quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - La Música de las Esferas

 

La más sublime y, sin embargo, la menos conocida de todas las especulaciones pitagóricas era la de la armonía sideral. Decían que Pitágoras era el único hombre que oía la música de las esferas. Parece que los caldeos fueron el primer pueblo que concibió que los cuerpos celestes se unían en un canto cósmico mientras se desplazaban majestuosamente por el cielo. Job describe una época en la que «las estrellas matutinas cantaban juntas» y, en El mercader de Venecia, el autor de las obras de Shakespeare escribe lo siguiente: «Ni el astro más pequeño que veas en el cielo deja de imitar al moverse el canto de los ángeles». Sin embargo, es tan poco lo que se conserva del sistema pitagórico de música celestial que solo se puede conocer una aproximación a su teoría. Pitágoras concebía el universo como un monocordio inmenso, con su única cuerda conectada por el extremo superior con el espíritu puro y por el inferior con la materia pura; en otras palabras, una cuerda extendida entre el cielo y la tierra. Contando hacia dentro a partir de la circunferencia de los cielos, Pitágoras, según algunos expertos, dividía el universo en nueve partes y, según otros, en doce partes. A continuación, damos una explicación de este último sistema. La primera división era la empírea, o la esfera de las estrellas fijas, el lugar donde moraban los inmortales. De la segunda a la duodécima eran (por este orden) las esferas de Saturno, Júpiter, Marte, el sol, Venus, Mercurio y la luna y el fuego, el aire, el agua y la tierra. Esta distribución de los siete planetas —en la astronomía antigua, el sol y la luna se consideraban planetas— es idéntica al simbolismo del candelabro de los judíos: el sol en el centro como brazo principal, con tres planetas a cada lado.
Los nombres que Pitágoras puso a las distintas notas de la escala diatónica derivaban —según Macrobio— del cálculo de la velocidad y la magnitud de los cuerpos planetarios. Se creía que, a su paso apresurado e interminable por el espacio, cada una de aquellas esferas gigantescas producía un tono determinado, provocado por su desplazamiento constante de la difusión etérea. Como aquellos tonos eran una manifestación del orden y el movimiento divinos se deducía, necesariamente, que participaban de la armonía de su propia fuente. «Era común entre los griegos afirmar que los planetas, al girar en torno a la tierra, producían ciertos sonidos, que diferían en función de su respectiva “magnitud, celeridad y distancia local”. Por ejemplo, decían que Saturno, el planeta más lejano, producía la nota más grave, mientras que la Luna, el más próximo, daba la más aguda. “Estos sonidos de los siete planetas y la esfera de las estrellas fijas, junto con la que está por encima de nosotros [Antichton], son las nueve Musas y su sinfonía conjunta se llama Mnemósine”». Esta cita contiene una referencia oscura a la división del universo en nueve partes que se mencionaba anteriormente.
Los iniciados griegos también reconocían una relación fundamental entre cada uno de los cielos o esferas de los siete planetas y las siete vocales sagradas. El primer cielo emitía el sonido de la vocal sagrada Α (Alpha); el segundo cielo, la vocal sagrada Ε (Epsilon); el tercero, Η (Eta); el cuarto, Ι (Iota); el quinto, Ο (Omicron); el sexto, Υ (Ipsilon); y el séptimo cielo, la vocal sagrada Ω (Omega). Cuando estos siete cielos cantan juntos, producen una armonía perfecta que se eleva en una alabanza eterna hasta el trono del creador. Aunque nunca se manifieste así, es probable que haya que plantearse que los cielos planetarios ascienden en el orden pitagórico, comenzando por la esfera de la luna, que sería el primer cielo.
Muchos instrumentos primitivos tenían siete cuerdas y en general se reconoce que fue Pitágoras quien añadió la octava cuerda a la lira de Terpandro. Las siete cuerdas siempre se relacionaban tanto con sus correspondencias en el cuerpo humano como con los planetas. También se pensaba que los nombres de Dios se formaban a partir de combinaciones de las siete armonías planetarias. Los egipcios restringían sus cantos sagrados a los siete sonidos primarios y los demás estaban prohibidos en sus templos. Uno de sus himnos contenía la siguiente invocación: «Los siete tonos que suenan Te alaban, Gran Dios y Padre incansable de todo el universo». En otro, la divinidad se describe a sí misma con estas palabras: «Soy la gran lira indestructible del mundo entero, en sintonía con las canciones de los cielos».
Los pitagóricos creían que todo lo que existía tenía voz y que todas las criaturas estaban alabando constantemente al Creador. El hombre no puede oír estas melodías divinas, porque su alma está enredada en la ilusión de la existencia material, pero cuando se libere de la esclavitud del mundo inferior, con sus limitaciones sensoriales, la música de las esferas volverá a ser audible como lo era en la época dorada. La armonía reconoce la armonía y cuando el alma humana recupere su verdadero estado, no solo escuchará el coro celestial, sino que se sumará a él en un cántico perdurable de alabanza al Bien eterno que controla la infinidad de partes y condiciones del Ser.
Los Misterios griegos incluían en sus doctrinas un concepto magnífico de la relación existente entre música y forma. Por ejemplo, se consideraba que los elementos arquitectónicos eran comparables con modos y notas musicales o que tenían un equivalente musical. Por consiguiente, cuando se levantaba un edificio en el cual se combinaban una cantidad de estos elementos, se lo comparaba con un acorde musical, que solo era armonioso cuando cumplía todos los requisitos matemáticos de los intervalos armónicos. Consciente de esta analogía entre el sonido y la forma, Goethe decía que «la arquitectura es música cristalizada».
En la construcción de sus templos de iniciación, los sacerdotes primitivos con frecuencia demostraron su conocimiento superior de los principios básicos de los fenómenos conocidos como vibración. Una parte considerable de los rituales mistéricos consistía en invocaciones y salmodias, para lo cual se construían cámaras acústicas especiales: una palabra que se susurrase en una de aquellas salas se intensificaba tanto que las reverberaciones hacían oscilar todo el edificio y lo llenaban con un rugido ensordecedor. Hasta la madera y la piedra utilizadas en la construcción de aquellos edificios sagrados acababan por impregnarse tanto de las vibraciones sonoras de las ceremonias religiosas que, cuando las golpeaban, reproducían los tonos que los rituales habían impreso repetidas veces en su sustancia. Cada elemento de la naturaleza tiene su propia tónica. Si estos elementos se combinan en una estructura compuesta, el resultado es un acorde que, al sonar, descompone el conjunto en las partes que lo componen. Asimismo, cada individuo tiene una tónica que, si suena, lo destruye. La alegoría de la destrucción de las murallas de Jericó cuando sonaron las trompetas de Israel pretendía —sin duda— plantear la importancia arcana de cada tónica o vibración.

La Filosofía del color

«La luz —escribe Edwin D. Babbit—revela la magnificencia del mundo exterior y, sin embargo, es lo más magnífico. Aporta belleza, revela belleza y es, en sí misma, lo más bello. Analiza, revela la verdad y pone al descubierto la simulación, porque muestra las cosas como son. Sus corrientes infinitas miden el universo y fluyen hacia nuestros telescopios desde estrellas situadas a trillones de kilómetros de distancia. Por otra parte, desciende hasta objetos increíblemente pequeños y revela en el microscopio objetos cincuenta millones de veces más pequeños que los que se pueden ver a simple vista. Como todas las demás fuerzas y sus movimientos son maravillosamente delicados, aunque penetrantes y poderosos. Sin su influencia vivificante, la vida vegetal, animal y humana debe desaparecer de la tierra de inmediato y todo se arruina. Nos vendrá bien, pues, tener en cuenta este principio potencial y hermoso de la luz y los colores que la componen, porque cuanto más penetremos en sus leyes internas, más se presentará como un depósito maravilloso de poder para vitalizar, curar, mejorar y deleitar a la humanidad».
Como la luz es la manifestación física básica de la vida y baña con su resplandor toda la creación, es sumamente importante comprender, al menos en parte, la naturaleza sutil de esta sustancia divina. Lo que se llama luz en realidad es una velocidad de vibración que provoca reacciones determinadas en el nervio óptico. Pocos se dan cuenta de que están emparedados por las limitaciones de las percepciones sensoriales. La luz no solo es mucho más de lo que nadie haya visto nunca, sino que también hay formas desconocidas de luz que ningún equipo óptico registrará jamás. Existen innumerables colores que no se pueden ver, así como hay sonidos que no se pueden oír, olores que no se pueden oler, sabores que no se pueden degustar y sustancias que no se pueden sentir. El hombre está rodeado por un universo supersensible del cual no sabe nada, porque sus centros de percepción sensorial no se han desarrollado lo suficiente para reaccionar a las velocidades de vibración más sutiles que constituyen dicho universo. Tanto entre los pueblos civilizados como entre los salvajes se acepta el color como un lenguaje natural para expresar doctrinas religiosas y filosóficas. La antigua ciudad de Ecbatana, como la describe Heródoto, con sus siete murallas pintadas según los siete planetas, revelaba el conocimiento que poseían los magos persas sobre este tema. El famoso zigurat o torre astronómica del dios Nabo en Borsippa ascendía en siete grandes escalones o fases, cada uno de los cuales estaba pintado del color fundamental de uno de los cuerpos planetarios.
Por ende, resulta evidente que los babilonios estaban familiarizados con el concepto del espectro en su relación con los siete dioses o poderes creativos. En India, uno de los emperadores mogoles hizo construir una fuente con siete niveles. El agua que caía a los lados por unos canales distribuidos especialmente cambiaba de color al descender e iba pasando sucesivamente por cada uno de los colores del espectro. En el Tíbet, los artistas locales utilizan el color para expresar distintos estados de ánimo. L. Austine Waddell, al escribir acerca del arte budista septentrional, destaca que, en la mitología tibetana, «la tez blanca y la amarilla suelen ser típicas de los temperamentos afables, mientras que la roja, la azul y la negra corresponden a formas furibundas, aunque a veces el azul claro, que indica el cielo, simplemente significa celestial. Por lo general, a los dioses se los representa blancos; a los trasgos, rojos, y a los diablos, negros, como a sus parientes europeos».
En Menón, Platón, hablando a través de Sócrates, describe el color como «una emanación de la forma, acorde con la visión y perceptible». En el Teeteto se explaya más sobre el tema, con estas palabras: «Si aplicamos el principio que acabamos de afirmar de que nada existe por sí mismo, veremos que cada color —el blanco, el negro y cualquier otro—se produce cuando el ojo encuentra el movimiento adecuado y que lo que llamamos la sustancia de cada color no es el elemento activo ni el pasivo, sino algo que pasa entre ellos y es peculiar de cada perceptor. ¿Está seguro de que todos los animales —por ejemplo, un perro— ven los distintos colores igual que usted?». En la tetractys pitagórica —el símbolo supremo de las fuerzas y los procesos universales— se exponen las teorías de los griegos con respecto al color y la música. Los tres primeros puntos representan la Luz Blanca triple, que es la Divinidad que contiene la posibilidad de todos los sonidos y los colores. Los otros siete puntos son los colores del espectro y las notas de la escala musical. Los colores y los tonos son los poderes creativos activos que surgen de la primera causa y establecen el universo. Los siete se dividen en dos grupos —uno contiene tres poderes y el otro, cuatro—, una relación que también aparece en la tetractys. El grupo superior —el de tres— se conviene en la naturaleza espiritual del universo creado y el grupo inferior —el de cuatro — se manifiesta como la esfera irracional o el mundo inferior.
En los Misterios, los siete Logi, o Señores Creativos aparecen como corrientes de fuerza que salen de la boca del Uno Eterno, lo cual significa que el espectro se extrae de la luz blanca de la Divinidad Suprema. Los judíos llamaban Elohim a los siete Creadores o Inventores de las esferas inferiores. Para los egipcios eran los Constructores (algunas veces, los Gobernadores) y los representaban con grandes cuchillos en la mano, con los que esculpieron el universo a partir de su sustancia primordial. La adoración de los planetas se basa en su aceptación de las personificaciones cósmicas de los siete atributos creativos de Dios. Se decía que los Señores de los planetas vivían dentro del cuerpo del sol, porque la verdadera naturaleza del sol, análoga a la luz blanca, contiene las semillas de todas las potencias de tono y color que manifiesta.
Hay numerosas disposiciones arbitrarias que expresan las relaciones mutuas entre los planetas, los colores y las notas musicales. El sistema más satisfactorio es el que se basa en la ley de las octavas. El sentido del oído tiene un alcance mucho más amplio que el de la vista, porque, mientras que el oído puede registrar entre nueve y once octavas de sonido, el ojo se limita a conocer apenas siete colores fundamentales, un tono menos que la octava. El rojo, cuando se sitúa como el color más bajo en la escala cromática, corresponde al do, la primera nota de la escala musical. Si continuamos la analogía, el anaranjado corresponde al re, el amarillo al mi, el verde al fa, el azul al sol, el índigo al la y el violeta al si. El octavo color necesario para completar la escala debería ser la octava superior del rojo, el primer color. La precisión de esta disposición se demuestra mediante dos hechos sorprendentes: 
1) las tres notas fundamentales de la escala musical —la primera, la tercera y la quinta—corresponden a los tres colores primarios: el rojo, el amarillo y el azul;
2) la séptima nota de la escala musical, la menos perfecta, corresponde al morado, el color menos perfecto de la escala cromática.
En Los principios de la luz y el color, Edwin D. Babbit confirma la correspondencia entre la escala cromática y la musical: «Así como el do está en la parte inferior de la escala musical y se hace con las ondas de aire más bastas, el rojo está en la parte inferior de la escala cromática y se hace con las ondas más bastas del éter luminoso. Mientras que la nota musical si [la séptima nota de la escala] requiere cada vez cuarenta y cinco vibraciones de aire, la nota do, en el extremo inferior de la escala, requiere veinticuatro, es decir, poco más de la mitad, y el violeta extremo requiere alrededor de ochocientos billones de vibraciones de éter por segundo, mientras que el rojo extremo requiere tan solo alrededor de cuatrocientos cincuenta billones, que también es poco más de la mitad. Cuando una octava musical acaba, otra comienza y continúa con apenas el doble de vibraciones que las que se usaban en la primera octava y así se repiten las mismas notas en una escala mejor. Asimismo, cuando la escala de los colores visibles al ojo común acaba con el violeta, otra octava con colores invisibles mejores, con casi el doble de vibraciones, comienza y avanza precisamente en base a la misma ley».
Cuando los colores se relacionan con los doce signos del Zodiaco, se distribuyen como los rayos de una rueda. A Aries le corresponde el rojo puro; a Tauro, el rojo anaranjado; a Géminis, el anaranjado puro; a Cáncer, el amarillo anaranjado; a Leo, el amarillo puro; a Virgo, el verde amarillento; a Libra, el verde puro; a Escorpio, el azul verdoso; a Sagitario, el azul puro: a Capricornio, el violeta azulado; a Acuario, el violeta puro, y a Piscis, el rojo violáceo. En su presentación del sistema oriental de filosofía esotérica, H. P. Blavatsky relaciona los colores con la constitución septenaria del hombre y los siete estados de la materia. Para mantener las analogías adecuadas de tono y color, en esta distribución de los colores del espectro y las notas musicales de la octava es necesario agrupar los planetas de otra forma. De este modo, do se convierte en Marte; re en el sol; mi en Mercurio: fa en Saturno; sol en Júpiter; la en Venus, y si en la luna.