sexta-feira, 5 de maio de 2023

Astrología en la Literatura Española

 


A finales del primer cuarto del siglo XVIII, en pleno “Siglo de la Razón”, asistimos en España a un vivo debate sobre la astrología, en particular la judiciaria, y la literatura de los almanaques, un tipo de subliteratura, muy popular, donde entre otros contenidos se incluían pronósticos astrológicos.


Los contendientes fueron, en defensa de la astrología, Diego de Torres Villarroel, reputado astrólogo y autor de almanaques, quien defendió su práctica, con más o menos vehemencia en diversos lugares de su obra, en particular en Entierro del Juicio Final, y vivificación de la Astrología. En la parte contraria tenemos al médico Martín Martínez, autor de un Juicio Final de la Astrología, que fue el que más directamente recibió los embates dialécticos de Villarroel, pero sobre todo el padre Benito Jerónimo Feijoo, quien, en su Teatro Crítico Universal, elaboró un completo argumentario contra la astrología judiciaria y los almanaques teniendo in mente la figura de Torres Villarroel, aunque sin citarla expresamente.


La astrología en el siglo XVIII


El contexto histórico en que tuvo lugar el debate, el siglo XVIII, no fue precisamente favorable a la práctica astrológica. Así, Jim Tester habla de la “segunda muerte de la astrología”, al referirse a la astrología de los períodos renacentista y de la Ilustración, si bien, como el propio Tester reconoce, la muerte real se habría producido en el siglo XVIII, cuando la pseudociencia se vio privada de su prestigio y rigor académicos. El resultado fue que “la astronomía se separó por fin de la astrología” y “la astrología como tal desapareció”.


El punto de vista de Tester, que debe ser matizado, es el que ha predominado hasta hace bien poco. Por su parte, Nicholas Campion, después de reconocer que la práctica de elaborar horóscopos entró en un rápido declive entre 1650 y 1700, de manera que casi se extinguió, siguiendo a Patrick Curry, quien defiende que, igual que existía una clase alta, media y baja, había una astrología “alta”, “media” y “baja”3, sostiene que la rama de la astrología que más sufrió el descrédito, motivado en gran medida por las consecuencias de la revolución astronómica de los dos siglos precedentes, fue la “alta” astrología, que llevó también casi a la desaparición de la astrología “media”, mientras que la “baja” se mantuvo aparentemente imperturbable, ajena a los cambios producidos entre los filósofos y las élites educadas.


3 SEGÚN CAMPION, SIGUIENDO A CURRY, A LA ASTROLOGÍA “ALTA” PERTENECERÍAN LOS FILÓSOFOS Y PENSADORES E INCLUIRÍA A FIGURAS COMO KEPLER O FRANCIS BACON; DE LA “MEDIA” FORMARÍAN PARTE LOS ASTRÓLOGOS PROFESIONALES ENCARGADOS DE LA ELABORACIÓN DE HORÓSCOPOS, MIENTRAS QUE LA “BAJA” ASTROLOGÍA ENCONTRARÍA SU VÍA DE EXPRESIÓN EN LOS ALMANAQUES Y LAS CREENCIAS POPULARES.

Que la astrología se encontraba entonces desprestigiada lo demuestra una bien conocida cita de un filósofo de la talla de Voltaire (1694-1778): “La superstition est à la religión ce que l’Astrologie est à la Astronomie, la fille très folle d’une mère très sage”, donde se observa cómo en la mente de la élite intelectual el prestigio corresponde a la ciencia de los astros, mientras que la astrología se asocia con la locura, el desvarío y la superstición.


Además, en otra de sus obras, el autor francés afirma que los errores que cometen los astrólogos se deben a que no han sabido adaptar su arte a los câmbios observados en la bóveda celeste, como lo demuestra el fenómeno de la precesión de los equinoccios; y achaca su desprestigio al gran número de pronósticos falsos, a pesar de lo cual los hombres han seguido siendo crédulos mucho tiempo hasta desengañarse finalmente sobre la verdadera naturaleza de este arte.


Por su parte, Diderot y D’Alembert, después de distinguir entre la “astrología natural” y la judiciaria, admiten sin reparos la primera ―pues se ocupa del pronóstico del tiempo atmosférico a partir de los astros, además de los terremotos―, mientras que definen la segunda, como “l’art prétendu d’annoncer les événemens moraux avant qu’ils arrivent”, entendiendo por “acontecimientos morales” los relacionados con la voluntad del hombre. Añaden que en la época la principal ocupación de los astrólogos era la confección de almanaques y calendarios, y reconocen que, a pesar de haber sido combatida con dureza, no ha desaparecido del todo, si bien sus seguidores principales son el “bas peuple”, lector ávido de los almanaques.


De todo lo dicho queda claro que durante el siglo XVIII fue la astrología judiciaria la que sufrió el desprestigio, y consiguiente declive, fruto de los ataques y la censura de los intelectuales, porque sus predicciones afectaban a la voluntad y libre albedrío y, añadiríamos nosotros, carecían de cualquier base racional, mientras que la “natural” se conservó indemne. Sin embargo, eso no significó que desapareciera el arte astrológico, pues siguió vivo en el pueblo llano y encontró en los almanaques su cauce natural de expresión.


Respecto a las razones del desprestigio de la astrología judicial, es un tema en el que no podemos entrar a fondo por su complejidad, pero sobre todo por cuestiones de espacio.


Es evidente que alguna influencia debió ejercer el cambio radical de la imagen del universo que tenía el hombre occidental, fruto del progreso de la astronomía durante los dos siglos precedentes. Pero la crítica no lo ha considerado un factor fundamental, puesto que el cambio de paradigma cosmológico, como mucho, afectó a la élite intelectual, no al pueblo llano, cuyas nociones del universo seguían siendo muy elementales, como demuestra el hecho de que siguiera teniendo fe en los pronósticos de los almanaques. Además, son muchas las pruebas que demuestran que progreso científico y creencia en la astrología no son incompatibles. Así, grandes científicos como Kepler y Tycho Brahe fueron también reputados astrólogos; el propio Newton creía que los cometas eran mensajes de Dios o que el desarrollo histórico se acompasaba al movimiento de las constelaciones, sin olvidar que también estuvo interesado en la alquimia. Además, en el nuevo modelo de universo definido por Newton en sus Principia, nada hay hostil a la astrología, pues su propia idea de que existía una acción a distancia podría haber supuesto una nueva explicación física del influjo astrológico.


También se ha invocado como posible factor la tendencia a la desacralización del universo que, iniciada con el humanismo, habría desembocado, sobre todo en el siglo XVIII, en el materialismo y en el ateísmo, y habría llevado a la eliminación de las inteligencias numinosas de los planetas y los signos zodiacales.


Este factor es problemático por muchas razones. De entrada, creemos que es un mito el supuesto dominio absoluto de la razón y la ciencia que habría llevado al fin de la superstición a finales del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII. Respecto a la supuesta desacralización del cosmos que se habría iniciado con el humanismo, aunque algunos autores definen la actitud religiosa de este movimiento como básicamente neutra, o con una fuerte tendencia al sincretismo ―dentro de un marcado proceso de secularización y de humanización de los temas religiosos―, no podemos decir que las actitudes materialistas y ateas fueran de ningún modo predominantes en el periodo renacentista.


Asimismo, el desarrollo científico, que podría haber llevado a formular un materialismo rayano en el ateísmo, al menos en sus versiones cartesiana y newtoniana, necesitaba de la existencia de Dios; Reale y Antiseri, e incluso la mayoría del movimiento ilustrado, donde subyacía una fuerte tendencia atea y materialista, estaba impregnado de deísmo bajo la forma de una religiosidad racional, natural y laica, poco proclive por tanto a las ensoñaciones del arte astrológico.


Más importante creemos que fue la extensión de actitudes escépticas, muchas de ellas procedentes del antiguo pirronismo, a partir del siglo XVI, en la ciencia y la filosofia modernas. Esta expansión supuso no solo que se usaran argumentos de raíz escéptica para atacar, entre otras cosas, a la astrología, sino porque, ya en el siglo XVII, los grandes pensadores comprendieron que para clarificar sus propios puntos de vista había que confrontarse con el escepticismo. Sin ir más lejos, la filosofía de Descartes y toda la filosofia moderna se plantea como un intento de solución de la crisis pirrónica.


De otro lado, ya se ha dicho que el principal cauce de expresión de la low astrology de Curry fueron los almanaques, un tipo de publicaciones anuales que contenían información muy diversa: desde la propiamente astronómica (movimientos del sol y de la luna, eclipses, predicción del tiempo atmosférico a partir de los astros) hasta predicciones de carácter astrológico sobre eventos que habrían de producirse durante el año ―incluida la indicación de los periodos más favorables para purgas y sangrías―, sin olvidar la habitual de días festivos, cronologías, etc.


Su origen está en los παραπήγματα griegos, un tipo de tablillas con observaciones astronómicas, la división del tiempo y una cierta información meteorológica, que adoptaban la forma de calendarios de piedra que se exponían en las plazas para información pública. Sucesores suyos y con una fuerte influencia de las Phaseis de Ptolomeo fueron los libros de anwa’ árabes, un tipo de calendarios muy habituales en el medievo, que además de información meteorológica ofrecían contenidos agrícolas, consejos de higiene y dietética, etc.


Los almanaques y calendarios continuaron publicándose ininterrumpidamente hasta el siglo XVIII. En la Península Ibérica, en esa época, se trató de un tipo de literatura muy popular, pues a mediados de siglo se editaban hasta cincuenta títulos diferentes, siendo prohibidos en 1767 por Carlos III. Entre los redactores de almanaques más conocidos se cuenta Diego de Torres Villarroel, catedrático de Matemáticas en Salamanca y astrólogo, quien, bajo el pseudónimo de “El gran piscator salmantino”, redactó almanaques durante más de cuarenta años, empezando su labor en 1718 con su Ramillete de los Astros. Aunque el nombre de “piscator” se aplicaba a los almanaques que contenían predicciones meteorológicas, los de Torres de Villarroel contenían pronósticos de muy diverso tipo. Para su publicación se recurría a pliegos de papel de unas dimensiones de 320×430 mm., divididos de manera longitudinal en siete columnas. Entre el final de la primera columna y el comienzo de la segunda se realizaba el “juicio del año”, con pronósticos de tipo meteorológico y previsiones de carácter político, social, agrícola, etc.


Pero no fueron los almanaques y calendarios astrológicos el único testimonio de supervivencia de la astrología. Así, en los territorios de Nueva Inglaterra, donde los puritanos persiguieron con saña la astrología y las prácticas ocultistas, se dio forma a una especie de horóscopo cristiano4 de la mano del gran predicador Cotton Mather (1663-1728), quien en 1702 publicó los siete volúmenes de sus Magnalia Christi Americana. Además, a pesar de la persecución, la práctica de todo tipo de ciencias ocultas era habitual en esos mismos territorios, como reconoce el propio Mather, en su “Discourse on Whitchcraft”, publicado en sus Memorable Providences Relating to Whitchcrafts and Possessions, del año 1689. Su propio padre, Increase Mather (1639-1723), escribió una Kometographia, publicada en 1683, donde sostenía que los cometas eran signos proféticos de la intervención divina en los asuntos humanos.


4 LA TRADICIÓN DE LOS HORÓSCOPOS CRISTIANOS NO ERA NUEVA, PUES HUNDÍA SUS RAÍCES EN LA ETAPA FINAL DE LA ANTIGÜEDAD. LA OBRA CLÁSICA SOBRE ESTE TEMA ES HÜBNER (1983).

Asimismo, no faltaron autores que elaboraron tratados con contenido astrológico, pero teniendo en cuenta los princípios de la nueva física newtoniana. Así, en Francia, Henri de Boulainvilliers publicó en 1711 una obra, Histoire du mouvement de l’apogée du Soleil. Ou Pratique des Regles d’astrologie pour juger des Evenements generaux, que trataba de relacionar los acontecimientos más importantes de la historia humana, el apogeo del sol y la precesión de los equinoccios. Por su parte, Richard Mead (1673-1754), que llegó a ser uno de los médicos más eminentes de Londres durante casi cincuenta años, compuso su De Imperio Solis ac Lunae in Corpora Humana, et Morbis inde Oriundis, que, como se indica en el propio título, trataba de demostrar la influencia del sol y la luna en el cuerpo humano y en las enfermedades, que conoció varias ediciones y traducciones al inglés, prueba de su popularidad.


En fin, entre los que pretendieron aplicar los recientes progresos científicos a ámbitos que tradicionalmente habían sido competencia de la astrología, en particular la astrometeorología, se cuentan los “lunaristas” (del inglês lunarist o mooners), que trataban de explicar el problema de la circulación general de los vientos y la predicción meteorológica por el influjo gravitatorio de la Luna sobre la Tierra.


Desarrollo de la polémica


El motivo inmediato de la polémica aludida al comienzo de este trabajo fue, al parecer, el cumplimiento de uno de los pronósticos que elaboró Villarroel para el año 1724, la muerte del joven rey Luis I, tal como él resume en su Vida:


Pasaron por mí estos y otros sucesos […] por el año de mil setecientos y veinte y tres y veinte y cuatro, y, habiendo puesto en el pronóstico de éste la nunca bien llorada muerte de Luis I, quedé acreditado de astrólogo […]. Padeció esta prolación la enemistad de muchos majaderos, ignorantes de las lícitas y prudentes conjeturas de estos prácticos y prodigiosos artificios […].


Entre esos “majaderos” e “ignorantes” de los que habla Villarroel se contaba el médico Martín Martínez (1684-1734), perteneciente al grupo de los novatores sevillanos y hombre de gran prestigio, que llegó a ser presidente de la Regia Sociedad Médico-Química de Sevilla, con su ya aludido Juicio Final de la Astrología, escrito dirigido al marqués de Santa Cruz. Esto debió preocupar a Villarroel, que dirigió su respuesta, Conclusiones a Martín, al mismo personaje, quien, al parecer, quedó satisfecho con las explicaciones dadas por el astrólogo. El resultado final de la polémica fue, según el autor, favorable para sus intereses, pues “Serenóse la conjuración, despreció el vulgo las necias e insolentes sátiras y salí de las uñas de los maldicientes sin el menor araño”.


En cuanto a los argumentos utilizados por sus enemigos, unos lo tildaban de infame y malintencionado, otros lo atribuían a la casualidad ―lo que, como él dice, era ciencia― y no faltó quien creía que se debía a inspiración de los demonios.


En su escrito Entierro del Juicio Final, y vivificación de la Astrología, vuelve sobre este tema y afirma que, frente al castigo que exige el médico por el pronóstico, más bien merecería un premio, pues la culpa de la muerte no es del astrólogo que la pronostica sino de los médicos que no la evitaron: “¿pues quién acertó? ¿El Astrólogo, que lo previno un año antes, o el Médico, que no lo acerto nunca?”, que supone una ardiente defensa de su arte y una burla del conocimiento del arte médico por parte de su contrincante.


Y si con este pronóstico, que afectó al rey, Villarroel debió afrontar ataques de todo tipo, un riesgo aún mayor supuso para él una serie de vaticinios recogidos en su almanaque para el año 1766, El santero de Majalahonda y el sopista perdulario, cuyo contenido parece anunciar el motín de Esquilache, que se produjo entre los días 23 y 27 de marzo de ese año.


En un informe de noviembre de 1766, Campomanes atribuye el origen del motín al hecho de que estos pronósticos se divulguen fácilmente entre el populacho a través de los cantares de ciego.


La sospecha de que existía una relación entre el conocimiento anticipado del pronóstico por el pueblo y el motín llevó al gobierno a censurar el almanaque para el año 1767, titulado La tía y la sobrina, pues contenía predicciones que podríamos tildar como mínimo de subversivas.


Viendo cernirse sobre él el peligro de la autoridad, nuestro autor y su sobrino y colaborador, Isidoro Ortiz Gallardo, no solo se disculparon repetidas veces ante Campomanes, sino que Villarroel aprovechará el almanaque ya mencionado para el año 1767 para insistir en que no se debe prestar mucho crédito a este tipo de predicciones, por la falibilidad de este arte.


Evidentemente, no es que Villarroel se desdiga de su arte, sino que el peligro de la censura, o algo peor, le obliga a quitarle trascendencia a sus pronósticos. En efecto, como él mismo reconoce, ante el ambiente general de hostilidad con el que se encuentra,


confesé en los primeros prólogos de mis papeles que yo no salía al público a descubrir ingenio, a ganar fama ni a negociar aplausos, que sólo pretendía acallar los gritos de mi pobreza y socorrer la de mis viejos padres.


Es decir, que las declaraciones que de vez en cuando el mismo autor incluye en sus prólogos en contra de sus pronósticos, no son sino añagazas para confundir a sus enemigos y proteger así su arte.


En efecto, por otras declaraciones dispersas por su obra, está claro que se siente orgulloso de su oficio, pues como afirma en el prólogo a la Segunda parte de Visiones y visitas de Torres con D. Francisco de Quevedo por la corte:


Y después que me puse a astrólogo y me armé de escritor, gano mil pesos al año, […] Logro de veinte y ocho años oír por la Europa un universal cacareo a mi nombre. Desean ver mi figura las gentes de buena condición y gusto, […] Las mujeres hablan de Torres en sus estrados con alegría y buena voluntad […] y suenan en sus bocas las seguidillas de mis Pronósticos y los juicios de mis Calendarios.


El orgullo que transmiten estas palabras hacia sus “Pronósticos” y “Calendarios” es más que justificado, pues uno de los grandes méritos de Torres Villarroel es haber revitalizado al género de los almanaques, cuya estructura también renovó, al incorporar una dedicatoria a un noble o alta personalidad, un prólogo al lector, la “Introducción al juicio del año” (con las predicciones para el nuevo año) y, finalmente, los “Juicios”, uno por cada estación.


Las dificultades con las que se encontró se explican, en su opinión, por la ignorancia del arte astrológico en nuestro país, ignorancia que lleva a muchos a creer que se está hablando de poderes ocultos cuando se habla del influjo astral sobre la Tierra:


Respondile al Cartesiano, […] Son cualidades ocultas para usted, para Martín, y para todos los otros que, por no haber estudiado, las ignoran totalmente; y de que a los ignorantes se oculten estas cualidades, no se infiere que no las haya.


Pero el problema de nuestro país no es tanto la ignorancia de los astros, cuanto el pecado de la ignorancia en general: “Todas las cátedras de las universidades estaban vacantes y se padecía en ellas una infame ignorancia”.


Frente a esa general ignorancia, en el caso de la astrología, afirma que con su trabajo vino a llenar un vacío que en nuestro país aspiraban a colmar los pronósticos del gran Sarrabal ―un piscator milanés del siglo XVII―, llenos de embustes y que un país de papanatas como el nuestro esperaba con ansiedad.


Además, interpreta la suya como una ciencia y se presenta a sí mismo como un científico moderno, interesado en la observación y la aplicación práctica de los conocimientos: “La experiencia, y observación de los tiempos nos enseñó a los Astrólogos todos esos maravillosos efectos”.


Además, frente al arte del pronóstico afirma que la suya es una forma de astrología natural, la cual predice los efectos corpóreos, y naturales, no sólo los que conducen a la Agricultura y Medicina, sino cuando del punto del Horóscopo predice las complexiones del cuerpo, e inclinaciones del ánimo, es lícita, y es segura; […] porque estas adivinaciones todas son naturales y usan de medios proporcionados.


En su defensa de la astrología, Villarroel tuvo mucho cuidado en evitar cualquier encontronazo con la Iglesia. Así, avisa que por su oficio no tiene nada que ver con brujos ni diablos, ni con ningún poder sobrenatural, como demuestra el hecho de que en su nacimiento no hubo nada de extraordinario. Asimismo, agradece a Dios que, habiéndose dedicado a artes rayanas en la superstición, nunca se apartó de sus mandamientos ―ni de las ordenanzas del rey ni de lo estabelecido por la política y la naturaleza―. Y aunque llegó a tener problemas con la Inquisición por sus obras sobre religión, presume de que en su labor como astrólogo nunca tuvo conflictos con el Santo Oficio:


Y en fin, para responder a cualquiera objeción de mis escritos […] y pues el más grave, discreto y religioso de la Santa Inquisición ha dejado correr mis Pronósticos, […].


Pero sin duda uno de los principales avales de la ortodoxia de su trabajo proviene del hecho de que la ciencia de los astros, entiéndase la astrología, fue practicada por un sinnúmero de filósofos y médicos cristianos a lo largo de la historia, por lo que habríamos de entender que quien tal arte critica no podría considerarse cristiano:


Válese Martínez de aquellas vulgares satirillas, […] procura que se destierre como perniciosa la más demostrativa y grave de las Ciencias, a quien han seguido, y venerado infinitos Doctores Santos de la Iglesia; […] y toda la turba de Filósofos y Médicos Cristianos persuadir que se puedan practicar sin conocimiento de tiempos e influjos las medicinas; […].


Frente a la afirmación del médico Martín Martínez de que los astrólogos como Villarroel corrompen el calendario, que es institución eclesiástica, al llenarlos con anuncios profanos y delirios astrológicos, nuestro autor responde:


[…] porque una cosa es Pronóstico, y otra cosa es Calendario; este le hace la Iglesia, y toca a sus Prelados, […] señalar en cada año las Fiestas y las Vigilias y […] y Fiestas movibles y en esto no entra el Astrólogo, que éste sólo pone los Eclipses y Lunaciones, lluvias, truenos, días claros y las cosechas o carestías, enfermedades anuales, y otras cosas de este género; […].


Además, al ser la suya un tipo de astrología natural queda fuera de la condena de la astrología judiciaria que, esta sí, es condenada por la Iglesia, personificada en el papa Sixto V: “[…] mas no por eso las condena Sixto V, pues éste sólo condena los futuros contingentes, que no tienen causa alguna, ni propia, ni natural”, pues la astrología que él practica deja el libre albedrío del hombre al margen del influjo de las estrellas,


[…] todo nuestro fundamento, para pronosticar lo venidero es porque las Estrellas son causas continentes, y signos necesarios de todo lo futuro, que no toca al albedrío del hombre; […].


En cambio, menos efectivos fueron sus argumentos frente al poder político, pues, aunque no faltan sus declaraciones de que siempre se ha mostrado respetuoso frente a las directrices del rey y de las autoridades, sin olvidar que los reyes han permitido “esta Ciencia como útil, y provechosa para todo lo político, porque aquella Ciencia es útil de quien las otras mendigan”, finalmente, el gobierno, consciente del peligro de los almanaques por episodios como el motín de Esquilache, por Real Orden de julio de 1767 prohibió su circulación, en concreto los “pronósticos, piscatores, romances de ciegos y coplas de ajusticiados”, alegando que de su publicación resultaban “impresiones perjudiciales en el público” y considerando que se trataba de “una lectura vana y de ninguna utilidad a la pública instrucción”.11


11 POR CUESTIONES DE ESPACIO, NO INCLUIMOS ENTRE LOS ARGUMENTOS DE QUE SE SIRVIÓ TORRES VILLARROEL EN DEFENSA DE SU ARTE LAS MENCIONES A LA MEDICINA, COMO CUANDO EN ENTIERRO DEL JUICIO FINAL AFIRMA TAXATIVO: “PARA LA MEDICINA ES PRECISA, Y NECESARIA LA NOTICIA DE LA BUENA ASTROLOGÍA; Y EL MÉDICO QUE PRACTICARE SIN ELLA, SÓLO ES MÉDICO EN EL NOMBRE” ―APOYANDO SUS AFIRMACIONES EN MÉDICOS COMO MATEO CURTIO, JERÓNIMO MANFREDO O MARSILIO FICINO, ENTRE OTROS―. SE ENTIENDE QUE INSISTA ESPECIALMENTE EN ESTE TEMA POR EL HECHO DE QUE SU OPONENTE, MARTÍN MARTÍNEZ, ERA GALENO. PARA ESTE PUNTO CONCRETO DEL ARGUMENTARIO DE VILLARROEL REMITIMOS AL EXCELENTE TRABAJO DE GALECH AMILLANO.

Frente a esta amplia y bien articulada defensa del arte astrológico, Villarroel se encontró con un rival mucho más serio que el bien intencionado Martín Martínez, el padre Feijoo, quien, entre los múltiples asuntos de que se ocupó en su Teatro Crítico Universal, en concreto, en el Tomo I ―que apareció el 3 de septiembre de 1726―, discurso VIII, dedicó amplio espacio a desmontar las ficciones y vanidades que, a su parecer, constituían el supuesto arte de los astrólogos y hacedores de almanaques, tomando el testigo del mencionado médico.


Estos textos en contra de la pseudociencia pertenecen a un grupo de escritos en los que Feijoo critica las creencias, tradiciones y supersticiones irracionales, de las que fueron objeto las prácticas de la medicina popular, el temor irracional a los eclipses y a los cometas; las artes adivinatorias y el empleo de la magia, la fe en los “saludadores” y la creencia en duendes y espíritus familiares, el trabajo de los zahoríes, los falsos alquimistas o la creencia en los falsos milagros; la práctica de tocar campanas para conjurar las tormentas; la existencia de monstruos de la naturaleza, entre ellos el famoso hombre-pez de Liérganes; o el tema de los endemoniados.


En cuanto a sus críticas a la astrología judiciaria y a los almanaques, que es lo que aquí nos interesa, Feijoo comienza afirmando que no pretende acabar con los almanaques, sino con las vanas predicciones que contienen, admitiendo así que este tipo de literatura popular sigue teniendo su utilidad por pequeña que sea, utilidad que consiste en las referencias que contienen a las fiestas religiosas, a las ferias comerciales, a la agricultura e incluso a la medicina, de ahí la presencia de las lunaciones. En cambio,


la parte judiciaria que hay en ellos, […] es una apariencia ostentosa, sin substancia alguna, y esto no sólo en cuanto predice los sucesos humanos que dependen del libre albedrío, más aún en cuanto señala las mudanzas del tiempo o varias impresiones del aire.


Entrando en materia, la crítica a los pronósticos no se debe tanto a la falsedad de los mismos como al hecho de que vaticinan hechos ciertos, sucesos comunes, pero tan imprecisos y vagos que sería milagro que no acertasen. Entre esos hechos y sucesos pronosticados se encuentran la mujer que ve peligrar su fama, una mala noticia que entristece a la corte, la enfermedad de un gran personaje o la llegada a puerto de un navío tras una feliz singladura, asuntos todos ellos “que cualquiera puede pronosticarlos sin consultar las estrellas; […]”.


La falta de concreción de los pronósticos, el hecho de no referirse a hechos extraordinarios, sino comunes, que por lo tanto pueden afectar a cualquiera, hacen que no pueda decirse que se pronostican hechos futuros contingentes, sino necesarios. Por ello, al comenzar su exposición ha calificado al arte astrológico como vano y sin sustancia, porque, además, cuando se atreven a predecir algún suceso singular y fuera de lo común, “obscurecen el vaticínio en cuanto a lo substancial del acaecimiento, de modo que es aplicable a mil sucesos diferentes”, comparando esta oscuridad y ambigüedad con la que usaban los oráculos, el francés Nostradamus o las supuestas profecias de san Malaquías.


La debilidad del pronóstico astrológico radica, en realidad, en que, en contra de lo que pretenden sus practicantes, no es tan grande el poder de los astros, recordando a este respecto lo que decía Pico della Mirandola ―en sus Disputationes adversus astrologos, que Feijoo no menciona―, que la única virtud operativa de los astros era la luz y el movimiento. Por ello, lo único que podríamos admitir que hacen los astros es inclinar o predisponer al hombre a los sucesos prósperos o adversos.


De este modo, al descartar el supuesto poder despótico de los astros se está salvando la libertad de los hombres. En efecto, una de las principales lacras de la creencia en un poder abusivo de los astros es que acaba no solo con el libre albedrío de los hombres sino con la posibilidad de premiar o castigar, al ser los astros los responsables últimos del comportamiento humano. Este argumento es un clásico en la crítica de los escépticos contra la astrología desde la Antigüedad, por ser una de las consecuencias más indeseables del fatalismo astral, y la Iglesia lo convirtió en uno de sus estandartes en la lucha contra la astrología, pues hacía al hombre irresponsable de sus actos y convertía a Dios, como creador de los astros, en responsable último de lo que éstos anunciaban o imponían.


Después de negar el poder tiránico de los astros, se esfuerza en demostrar que tampoco inclinan o predisponen al ser humano a llevar a cabo ninguna acción. Para ello pone el ejemplo del hombre al que su horóscopo predice que morirá en la guerra. A este respecto, Marte, como mucho, podría imprimir en el sujeto un ardiente deseo de ser militar, lo cual no siempre garantiza que el sujeto en cuestión vaya a la guerra. Incluso admitiendo que finalmente fuera a la guerra, tampoco necesariamente tiene por qué morir, pues la gran mayoría de los que participan en un combate no acaban sucumbiendo. Además, para que se cumpla el pronóstico tiene que tener lugar una batalla, acontecimiento que no depende de los astros, sino de la voluntad de los jefes contendientes, algo que tampoco garantiza que finalmente se produzca. Pues son infinitas las circunstancias que entran en juego, muchas de ellas dependientes del libre albedrío. Además, en sucesos en los que intervienen gran número de personas, para garantizarse un pronóstico acertado, el astrólogo tendría que haber consultado el horóscopo de todos los participantes, algo que nunca hace por ser materialmente imposible, de forma que nada puede pronosticar de sus acciones.


Además, en eventos en los que mueren muchas personas, como una batalla o un naufragio, los implicados en tales muertes nacieron bajo aspectos del cielo completamente diferentes, de lo cual se deduce que “no depende ni el género ni el tiempo de la muerte de los hombres de la constitución del cielo que reina cuando nacen”.


De otro lado, a veces se alega en favor de los astrólogos las predicciones que resultan ser ciertas. Pero, como dice Feijoo, esto más que favorecer su arte lo arruina, porque de entre tantos millares de predicciones que se han hecho en los mil ochocientos años de historia de la pseudociencia, que apenas se cuenten veinte o treinta que resultasen verdaderas, apunta más a la casualidad como causa del acierto que a las supuestas reglas de este arte. Es como si alguien con los ojos vendados disparase flechas sin parar: es casi seguro que alguna acertaría en el blanco. Evidentemente, sin nombrarlo, se está refiriendo al conocido pronóstico que elaboró Torres Villarroel sobre la muerte del rey Luis I, debido más a la mera casualidad que a la exactitud de las reglas bajo las cuales se hizo el pronóstico.


Además, en muchas de las predicciones que se tienen por verdaderas, lo que sucede es que a posteriori hacemos concordar los hechos con las palabras del astrólogo, con lo que aparentemente se confirma el pronóstico.


Otras veces, los aciertos son debidos no a las estrellas, como supone el astrólogo, sino a simple conjetura: si se conoce “la situación de los negocios de una república se pueden conjeturar las mudanzas que arribarán en ella”. De la misma manera, “Por la fortuna, genio, temperamento e industria de los padres, se puede discutir la fortuna, salud y genio de los hijos”.


A veces parece que la misma predicción influye en los sucesos, de modo que no sucede lo que el astrólogo predijo porque lo leyese en las estrellas: “El que se ve lisonjeado con una predicción favorable, se arroja con todas sus fuerzas […] para conseguir el profetizado ascenso, y es natural lograrle de este modo”.


Una última explicación de los aciertos de los astrólogos puede deberse al demonio, argumento ya esgrimido por San Agustín, Civ. Dei V:


Por eso son muchos, y entre ellos San Agustín, de sentir, que algunos, que en el mundo suenan profesar la judiciaria, no son dirigidos en sus predicciones por las estrellas, sino por el oculto instinto de los espíritus malos.


Recurre después Feijoo a otro argumento clásico, el de los gemelos, también usado por San Agustín, Civ. Dei V, para demostrar que los astrólogos nada pueden deducir ni de las inclinaciones ni de las costumbres de los hombres, en el sentido de que “no pocas veces dos gemelos que nacen a un tiempo mismo descubren después ingenios, índoles y costumbres diferentes, como sucedió en Jacob y Esaú”, hecho este que los astrólogos explican como resultado del rápido movimiento del cielo, de forma que el tiempo que media entre el nacimiento de ambos gemelos explicaría las diferencias entre ellos.


A ello se puede replicar que “si es menester tomar con tanta precisión el punto natalicio, nada podrán determinar los astrólogos por el horóscopo, porque no se observa ni se puede observar con tanta exactitud el tiempo del parto”. Ello es debido en gran medida a que los medios técnicos de que disponen los astrólogos/astrónomos impiden determinar con total exactitud el momento del nacimiento del individuo y supone una de las principales pruebas contra el pronóstico del astrólogo. En efecto, si no es posible fijar con exactitud la configuración de los astros, no es posible pronunciar vaticinios certeros ni decir nada no ya sobre la vida de los hombres, sino sobre sus inclinaciones.


Volviendo a la cuestión del nacimiento del niño, si admitimos que los astros se mueven con notable rapidez y sabiendo lo que a menudo tarda el niño en salir del útero materno, se plantea la duda de cuál es el momento concreto del parto que hay que tener en cuenta a la hora de levantar el horóscopo. Por ello, y para recalcar lo absurdo de la práctica astrológica, Feijoo, en tono burlón, sugiere que a lo mejor habría que elaborar sucesivamente varios horóscopos, “uno para la cabeza, otro para el pecho y así de lo demás; […]”.


Después de preguntarse por qué no tener en cuenta en vez del momento del nacimiento el de la concepción o mientras se va formando el feto, concluye que la propia dificultad de concretar en qué momento se produce el parto, por no tratarse de un fenómeno regular, imposibilita obtener ningún pronóstico de ese momento crucial de la vida.


Las dificultades para elaborar cualquier pronóstico se incrementan no solo por el número de astros implicados, sino porque habría que tener en cuenta otros factores que también sabemos que influyen en la idiosincrasia del individuo, como el temperamento de los padres, el régimen de la madre, el clima, etc. Y dado que los astrólogos no contemplan nada de esto, no podrán deducir por el horóscopo nada relativo a las costumbres, inclinaciones y habilidades.


Después de desarbolar por completo el aparato teórico sobre el que se basa el astrólogo, pasa a tratar dos aspectos referidos a los almanaques: “el juicio general del año y las predicciones particulares de las varias impresiones del aire por lunaciones y días”.


Respecto a lo primero, Feijoo se esfuerza en demostrar algo que ya ha hecho con la acumulación de pruebas que precede, que cualquier pronóstico se basa en la arbitrariedad y el antojo del astrólogo, para lo cual analiza ciertos aspectos de la teoría astrológica, como el sistema de las doce casas en que dividen la esfera celeste, que no se basa en ningún sistema lógico ni racional. A ello se añade la multitud de sistemas diferentes surgidos a lo largo de la historia a la hora de erigir los temas celestes: el de los árabes, Fírmico, Cardano, Alcabicio, Campano o el de Juan de Regiomonte, el más seguido en su tiempo, que se autodenomina como “método racional”, de todo lo cual “se colige […] que las reglas de la judiciaria son arbitrarias todas”.


Los astrólogos se defienden invocando que su arte se funda en la experiencia, en la “inducción experimental”. Pero ¿qué experiencia, la de los caldeos, quienes afirman que sus predicciones se basaban en observaciones realizadas durante cuatrocientos mil años ―dato falso a todas luces, si nos atenemos a la fe cristiana sobre el origen del mundo―, o la de Regiomontano, que lleva en vigor solo dos siglos y medio? Por todo ello se puede afirmar que la astrología no se basa ni en la razón ni en la experiencia, solo en el capricho.


La vanidad de los pronósticos relativos al año puede extenderse también, según Feijoo, a las predicciones referidas al tiempo según las fases de la luna y los diferentes días. Entre los ejemplos que ofrece, vuelve a recurrir al gran azote de los astrólogos que fue Pico della Mirandola. Según Feijoo, éste examinó durante todo un invierno las predicciones del tiempo que encontró en diversos almanaques que habían compuesto los más prestigiosos astrólogos de Italia y descubrió que sólo acertaban en cinco o seis días.


La conclusión, como en otros casos, es que tampoco los astros influyen en el tiempo. Y alega una prueba contundente: si los ardores del verano dependieran del paso del sol por el signo de Leo, tendrían veranos tórridos como nosotros los habitantes de las zonas que se encuentran a cuarenta o cincuenta grados de latitud austral, pues la influencia del sol al pasar por este signo afectaría a todo el planeta, cuando en realidad en esas latitudes australes es invierno.


En cambio, lo que sí influye son otros factores, digamos, geográficos: es diferente el tiempo que hace en la cima de una montaña al que encontraremos en los dos valles opuestos al pie de la misma, y no los astros.


Además, añade Feijoo, en la cuestión de la climatologia nos enfrentamos con muchas incertidumbres y muy pocas certezas, lo cual hace inútil cualquier trabajo de predicción meteorológica y, por tanto, la razón de ser última de muchos almanaques y por ende del trabajo de los astrólogos.


Frente a esta evidencia y la soberbia pretensión de los astrólogos de ser capaces de determinar el tiempo en todo el mundo según países y regiones, aplicando los principios de la corografía astral, es decir, la influencia de un astro concreto en ciertos países y partes del planeta, y admitida la variabilidad y el carácter local de los fenómenos atmosféricos, recomenda pedir consejo a marineros y labradores antes que a los astrólogos.


Además, añade Feijoo que frente al limitado número de astros con que trabajan los astrólogos, el reciente descubrimiento del telescopio ha demostrado que el número de astros tanto fijos como errantes es muy superior a los que observaban los astrólogos anteriores. De aquí se concluye que todos los pronósticos de los astrólogos anteriores a la invención del telescopio eran falsos, simplemente porque no tenían en cuenta los influjos de tantos astros como desde entonces se han descubierto.


La puntilla a la ya vacilante astrología vino de la mano de la bula del papa Sixto V que comienza: Caeli et terrae creator Deus, y este es el último recurso que utiliza Feijoo contra astrólogos y almanaquistas. Dice nuestro autor que por esta bula se encarga a los inquisidores y ordinarios que se apliquen las penas canónicas a los astrólogos que se atrevan a pronosticar los hechos futuros contingentes, “aunque ellos confiesen y protesten la incertidumbre y falibilidad de sus vaticinios”, algo que es una nueva referencia clara y directa a Torres Villarroel, quien, como hemos visto, defendía su oficio alegando precisamente que no había que prestar excesiva atención a sus pronósticos.


Conclusiones


Comenzábamos este trabajo demostrando lo rotundamente falsa que es la suposición de que la astrología desapareció por completo en el siglo XVIII. Como mucho se puede hablar de su desprestigio entre las élites intelectuales, en particular de la astrología judiciaria, a pesar de lo cual no faltaron científicos, como Newton, u hombres de religión, como Mather, que siguieron coqueteando abiertamente con la pseudociencia.


En el caso de España, el simple hecho de que se suscitara tan viva y agria polémica entre algunas de las plumas más prestigiosas de entonces es prueba más que suficiente para demostrar que también entre nosotros la pseudociencia seguia siendo objeto de interés, y no solo entre el vulgo ignorante. Quizás, como mucho, podríamos admitir que, a finales de siglo, y como consecuencia en parte de la propia polémica, los ilustrados acabaron venciendo, cuando alegando razones de orden público se prohibieron los almanaques.


En cuanto al debate en sí, hemos visto cómo, de un lado, Torres Villarroel defiende orgulloso su arte, justificando los exabruptos de sus contrincantes en una genérica ignorancia de la ciencia de los astros, si bien, consciente del clima general de hostilidad hacia la astrología, en ocasiones recomienda al público no prestar demasiada credibilidad a los pronósticos de los que vive y, en otras, afirma, desde la posición del científico serio, que la suya es astrología “natural”, por lo que nada tiene que ver con la astrología judiciaria, afirmación ésta que hace por miedo a tropezar con la Iglesia y las autoridades políticas.


Respecto a Feijoo, desde luego sus andanadas contra la astrología y los almanaques estaban bien dirigidas, conocedor como era de sus puntos débiles y, sobre todo, de muchos de los argumentos contra la pseudociencia acumulados por una tradición anti astrológica de siglos que nació en Grecia casi a la par que la propia práctica de la adivinación astral. Quizás, echamos en falta más argumentos “científicos”, por ejemplo, los derivados de la nueva física del universo inaugurada por los Principia de Newton, lo cual demostraría que en estos inicios del siglo aún no lo conocía.


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