segunda-feira, 24 de abril de 2023

J. M. RAGÓN - CURSO FILOSÓFICO DE LAS INICIACIONES ANTIGUAS Y MODERNAS

SOBRE LOS ANTIGUOS MISTERIOS


Aparte del culto público que rendían los antiguos a cada lugar del paganismo, existía un culto secreto denominado los Misterios, al que únicamente eran admitidos quienes habían pasado por ciertas ceremonias preparatorias conocidas con el nombre de iniciaciones.

Las naciones se intercambiaban los dioses, pero no introdu­cían siempre el culto secreto al mismo tiempo que el público. Sabido es que el de Baco fue admitido en Roma mucho tiempo antes de que sus misterios fueran instituidos en esta ciudad; pero a veces se adoptaba un dios extranjero con objeto de esta­blecer y de celebrar su culto secreto; como ocurrió en el caso de la introducción del culto de Isis y de Osiris entre los romanos.

Los cultos más difundidos en la antigüedad fueron los de Orfeo, Baco, Eleusis y Mithra. Algunas naciones bárbaras cono­cieron estos cultos por boca de los egipcios, antes de que fueran introducidos en Grecia: por ejemplo, los druidas de Bretaña, cuya religión procedía de Egipto, celebraban las orgías de Baco.

Los Misterios de Eleusis celebrados en Atenas en honor de Ceres fueron absorbiendo a los demás. Todos los pueblos ve­cinos olvidaron los de sus naciones para celebrar los de Eleusis, y no tardaron en iniciarse en ellos todos los pueblos de Grecia y de Asia Menor. Se difundieron por todo el imperio romano y hasta allende sus límites. Zósimo dice que abarcaban a todo el género humano, y Arístides los denomina templo común de toda la tierra.

La importancia adquirida por los misterios nos produciría menos extrañeza si tuviéramos en cuenta la naturaleza de los lugares en que nacieron. Atenas pasaba por ser la ciudad más famosa de la tierra por su devoción. Sófocles le denomina edificio sagrado de los dioses cuando alude a su fundación. Con el mismo espíritu decía San Pablo: ¡Oh, atenienses!, que sois en todas las cosas religiosas hasta un grado supremo; de ahí que Atenas fuera un modelo y un ejemplo de religión para todo el mundo.

En las festividades eleusinas había dos clases de misterios: los mayores y los menores; estos últimos eran una especie de preparación para iniciaciones más elevadas; se admitía en ellos a todo el mundo. Ordinariamente se hacía un noviciado de tres años y, a veces, de cuatro. Según dice Clemente de Ale­jandría, lo que se enseñaba en los grandes misterios concernía al universo, y era el fin, la cumbre de todas las instrucciones; allí se veían las cosas tales como ellas son, y se examinaban la naturaleza y sus obras.

Los antiguos decían, queriendo expresar con más fuerza y facilidad la excelencia de los misterios, que los iniciados serían más dichosos después de la muerte que los demás mortales, y mientras que las almas de los profanos serían enterradas en el fango cuando abandonaran sus cuerpos y permanecieran en­cerradas en la obscuridad, las de los iniciados volarían hacia las islas afortunadas, hacia la morada de los dioses.

Platón afirmaba que los misterios tenían por objeto resta­blecer la pureza primitiva del alma, y ese estado de perfección de que ella había descendido. Epicteto decía que “todo lo que en ellos está ordenado fue instituido por nuestros maestros, para instruir a los hombres y para corregir sus costum­bres”.

Proclo pretendía que la iniciación en los misterios elevaba al alma desde una vida material, sensual y puramente humana hacia una comunión, un comercio con los dioses.  Añadía también que en ellos se mostraba a los iniciados una variedad de cosas y de especies diferentes que representaban la primera generación de los dioses.

La pureza de costumbres y la elevación del espíritu eran cua­lidades que se recomendaban y prescribían a los iniciados. Cuan­do hagas sacrificios, dice Epicteto, o dirijas plegarias a los dioses, prepárate para ello con pureza de espíritu y de corazón y aporta las mismas disposiciones que se requieren para aproximarse a los misterios.

El que aspiraba a ser iniciado debía tener una reputación inmaculada y ser hombre virtuoso; luego, era examinado seve­ramente por el mistagogo o presidente de los misterios. Suetonio refiere que al viajar Nerón por Grecia, después de haber ase­sinado a su madre, tuvo deseos de asistir a la celebración de los misterios de Eleusis, pero no se atrevió a hacerlo porque el reproche interno de su crimen le hizo variar de propósito. Por el contrario, Antonio no encontró medio mejor de disculparse ante el mundo de la muerte de Avidio Casio, que el de hacer que le iniciaran en los misterios de Eleusis.

Los iniciados sometidos a instituciones tan virtuosas eran considerados por los demás hombres como seres felices. Aristó­fanes, cuyos sentimientos son fiel trasunto de los del pueblo, hacía hablar del siguiente modo a los iniciados: Únicamente sobre nosotros luce el astro favorable del día; únicamente nos­otros recibimos el placer de la influencia de sus rayos, nosotros que somos iniciados y realizamos toda suerte de actos de jus­ticia y de piedad por los ciudadanos y los extranjeros.

Cuanto más antiguo era el iniciado, más respeto infundía. 

No tardó en considerarse deshonroso el no serlo, y, por vir­tuoso que se fuera o se pareciese, el pueblo sospechaba del que no era iniciado, como ocurrió en el caso de Sócrates.

Los misterios no tardaron en hacerse tan universales por el número de personas de toda suerte de rangos y de condi­ciones que ingresaron en ellos, como por la extensión de los países en que se introdujeron. Todo el mundo era iniciado: los hombres, las mujeres y los niños; tal es lo que cuenta Apu­leyo cuando describe el estado de los misterios en su época: entonces se creía que la iniciación era tan necesaria como ahora el bautismo. En fin, esta pasión llegó a ser tan grande y uni­versal que, si hemos de creer al comentarista Hermógenes, el tesoro público de Atenas llenó sus agotadas arcas iniciando a numerosos aspirantes. Aristogitón dictó una ley que prescribía que el que desease iniciarse debía satisfacer cierta cantidad.

Los iniciados recibían el titulo de epoptas, palabra que sig­nifica “el que ve las cosas tales como son”, es decir, sin velo, por contraposición al nombre con que antes se les denominaba: mystos (velado), que significa lo contrario.