Germain eran masones distinguidos y se han conservado suficientes documentos acerca de las discusiones celebradas para demostrar que era un maestro de la tradición masónica. También resulta bastante seguro que estaba relacionado con los rosacruces y es posible que en realidad fuera el director de esta orden. El conde de Saint Germain estaba muy familiarizado con los principios del esoterismo oriental. Practicaba el sistema de meditación y concentración oriental y en muchas ocasiones se lo había visto sentado con los pies cruzados y las manos flexionadas en la postura de un Buda hindú. Tenía un refugio en pleno Himalaya al que se retiraba de vez en cuando para alejarse del mundo. Una vez anunció que permanecería en India ochenta y cinco años y que después regresaría al ámbito de sus labores europeas. En varias oportunidades reconoció que obedecía las órdenes de un poder superior y mayor que él mismo. Lo que no dijo es que aquel poder superior era la escuela mistérica que lo había enviado al mundo para cumplir una misión determinada. El conde de Saint Germain y sir Francis Bacon son los dos principales emisarios enviados al mundo por la Hermandad Secreta en los últimos mil años.

El escritor teosófico E. Francis Udny cree que el conde de Saint Germain no era hijo del príncipe Rákóczy de Transilvania, sino que, por su edad, no podía ser otro que el propio príncipe, del cual se sabía que era de naturaleza mística y profundamente filosófica. El mismo autor cree que el conde de Saint Germain pasó por la «muerte filosófica», como Francis Bacon en 1626, como François Rákóczy en 1735 y como conde de Saint Germain en 1784. También piensa que el conde de Saint Germain era el famoso conde de Gabalis y, como conde Hompesch, fue el último Gran Maestro de los Caballeros de Malta. Es bien sabido que muchos miembros de las sociedades secretas europeas han fingido la muerte por diversos motivos. El mariscal Ney, miembro de la Sociedad de Filósofos Desconocidos, se libró del pelotón de fusilamiento y, con el nombre de Peter Stuart Ney vivió y dio clases en un colegio de Carolina del Norte durante más de treinta años. En su lecho de muerte, P. S. Ney le contó al doctor Locke, el médico que lo atendía, que él era el mariscal Ney de Francia. Al concluir un artículo sobre la identidad del inescrutable conde de Saint Germain, Andrew Lang escribió:

«¿Murió de verdad Saint Germain en el palacio del príncipe Carlos de Hesse alrededor de 1780 o 1785? Por el contrario, ¿habrá huido de la prisión francesa en la que Grosley creyó haberlo visto durante la Revolución francesa? ¿Lo conoció lord Lytton en tomo a 1860? […] ¿Será él el misterioso asesor moscovita del Dalai Lama? ¿Quién sabe? Es una quimera de los autores de memorias del siglo XVII.


Episodios de la historia de Estados Unidos

Muchas veces se ha planteado la pregunta de si la visión de la «Nueva Atlántida» de Francis Bacon habrá sido un sueño profético de la gran civilización que no tardaría en surgir en el Nuevo Mundo. No cabe duda de que las sociedades secretas europeas conspiraron para establecer en el continente americano «una nueva nación, concebida en libertad y consagrada al principio de que todos los hombres son iguales al nacer». En los primeros años de la historia de Estados Unidos tuvieron lugar dos incidentes que demuestran la influencia de aquel órgano silencioso que durante tanto tiempo ha dirigido los destinos de los pueblos y las religiones. Gracias a ellos se crean naciones como medios para promulgar ideales y, mientras las naciones son fieles a estos ideales, sobreviven, pero cuando se apartan de ellos, desaparecen como la vieja Atlántida, que había dejado de «conocer a los dioses».

En su tratado breve pero admirable titulado Our Flag, Robert Allen Campbell revive los detalles de un episodio oscuro pero sumamente importante de la historia estadounidense: el diseño de la bandera de las colonias en 1775. Interviene en el relato un hombre misterioso, acerca del cual lo único que se sabe es que era conocido tanto del general George Washington como del doctor Benjamín Franklin. Del tratado de Campbell se extrae la siguiente descripción:

Aparentemente, era poco lo que se sabía con respecto a este anciano caballero y en el material a partir del cual se ha compilado esta narración su nombre no se menciona ni una sola vez, sino que siempre se lo nombra o se hace referencia a él como «el Profesor». Era evidente que superaba los setenta años y a menudo hablaba de acontecimientos históricos que habían ocurrido más de un siglo antes como si hubiera sido testigo de ellos, a pesar de lo cual se lo veía erguido, vigoroso y activo, fuerte como un roble y lúcido, tan robusto y lleno de energía en todo sentido como si estuviera en la flor de la vida. Era alto, de buena figura, desenvuelto y de modales elegantes y era, al mismo tiempo, cortés, refinado y autoritario. Para aquella época y teniendo en cuenta las costumbres de los colonos, tenía una forma de vivir bastante peculiar: no comía carne, aves ni pescado; no se alimentaba de nada que fuera verde, de ninguna raíz ni de nada que no estuviera maduro; no bebía bebidas alcohólicas, vino ni cerveza, sino que limitaba su dieta a los cereales y sus productos a frutas que hubiesen madurado en la planta al sol, frutos secos, té suave y, para endulzar, miel, azúcar o melaza.

Era muy educado, sumamente culto, dotado de amplia y variada información y muy estudioso. Dedicaba buena parte de su tiempo al estudio de una serie de libros viejos y manuscritos antiguos muy excepcionales, que parecía estar descifrando, traduciendo o reescribiendo. Jamás enseñaba a nadie aquellos libros y manuscritos ni tampoco sus propios escritos y ni siquiera los mencionaba en sus conversaciones con la familia, salvo de manera muy informal, y siempre los guardaba con cuidado bajo llave en un gran arcón pesado y anticuado de roble, de forma cúbica y recubierto de hierro, cada vez que salía de su habitación, aunque fuera para comer. A menudo daba largos paseos solo, se sentaba en la cima de las colinas vecinas o cavilaba en medio de los prados verdes y salpicados de flores. Gastaba su dinero —del que disponía en abundancia— con generosidad, pero sin derroche. Era un miembro de la familia tranquilo, aunque muy simpático e interesante, y en apariencia le gustaban todos los temas que surgían en la conversación. Era, en síntesis, una persona que no pasaba desapercibida y a la que todos respetaban, pocos conocían bien y a la que nadie se atrevía a interrogar acerca de sí misma, para averiguar de dónde procedía, cuánto tiempo se quedaría ni hacia dónde iría después.

Por algo más que mera coincidencia, el comité designado por el Congreso de las colonias para diseñar una bandera aceptó la invitación de la misma familia en cuya casa se alojaba el Profesor, en Cambridge. Fue allí donde el general Washington se reunió con ellos para elegir un emblema apropiado. Por los signos que intercambiaron entre ellos, era evidente que tanto el general Washington como el doctor Franklin reconocieron al Profesor, que fue invitado por unanimidad a participar activamente en el comité. Durante la reunión posterior, el Profesor fue tratado con el máximo respeto y de inmediato se hizo todo lo que él sugirió. Presentó un modelo que consideraba adecuado simbólicamente para la nueva bandera, que fue aceptado sin dudar por los otros seis miembros del comité, que votaron para que la propuesta del Profesor fuera adoptada de inmediato. Después del episodio de la bandera, el Profesor desapareció discretamente y ya no se supo nada más de él.

¿Acaso el general Washington y el doctor Franklin reconocieron en el Profesor a un emisario de la escuela mistérica que durante tanto tiempo ha controlado los destinos políticos de nuestro planeta? Benjamín Franklin era filósofo y masón y, posiblemente, iniciado rosacruz. Él y el marqués de Lafayette —otro hombre misterioso—constituyen dos de los principales eslabones de la cadena de circunstancias que culminaron con el establecimiento de las primeras trece colonias americanas como una nación libre e independiente. Da buena fe de los logros filosóficos del doctor Franklin el Poor Richard’s Almanac, publicado por él mismo durante muchos años con el nombre de Richard Saunders. También demuestra su interés por la causa de la masonería el hecho de que volviera a publicar la Constitución de 1723 de Anderson, una obra peculiar y muy controvertida sobre el tema. El segundo de estos episodios misteriosos se produjo durante la tarde del 4 de julio de 1776. En el viejo edificio de la legislatura estatal de Filadelfia se había reunido un grupo de hombres para la tarea memorable de cortar el último vínculo entre el país viejo y el nuevo. Era un momento serio y no pocos de los presentes temían que pagarían aquel atrevimiento con su vida.

En pleno debate, resonó una voz fortísima: todos callaron y se volvieron a mirar al desconocido. ¿Quién era aquel hombre que de pronto había aparecido entre ellos y los había dejado paralizados con su oratoria? Nunca lo habían visto hasta entonces y nadie se había dado cuenta de su entrada, pero su elevada estatura y la palidez de su rostro los llenaron de un respeto reverencial. Con el fervor sagrado que resonaba en su voz, el desconocido los conmovió hasta el alma. Sus últimas palabras se oyeron en todo el edificio: «¡Dios ha concedido a América la libertad!».

Cuando el desconocido se hundió exhausto en un sillón, estalló un entusiasmo desenfrenado. Se volcaron en el pergamino un nombre tras otro y así se firmó la declaración de la independencia, pero ¿dónde estaba el hombre que había precipitado la consecución de aquella tarea inmortal, que por un momento había alzado el velo de los ojos de los reunidos y les había revelado al menos una parte del gran propósito para el cual fue concebida la nueva nación? Había desaparecido y jamás se lo volvió a ver ni se pudo determinar su identidad. Aquel episodio es comparable con otros similares mencionados por los historiadores antiguos con respecto a la fundación de todas las naciones nuevas. ¿Son meras coincidencias o demuestran que la sabiduría divina de los Misterios antiguos sigue presente en el mundo para servir a la humanidad como antes?


Conclusión

Filipo, rey de Macedonia, con la ambición de conseguir un maestro capaz de impartir las ramas superiores del conocimiento a su hijo de catorce años, Alejandro, y con el deseo de que el príncipe tuviera por mentor al más famoso y erudito de los grandes filósofos decidió ponerse en contacto con Aristóteles y envió al sabio griego la carta siguiente: «Muchas gracias, no tanto por su nacimiento como porque haya nacido en vuestro tiempo, porque espero que, si es educado e instruido por vos, será digno de nosotros dos y del reino que heredará». Aristóteles aceptó la invitación de Filipo, viajó a Macedonia en el cuarto año de la centésima octava olimpiada y permaneció ocho años como tutor de Alejandro. El afecto del joven príncipe por su instructor llegó a ser tan grande como el que sentía por su padre. Decía que su padre le había dado el ser, pero que Aristóteles le había enseñado a saber ser.

Aristóteles transmitió a Alejandro Magno los principios básicos de la Sabiduría Antigua y a los pies del filósofo el joven macedonio se dio cuenta de la trascendencia del conocimiento griego, personificado en el discípulo inmortal de Platón. Elevado por su maestro iluminado al umbral de la esfera filosófica, contempló el mundo de los sabios, un mundo que no llegaría a conquistar por culpa del destino y de las limitaciones de su propia alma. En sus horas libres, Aristóteles corrigió y agregó notas explicativas a la Ilíada de Homero, y presentó el volumen acabado a Alejandro. El joven conquistador apreciaba tanto aquel libro que lo llevaba consigo en todas sus campañas. Cuando derrotó a Darlo, descubrió en medio del botín un espléndido cofre de ungüentos tachonado de piedras preciosas; arrojó al suelo su contenido y declaró que por fin había encontrado un estuche digno de la edición de la Ilíada de Aristóteles.

Durante su campaña en Asia, Alejandro se enteró de que Aristóteles había publicado uno de sus discursos más preciados y aquello apenó mucho al joven rey. En consecuencia, a Aristóteles, el conquistador de lo desconocido, Alejandro, el conquistador de lo conocido, envió una carta desafortunada y llena de reproches en la que reconocía que la pompa y el poder mundanos no eran suficientes:

«Alejandro saluda a Aristóteles Has hecho mal en publicar aquellas ramas de la ciencia que hasta ahora no se podían adquirir si no era por instrucción oral.

¿Cómo aventajaré a los demás si el conocimiento más profundo que he obtenido de ti está al alcance de cualquiera? Por mi parte, prefiero superar a la mayoría de la humanidad en las ramas más sublimes del saber que en el alcance del poder y el dominio. Adiós». La recepción de esta carta asombrosa no tuvo consecuencias en la apacible vida de Aristóteles, quien respondió que, a pesar de haber comunicado el discurso a las multitudes, nadie que no lo hubiera escuchado pronunciarlo (que careciera de comprensión espiritual) podría captar su verdadera importancia. Pocos años después, Alejandro Magno pasó a mejor vida y junto con su cuerpo se desmoronó la estructura del imperio erigido en torno a su personalidad. Un año después, Aristóteles también entró en aquel mundo superior sobre cuyos misterios tanto había conversado con sus discípulos en el Liceo. Sin embargo, así como Aristóteles superaba a Alejandro en vida, también lo superó en la muerte, porque, aunque su cuerpo se descompuso en una tumba ignota, el gran filósofo siguió vivo en sus logros intelectuales Siglo tras siglo le rindieron un homenaje agradecido y todas las generaciones reflexionaron sobre sus teoremas hasta que, por la mera trascendencia de su raciocinio, Aristóteles —«el maestro de los que saben», como le decía Dante— llegó a ser el verdadero conquistador del mundo que Alejandro había tratado de someter con la espada. De este modo queda demostrado que para apoderarse de un hombre no basta con esclavizar su cuerpo, sino que es necesario conseguir su razón, y que para liberar a un hombre no basta con abrir los grilletes que le sujetan las extremidades, sino que hay que liberar su mente de la esclavitud de su propia ignorancia. La conquista física siempre fracasa, porque, al generar odio y disensión, alienta a la mente a vengar al cuerpo ultrajado; sin embargo, todos los hombres se ven obligados, ya sea voluntaria o involuntariamente, a obedecer al intelecto en el cual reconocen cualidades y virtudes superiores a las propias. Que la cultura filosófica de la antigua Grecia, Egipto e India superaba a la del mundo moderno es algo que todos deben admitir, hasta los modernistas más empedernidos. La época dorada de la estética, el intelectualismo y la ética griega jamás ha sido igualada desde entonces. El verdadero filósofo pertenece al orden más noble de seres humanos y la nación o raza que haya sido bendecida con la posesión de pensadores iluminados es, sin duda, afortunada y su nombre se recordará gracias a ellos. En la famosa escuela pitagórica de Crotona, la filosofía se consideraba indispensable para la vida del hombre. Si alguien no comprendía la dignidad del raciocinio, no se podía decir que estuviera vivo de verdad; por eso, cuando por su perversidad innata algún miembro se retiraba voluntariamente o era expulsado de la fraternidad filosófica, se le ponía una lápida en el cementerio comunitario, porque quien abandonase las actividades intelectuales y éticas para volver a ingresar en la esfera material, con sus ilusiones de los sentidos y su falsa ambición, se consideraba muerto para la esfera de la realidad. La vida representada por la esclavitud de los sentidos era, para los pitagóricos, la muerte espiritual, mientras que para ellos la vida espiritual era la muerte en el mundo de los sentidos.

La filosofía otorga vida, porque revela la dignidad y el propósito de la vida. El materialismo otorga muerte, porque embota o nubla las facultades del alma humana que deberían responder a los impulsos vivificantes del pensamiento creativo de la virtud enaltecedora. ¡Cuán por debajo de estos principios están las leyes por las que nos regimos los hombres en el siglo XX! Hoy el hombre, una criatura sublime con una capacidad infinita de autosuperación, en su esfuerzo por ser fiel a principios falsos, se aparta de su derecho inalienable al conocimiento —sin darse cuenta de las consecuencias—y cae en la vorágine de la ilusión material. Dedica el período precioso de sus años terrenales al esfuerzo penosamente inútil de establecerse como un poder imperecedero en un reino de cosas perecederas. Poco a poco va desapareciendo de su mente objetiva el recuerdo de su vida como ser espiritual y concentra todas sus facultades parcialmente despiertas en el hervidero de la colmena de la laboriosidad, que, en un momento dado, llega a ser para él la única realidad. Desde las elevadas alturas de su egoísmo, se hunde poco a poco en las sombrías profundidades de la fugacidad. Cae al nivel de las bestias y de forma animal masculla los problemas que surgen de su conocimiento insuficiente del plan divino. Aquí. en la confusión chillona de un gran infierno industrial, político y comercial, los hombres se retuercen en medio del dolor que se provocan ellos mismos y, tendiendo las manos hacia las nieblas que se arremolinan, tratan de agarrar y de sujetar los fantasmas grotescos del éxito y el poder.

Desconocedor de la causa de la vida, desconocedor de la finalidad de la vida y desconocedor de lo que hay más allá del misterio de la muerte, aunque posee en su interior la respuesta a todas estas preguntas, el hombre está dispuesto a sacrificar lo hermoso, lo verdadero y lo bueno que hay dentro y fuera de sí mismo sobre el altar sangriento de la ambición mundana. El mundo de la filosofía —aquel jardín hermoso del pensamiento en el cual viven los sabios, unidos por el vínculo de la fraternidad— desaparece de la vista y en su lugar surge un imperio de piedra, acero, humo y odio, un mundo en el cual millones de criaturas potencialmente humanas corretean de aquí para allá en un esfuerzo desesperado por existir y, al mismo tiempo, mantener la inmensa institución que han levantado y que, como un poderoso gigante, retumba inevitablemente hacia un fin desconocido. En este imperio material que el hombre erige con la vana creencia de que puede eclipsar el reino de los celestiales, todo se convierte en piedra. Fascinado por el oropel del triunfo, el hombre contempla fijamente el rostro de la codicia, que, cual Medusa, lo deja petrificado.

En este período comercial, lo único que interesa a la ciencia es clasificar el conocimiento físico e investigar las partes temporales e ilusorias de la naturaleza. Los descubrimientos que considera prácticos se limitan a sujetar más estrechamente al hombre con los lazos de la limitación física. Hasta la religión se ha vuelto materialista: la belleza y la dignidad de la fe se miden mediante pilas inmensas de mampostería, la cantidad de propiedades inmobiliarias o el balance financiero. La filosofía, que conecta el cielo con la tierra como una escalera imponente, cuyos peldaños han subido los iluminados de todos los tiempos hasta llegar a la presencia viva de la Realidad… Hasta la filosofía se ha convertido en un cúmulo prosaico y heterogéneo de nociones contradictorias. Ya nada queda de su belleza, su dignidad ni su trascendencia. Como otras ramas del pensamiento humano, se ha vuelto materialista —«práctica»— y sus actividades están tan controladas que tal vez hasta contribuyan a levantar este mundo moderno de piedra y acero. En las filas de los llamados eruditos está surgiendo un nuevo orden de pensadores, que mejor habría que llamar la Escuela de los Sabios Mundanos.

Después de llegar a la increíble conclusión de que ellos eran la sal intelectual de la tierra, estos hombres de letras se han designado los jueces definitivos de todo conocimiento, tanto humano como divino. Este grupo sostiene que todos los místicos debían de ser epilépticos y la mayoría de los santos, neuróticos. Declara que Dios es una invención de la superstición primitiva, que el universo se creó sin ninguna intención determinada, que la inmortalidad es producto de la imaginación y que un individuo excepcional no es más que una combinación fortuita de células Según ellos, Pitágoras estaba mal de la cabeza, Sócrates tenía fama de borracho, a san Pablo le daban ataques, Paracelso era un curandero infame, el conde de Cagliostro, un embaucador y el conde de Saint Germain, el mayor sinvergüenza de la historia.

¿Qué tienen en común los conceptos elevados de los redentores y los sabios iluminados del mundo con estos productos atrofiados y distorsionados del «realismo» de este siglo? En todo el mundo, los hombres y las mujeres oprimidos por los sistemas culturales desalmados del presente piden a gritos el regreso de la época desterrada de la belleza y la ilustración, de algo práctico en el sentido más elevado del término. Unos pocos empiezan a darse cuenta de que la llamada civilización en su forma actual está en su punto de fuga, que la frialdad, lo despiadado, el comercialismo y la eficacia material no son prácticos y que lo único que vale realmente la pena es lo que brinda la oportunidad de expresar amor e idealismo. Todo el mundo busca la felicidad, pero nadie sabe dónde buscarla. Los hombres deben aprender que la felicidad corona la búsqueda de conocimiento del alma. Solo en la realización de la infinita bondad y la infinita consecución se puede garantizar la paz interior. A pesar del egocentrismo humano, hay algo en la mente del hombre que quiere llegar a la filosofía; no a este o a aquel código filosófico, sino simplemente a la filosofía en su sentido más amplio y completo. Tienen que resurgir las grandes instituciones filosóficas del pasado, porque son las únicas que pueden rasgar el velo que separa el mundo de las causas del de los efectos. Solo los Misterios —aquellas escuelas sagradas de sabiduría— pueden revelar a una humanidad luchadora un universo más grande y más glorioso que es el verdadero hogar del ser espiritual llamado hombre. La filosofía moderna ha fracasado, porque para ella el pensamiento no es más que un proceso intelectual. El pensamiento materialista es un código de vida tan desesperado como el propio comercialismo. La capacidad de pensar certeramente es lo que redime a la humanidad. Los redentores mitológicos e históricos de todos los tiempos fueron personificaciones de dicha capacidad. Quien tiene un poco más de racionalidad que su prójimo está mejor que este. Al que actúa en un plano más elevado de racionalidad que el resto del mundo lo llaman el pensador más grande. Al que actúa en un plano inferior lo consideran bárbaro. Por consiguiente, el desarrollo racional relativo es el verdadero indicador del estado evolutivo del individuo.

En síntesis, la verdadera finalidad de la filosofía antigua era descubrir un método que permitiera acelerar la evolución de la naturaleza racional, para no tener que esperar los procesos naturales que son más lentos. Aquella fuente suprema de poder, aquella obtención de conocimiento, aquel despliegue del dios interior queda oculto bajo la afirmación epigramática de la vida filosófica. Aquella era la clave de la Gran Obra, el misterio de la piedra filosofal, porque significaba que se había conseguido la transmutación alquímica. Por consiguiente, la filosofía antigua era, en primer lugar, la forma de vivir la vida: en segundo lugar, un método intelectual. El único que puede llegar a convenirse en filósofo en el sentido supremo es aquel que vive la vida filosófica. Lo que el hombre vive es lo que llega a conocer. Por consiguiente, un gran filósofo es aquel que dedica por entero los tres aspectos de su vida —el físico, el mental y el espiritual— a su racionalidad, que está presente en todos ellos.

La naturaleza física, la emocional y la mental del hombre brindan medios de provecho o detrimento recíprocos entre ellas. Como la naturaleza física es el entorno inmediato de la mental, la única mente capaz de un pensamiento racional es la que está entronizada en una constitución material armoniosa y sumamente refinada. Por consiguiente, la acción correcta, el sentimiento correcto y el pensamiento correcto son requisitos previos para el conocimiento correcto y la obtención del poder filosófico es algo que solo está al alcance de los que han armonizado su pensamiento con su manera de vivir. Los sabios, por lo tanto, declaran que nadie puede llegar al máximo en la ciencia del conocimiento hasta que no ha llegado al máximo en la ciencia del vivir. El poder filosófico es el producto natural de la vida filosófica. Así como una existencia física intensa hace hincapié en la importancia de los objetos físicos o el ascetismo metafísico monástico establece la conveniencia del estado de éxtasis, la total concentración filosófica conduce la conciencia del pensador hacia la más elevada y noble de las esferas: el mundo filosófico o racional puro.

En una civilización preocupada fundamentalmente por conseguir los extremos de la actividad temporal, el filósofo representa el intelecto equilibrador que puede evaluar y conducir el desarrollo cultural. Establecer un ritmo filosófico en la naturaleza de un individuo por lo general requiere entre quince y veinte años. Durante todo este período, los discípulos de antaño eran sometidos constantemente a la disciplina más severa. Cada actividad de la vida se iba desconectando poco a poco de otros intereses y se focalizaba en la parte racional. En el mundo antiguo había otro factor más vital, que intervenía en la producción de intelectos racionales y que escapa por completo a la comprensión de los pensadores modernos; a saber: la iniciación en los Misterios filosóficos. Un hombre que hubiese demostrado su peculiar aptitud mental y espiritual era aceptado en el conjunto de los cultos y se le revelaba la herencia inestimable de la tradición arcana, preservada de generación en generación. Aquella herencia de la verdad filosófica es el tesoro incomparable de todos los tiempos y cada uno de los discípulos admitidos en aquellas hermandades de sabios hacía, a su vez, su aportación individual a aquella reserva del conocimiento secreto.

La única esperanza del mundo es la filosofía, porque todas las penas de la vida moderna se deben a la falta de un código filosófico adecuado. Los que perciben al menos en parte la dignidad de la vida no pueden por menos que darse cuenta de la superficialidad aparente en las actividades de esta época. Bien se ha dicho que nadie triunfará mientras no desarrolle su filosofía de vida. Tampoco alcanzará la verdadera grandeza ninguna raza ni ninguna nación, mientras no formule una filosofía adecuada ni dedique su existencia a una política coherente con ella. Durante la guerra mundial, cuando la llamada civilización arrojó la mitad de sí misma contra la otra mitad en un arrebato de odio, los hombres destruyeron sin piedad algo más precioso incluso que la vida humana: borraron los recuerdos del pensamiento humano que pueden dirigir la vida con inteligencia. En verdad declaró Mahoma que la tinta de los filósofos era más preciosa que la sangre de los mártires. Documentos inestimables, constancias de logros inapreciables, conocimientos basados en siglos de observación y experimentación pacientes por los elegidos de la tierra: todos fueron destruidos, casi sin el menor reparo. ¿Qué era el conocimiento, qué eran la verdad, la belleza, el amor, el idealismo, la filosofía o la religión, en comparación con el deseo del hombre de controlar un punto infinitesimal en los campos del cosmos durante un fragmento de tiempo inestimablemente diminuto?

Tan solo por la ambición de satisfacer algún capricho o impulso, el hombre arrancaría de raíz el universo, aun sabiendo que al cabo de pocos años deberá partir y dejar para la posteridad todo lo que ha tomado, como una vieja causa que será objeto de nuevas discusiones. La guerra, prueba irrefutable de la irracionalidad, sigue ardiendo en el corazón de los hombres y no puede morir hasta que no se supere el egoísmo humano. Armada con invenciones variopintas y elementos destructivos, la civilización continuará su lucha fratricida en los siglos venideros; sin embargo, en la mente del hombre está naciendo un gran temor: el temor de que, con el tiempo, la civilización se destruya en una gran lucha catastrófica. Entonces habrá que volver a representar el drama eterno de la reconstrucción. De las ruinas de la civilización que desapareció al morir su idealismo, algún pueblo primitivo que sigue todavía en el vientre del destino deberá construir un nuevo mundo. En previsión de las necesidades de ese momento, los filósofos de todos los tiempos desean que, en la estructura del nuevo mundo, se incorpore lo más verdadero y lo mejor de todo lo que ha habido antes. Es una ley divina que la suma de los logros anteriores sea la base de cada nuevo orden de cosas. Hay que preservar los grandes tesoros filosóficos de la humanidad. Podemos dejar que se deteriore lo que es superficial, pero lo que es fundamental y esencial debe permanecer, a cualquier precio.

Los platónicos distinguían dos formas fundamentales de ignorancia: la simple y la compleja. La ignorancia simple no es más que la falta de conocimiento y es común a todas las criaturas que existieron después de la primera causa, la única que tiene la perfección del conocimiento. La ignorancia simple es un factor que está siempre activo y que empuja al alma para seguir tratando de conseguir más conocimientos Del estado virginal de desconocimiento surge el deseo de tomar conciencia, que da como resultado la mejora del estado mental. El intelecto humano siempre está rodeado de formas de existencia que van más allá de la valoración de sus facultades desarrolladas solo en parte. En este ámbito de objetos no comprendidos hay una fuente infalible de estímulos mentales Por consiguiente, del esfuerzo de hacer frente de forma racional al problema de lo desconocido con el tiempo acaba surgiendo la sabiduría. En este análisis, la causa última es la única que se puede considerar sabia, o, para decirlo en términos más sencillos, solo Dios es bueno. Sócrates decía que el conocimiento, la virtud y la utilidad eran uno con la naturaleza innata de la bondad. El conocimiento es una condición del saber; la virtud es una condición del ser, y la utilidad es una condición del hacer. Si para nosotros la sabiduría es sinónimo de completitud mental, resulta evidente que un estado así solo puede existir en la totalidad, porque lo que es menos que el Todo no puede poseer la plenitud de la Totalidad. Ninguna parte de la creación está completa; por consiguiente, todas las partes son imperfectas en la medida en que no llegan a la totalidad. Cuando hay incompletitud, se deduce que debe de haber ignorancia, porque cada parte, aunque sea capaz de conocerse a sí misma, no puede ser consciente del Yo de las demás partes. Filosóficamente, el crecimiento desde el punto de vista de la evolución humana es un proceso que va de lo heterogéneo a lo homogéneo. Con el tiempo, por consiguiente, la conciencia aislada de los fragmentos individuales se vuelve a unir para convenirse en la conciencia completa del Todo. Entonces y solo entonces, la condición de lo omnisciente se vuelve una realidad absoluta.

De este modo, todas las criaturas son relativamente ignorantes y, al mismo tiempo, relativamente sabias; relativamente nada y, sin embargo, relativamente todo. El microscopio revela al hombre su significancia y el telescopio, su insignificancia. Por medio de las eternidades de la existencia, el hombre va aumentando poco a poco tanto su sabiduría como su comprensión:

su conciencia creciente va incluyendo más de lo externo dentro de la zona del ser. Incluso en su estado actual de imperfección, el hombre se va dando cuenta de que nunca puede ser verdaderamente feliz mientras no sea perfecto y que de todas las facultades que contribuyen a su autoperfección ninguna iguala en importancia al intelecto racional. A través del laberinto de la diversidad, solo la mente iluminada puede y debe conducir el alma hacia la luz perfecta de la unidad. Además de la ignorancia simple, que es el factor más potente del desarrollo mental, hay otra ignorancia mucho más peligrosa y sutil. Esta segunda forma, llamada ignorancia doble o compleja, se puede definir brevemente como la ignorancia de la ignorancia. Al adorar al sol, la luna y las estrellas y al ofrecer sacrificios a los vientos, el salvaje primitivo trataba de propiciar a sus dioses desconocidos con fetiches rudimentarios. Vivía en un mundo lleno de maravillas que no comprendía. Ahora se alzan grandes ciudades en los lugares por donde antes deambulaban los hombres primitivos La humanidad ya no se considera rudimentaria ni aborigen.

El espíritu de la maravilla y el sobrecogimiento ha sido sustituido por el de la sofisticación. En la actualidad, el hombre adora sus propios logros y, o bien relega al fondo de su conciencia las inmensidades del tiempo y el espacio, o no las tiene en cuenta en absoluto. El siglo XX convierte la civilización en su fetiche y se abruma con sus propias invenciones; hasta se inventa sus propios dioses. La humanidad ha olvidado lo infinitesimal, lo efímera y lo ignorante que es en realidad. Se ha burlado de Ptolomeo, porque para él la tierra era el centro del universo, y la civilización moderna parece basarse en la hipótesis de que el planeta tierra es la más permanente e importante de todas las esferas celestes y que los dioses contemplan fascinados, desde sus tronos estelares, los acontecimientos monumentales y excepcionales que ocurren en este hormiguero esférico y caótico.

A lo largo de las épocas, el hombre ha trabajado sin descanso para construir ciudades que pueda gobernar con pompa y poderío, como si una cinta de oro o diez millones de vasallos pudieran elevarlo por encima de la dignidad de sus propios pensamientos y hacer que el brillo de su cetro sea visible hasta las estrellas más lejanas. Mientras este planeta diminuto gira en su órbita en el espacio, lleva consigo alrededor de dos mil millones de seres humanos que viven y mueren ajenos a la existencia inconmensurable que hay más allá del bulto en el que viven. En comparación con la infinitud del tiempo y el espacio, ¿qué son los magnates de la industria o los amos de las finanzas? Si uno de estos plutócratas prosperara hasta gobernar toda la tierra, ¿qué sería sino un déspota insignificante sentado en un grano de polvo cósmico?

La filosofía revela al hombre su similitud con la Totalidad. Le enseña que es hermano de los soles que salpican el firmamento y, de ser un contribuyente sobre un átomo que gira, lo eleva a ciudadano del cosmos. Le enseña que, aunque físicamente esté vinculado a la tierra (de la cual forman parte su sangre y sus huesos), existe en su interior un poder espiritual, un Yo más divino, a través del cual se unifica con la sinfonía del Todo. La ignorancia de la ignorancia, pues, es el estado autosatisfecho de inconsciencia en el cual el hombre, que no sabe nada fuera de la zona limitada de sus sentidos físicos, declara, todo engreído, que no hay nada más que conocer. Quien no conoce más vida que la física solo es ignorante, pero quien declara que la vida física es lo más importante y la eleva al puesto de la realidad suprema es ignorante de su propia ignorancia. Si el Infinito no hubiese querido que el hombre se volviera sabio, no le habría otorgado la facultad de conocer. Si no hubiese querido que el hombre fuera virtuoso, no habría sembrado en el corazón humano las semillas de la virtud. Si hubiese predestinado al hombre a limitarse a su pobre vida física, no le habría proporcionado percepciones ni sensibilidades que le permitiesen captar, al menos en parte, la inmensidad del universo exterior. Los que proclaman la filosofía convocan a todos los hombres a una camaradería espiritual, a una fraternidad de pensamiento, a una asamblea del Yo. La filosofía invita a todos los hombres a salir de la inutilidad del egoísmo, de la pesadumbre de la ignorancia y de la desesperación de la mundanalidad, de la parodia de la ambición y de las crueles garras de la codicia, del infierno rojo del odio y de la tumba fría del idealismo improductivo.

La filosofía conduciría a todos los hombres hacia las perspectivas amplias y serenas de la verdad, porque el mundo de la filosofía es una tierra de paz, en la cual tienen oportunidad de expresarse las mejores cualidades acumuladas dentro de cada alma humana. Aquí se enseñan a los hombres las maravillas de las briznas de hierba; cada palo y cada piedra están dotados de palabra y revelan el secreto de su ser. Toda la vida, bañada en el resplandor del entendimiento, se conviene en una realidad hermosa y maravillosa. De las cuatro esquinas de la creación brota un cántico fortísimo de júbilo, porque aquí, a la luz de la filosofía, se revela la finalidad de la existencia: la sabiduría y la bondad que impregnan el Todo se vuelven evidentes hasta para el intelecto imperfecto del hombre. El corazón anhelante de la humanidad encuentra aquí la camaradería que extrae de los lugares más recónditos del alma esa gran reserva de bondad que allí reside, como el metal precioso en una veta escondida en las profundidades.