La Mater Alchimia no es algo primigenio o inicial, sino una época, que aproximadamente comienza con la era cristiana y en los siglos XVI-XVII da a luz la era científico-natural, para después marchitarse desconocida y mal interpretada y hundirse como una etapa agotada en la corriente de los siglos. Pero, como toda madre alguna vez fue hija, así también la alquimia: su ser propio nace de aquellos sistemas Gnósticos que Hipólito concibe con justicia como de filosofía (natural), y que con ayuda, por una parte, de la filosofía clásica griega, y por otra de la mitología griega, cercano oriental y egipcia, así como de la dogmática cristiana y la Kabbalah judía, realizó la tentativa, de alto interés para la perspectiva moderna, de alcanzar una concepción total del mundo en que lo físico y lo místico desempeñaran papeles gemelos. Si este propósito se hubiese logrado, el mundo no habría llegado a vivir el espectáculo singular de dos concepciones del mundo simultáneas y en curso paralelo, que no quieren o no pueden saber nada la una de la otra. San Hipólito estaba aún en la envidiable posición de poder comparar la doctrina cristiana con, por decirlo así, sus hermanas del paganismo; también en san Justino Mártir encontramos planteos análogos; y debemos señalar, para honra del pensamiento cristiano, que hasta la época de Kepler no faltaron tentativas de explicar y concebir a partir del dogma la naturaleza en sentido amplio.
Pero estas tentativas tuvieron que fracasar ante el insuficiente conocimiento de los procesos naturales. Por eso se llegó, en el curso del siglo XVIII, a la conocida idea de la incomparabilidad entre la fe y el saber: a la fe le faltaba la experiencia, y al saber, el alma. La ciencia creía en una objetividad absoluta, pasando deliberadamente por alto que la auténtica portadora y generadora de la ciencia es la psique, y de precisamente se supo menos que de cualquier otra cosa por el más largo tiempo: era o un síntoma de reacciones químicas, o un epifenómeno de procesos celulares en el cerebro, y hasta, por cierto tiempo, propiamente no existió. La ciencia era por completo inconsciente de que se servía para sus observaciones de un aparato fotográfico, por así decirlo, acerca de cuyo funcionamiento y estructura no sabía práctica nada y cuya existencia, además, hasta a menudo no quería reconocer. Es una conquista recentísima el haber tenido que tomar en cuenta la realidad objetiva del factor psíquico. Característicamente, fue la microfísica la que del modo más perceptible e inesperado se topó con la psique. Como se comprenderá, prescindimos de la psicología del inconsciente, pues su hipótesis de trabajo consiste precisamente en la realidad de la psique; y aquí lo que estamos caracterizando es lo contrario, es decir, el choque de ésta con la física.
Ahora bien; para los Gnósticos -y éste es propiamente su secreto- la psique existía como fuente del Conocimiento, lo mismo que para los alquimistas. Dejando aparte la psicología del inconsciente, las ciencias naturales y la filosofía de nuestro tiempo sólo sabe de lo externo y la fe sólo de lo interno, y ello únicamente en la forma que le han transmitido los primeros siglos cristianos, desde san Pablo y el Evangelio de Juan. La fe es, lo mismo que la objetividad de la ciencia clásica absoluta, y por lo tanto no pueden conciliarse ni la fe y el saber, ni los cristianos entre sí.
La doctrina cristiana es un símbolo altamente diferenciado, expresa lo psíquico trascendente o, para decirlo con Dorn, la imago Dei y sus propiedades. El Credo es el symbolum. A los efectos prácticos, él comprende aproximadamente todo lo que puede establecerse fundamentalmente sobre las manifestaciones del factor psíquico en el ámbito de la experiencia interna, pero no se extiende a la naturaleza, o por lo menos no de manera reconocible. Por eso, en todos los siglos cristianos se han dado corrientes espirituales paralelas o subterráneas que trataban de establecer la naturaleza, no sólo exterior sino también la interna, en su aspecto empírico.
Aunque el dogma, como la mitología en general, enuncia la esencia de la experiencia interna, formulando así los principios operativos de la psique objetiva, o sea, del inconsciente colectivo, lo hace en un lenguaje y según un modo de concebir que se ha hecho ajeno a la orientación intelectual moderna. La palabra "dogma" hasta llega a tener una resonancia no siempre agradable, y sirve no rara vez para destacar con censura la rigidez de un prejuicio. Así, ha perdido para la mayoría de la humanidad occidental su sentido como símbolo de un hecho en sí incognoscible pero "real y efectivo" (es decir, que produce efectos). Incluso dentro de la teología, la discusión dogmática propiamente dicha luí cesado prácticamente, salvo la última declaración pontificia, señal de que el símbolo empieza a agostarse, si no está ya del todo marchito. Este desarrollo es peligroso para la cultura espiritual, pues no conocemos otro símbolo que mejor exprese el mundo del inconsciente. Por eso se vuelve la vista en no escasa medida a representaciones exóticas, con la esperanza de encontrar, por ejemplo en la India, un sustituto. Esta expectativa es engañosa, pues los símbolos indios, como los cristianos, formulan contenidos del inconsciente, pero en cada caso éste representa, en gran medida, el respectivo pasado espiritual. Las doctrinas indias expresan la esencia de las vivencias cuatro veces milenarias del hombre indio. Por cierto podemos aprender mucho del pensamiento indio, pero él nunca expresa ese pasado que se conserva en nosotros. Nuestra premisa es y sigue siendo el cristianismo, que abarca, según el caso, de once a diecinueve siglos. Antes de él, está para la mayoría de los occidentales el estado espiritual, considerablemente más dilatado aún en el tiempo, del politeísmo y el polidemonismo. En ciertos lugares de Europa, la historia del cristianismo comprende sólo poco más de quinientos años, es decir, no más de unas dieciséis generaciones. La última bruja fue quemada en Europa el año en que nació mi abuelo, y en el siglo XX ha vuelto a irrumpir la barbarie, con su degradación de la naturaleza humana.
Menciono estos hechos para ilustrar cuan delgada es la pared que nos separa de los primordios paganos. A ello se agrega que los pueblos germánicos nunca se desarrollaron orgánicamente de un polidemonismo primitivo al politeísmo y a su refinamiento filosófico, sino que en muchos lugares recibieron el monoteísmo cristiano y la doctrina de la salvación en las lanzas de las legiones de Roma, análogamente a como en África la ametralladora representa el argumento latente de la invasión cristiana (de la existencia de ese miedo he tenido la oportunidad de convencerme in situ). Sin duda, la difusión del cristianismo entre los pueblos bárbaros no sólo favoreció sino también fomentó cierta inflexibilidad y rigidez del dogma. Se observa también algo semejante en la difusión del Islam, que se vio igualmente necesitado de rigidez y fanatismo. En la India, el desarrollo del símbolo transcurrió de modo más orgánico y sereno. Hasta la gran reforma del hinduismo, el budismo, por una parte, se funda, de modo auténticamente indio, en el yoga, y por otra fue reasimilado sin residuo en el curso de un siglo, por lo menos en la India donde el Buddha mismo tiene su trono en el panteón como avatâra de Vishnú, junto con Cristo, Matsya (el "pez"), Kurma (la "tortuga”), vámana (el "enano") y otros más.
El desarrollo histórico del espíritu occidental no puede en absoluto compararse con el de la India. Por eso, quien cree poder adoptar inmediatamente formas orientales de concebir, se desarraiga, pues aquéllas no expresan nuestro pasado occidental, sino quedan como conceptos intelectuales, exangües, que no hacen vibrar ninguna cuerda en nuestro ser profundo. Estamos enraizados en suelo cristiano. Este fundamento ciertamente no alcanza demasiada profundidad, y, como hemos dicho, en muchos puntos se ha mostrado de alarmante delgadez, de modo que el paganismo originario pudo ganar nuevamente posesión de gran parte de Europa, en forma cambiada pero también con la forma de economía que le era propia, la esclavitud.
Este desarrollo moderno confirma que las corrientes paganas, claramente presentes en la alquimia, se han mantenido vivas bajo la superficie cristiana. En los siglos XVI-XVII la Alquimia alcanzó su máximo florecimiento, para después extinguirse en apariencia. En realidad, encontró su continuidad en las ciencias naturales, que en el siglo XIX condujeron al materialismo y en el XX al llamado "realismo", cuyo fin, por lo pronto, no se divisa aún. Pero el cristianismo, pese a todas las ocasionales y bienintencionadas aserciones en contrario, quedó a un lado, sin fuerzas. Todavía tiene la Iglesia cierto poder, pero apacienta su rebaño sobre los escombros de Europa. Su mensaje es efectivo en la medida en que uno sabe combinar su lenguaje, sus representaciones y sus usos con la comprensión del presente. Pero ya no habla para muchos, como san Pablo en el agora de Atenas, el lenguaje del presente inmediato, sino que su mensaje se reviste de las palabras sacrosantas sancionadas por la edad. Ahora bien; ¿qué éxito habría alcanzado la prédica de san Pablo si se hubiese valido del lenguaje y el mito de la era minoica para anunciar el Evangelio a los atenienses? Infortunadamente, se pasa enteramente por alto que procediendo así se plantean al hombre de hoy exigencias mucho mayores que al de los tiempos apostólicos: para éste no significaba ninguna dificultad creer en el nacimiento virginal de héroes y semidioses, y por eso todavía san Justino pudo valerse de este argumento en su Apología; tampoco era algo inaudito la idea de un hombre-Dios salvador, pues prácticamente todos los potentados asiáticos, así como el César romano, eran de naturaleza divina, ¡A nosotros ya nos es ajena hasta la idea de un rey por gracia divina!
Los relatos prodigiosos del Evangelio, que convencían fácilmente al hombre de entonces, serían en cualquier biografía de hoy piedras de escándalo y suscitarían lo contrario de la creencia. La naturaleza prodigiosa o extravagante de los dioses era lo corriente en los mitos todavía vivos y fue de particular y convincente significación en el refinamiento filosófico de aquéllos. Hermes ter unus ("Hermes tres veces uno") no era ningún absurdo intelectual, sino una verdad filosófica. Sobre estas bases, el dogma de la Trinidad pudo construirse de modo convincente. Pero para el hombre moderno éste significa o un misterio inaccesible o una curiosidad histórica, preferiblemente lo último. Para el hombre antiguo la virtus del agua consagrada o la transmutación de las sustancias no era ninguna enormidad, pues había incluso fuentes sagradas, cuyos efectos eran incomprensibles, y cambios químicos cuya índole aparecía como maravillosa. Hoy cualquier escolar sabe más, en principio, sobre la constitución de la naturaleza que toda la historia natural de un Plinio.
Entonces, hoy san Pablo, si emprendiera la tarea de hacerse oír en Hyde Park por la gente razonable, no tendría bastante con citas de la literatura griega y algunos conocimientos de historia judía, sino que debería acomodar su forma de expresión a las posibilidades de comprensión de un público inglés moderno. De no hacerlo así, anunciaría mal su mensaje, pues nadie, salvo quizá un filólogo clásico, le entendería ni aun aproximadamente. Pero tal es la situación actual de la kerigmática (teoría de la proclamación de la Palabra) cristiana. No que se valga, literalmente, de un lenguaje ajeno y muerto; sino que habla en imágenes que por una parte parecen conocidas de antiguo y por lo tanto, engañosamente, de sentido familiar, pero por otra parte, infinitamente alejadas como están de una comprensión consciente moderna, tocan, cuando mucho, al inconsciente, y ello sólo si el expositor pone toda el alma en la tarea. Por eso, en el mejor de los casos, el efecto queda estancado en la esfera del sentir, pero la mayoría de las veces ni siquiera llega ahí.
Falta el puente que una el dogma con la vivencia íntima del individuo. En cambio de ello, el dogma es "creído"; (veritas prima, esta "verdad primera" es invisible y desconocida, y ella, y no el dogma, es lo que está en la base de la "Fe".) se lo hipostasía, como entre los protestantes la Biblia, ilegítimamente promovida a autoridad suprema pese a sus contradicciones y sus interpretaciones controvertidas. (Como es sabido, ¡todo puede autorizarse a partir de la Biblia!). El dogma ya no formula, ya no expresa, sino que es un principio por sí, sin ningún asidero en una vivencia demostrativa (beweisenden). En verdad, la fe misma se ha convertido en esta vivencia. La fe de un Pablo, que nunca tuvo la vivencia del Señor encarnado, aún podía remitirse a la aparición avasalladora del camino de Damasco y a la revelación del Evangelio en el éxtasis, y la fe del cristiano antiguo y medieval en posibilidades inconcebibles en ninguna parte chocaba con el consenso universal, sino que se veía sostenida por éste. Pero todo ello ha cambiado fundamentalmente en los últimos trescientos años, sin embargo, ¿qué cambio de principio se ha realizado paralelamente en la concepción teológica?
Existe el peligro —y no hay ninguna duda acerca de él- de que el vino nuevo haga estallar los viejos odres, y que lo que ya no se comprende se arrumbe en el rincón de los trastos viejos, como ya ocurrió una vez en tiempos de la Reforma. El protestantismo eliminó entonces (salvo un pálido resto) el rito, componente indispensable de toda religión, y sigue manteniéndose sobre la sola fe. Del contenido de ésta, del symbolum, constantemente se desmoronan nuevos pedazos. ¿Qué queda realmente? ¿La persona de Jesucristo? Todo laico sabe que la personalidad del fundador pertenece, biográficamente, a lo más oscuro de lo que el Nuevo Testamento ha transmitido, y, desde el punto de vista humano-psicológico, esa personalidad es un enigma impenetrable. Como cierta vez dijo acertadamente un escritor católico, los textos evangélicos representan a la vez la historia de un hombre y la de un Dios. ¿O queda el Dios solamente? ¿Qué hay entonces de la Encarnación, esa parte esencial del símbolo de la fe? En mi opinión, sería mucho mejor aplicar al símbolo las palabras de un Papa: Sit ut est, aut non sit, (sea como es, o no sea) y dejarlo por lo pronto en su integridad; porque al fin y al cabo nadie entiende en realidad de qué se trata propiamente. Por lo menos, así me lo parece. ¿Cómo explicar si no los notorios apartamientos del dogma en tantas partes?
Acaso pueda parecer extraño al lector que, como médico y psicólogo, insista en el dogma. Debo poner el acento en él, por las mismas razones que otrora movieron a los alquimistas a dar un peso particular a su doctrina. Esta consiste en la quintaesencia de la simbólica de los procesos inconscientes, así como los dogmas representan una condensación o una destilación de la que se llama "historia sagrada", es decir, del mito del ser y el obrar divinos desde los tiempos primordiales. Si queremos comprender lo que entendía significar la doctrina alquímica, debemos remontarnos a la fenomenología tanto histórica como individual de los símbolos, y si queremos aproximarnos a la comprensión del dogma debemos más forzosamente aun tomar en cuenta ante todo el mundo mítico de Asia anterior que a él subyace, y luego la mitología general como expresión de una disposición común humana. A esta disposición, como es sabido, la he llamado el inconsciente colectivo, cuya existencia, por lo demás, sólo es inferible a partir de la fenomenología individual. En ambos casos la investigación llega al individuo humano, pues se trata siempre de ciertas formas complejas de representación, los llamados arquetipos, de los que puede conjeturarse que actúan como organizadores de las representaciones inconscientes. El dinamismo productor de estas configuraciones es indistinguible del hecho trascendente a la conciencia que se denomina instinto. Por lo tanto, no hay ninguna razón para entender por el arquetipo otra cosa que la configuración (Gestalt) del instinto humano.
En esta reflexión no hay que precipitarse a suponer una reducción del mundo de las representaciones religiosas a "nada más que" fundamentos biológicos, ni mucho menos a sustentar la errada opinión de que con ese modo de observación el fenómeno religioso queda "psicologizado" y por lo tanto se esfuma. A ninguna persona razonable se le ocurrirá que retrotraer la estructura humana a la de un saurio cuadrúpedo equivalga a declararla carente de validez, o que de algún modo ella quede explicada por sí misma. Tras todo eso está ciertamente el grande, y no resuelto enigma, de la vida y la evolución, y de dominante importancia no es, en fin de cuentas, el origen sino la meta del desarrollo. Pero si a una entidad viviente se la corta de sus raíces, se la priva de la conexión retrospectiva con los fundamentos de su existencia, y entonces no puede sino agostarse. En este caso, la "anamnesis" (recuerdo) de los orígenes es de importancia vital.
El cuento tradicional y el mito expresan procesos inconscientes; la práctica de narrarlos opera la rememoración y la revivificación de los mismos, y con ello la reactivación del vínculo entre conciencia e inconsciente. Lo que la escisión de las dos mitades de la psique significa, ante todo el médico lo sabe. Él la conoce como disociación de la personalidad, base de todas las neurosis: la conciencia va por un lado y el inconsciente por el lado opuesto. Como las oposiciones no pueden conciliarse en su mismo nivel (tertium non datur!), se necesita siempre una tercera instancia, supraordinada, en que ambas partes puedan conjugarse. En cuanto que el símbolo procede tanto de lo consciente como de lo inconsciente, está en condiciones de unificar ambas cosas: por medio de su forma, el aspecto ideativo, y, por medio de su numinosidad, el aspecto afectivo de la oposición.
Por eso a menudo y desde antiguo el símbolo se compara con el agua, por ejemplo en el caso del Tao, en que se unifican el Yang y el Yin: el Tao es "el espíritu del valle", el curso sinuoso del río. El símbolo de la fe, en la Iglesia, es el "agua de la doctrina", aqua doctrinae que corresponde a la prodigiosa agua "divina" de la alquimia, cuyo doble aspecto está representado por el mercurio duplex. La natural salutífera y renovadora de esta agua simbólica, como Tao, como agua bautismal y como panacea, alude al carácter terapéutico de las conexiones mitológicas a las que pertenece esa representación. Ya los médicos de orientación alquímica sabían que el arcanum sanaba, o por lo menos debía sanar, no sólo la enfermedad corporal sino además la anímica, y la moderna psicoterapia sabe también que, si bien existen muchas soluciones interinas, en el fondo hay un problema moral de opuestos, racionalmente insoluble, al que sólo puede darse respuesta por medio de una tercera instancia supraordinada, es decir, de un símbolo que expresa ambas partes en conflicto. De esta "verdad” (Dorn) o "teoría" (Paracelso) se ocupaban los antiguos médicos y alquimistas, y no podían hacerlo sino incorporando a su mundo mental la revelación cristiana. Continuaron en una nueva edad la obra de los Gnósticos (que en parte eran mucho menos herejes que teólogos) y de la patrística, con la comprensión instintivamente exacta de que el vino nuevo no debía ponerse en odres viejos y que, como la serpiente muda su piel, también el mito en cada renovado eón requiere nuevo ropaje para no perder su efecto terapéutico.
Los problemas que presenta al médico o al psicólogo modernos la integración del inconsciente sólo pueden resolverse según la línea histórica antes señalada, y el resultado vendrá a ser equivalente a una reasunción del mito heredado, lo que presupone, por supuesto, la continuidad del desarrollo. La tendencia actual a la destrucción o paso al inconsciente de toda tradición podría ciertamente interrumpir el proceso de desarrollo por un intervalo de varios siglos de barbarie. Ya es éste el caso donde domina la utopía marxista. Pero también una formación preponderantemente científico-técnica, como la que es característica de los Estados Unidos, puede producir una regresión de la cultura espiritual y con ello un considerable incremento de la disociación psíquica. Con higiene y bienestar solamente el hombre dista aún mucho de estar sano, pues, de ser así, la gente más rica e ilustrada debería ser la más sana también; pero, en lo que se refiere a neurosis, no es éste el caso en modo alguno: al contrario. Al desarraigarse y escindirse de la tradición, las masas se neurotizan, lo que las dispone para la histeria colectiva.
En lo que precede he intentado establecer en qué matriz psíquica fue asumida la figura de Cristo en el curso de los siglos. De no existir una afinidad (magneto) entre la figura del Redentor y ciertos contenidos del inconsciente, nunca hubiese podido un espíritu humano ver la luz en Cristo y abrazarla con fervor. La pieza de conexión entre ambos es el arquetipo del hombre-dios, que por una parte se hizo en Cristo realidad histórica, y por otra, en cuanto presencia "eterna", señorea el alma como totalidad supraordinada, o sea, precisamente, como el si-mismo. Es, como el sacerdote en la visión de Zósimo, un kyrios tôn pneumátôn en el doble sentido de "Señor de los espíritus" y de "Señor sobre los (malos) espíritus", lo que constituye una significación esencial del Kyrios cristiano.
El símbolo, extracanónico, del pez nos ha introducido en esa matriz psíquica y con ello en la esfera de lo vivenciable, donde los incognoscibles arquetipos son vivientes, cambian en infinita sucesión atuendo y nombre, y despliegan, en cierto modo como en una circunambulación, su nunca vista esencia. La piedra filosofal, que significa a Dios hecho hombre o al hombre hecho Dios, tiene "mil nombres". No es Cristo, sino su paralelo, es decir, aquello que en el ámbito subjetivo corresponde a lo que el dogma llama Cristo. Por eso la alquimia nos proporciona un claro concepto de lo que significa Cristo en la experiencia subjetiva y bajo qué envolturas de índole a la vez delusoria e iluminadora se vivencia su presencia operante en su trascendente inasibilidad. Podría mostrarse lo mismo en la psicología del individuo moderno, como lo he hecho en la segunda parte de mi libro Psicología y Alquimia; pero es una tarea demasiado exigente y minuciosa, pues necesita una cantidad de casuística biográfica, con que podrían llenarse volúmenes. Empresa semejante excedería mis fuerzas. Debo, pues, contentarme con haber puesto algunos fundamentos históricos y conceptuales para ese trabajo del futuro.
Resumiendo, quisiera destacar una vez más que el símbolo del pez representa una asunción espontánea de la figura evangélica de Cristo, y consiguientemente un síntoma, por así decirlo, que muestra de qué modo y con qué significación ese símbolo fue asumido por el inconsciente. A este respecto, la alegoría patrística de la captura del Leviatán (la cruz como anzuelo, Cristo a ella clavado como cebo) es enteramente característica: un contenido (pez) del inconsciente (mar) ha sido apresado y se ha adherido a la figura de Cristo. De ahí procede sin duda la peculiar expresión de san Agustín: de profundo levatus ("levantado de la profundidad"); lo que ciertamente es aplicable al pez; ¿pero a Cristo? La imagen del pez surge de la profundidad del inconsciente enfrentándose en correspondencia con la figura kerigmática de Cristo; y, si Cristo es invocado como Ikhthys [pez], esta designación remite a aquello que se ha desprendido de la profundidad del inconsciente. El símbolo del pez, por lo tanto, constituye el puente entre la figura histórica de Cristo y la naturaleza anímica del hombre, en la que tiene su asiento el arquetipo del Redentor. Por esta vía Cristo se hace vivencia, el "Cristo en nosotros".
Como lo he mostrado, la simbólica alquímica del pez lleva en línea directa al lapis philosophorum, el salvator, servator y deus terrenus, es decir, psicológicamente, al sí-mismo (Self). Con ello surge en lugar del pez un nuevo símbolo: un concepto psicológico de la totalidad humana. El Self significa la Divinidad tanto o tan poco como el pez es Cristo. Pero es una correspondencia y una vivencia interna, una recepción de Cristo en la matriz psíquica o una realización más del Hijo de Dios ahora en un simbolismo no ya teriomórfico sino conceptual ("filosófico"). Con ello, frente al mudo e inconsciente pez, se expresa claramente un aumento en el devenir de la conciencia.