terça-feira, 2 de maio de 2023

Astrología Racional


En la primera parte de esta obra, los “Elementos”, traté de despertar en el estudiante la comprensión de las influencias astrales, definiendo la astrología como fisiología de los astros. La segunda parte, la “Síntesis”, le explicó la cualidad y las reacciones de estas fuerzas por medio de los principios primitivos. En esta parte, mi primera tarea será esbozar, por lo menos, los fundamentos filosóficos de nuestros estudios y las profundidades metafísicas en que se basa.


Según una apreciación muy cautelosa, en Europa hay actualmente un millón de personas que se ocupan de estudios astrológicos. El espíritu, habituado por las cifras “récord” de nuestros días, no se da cuenta cabal de lo horrendo de este número, que, sin embargo, se evidencia cuando se compara con el estado de la medicina, la única que dentro del marco de las ciencias oficiales pueda servir de objeto análogo a la astrología. Considerando que en las numerosas universidades de Europa la medicina es enseñada pública y metódicamente y que, pese a los accesos tan facilitados, falta mucho para que la cantidad de los médicos europeos alcance la de los astrólogos, nos formaremos una clara idea de la enorme difusión de la adivinación astral; y si se empleara como metro el número de los astrónomos de Europa, las dimensiones de la astrología resultarían aún más gigantescas.


Astrólogos apasionados tomaron este resultado estadístico como prueba de la veracidad de la astrología y de su fuerza vital, y en cierto modo tenían razón. De todos modos, sin embargo, la medalla tiene también su reverso y debemos esforzarnos por ser concienzudos y objetivos, considerándolo atentamente, aun cuando sea menos hermoso. En efecto, si la astrología fuera una ocupación vulgar, el gran número de sus representantes no resultaría extraño. Pero consta que, por el contrario, es un tema altamente espiritual, y que el nivel mental que requiere no se encuentra sino en casos relativamente limitados, por lo cual debe temerse que su difusión se haya podido realizar a costa de su profundidad. Y efectivamente, es así. Centenares de miles de personas cultivan hoy día una astromancia compuesta de superstición e irreflexión, en parte como diversión particular, en parte como profesión desgraciadamente demasiado lucrativa. El número de los astrólogos verdaderos, sin embargo, sigue siendo pequeno en comparacion con las multitudes con las que son confundidos a consecuencia de un deplorable sinónimo.


¿De dónde proviene esta vulgarización y, con ella, el reducido “standard”?


Son varias las razones: de todos modos, en primer término es el caos de nuestros tiempos al que quisiera atribuir la responsabilidad*. Es evidente que hoy estamos en medio de un proceso de transformación. El comienzo de esta revolución no se encuentra, como se tiende a creer, en la época postguerra, sino en los últimos años del siglo pasado; y la guerra, que el periodista gusta de dar, según la rutina partidaria, por el “éxito” de la tontería diplomática o por el negocio de la industria pesada, no fue ni esto ni aquéllo, sino una fase de esta revolución mental. La sequedad sentimental del materialismo provocó como reacción forzosa la aparición de tendencias místicas, y puesto que a causa de la rigidez de sus dogmas las Iglesias de todas las confesiones no se mostraban lo suficientemente ágiles como para coger el viento transcendental en sus velas, las masas se dirigieron ansiosamente a lo oculto, donde ningún dogma les impedía el paso, y se entregaron o al misticismo de los apóstoles de salvación y benefactores de la humanidad, de día en día más numerosos y atrevidos, o a la astrología, la única ciencia oculta de la cual había una literatura regularmente abierta y accesible.


Aparecieron numerosos autores, tan audaces como inteligentes en negocios. Texto tras texto se prepararon con toda prisa para el mercado, encimándose uno a otro en “püpularidad”, lo que, por supuesto tenía que reflejarse en el nivel intelectual de las lecciones. Si bien pregonados en voz triunfante, eran nada más que aforismos de Ptolomeo copiados sin crítica, o -peor aún- una serie fantástica de invenciones no controladas, marca “originalidad”, o -lo peor de lo peor- un recopilado de recetas equívocas. Y para atender a todos los menesteres, esotéricos profundizadísimos se apresuraron a coronar toda esta literatura y poner una mesa astrológica según el gusto teosófico, una mesa cuyos platos se desvanecen en la nada, cuando uno quiere servirse. Vulgaridad, fantaseos, peculiaridad y aceitosa frase, eran los fundamentos de aquella “ciencia astrológica”. ¡Cada cual su propio astrólogo!¡La astrología en 15 días; no, en 8 días; no, en 24 horas!, engañando a las masas ignorantes y demasiado crédulas. A ninguno de estos “maestros” y “profesores” que escribían, enseñaban y pronunciaban conferencias, se le ocurrió proteger la astrología contra la afluencia de incompetentes, ni mencionar siquiera, y mucho menos recalcar sus inmensas exigencias a la intuición, a la lógica estricta, a la capacidad asociativa y talento combinatorio; su coeficiente de inseguridad y, por lo tanto, su carácter de mero cálculo de probabilidad; sus claros, debilidades e imperfecciones, igualmente existentes e innegables. Pero es improbable que esta franqueza tan necesaria como natural hubiera sido favorable para el negocio, por lo cual dejó de hacerse. Por lo demás, en cuanto a una parte de los autores, esta falta de advertencia podría atrihuirse a su cultura mental escasa, no sólo desde el punto de vista astrológico sino también desde cualquier otro. Esta conclusión la sugiere no sólo el espíritu y la estructura, sino el estilo sumamente deficiente de estos dudosos productos. Nadie se extrañe, pues, de que la multitud, empujada por el oscuro impulso de huir del materialismo y nutrida con tales alimentos, haya llevado a la extensión, pero no a la profundidad el concepto “astrología”.


El bajo nivel de la literatura astrológica se torna nefasto no sólo para el hábito mental de las masas, sino para la misma astrología. Entre los hombres de ciencia, tan criticados por ciertos ocultistas, hay una cantidad notable que podría ganarse para controlar imparcialmente las afirmaciones astrológicas, si no fuese por esta clase de literatura que les mata todo deseo de tocar siquiera el tema “astrología”. ¡Qué intelecto, por más benévolo que sea, prodigará su trabajo para un asunto evidentemente tan poco serio! En suma, lo que los adversarios más encarnizados de la astrología no han logrado realizar en el curso de muchos siglos, o sea despachar a esta antigua reina de las ciencias, sus tan incompetentes representantes están en el mejor camino de conseguirlo. Una vez más se demuestra lo correcto de la frase: ¡De mis amigos guárdeme Dios, que de mis enemigos me guardo yo!


Aquí debo entrar en un factor que casi en la misma proporción ha contribuido a eclipsar el cuadro de la astrología. Es la mediocridad de los contemporáneos. El hombre típico de nuestros días sólo tiene un vago perfil mental. Se me replicará que el del hombre antiguo no habrá sido más claro. Pero esta objeción es falsa. El hombre común de la antigüedad carecía en absoluto de perfil mental alguno; era pacotilla auténtica, y el nivel mental de Fulano no se distinguía en nada del de Mengano; y de esta línea, característica para la masa entera, no se apartaba. Su visión del mundo era pequeña, limitada y errónea en muchísimos puntos, pero dentro de este marco era integral, hecha y derecha, y a ella se atenía imperturbablemente. Con este tipo de masa, carente de todo interés en assuntos que traspasaban su horizonte, se enfrentaba un número relativamente exiguo de individuos espiritualmente superiores, y a su iniciativa se dejaba cualquier actividad mental elevada. Pese a la variedad y la diferenciación de los rasgos individuales, y pese a su perfilamiento mental marcadísimo, también estos investigadores y cientistas poseían una cara común: la cultura intelectual de todos ellos era enteramente universalista. El ideal de la educación antigua no era el médico, el jurista, el teólogo, el matemático, el ingeniero, sino el conjunto de todo eso y aún más: el filósofo. Aun cuando este filósofo se ocupara luego más detenidamente en alguna que otra disciplina, según su inclinación y talento, la base de su formación mental seguía siendo siempre aquel principio universalista: el filósofo.Es sabido que el ideal universalista de los antiguos está reemplazado hoy día por el especialista. La posesión de detalles científicos ha crecido enormemente; ha de ser hallada todavía la síntesis genial que de las innumerables piedras aisladas, esparcidas a troche y moche, pueda engir un edificio sinóptico; la cabeza del individuo, por más talento que tenga, es demasiado pequeña para alojar en sí la excesiva suma de hechos científicos y, por tanto, la modesta autolimitación que trata de dominar una sola disciplina es comprensible y en cierto grado también loable. Pero frente a estos hombres de ciencia no hay, como en la antigüedad, un perfil expresamente uniforme de la masa. El postulado proverbial: ¡Zapatero, a tus zapatos!, más que natural en el especialismo, se hunde en el tambaleo del mar de los intelectuales, y ¡quién no se cuenta hoy día entre los intelectuales! El teorema de la evidencia, formulado por Descartes y llegado ahora a su pleno efecto, ha aniquilado aún el respeto justificado a la autoridad, y de este modo al zapatero no le impide el más mínimo escrúpulo poner el “Quadripartitum” al lado de su horma. . . ¡Pero no por esto se ha hecho un Jacobo Boheme! La mayoría de los astrólogos se complacen en un dilettantismo superficial. No son ni cabales zapateros ni cabales astrólogos; no conocen ni el ramo que cultivan ni mucho menos su fundamento espiritual, y, por consiguiente, su perfil mental es vago. Su maldición es la medianía.


A quien mi juicio parezca demasiado riguroso, le sugiero que compare a cualquier astrólogo desde la antigüedad hasta la Edad Media avanzada con los que hoy día se dan este título. Por compensación resulta que la suma de todas las personalidades destacadas entre la antigüedad y la Edad Media equivale tan sólo a una fracción exigua del número de los que hoy día deletrean los jeroglíficos del horóscopo. Pero no se necessita ir tan lejos. Basta comparar el “standard” intelectual del astrólogo moderno con el del sujeto análogo dentro del marco de las ciencias oficiales, o sea el médico. Este también es enteramente especialista, pero hasta el último representante de la medicina demuestra con su diploma que tiene un conocimiento suficiente del fundamento espiritual de su profesión, o sea de la biología y demás ciencias naturales. Y ahora pregunte Ud. al astrólogo acerca del fundamento espiritual de su propia disciplina. ¡Ud. va a ver lo que es bueno! El interrogado sabrá generalmente que la astrología pertenece al dominio del ocultismo, pero de las leyes fundamentales más primitivas de este último no tendrá ninguna idea, y mucho menos, pormenores. Pruébelo Ud. en la práctica. Ud. puede apostar que le declarará con naturalidad que la astrología es un efecto y una aplicación práctica de la ley de la trabazón universal. Pero si insiste Ud. más y quiere informarse más a fondo de esta ley, el interrogado, si mentalmente no está corrompido por completo, callará perplejo, y si ya ha caído víctima del torrente de frases, balbuceará algo de “correspondencias”, o cantará el estribillo, tan popular y tan absolutamente falso, que reza: “¡Como arriba, así abajo!”.


Si son exactas mis consideraciones -y cualquiera que conozca la situación deberá concederme que son correctas- la necesidad de llenar los fundamentos espirituales vacíos de los astrólogos está fuera de duda. Este fin exige un esfuerzo triple:


1. Aclarar las tendencias actuales. Es evidente que este trabajo no puede llevarse a cabo por una sola persona. Todos los intelectos tienen que contribuir a esta tarea y siguen siendo responsables de este tributo ante un foro superior. En vista de mi actividad publicista al servicio de esta aclaración, por mi persona creo poder esperar tranquilamente aquel juicio.


2. Crear una literatura irreprochable. Este es un trabajo que supera la facultad de una sola persona. La prueba de mis esfuerzos pertinentes la constituye la presente obra. Hasta dónde he podido realizar mi propósito, esto es algo cuyo juicio, desde luego, debo dejar a otros.


3. Exponer claramente y propagar en la forma más amplia posible las verdaderas doctrinas del ocultismo, fundamento espiritual de la astrología. Esta tarea ha sido cumplida por el Dr. Gérard Encausse (“Papus”), fundador del ocultismo moderno. A las obras de este autor debo remitir todos cuantos no deseen limitarse a un dilettantismo astrológico, sino que también quieran familiarizarse con el mundo espiritual a que pertenece la astrología y sin el cual sigue siendo un objeto curioso y extraño.


Pasaré a ocuparme extensamente de una ley fundamental, de importancia particular para la astrología: La de conexión universal, tan mentada y tan poco comprendida en su sentido intrínseco.


Para el entendimiento de las siguientes exposiciones recuerdo el capítulo I de la “Síntesis”, donde expuse que las cosas perceptibles no son sino la expresión visible de dos factores invisibles, o sea de uno idealespiritual, y de otro, mediador. Idea, fuerza mediadora y expresión material forman así una tríada. Si, partiendo de este hecho, se aplica a las cosas el método de la analogía, se llega a conclusiones de las cuales resulta la ley de la trabazón universal. Primero, sin embargo, tengo que entrar, al menos sucintamente, en este método, cuya comprensión más honda há de dejarse para un estudio profundizado.


Supongamos quisiera Ud. familiarizarse con la catedral de Milán. Abrensele dos caminos. Ud. puede inspeccionar metro cuadrado tras metro cuadrado del gigantesco edificio, palpados con miradas y manos y notar sus observaciones. Este es el método de la inducción, empleado normalmente en la investigación de las ciencias naturales. Ud. recibe así un sinnúmero de detalles, pero, no obstante, al fin Ud. no tiene ninguna idea del total. Por otra parte, Ud. puede colocarse en un punto elevado, abarcando así desde lejos con la vista toda la iglesia. Este es el método de la deducción, preferida en general por la filosofía. Le da a Ud. por resultado algunas grandes líneas, pero le deja a Ud. en lo incierto sobr los detalles. Para llegar a una impresión más perfecta posible de su objeto de estudio, Ud. debe tratar de conocerlo primero en todos sus detalles y luego a vuelo de pájaro. Ud. tiene que combinar la inducción con la deducción, y con esto llega a un método nuevo, y es la analogía. De esta manera le será posible componer numerosos detalles en unidades de grupos, y estas mismas en la unidad superior “catedral de Milán”.


El método de la analogía permite, pues, subordinar una suma de hechos aislados a lo común de todos ellos, a su ley, y adivinar, por lo menos, por sobre las leyes la unidad superior del total, la idea. Expliquemos esta frase, todavía harto difícil, por medio de algunos ejemplos; pues:


la casa hecha supone:

la idea del arquitecto y los obreros de construcción;

la locomotora movida:

la fuerza de vapor y la biela;

el árbol desarrollado:

la semilla y las fuerzas naturales;

la semioscuridad:

la luz y la oscuridad;

la vida:

la tendencia de orientación y el movimiento.


En esta enumeración encontramos un grupo de conceptos (idea, fuerza de vapor, semilla, luz, tendencia de orientación) en que todos actúan de modo de acción, es decir de modo positivo-activo; otro grupo (obreros de construcción, biela, fuerzas naturales, oscuridad, movimiento) en que lo hacen de modo obediente, es decir, de modo negativo-pasivo; mientras que los conceptos del tercer grupo (casa, locomotora, árbol, semioscuro, vida) se presentan como resultado y se comportan de modo infinito-neutro. Con respecto a su actividad, todos los conceptos activos son funcionalmente iguales: son análogos; por la misma razón, todos los pasivos, y asimismo todos los neutros son análogos entre sí, y la ley que de esta manera resulta, dice:


Lo infinito-neutro supone

lo positivo-activo y lo negativo-pasivo.


El límite de este capítulo me impide entrar más detalladamente en el método de la analogía, tan ingenioso y explicativo, pero por cierto no muy fácil. Aquí no puedo sino repetir y resumir que la analogía revela las relaciones existentes entre las cosas, y aun entre las varias partes de cosas diferentes, y que descubre de golpe la ley que reúne y domina toda una serie de muy distintos fenómenos parciales. Esto nos permite la introspección inmediata en aquel reino intermedio de las fuerzas mediadoras, en el “plano astral”, que nos conduce de la materia concreta -el hecho- a la idea abstracta- lo espiritual-metafísico. En la antigüedad fue el método preferido por la investigación científica. Luego cayó en olvido casi absoluto, reviviendo sólo en los últimos decenios en aquellas disciplinas que por medio de la comparación tratan de llegar a la comprensión y el conocimiento. Puede decirse sin exagerar que es el método específico del ocultismo.


Tomemos ahora aquellas conclusiones cuyas suposiciones debíamos al menos esbozar en lo precedente.


La trinidad nos suministra un elemento de igualdad, de acuerdo con el cual las cosas entre sí son análogas. Sin embargo, quien busca esta palabra en la literatura más antigua del ocultismo, no la encontrará sino muy raras veces. Para denotar la analogía, el ocultismo dispone de toda una serie de expresiones. En lugar de ella, dice: tales cosas se corresponden una con otra, o: están en relación mutua, o: se representan una a la otra. Pero sólo hay modificación en cuanto a la palabra: el asunto mismo, el sentido de la analogía, no se altera de ninguna manera por la diferencia de expresión. Ahora bien, ya que la ley de la tríada tiene vigor universal, sin excepción, el ocultismo, fiel a su manera de expresarse, llama la consecuencia que de ella resulta, “la correspondencia universal o la ley de la conexión universal”. Y de ahí que dice: Todo corresponde a todo; todo está representado en todo.


Por supuesto, de por sí, esta frase es absolutamente oscura, por lo cual siempre ha sido el punto crítico embestido por los no-ocultistas, carentes de la clave, para estigmatizar todo el sistema como “oculto” en el peor sentido de esta palabra, como extravío mental. Bien comprendida, sin embargo, precisamente ella constituye una de las mayores sabidurías de aquella antiquísima doctrina. Veamos el guijarro por sobre el cual se precipita, descuidada, la ola saltarina del arroyo montañés, y comprobaremos, sin embargo, que esa nimiedad insignificante es la analogía exacta del sol resplandeciente. Como cosa igual a las demás, el hombre se subordina a esa trabazón universal. Por mucho que su orgullo le enrede en la ilusión de hallarse fuera y por encima del mundo y en condiciones de mandar autoritariamente sobre él, el lazo que une a todo le obliga a guardar su situación, a ser un elemento constitutivo del infinito; y si efectivamente está en condiciones de utilizar los bienes de la naturaleza en bien y provecho suyo, también debe esa posibilidad sólo a la analogía, que le permite acercarse a las cosas, sacando conclusiones respecto a su próprio ser y aplicándolas al mundo ambiente.


Es esta posición del hombre la que los grandes maestros de la ciencia oculta han subrayado siempre con empeño especial. Pitágoras, acaso el cerebro más genial del pueblo griego, tan enormemente genial como pueblo, la fijó en la fórmula del microcosmos y del macrocosmos. El hombre es un mundo pequeño, o el mundo en miniatura -así decía el filósofo de Samos- y el universo es un hombre grande, o un hombre en grande. Para abarcar el universo, hay que empezar por estudiar al hombre, y a la inversa, para comprender al hombre, hay que haber recorrido un mundo.


Al tratar de expresar la misma idea, la Biblia va más lejos aún, hasta la “cosa de todas las cosas”, la “cosa en sí”. “El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo”, dice el libro que aun hoy es sagrado para millones de seres, y que, leído debidamente, merece en demasía esta veneración. Si traducimos la palabra “semejanza”, contenida en esta frase, por “analogía”, su sentido aparecerá claro y brillante. Este caso pone en singular evidencia lo que puede el dogmatismo pegado a la letra, de cortedad de vista empedernida. Al interpretar literalmente la palabra “semejanza”, se profanó indebidamente el concepto de lo divino y al mismo tiempo se colocó al hombre sobre un pedestal que no le corresponde. El insignificante enano se transformó en centro del mundo y así perduró hasta el fin de la Edad Media. ¡Guay del temerario que osaba ponerlo en duda! Era un hereje de la peor especie, y la hoguera, un castigo justo para él. Cuando los progresos de las ciencias naturales, y en primer término la comprobación de Copérnico en el sentido de que la Tierra giraba en tomo al Sol, modificaron el aspecto espiritual de la humanidad, se apagaron ciertamente las hogueras, pero hasta el día de hoy no se hizo renuncia, sin embargo, al dogma de la “semejanza”. Sólo pasó a un segundo término, cediendo su lugar al Dios personal, que estaba en natural conexión con aquél. Pero así y todo seguía siendo suficientemente fuerte como para hundir a la grey de la Iglesia en conflictos de conciencia, ya que el saber creciente respecto a la estructuración del universo se oponía con demasiada evidencia a la posición central del hombre, según la Iglesia. Así se produjo la primera desgarradura, que más tarde se ensanchó y ahondó hasta formar el abismo amplio que hoy separa a la ciencia de la religión. Precisamente del desgarramiento causado por esta separación han partido los desbarajustes que sufre la humanidad actual. ¡Y todo a causa de un necio malentendido!


Pero con lo precedente no se agotan las posibilidades de la ley de la trabazón universal. Esta última nos revela uniformidad en la estructura del mundo, una uniformidad arrebatadora, por su grandiosidad. Se impone la deducción de que esa uniformidad manifiesta habría de ser la expresión de una unidad intrínseca. El método de la analogía nos hizo entrever que esta unidad está situada en el principio, en lo espiritual, en la “idea pura”. Pero ¿cómo demostrarlo?


Léase atentamente la frase siguiente: La idea de que el Sol gira alrededor de la Tierra fue desbaratada por Copémico. “Idea” significa, en este caso, indudablemente tanto como representación, imaginación. El que la tiene, ve plásticamente, cómo el Sol se levanta, pasa el cénit y se hunde lentamente en dirección al Occidente. La experiencia diaria ofrece a su vista interior esta imagen, esta imaginación. La idea es, pues, en este caso, una imaginación o representación.


Léase ahora atentamente esta otra frase: A raíz del descubrimiento de Copérnico, Cristóbal Colón tuvo la idea de circunnavegar el mundo, para llegar por este camino a las Indias. No cabe duda de que, en este caso, la “idea” de Colón también encierra una representación, una imaginación, y es la de la forma esférica del mundo. Pero, además, implica un deseo, el de realizar lo imaginado, y este deseo es aun más destacado que la imaginación, al punto de que en este caso el deseo es la parte principal de la idea, y así hallamos al lado y por encima de la representación, un propósito, es decir un factor de la voluntad.


Ahora bien, puesto que sabemos que la idea, hablando en términos generales, es la causa remota de todas las cosas, nuestro análisis nos revela un mundo como resultado de la voluntad y la representación, conocimiento que ya miles de años antes de Schopenhauer pertenecía al tesoro del saber humano. Unido inseparablemente, como quien dice amalgamado en una sola pieza, este concepto doble de la idea forma así la unidad interior que se busca detrás de las cosas, la “extrema” unidad metafísica, respecto a la cual todo lo que es accesible en este mundo a los sentidos, no es más que una transformación, o hablando en términos musicales, una modulación.


La trinidad primitiva, lo primero en los comienzos remotísimos, dominada por la voluntad y la representación, acompañada por la vida en eterno movimiento, así resuena esa unidad productivamente en la multiplicidad infinita de las formas, excéntrica, traspuesta, existente en cada formación definitiva y, no obstante, centro simultáneo del cosmos, de la creación ordenada, el polo inmóvil en medio de la fuga de las apariencias, el eje del universo, desde cuya posición se miden los grados y la dirección de todo movimiento: Dios. Habla lo mismo en la bola de plomo que en la palabra del profeta inspirado, en la nube amenazante que en el sonriente azul del cielo. El movimiento del mundo sirve a su expresión. Las lunas se ordenan en torno a su planeta para formar un sistema planetario; los planetas se ordenan en torno a su sol para formar un sistema solar; los sistemas solares se agrupan alrededor de su sol central a fin de formar un universo, los universos se disponen alrededor de su centro superior para formar una unidad más grandiosa aún, inaccesible a toda capacidade imaginativa del hombre; y así sucesivamente, cada vez de modo más abrupto hacia lo desmedido, trinidad sobre trinidad; cada vez una octava más alta, hasta alcanzar la última unidad indecible e inimaginable, de la que parten todas las unidades inferiores y de la que, sin embargo, todas participan.


La ley de la unidad universal, este contrapunto de la ley de la trabazón universal, brilla aquí en su esplendor más puro. Por un sendero que quita el aliento, conduce al espíritu investigador, a través de la infinitud abrumadora de los espacios siderales, a su patria remota, inconcebiblemente sagrada, hasta lo eterno.


En ningún lugar el carácter sintético de la ciencia oculta se revela con mayor claridad que en éste, y mientras que en las Iglesias de todas las confesiones la deidad es ahogada en dogmas y fórmulas, y que en un afán en sí loable la ciencia aporta granillo tras granillo, no con fines de construir con ellos un edificio armónico, sino, por el contrario, para continuar analizando, diferenciando y especializando más y más aún, se levanta, apartado del ruido y la disensión, un templo de cuyo altar el pan bendito se dispensa al corazón y el cerebro unidos en concordia.


Las amplitudes infinitas que la ley de la unidad y la trabazón universales permiten vislumbrar, atrajeron siempre, en primer lugar, a los espíritus más preclaros. Unos sentían esta ley, otros la reconocían con toda claridad, pero todos se dejaron arrebatar por ella en transportes de entusiasmo delirante. Donde quiera que la lira del poeta hace resonar acordes cósmicos, está dedicada a esta ley, y si se intentara enumerar sólo los nombres de cuantos la cantaron con palabras más o menos inspiradas, ya sea sospechándola, ya sea conociéndola, se formaría un volumen imponente. Desde los himnos órficos, oscuros y misteriosos, hasta el más grandioso poema alemán, el “Fausto”, resuena sin cesar la armonía de las esferas. Y no es ciertamente por casualidad que Goethe, que ha penetrado en el ocultismo como poquísimos, comienza su obra suprema con una alusión a aquella ley, y la termina con otra, más significativa todavía. “La voz del sol participa, según la vieja armonía, en el concierto de las esferas hermanas”, así saluda el Arcángel a la unidad universal. “Todo lo perecedero no es más que alegoría”, así termina, comprobando la trabazón universal, el coro celestial’, la obra del olímpico de Weimar, que recorre todas las alturas y todas las profundidades. Léase la frase profundísima del príncipe de los poetas, tal como debe ser leída, reemplácese el término “alegoría” por el de “analogía”, y se quedará frente a frente con la ley según la cual el hombre y el insecto, el fragmento de vidrio y Sirio son hermanos, y todos, hijos nacidos de un mismo regazo.


Resulta ahora claro que el concierto energético astral, como se representa por las posiciones y relaciones de los astros en las distintas natividades, es la expresión análoga, pero no idéntica del acaecimiento con él acoplado. Para traducir acertadamente la analogía, se necesita indispensablemente el conocimiento del punto de vista desde el cual son análogos dos procesos tan diferentes en su aspecto exterior, aquí el movimiento de cuerpos celestes, allí el destino de un ser humano. Pero, como es obvio, existe precisamente en este lugar una dificultad enorme. Las leyes fundamentales astronómicas más primitivas demuestran que los astros recorren sus órbitas forzosamente y con precisión tan absoluta que cualquier punto de su marcha puede ser determinado por cálculos previos. El destino humano, en cambio, parece embrollado, lleno de casualidades y transformado en una cosa versátil, que cambia por momentos gracias a una integrante tan incalculable, como es la voluntad humana. Que, no obstante, el problema no es irresoluble, es algo que ya demostró Pitágoras.


El filósofo de Samos admite dos móviles de los actos humanos: la facultad de la voluntad y la necesidad del destino. Somete ambas a una ley fundamental, llamada la ”providencia”, punto de emanación de las dos.


El primero de estos móviles es libre, y el segundo obligado, de modo que el hombre se ve puesto entre dos naturalezas enfrentadas una con otra, pero no antagónicas, y cuyo bien o mal depende del uso que de ellas sepa hacer. La facultad de la voluntad se demuestra en las cosas a hacer, o sea en el porvenir, y la necesidad del destino, en las cosas hechas, o sea en el pasado. Y cada uno de los dos alimenta sin cesar al otro por el trabajo realizado en el material que se suministran mutuamente.


Porque, según el admirable filósofo, es del pasado que se origina el porvenir, y del porvenir, que se forma el pasado, y es de la unión de ambos que, siempre existente, se genera el presente, del que ambos brotan por igual -idea profundísima, aceptada por los estoicos. En suma, según esa teoría, la libertad reina sobre el futuro, la necesidad, sobre el pasado, y la providencia, sobre el presente. Nada de cuanto exista, ocurre por acaso, sino por la unión de la ley fundamental y determinada por la providencia con la voluntad humana, la que la cumple o infringe, actuando así sobre la necesidad.


El acuerdo de la voluntad y la providencia constituye el bien; el mal proviene de su oposición. Para mantener la dirección en el curso que debe recorrer en la tierra, el hombre ha recibido tres fuerzas, adaptadas a cada una de las modificaciones de su ser y sujetás las tres a su voluntad.


La primera, vinculada con el cuerpo, es el instinto; la segunda, adicta al alma, es la virtud; la tercera, perteneciente al intelecto, es la inteligencia o la sabiduría. Estas tres fuerzas, en sí indiferentes, no reciben estas denominaciones sino por el uso bueno que de ellas hace la voluntad; porque en el caso de mal uso degeneran en torpeza, vicio e ignorancia. El instinto proviene de la sensación y percibe el bien o el mal físico. La virtud existe en el sentimiento y llega a conocer el bien o el mal moral. La inteligencia juzga acerca del bien o el mal inteligible. En la sensación, el bien y el mal se llaman agrado o dolor, en el sentimiento, amor u odio, en el consentimiento, verdad o error. La sensación, el sentimiento y el consentimiento con su localización en el cuerpo, el alma y el espíritu, respectivamente, forman una tríada que se desarrolla al abrigo de una verdad relativa, y que constituye el cuaternario humano o el ser humano en concepto abstracto.


Los tres impulsos que integran esta tríada, actúan y reaccionan uno sobre otro, y se aclaran u oscurecen recíprocamente. Y la unidad que los significa, es decir, el hombre, se perfecciona o se empeora según su tendencia a mezclarse con la unidad universal o a separarse de ella.


El medio a su alcance para mezclarse con la misma o separarse, estriba enteramente en su voluntad, la que por el uso hecho de los instrumentos suministrados de parte del cuerpo, del alma y del espíritu, recibe instinto o se entorpece, se hace virtuosa o viciosa, sabia o ignorante y se pone en condiciones de percibir con mayor o menor energía, de conocer o juzgar con mayor o menor precisión lo que es bueno, hermoso y acertado en la sensación, el sentimiento o el consentimiento; de discernir con mayor o menor fuerza y claridad el bien y el mal; y de evitar, finalmente, cualquier equivocación con respecto a lo que en realidad es placer o dolor, amor u odio, verdad o error.


El hombre, como acabo de esbozarlo según el concepto de Pitágoras, el hombre puesto bajo el imperio de la providencia, colocado entre passado y futuro, dotado de albedrío, y orientado espontáneamente hacia el vicio o la virtud, el hombre debe conocer la fuente de todo el infortunio que experimenta y, lejos de acusar a esta providencia -que da los bienes y los males a todos según mérito y actos anteriores- debe soportarlo si sufre las consecuencias inevitables de faltas cometidas en el pasado. Pues, Pitágoras admitió varias existencias sucesivas, suponiendo que el presente que nos visita, y el futuro que nos amenaza, no son sino la expresión del pasado que ha sido nuestra obra en los tiempos anteriores. Expresó que en el momento de volver a la vida terrestre la mayoría de los hombres pierde la memoria de existencias pasadas, mientras que él mismo debía a una gracia especial de los dioses el haber guardado aquella memoria.


En suma, de acuerdo con su doctrina, la necesidad fatal de que el hombre se queja sin cesar, es únicamente él mismo, ya que la ha creado por el empleo de su voluntad. A medida que avance en el tiempo, recorre la órbita que él mismo ya se ha trazado; y según que la modifique en el sentido del bien o del mal, según que allí, por decirlo así, siembre sus virtudes o sus vicios, la reconocerá como más cómoda o más penosa, cuando haya llegado el momento para recorrerla de nuevo.


Echando así el puente que lleva de la costa terrestre a la astral, el eje de la analogía está al alcance de la vista. En efecto:


Dado que en la naturaleza todo es análogo, las leyes que dirigen los mundos en su curso tienen que dirigir a su vez la humanidad, cerebro de la tierra, y los individuos, células de la humanidad. Ello no obstante, el reino de la voluntad es tan grande que puede llegar, como acabamos de verlo, a dominar la necesidad, y de ahí la fórmula que constituye la base de la astrología:


“Astra inclinant, non necessitant“.

(Los astros inclinan, pero no obligan.)


En cuanto al hombre, la necesidad se deriva de sus actos anteriores, de lo que los hindúes llaman “Karma”. Esta idea corresponde a la de Pitágoras y al mismo tiempo a la de todos los santuarios antiguos. He ahí el origen de Karma:


Nirvana señala la certeza de la inmortalidad individual del espíritu, pero no del alma. Esta última consiste en una emanación perecedera, y sus partículas, de las que se componen los sentimientos humanos, las pasiones y aspiraciones a cualquier forma de existencia objetiva, tienen forzosamente que disolverse, antes de que el espíritu inmortal envuelto por el yo esté totalmente liberado y, por ende, asegurado contra toda retransmigración. ¡Y cómo podría ser que un hombre llegue a este estado, mientras el Upadara, ese afán de vivir y volver siempre a vivir, no ha desaparecido del ser que siente, del Ahankara revestido de un cuerpo, aunque etéreo!


Es el Upadara, o sea el anhelo intenso, el que produce la voluntad, de la cual se desarrolla la fuerza, y es esta última la que genera la materia, es decir, un objeto equipado con una forma. Por lo tanto, sólo en razón de tener este deseo que no muere, el yo privado de cuerpo suministra inconscientemente las condiciones de sus existencias ulteriores en formas distintas. Estas últimas dependen de su estado espiritual y su Karma, es decir de los actos buenos o malos cometidos durante su existencia anterior, de aquello que comúnmente se llama sus méritos y sus faltas.


Pues, es el total de estos méritos y estas faltas el que constituye la necesidad humana. Son pocos los que saben desarrollar su voluntad hasta un grado tal que influya sobre el destino, de manera que, por cierto, para la mayoría de los hombres los impulsos de los astros son “coactivos”.


El futuro se forma del pasado, es decir, que el hombre ya ha recorrido y modificado la vía que recorre en el tiempo y modifica con la potencia libre de su voluntad, lo mismo que -para servirme de una ilustración comprensible- según la hipótesis moderna, la Tierra, realizando su rotación alrededor del Sol, recorre los mismos espacios y ve desplegarse en torno suyo casi los mismos aspectos. Y asimismo el hombre, siguiendo una vez más la vía trazada por él, podría reconocer en ella el rastro de sus pasos y hasta prever de antemano los objetos que allí encontrará, si no fuese que por una consecuencia de su naturaleza y de las leyes providenciales que la rigen, están extinguidas las imágenes y la memoria que las conserva.


El principio según el cual se suponía que el futuro es nada más que una vuelta del pasado, no era suficiente para conocer el esquema de este proceso. Se necesitaba un segundo principio, y era aquél según el cual se sentaba que en todas partes la naturaleza es homogénea y su actividad, por tanto, idéntica en la mayor y en la menor, en la más alta y en la más baja de las esferas, de modo que sea posible sacar de una, conclusiones válidas para la otra y dar informes a raíz de analogías.


Este principio tenía su origen en el antiguo dogma de la animación general y especial del universo, dogma sagrado para todas las naciones y que establecía que no sólo el ilimitado universo, sino también los innumerables mundos, expresión de sus distintos órganos, los cielos y el cielo de los cielos, las estrellas y todos los seres que las pueblan, incluyendo las plantas y aun los metales, están penetrados por la misma alma y movidos por el mismo espíritu. Stanley atribuye este dogma a los caldeos; Kircher, a los egipcios, y según el erudito rabí Maimónides, se remonta a los sabeos.


Buscando el origen de estas ideas sobre la astrología, veremos que, como todas las grandes ciencias cultivadas en la antigüedad, estaba muy difundida en la Tierra. Una prueba de ello es también la frase de Pitágoras:


“¡Locos los que obran sin fin ni razón!¡ Tú, sin embargo, contempla el porvenir en el presente!”


Esto significa: Debes considerar cuáles serán los resultados de tal o cual acción; y debes pensar en que los resultados, que dependen de tu voluntad, mientras quedan por realizarse, serán el reino de la necesidad después de haberse llevado a cabo la acción, y que, además, apenas realizados, los resultados crecerán en el pasado y contribuirán a formar el esbozo de un nuevo porvenir.


Remito al lector a las ideas de Pitágoras. Hallará allí la fuente auténtica de la ciencia astrológica de los antiguos. Sabrá sin duda lo vasto que fue el dominio ejercido otrora en la tierra por esta ciencia. Los egipcios, los caldeos, los fenicios no la separaban de la que regulaba el culto de los dioses; sus templos eran una imagen simbólica del universo y la torre que servía de observatorio, se erigía al lado del altar. Los peruanos seguían a este respecto los mismos usos que los griegos y los romanos. Por doquiera, el gran sacerdote unía con la dignidad sacerdotal la ciencia genetliática o astrológica, ocultando cautelosamente los principios de esta ciencia en la profundidad del santuario. Era ella un secreto de Estado entre los etruscos y en Roma. Los brahmanes no revelaban sus bases sino a quienes tenían por dignos de ser iniciados.


Ahora bien, basta quitarse la venda del prejuicio, para ver que una ciencia universalmente unida con lo más sagrado, no puede ser el producto de la locura y la estupidez, como la masa de los moralistas lo há repetido cien veces.


Consta que la antigüedad, tomada en su totalidad, no era ni loca ni estúpida, y que las ciencias por ella cultivadas se despliegan sobre princípios seguros y existentes entonces, si bien del todo desconocidos por nosotros, actualmente.


Con esto, el fundamento espiritual de la astrología se habrá aclarado en grado bastante como para disipar dudas. Cumplida así mi primera tarea, podría poner fin a este capítulo, si no me sintiera obligado a entrar también en la discusión de una consecuencia impuesta por todas las exposiciones anteriores y mencionada en ciertos pasajes. Es la tan delicada cuestión de si la astrología da motivo o no a un concepto fatalista de la vida, tema que ha causado sinnúmero de disputas y controversias. Muchas personas, contestando afirmativamente y basándose en el impulso de su sentimiento, se han creído autorizadas para juzgar como falsa la adivinación astral y reprobarla desde un principio y sin examen previo; pero han pasado por alto el hecho de que la negación sentimental de una consecuencia filosófica supuestamente necesaria no es criterio que permita formular decisiones referentes a la exactitud efectiva de la ciencia de que, según dicen, resultaría aquella consecuencia. Voy a tratar, pues, de exponer lo más claramente posible mis propias ideas sobre este problema difícil y, lo concedo, jamás integralmente resoluble para los mortales.


A ningún astrólogo se le oculta el hecho de que comúnmente los adversarios de la astrología que se presentan públicamente como tales en los diarios, no poseen conocimiento alguno, o, en el mejor de los casos, tan sólo muy superficial, de esta ciencia. Precisamente de los círculos de tales adversarios proceden quienes reprochan a la astrología favorecer entre sus partidarios un concepto fatalista de la vida.


Por supuesto, estos adversarios se han ahorrado la labor de examinar, en primer término, si efectivamente los actos humanos están sujetos a una necesidad inalterable, y hasta qué punto los astrólogos enseñan y -lo que es aún más impartante- pueden demostrar tal determinismo. Respecto del problema del fatalismo y el albedrío no están de acuerdo ni siquiera los filósofos. Algunos -y entre ellos hay celebridades- son partidarios de la necesidad estricta, mientras que la mayoría de los otros, si bien admiten cierto determinismo, quieren que también el albedrío guarde la influencia necesaria para que el hombre sea responsable de sus actos. Ningún pensador formal, sin embargo, se ha atrevido a afirmar que la voluntad humana es absolutamente libre.


Todos los astrólogos que conozco personalmente o por sus escritos, están dispuestos a conceder que existe un determinismo extenso, pero aseveran que a veces muchos de sus efectos pueden evitarse o al menos atenuarse por el albedrío. En lo que a los argumentos se refiere, prescindiendo de una abundancia de frases éticas, muy morales y edificantes, en general, sin embargo, y sobre todo de parte de los representantes de la astrología llamada “esotérica” o “blanca”, oímos citas tan gastadas como estas: “Los astros inclinan, pero no obligan”, y “El sabio domina las estrellas, el loco les obedece”.


Hasta ahora, ningún astrólogo -y esto es tanto más notable por cuanto lógicamente cualquier método mántico, y también el astromántico, estriba en la suposición del riguroso imperio de leyes y de la necesidad estricta de todo acaecer; porque, si los acontecimientos venideros no estuvieran predeterminados, y sucumbieran a cualesquiera modificaciones por parte de la voluntad humana, no habría posibilidad alguna de conocerlos ni predecirlos- hasta ahora, ningún astrólogo, repito, se ha atrevido a enseñar como Schopenhauer: “El conocimiento de la necesidad estricta de los actos humanos es la línea divisoria que separa de los demás los cerebros filosóficos”, faltando a los astrólogos también la resolución con que Nietzsche afirma: “Ningún postigo conduce al aire libre, al albedrío; por cuantos hasta ahora uno haya tratado de evadirse, tantos vuelven a llevar a los muros férreos del hado. Libre. . . podemos soñar que lo somos, pero no nos lo podemos hacer”.


Es el ilustre ocultista y astrólogo H. Selva quien en su “Traité Théorique et Pratique d’Astrologie Généthliaque”* va más lejos que todos los demás, no sólo en cuanto a enseñar, sino también a motivar lógica y filosoficamente un determinismo astrológico.


*TRAITÉ THÉORIQUE ET PRATIQUE D’ASTROLOGIE GÉNÉTHLIAQUE. PARIS: CHAMUEL (1900). [EDITION ORIGINALE]. IN-8, 296 PAGES,

Pero sigue concediendo al albedrío cierta influencia, aunque carente de verdadera importancia, así que tanto según él como según Fabre d’Olivet (ver su “Histoire Philosophique du Genre Humain”) se podría admitir como exacta la doctrina martinista de una “Liberté dans le cercle de la Nécessité”.


Ya que para proseguir mi demostración no puedo pasar por alto las teorías de Selva sobre el problema “Liberté et Fatalite”, llenas de pensamientos profundos, confirmadas en el dominio de la astrología casi en todos los puntos y no refutadas ni en uno solo por las investigaciones científicas de Paul Flambart, voy a a traducir de ellas al menos un extracto resumido y abreviado, formulado en parte con mis propias palabras a fin de facilitar su comprensión.


He ahí los razonamientos de Selva:


“El hombre nace equipado con una constitución determinada, con cargas fisiológicas determinadas, con un temperamento determinado que favorece manifestaciones psíquicas determinadas, con susceptibilidades determinadas para influencias exteriores, con afinidades electivas y disposiciones volitivas determinadas; aparece en un ambiente material y social determinado, distinto en cierto modo de otros medios de naturaleza semejante y también codeterminativo para su educación. Como todo cuanto exista, estos diversos factores, a los que aun otros muchos podrían añadirse, están sometidos a la ley universal de la causalidad, a la que sucumben como productos también todos los efectos consiguientes ulteriores con sus varias ramificaciones y sus múltiples combinaciones. Después del nacimiento, estos factores se sustraen por completo o “parcialmente” a ser influenciados por la propia voluntad”.


Aquí debo interrumpir el ideario de Selva y, con todo respeto hacia él, confesar con debida modestia y en el tono más humilde, que no logro comprender del todo eso de “parcialmente”. Sí por la fatalidad del nacimiento también está preestablecido si el hombre posee la voluntad y la inteligencia suficientes para tal fin; y, fuera de ello, hasta qué punto su educación y sus experiencias de la vida, a su vez determinadas, habrán desarrollado las índoles innatas, prescindiendo totalmente de los momentos asimismo determinados de la necesidad de activar de caso en caso el intelecto o la voluntad en una dirección determinada. De ahí se sigue también -al menos para mí- lo insostenible de uno de los argumentos en pro de la posibilidad de modificar el determinismo que resulta del pasado. Este argumento, usado tantas veces, Selva lo desarrolla, aunque con importantes restricciones, más o menos en la forma que sigue:


“Para el hombre, el nacimiento no es la única fuente de la fatalidad. Debido a la ley universal de la causalidad, todo acto ejecutado por el hombre en el curso de su vida llega a ser el punto de partida de una nueva encadenación de consecuencias necesarias. En vista de esta necesidad doble podría plantearse la cuestión de dónde quedará ahora el albedrío.


El pasado es, pues, la fuente de toda encadenación causal, y es una fuente inagotable, dado que es alimentada continuamente desde el presente. El hombre no tiene el poder de anular el pasado ni sustraerse a las consecuencias del mismo. En cambio, puede oponer a la fatalidad su voluntad e influir sobre ella por su saber y, por tanto, impartir a la encadenación causal en los distintos planos otra dirección. Por una meditada actividad volitiva puede, por decirlo así, obrar sobre el material que la fatalidad le suministra para elaboraciones futuras”.


Selva resume finalmente todas estas reflexiones en esta afirmación: “El hombre es libre en el sentido de que posee la facultad de elegir sin fuerza entre varias necesidades que se le presentan de modo fatal’. Prescindiendo de esta elección, desde el momento de su concepción hasta el último latir de su corazón está sujeto al imperio de una fatalidad inevitable, la que se presenta bajo el aspecto doble de las leyes que dominan la vida universal, y de los efectos consecuentes de actos volitivos pasados”.


En suma, Selva comparte plenamente las opiniones de Pitágoras y Papus. Ahora bien, ¿qué dice la astrología práctica a este respecto?


La parte de la astrología que abarca los diagnósticos y pronósticos de los individuos, o sea la horoscopía, radica en la existencia de relaciones bien determinadas entre el cuadro celeste válido para el lugar y la fecha natales, por un lado, y las propiedades físicas, morales e intelectuales del nacido y los acontecimientos principales de su vida terrestre, por el otro.


De ello resulta que un nacimiento sólo puede realizarse si las condiciones de la natividad -las que voy a llamar el “medio astral” del nacidose encuentran en armonía con dichas propiedades del nativo. Esto se confirma rotundamente por las investigaciones científicas de Paul Fiambart, estrictamente científicas y llevadas a cabo por vía inductiva, y por los resultados de estas investigaciones, comprobados por la estadística, dando a conocer las propiedades que se han transmitido al nacido de parte de los padres, y cuales otras se deben sólo a él.


De ahí se sigue que el nacimiento en un lugar y un momento determinados es fatal y que el medio astral del nacido da a conocer en qué sentido este fatalismo se manifestará en cada caso individual. La influencia atribuida a los astros es de naturaleza física, fisiológica y psicológica.


Selva no tiene reparo en conceder que todas las leyes naturales físicas son fatales; pero opina que en el dominio fisiológico, ante todo. Sin embargo, en el psicológico no hay necesidad incondicional de que las influencias astrales sean fatales, ya que una voluntad ilustrada por el eventual conocimiento de estas influencias y dotada de suficiente energia podría intervenir hasta cierto grado en sentido modificativo. Esta última posibilidad no debe negarse, pero según las exposiciones anteriores es obvio que tal inteligencia y tal voluntad están sujetas a su vez a algo que podemos designar como determinismo superior.


Selva llega a la conclusión de que para la mayoría de la gente las influencias astrales son fatales, mientras que, en cambio, quien “sabe” y “quiere libremente”, debería contemplarlas tan sólo como advertencia (un “avertissernent”). Paul Flambart, el padre de la astrología científica, confiesa que las investigaciones astrológicas, si bien plantean y dilucidan el problema del determinismo con lógica y claridad superiores a cualquier otra ciencia, no son capaces de demostrar un fatalismo incondicional.


En contra de un fatalismo demostrable por medio de la astrología, círculos científicos alegan que acerca de las influencias astrales sabernos lo suficiente para poder establecer diagnósticos y pronósticos astrológicos por lo menos en sus rasgos principales, pero que tendríamos que disponer de conocimientos íntegros para estar en condiciones de demostrar el fatalismo por medio de la astrología.


Por lo demás, el astrólogo más grande de Occidente, Morin de Villefranche, no alcanzado y mucho menos superado por ninguno de sus precursores o sucesores, demuestra en su “Astrología Gallica” que ni siquiera el intelecto maestro más perfecto bastaría para sacar de las influencias astrales conocidas por nosotros todas las consecuencias que sean posibles. Fuera de ello, cabe observar que Morin no conoció los planetas Urano y Neptuno y que reprobó como fantásticas muchas influencias, sobre todo las transmitidas por medio de la astrología árabe, influencias que, sin embargo, muchos astrólogos modernos pretenden que deben tomarlas en cuenta junto con el reciente aporte de sus propios descubrimientos por ser indispensables para sus diagnósticos y pronósticos. Mas, si de acuerdo con el criterio “¡Por sus frutos los conoceréis!”, comparo la decisión, la extensión y la exactitud de los pronósticos de Morin con los productos pertinentes de los modernos, parece justificarse inferir lo que sigue: importa menos la abundancia de los factores astrológicos que pueden emplearse para un pronóstico, que la aptitud del astrólogo para una síntesis que considere los factores más notables. De ahí que sus soluciones siempre podrán representar tan sólo el máximum de lo que concibe. Pues, en lo que a los diagnósticos y pronósticos astrológicos se refiere, según Morin estamos en la necesidad de limitarnos a las más importantes de las influencias astrales conocidas por nosotros, es decir, a aquellas cuyas posibilidades de combinación y cuya síntesis constituyen el término extremo al alcance del astrólogo respectivo.


Sin embargo, puesto que, al menos en la teoría, para la demostración irrefutable de un fatalismo incondicional es preciso poner a contribución todas las influencias astrales (que nunca lograremos conocer en su total), resulta que el diagnóstico astrológico, pero sobre todo el pronóstico, corroboran en alto grado la doctrina del fatalismo incondicional; ello no obstante, son insuficientes para demostrar esa doctrina en forma irreprensible ni atacable desde ningún punto de vista.


Sé muy bien que muchos astrólogos modernos -de los que sólo citaré Barlet, Selva y Sepharial– han exteriorizado la opinión de que los astros no producen los destinos terrestres por medio de sus influencias, sino que sólo los indican. En suma, como lo menciona también el Génesis, son nada más que indicadores (“Othot”) de una fuerza y un orden legal superiores, a que están sujetos lo mismo que los hombres. En igual sentido dice Galileo que la naturaleza está escrita en lenguaje matemático y que, por consiguiente, la fuerza probatoria de la astrología tiene exactamente el mismo alcance que la posibilidad de aplicar métodos astronómicos. O. Spengler menciona el hecho, puesto de relieve por Kant, de que la extensión del dominio de las ciencias naturales exactas está definida por la posibilidad de aplicar métodos matemáticos, y se expresa en la siguiente forma: El número es la idea hecha símbolo de la necesidad causal, tal como el concepto de Dios es la idea hecha símbolo de la necesidad del destino. Si no me equivoco, fue Keyserling quien expresó la opinión de que no sólo desde el punto de vista biológico no hay ningún suceso sin causa, sino que el determinismo universal abarca también la vida mental y sentimental y que todos los motivos aparentes sólo son la interpretación personal de una fatalidade entronizada por encima de ellos.


De ello resulta lo soso de la afirmación de que la libertad volitiva del hombre se extiende a elegir, entre los muchos motivos que se presentan, uno determinado como decisivo para un acto determinado. Es que la causalidad empírica, prescindiendo totalmente de la trascendental, sólo puede comprenderse dentro de las condiciones en que es viable su experiencia, y, en cuanto a la astrología, dentro de las condiciones de lo astronomicamente demostrable.


Ahora bien, que los astros ejerzan influencias reales o que sólo sean indicadores, de ello no resulta cambio alguno en las consecuencias prácticas que surgen de la teoría astrológica. Las cosas suceden, “como si” estuvieran sometidas a las influencias astrales, v estas influencias son tan difíciles de leer como el lenguaje de la fuerza superior, o, digamos, de Dios, expresado por “signos” en el cielo.


Para tal tarea no bastan los conocimientos del cálculo ni el talento para el análisis sistemático, y mucho menos copiar textualmente aforismos sacados de compilaciones astrológicas. Para dicha tarea hace falta el ojo físico y espiritual de un artista inspirado, de un astrólogo genuino.


Descendamos ahora de las perspectivas superiores a las hondonadas de los argumentos sentimentales, alegados en pro del albedrío y para los que el piadoso deseo es el criterio de la verdad. Selva se allana a formular estos argumentos como sigue:


“La libertad humana es la primera condición necesaria de cualquier código de moral”.


¿El código de qué moral, si es que esta palabra puede ser definida? ¿Es la moral plebeya de los sofistas en Atenas; la de los filósofos del Sankhya a orillas del Ganges; la de los racionalistas modernos; o la moral señorial de los adeptos de la escuela estoica? Pero sigamos escuchando a Selva:


“Sin ella (la libertad) el crimen y la virtud no son sino palabras sin sentido; si la negamos, desaparecen todos los conceptos del deber y la responsabilidad; las visiones referentes a los esfuerzos personales por elevarnos a un estado espiritual superior se tornan ilusorias, y hasta la razón humana pierde sus bases”.


La responsabilidad parece un argumento tan contundente, que ocupa el primer lugar en toda conversación sobre el tema del fatalismo. Según opinión unánime, negar la responsabilidad por someter los actos humanos al determinismo significa absolver a los criminales y destruir así los fundamentos del orden social. ¡Preocupación loable, pero poco substancial! Porque, si hay hombres cuyo destino quiere que sean criminales, hay otros cuyo destino quiere que sean jueces y carceleros y hasta verdugos, y, prácticamente, todo sigue su curso como antes. Prescindiendo de ello, la razón astrológica -la que ciertamente forma parte de la razón humana- dará a conocer, en qué individuos y en qué escala existen las disposiciones para el crimen o la virtud y para la ascensión espiritual, y hasta permite calcular los períodos de sus manifestaciones principales. Me niego a entrar más ampliamente en tales argumentos sentimentales de tan poca fuerza probatoria, y, como consecuencia de las exposiciones anteriores resumiré mis ideas sobre el problema en cuestión con las siguientes palabras:


Si un astrólogo infalible lograra interpretar correctamente el lenguaje del firmamento estrellado, sería capaz de demostrar en esta forma la exactitud de la doctrina del fatalismo empírico.


Pero el conocimiento de los signos en el cielo, a nuestro alcance, y el hecho de que un artista astrológico puede interpretarlos, bastan para justificar al menos la creencia en la obligación estricta de los actos humanos. Esto no significa que el hombre no tenga una voluntad, porque para negarla habría que quererlo y con esto se demostraría implícita su existencia. Pero lo que ha de negarse con toda razón, es el postulado de que esta voluntad sea libre.


Como cualquier competente astrólogo mundano podría comprobar, el imperio del determinismo no sólo se refiere a individuos, sino también a colectividades, a familias, partidos, pueblos, razas, Estados, países y continentes enteros, así como a lo que se suele denominar con la palabra “espíritu de la época”. Las marcadas figuras históricas -que hayan actuado en el sentido del bien o en el del llamado mal- pudieron desempeñar su preciso papel sólo de acuerdo y en proporción con las -astrológicamente determinables- fuerzas claras u oscuras que regían los destinos de su propio país y de ningún otro, de su propia época y de ninguna otra.


La Grecia antigua tuvo su Heróstrato; la Roma antigua, sus degenerados Césares; el Renacimiento italiano, su Cesare Borgia, y nuestra época tiene sus carniceros de cuerpos humanos y sus asesinos de almas muy distintos de los falsos profetas y maestros de otras épocas. Sería imposible comprender enteramente las posibilidades del desarrollo y el efecto de tales personajes tan sólo por medio de sus horóscopos individuales y sin considerar a la vez los pertinentes horóscopos mundanos.


La Inquisición de mala fama con un Torquemada como protagonista no pudo prosperar sino en un suelo determinado y en una época determinada, y lo mismo rige para la presunción y la intolerancia de cierto tipo de materialistas, quienes en secreto tal vez lamentarán no estar ya en condiciones de entregar a hombres de diferente parecer a la hoguera, sino, cuando más, al manicomio o -recurso más moderno- al campo de concentración…


Para cada religión, las palabras de su fundador, profeta o lugarteniente terrestre son los puntos inicial y terminal y el criterio de cualquier serie de ideas, y ¡qué distintos son estos fundadores y sus doctrinas en sus manifestaciones temporales y locales!


Toda época y todo país ha tenido determinados déspotas y desdeñadores de propiedad ajena, propios tan sólo de aquella época y de aquel país. Nuestra época, por ejemplo, se caracteriza más que cualquier otra por el método de secuestrar propiedad ajena, sea por medio de la amenaza o por la fuerza bruta de las armas, pretendiendo hacerlo en bien de las masas, las que, sin embargo, en verdad reciben poco o nada del botín.


Un corrupto ministerio bajo Luis XV o Luis XVI empleó métodos de corrupción propios sólo de esa época y de ese país, y si en nuestros días hubiera ministerios corruptos -cosa que mi lealtad me obliga a dudarsería imposible, lo mismo que en los casos de los ministerios anteriores, explicar los efectos consiguientes de su corrupción especial tan sólo mediante las natividades de los ministros corruptos. De todos modos, sin embargo, un buen astrólogo mundano podría averiguar los determinantes cósmicos de que dependen las posibilidades de efecto de todas las actividades humanas típicas en los distintos medios; y, más aún, disponiendo de una intuición genial, tal vez pudiera descubrir los hilos invisibles que conducen de las producciones típicas de un medio temporal y localmente determinado a las de otro, y así, por ejemplo, también el hilo artístico que conduce de Egipto, Babilonia, Grecia y Roma a la Gótica y al Barroco y al cubismo y el futurismo modernos.


El estudio de personajes y acontecimientos históricos en conexión con sus determinantes astrológicas debería llevar a una profundización extraordinaria de la investigación histórica, pero también del arte de los astrólogos, y hasta iniciar quizás un equilibrio armónico entre la comprensión puramente intelectual y la artística-intuitiva.


Quien tenga por demasiado abstractos mis desarrollos, vea la siguiente anécdota concreta.


Como tantos otros de su especie, un buen y honrado esotérico estaba unido -desde luego, por los lazos legales del matrimonio- con una tarasca del hogar que le causaba las peores amarguras si excedía siquiera en un minuto el concedido para estar ausente del paraíso hogareño.


Cierto día, la cara mitad le había dado permiso para pronunciar un discurso sobre la libertad de la voluntad humana, con la restricción de que a las 8 horas de la noche debía estar en casa.


El esotérico terminó sus brillantes exposiciones a favor del albedrío con las siguientes palabras:


“Podría yo hacer ahora varias cosas; quedar algunas horas más con ustedes y gozar de vuestra estimulante compañía; o también pasar la noche en una fonda, en alegres libaciones con amigos; podría dirigirme a la estación y viajar a cualquier ciudad del continente; y si lo quisiera, hasta podría arrojarme por la ventana. De todo eso soy dueño.


“Pero por libre voluntad elijo entre estas decisiones y otras, a la vez posibles, tan sólo una: alejarme ahora y estar en casa a las 8 de la noche”.


En resumen, puede decirse:


Dado que las influencias astrales están en correspondencia con el principio intermedio del ser humano, o sea con el alma, y que ésta, sin embargo, según la doctrina oculta, es temporal-perecedera y sujeta a la obligación del Karma, resulta que en este dominio el hombre está sometido al riguroso hado. A quien este resultado parezca demasiado desconsolador no puedo ofrecerle ningún otro consuelo que el deseo de que aquel determinismo superior que decide sobre la proporción de voluntad e inteligencia, haya sido lo bastante propicio para agraciarlo más ampliamente. Pero si esta gracia no le cayó en suerte, tal vez los éxtasis y arrobamientos de un elegido “maestro”, benefactor de la humanidad y reformador del mundo, serán capaces de hacerlo superar su fatal disgusto. Hoy día es fácil hallar a tales maestros en cualquier feria del ocultismo. Hay allí un “Frater sapiens astris dominans” listo para enseñarle por pequeña recompensa al necesitado de consuelo, cómo el sabio puede dominar los astros a los que obedece el loco …