Heinrich Khunrath:
Amphitheatrum Sapientiae Aeternae Khunrath describe en detalle esta figura simbólica que representa el camino a la vida eterna, de la siguiente manera:
“Este es el portal del anfiteatro de la única sabiduría verdadera y de la única sabiduría verdadera y eterna, un portal estrecho, ciertamente, pero suficientemente majestuoso y consagrado a Jehová. La subida a este portal está hecha por un trayecto místico, indiscutiblemente prologetico, de escalones colocados frente a este como se muestra en la lámina. Consiste de siete escalones teosóficos, o mejor dicho, filosóficos, de la Doctrina de los Hijos Fieles. Después de ascender por los escalones, se sigue por el camino de Dios el Padre, ya sea directamente por inspiración o por diferentes medios transmitidos. Según las siete solemnes leyes que brillan en el portal, aquellos que son divinamente inspirados tienen el poder de entrar y, con los ojos del cuerpo y de la mente, ver, contemplar e investigar, de forma Cristiano-Cabalística, divino-mágica, psico-quimica, la naturaleza de la Sabiduría, Bondad, y Poder del Creador; para que al final, no mueran sofisticadamente, sino que vivan teosóficamente, y que los filósofos ortodoxos creados puedan, con una filosofía sincera, interpretar las obras del Señor, y dignamente alabar a Dios, que ha bendecido a Sus amigos”. La figura y la descripción arriba expuesta constituyen una de las exposiciones más notables que jamás se ha hecho de la aparición de la Casa del Hombre Sabio y de la forma en la cualse debe entrar a este lugar. Siguiendo el camino que señalan los sabios, quien busca la verdad llega finalmente a la cima del monte de la sabiduría y, al mirar hacia abajo, contempla el panorama de la vida que se extiende ante él. Las ciudades de las planicies no son más que motitas y por todas partes el horizonte queda oculto tras la bruma gris de lo Desconocido. Entonces el alma se da cuenta de que la sabiduría reside en la amplitud de miras y se incrementa en función de la perspectiva. Entonces, como los pensamientos del hombre lo elevan hacia el cielo, las calles se pierden en ciudades las ciudades en naciones, las naciones en continentes, los continentes en la tierra, la tierra en el espacio y el espacio en la eternidad infinita, hasta que al final solo quedan dos cosas: el Yo y la bondad de Dios.
Si bien el cuerpo físico del hombre vive en él y se mezcla con la multitud irresponsable, cuesta pensar que el hombre vive realmente en un mundo propio, un mundo que ha descubierto elevándose en comunión con las profundidades de su propia naturaleza interna. El hombre puede vivir dos vidas. Una es una lucha desde el vientre hasta la tumba, cuya duración se mide por algo que el propio hombre ha creado: el tiempo. Bien podemos llamarla «la vida inconsciente». La otra vida va desde el entendimiento hasta el infinito. Comienza con la comprensión, dura para siempre y se consuma en el plano de la eternidad. Se la llama «la vida filosófica». Los filósofos no nacen ni mueren, porque, cuando llegan a darse cuenta de la inmortalidad, son inmortales. Cuando han alcanzado la comunión con el Yo, se dan cuenta de que en su interior hay un fundamento inmortal que no desaparece. Sobre una base viva y vibrante —el Yo— erigen una civilización que perdurará después de que el sol, la luna y las estrellas hayan dejado de existir. El tonto no vive más que para el presente: el filósofo vive para siempre.
Una vez que la conciencia racional del hombre hace rodar la piedra y sale de su sepulcro, ya no muere más, porque después del segundo nacimiento, de carácter filosófico, ya no puede desaparecer. No se debe deducir de esto la inmortalidad física, sino, más bien, que el filósofo ha aprendido que su cuerpo físico no es más su verdadero Yo, del mismo modo que la tierra física no es su verdadero mundo. Cuando se da cuenta de que él y su cuerpo no son lo mismo —que, aunque la forma perezca, la vida no se pierde—, alcanza la inmortalidad consciente. A aquella inmortalidad hacía referencia Sócrates cuando dijo: «Anito y Meleto pueden, sin duda, condenarme a muerte, pero no pueden hacerme daño». Para los sabios, la existencia física no es más que la habitación exterior de la sala de la vida.
Abriendo las puertas de esta antecámara, el iluminado pasa a otra existencia más grande y más perfecta. El ignorante vive en un mundo limitado por el tiempo y el espacio. En cambio, para los que captan la importancia y la dignidad de Ser, aquellas no son más que formas fantasmas, ilusiones de los sentidos: son límites arbitrarios que la ignorancia del hombre impone a la duración de la Divinidad. El filósofo vive y se emociona al darse cuenta de esta duración, porque, según él, la Causa Omnisciente considera aquel período infinito el momento de todos los logros.
El hombre no es la criatura insignificante que parece ser; su cuerpo físico no es la verdadera dimensión de su auténtico ser. La naturaleza invisible del hombre es tan amplia como su comprensión y tan inconmensurable como sus pensamientos. Los dedos de su mente se extienden y agarran las estrellas; su espíritu se mezcla con la vida palpitante del propio cosmos Quien haya alcanzado el estado de entendimiento ha aumentado tanto su capacidad de conocimiento que poco a poco va incorporando en su interior los diversos elementos del universo. Lo desconocido no es más que lo que todavía falta por incluir en la conciencia del buscador. La filosofía ayuda al hombre a desarrollar el sentido de apreciación, porque, así como revela la gloria y la suficiencia del conocimiento, también despliega los poderes y las facultades latentes que le permiten dominar los secretos de las siete esferas.
Desde el mundo de las actividades físicas, los antiguos iniciados llamaban a sus discípulos a la vida de la mente y el espíritu. A lo largo de los siglos, los Misterios han estado en el umbral de la Realidad: un lugar hipotético entre el noúmeno y el fenómeno, la sustancia y la sombra. Las puertas de los Misterios siempre están entreabiertas y los que quieren pueden entrar en el espacioso domicilio del espíritu. El mundo de la filosofía no queda ni a la derecha ni a la izquierda, ni arriba ni abajo. Como una esencia sutil que impregna todo el espacio y toda la sustancia, está en todas partes: penetra en lo más interno y lo más externo de todo el ser. En todos los hombres y en todas las mujeres, estas dos esferas están conectadas por una puerta que conduce desde el no yo y sus preocupaciones hasta el Yo y sus realizaciones. En los místicos, esta puerta es el corazón y, mediante la espiritualización de sus emociones, se ponen en contacto con el plano más elevado, que, una vez sentido y conocido, se convierte en la suma de lo que vale la pena. En los filósofos, la razón es la puerta entre el mundo exterior y el interior, y la mente iluminada salva el abismo entre lo corpóreo y lo incorpóreo. Por consiguiente, la divinidad nace dentro del que ve y, desde las preocupaciones de los hombres, se eleva hacia las preocupaciones de los dioses. En esta época de cosas «prácticas», los hombres se burlan hasta de la existencia de Dios Se mofan de la bondad, mientras reflexionan con la mente ofuscada sobre la fantasmagoría de lo material. Han olvidado el camino que conduce más allá de las estrellas. Se han desmoronado las grandes instituciones místicas de la Antigüedad, que invitaban al hombre a ingresar en su herencia divina, y las instituciones creadas por el hombre se yerguen ahora donde antes los antiguos templos del saber alzaban un misterio de columnas acanaladas y mármoles pulidos. Los sabios vestidos de blanco que entregaron al mundo ideales de cultura y belleza se han envuelto en sus vestiduras y han desaparecido de la vista de los hombres. Sin embargo, esta pequeña tierra todavía está bañada —como antes — por la luz de su Generador Providencial. Criaturas ingenuas siguen haciendo frente a los misterios de la existencia física. Los hombres siguen riendo y llorando, amando y odiando; algunos sueñan todavía con un mundo más noble, una vida más plena, una comprensión más perfecta. Tanto en el corazón como en la mente del hombre, las puertas que conducen de la mortalidad a la inmortalidad se mantienen entreabiertas La virtud, el amor y el idealismo siguen siendo los regeneradores de la humanidad. Dios sigue amando y conduciendo los destinos de Su creación. El camino sigue subiendo, serpenteante, hacia la consecución. El alma del hombre no ha perdido sus alas, que solo están dobladas bajo su vestidura de carne. La filosofía sigue siendo el poder mágico que, rompiendo el recipiente de arcilla, libera el alma de la esclavitud del hábito y la perversión y, como antes el alma liberada puede desplegar las ajas y remontarse hasta sus propios orígenes.
Los que proclaman los Misterios vuelven a hablar y dan a todos los hombres la bienvenida a la Casa de la Luz. La gran institución de materialidad ha fracasado. La civilización falsa construida por el hombre se ha dado la vuelta y, como el monstruo de Frankenstein, está destruyendo a su creador. La religión vaga sin rumbo por el laberinto de la especulación teológica. La ciencia choca, impotente, contra las barreras de lo desconocido. La única que conoce el camino es la filosofía trascendental. Solo la razón iluminada puede elevar la parte lúcida del hombre hacia la luz. Solo la filosofía puede enseñar al hombre a nacer bien, a vivir bien, a morir bien y, de forma perfecta, a volver a nacer. A este grupo de elegidos —los que han escogido la vida del conocimiento, de la virtud y de la utilidad—, los filósofos de todos los tiempos te invitan a entrar, lector.