En sus comentarios sobre la Eneida de Virgilio, Servio observa que «los egipcios, como eran sabios, embalsamaban los cadáveres y los depositaban en catacumbas para poder mantener el alma durante mucho tiempo en contacto con el cuerpo, para que no se alejara enseguida; en cambio, los romanos, con el propósito opuesto, depositaban los restos de sus muertos en una pira funeraria, con la intención de devolver de inmediato la chispa vital al elemento general o a su naturaleza prístina».
No disponemos de documentos completos que traten de la doctrina secreta de los egipcios con respecto a la relación entre el espíritu, o conciencia, y el cuerpo habitado. Resulta razonablemente cierto, no obstante, que Pitágoras, que había sido iniciado en los templos egipcios, al promulgar la doctrina de la metempsicosis, reformuló, al menos en parte, las enseñanzas de los iniciados egipcios. La suposición popular de que los egipcios momificaban a sus muertos para conservar la forma para una resurrección física es insostenible a la luz de los nuevos conocimientos con respecto a su filosofía de la muerte. En el cuarto libro de Sobre la abstinencia, Porfirio describe la costumbre egipcia de purificar a los muertos mediante la extracción del contenido de la cavidad abdominal —lo colocaban en un arcón aparte— y a continuación reproduce la siguiente oración, que ha sido traducida de la lengua egipcia por Eufanto: «Oh, Sol soberano y todos vosotros, dioses, que dais vida a los hombres, recibidme y llevadme a convivir con los dioses eternos, porque siempre, mientras he vivido en esta época, he adorado piadosamente a las divinidades que me indicaron mis padres y asimismo siempre he honrado a los que engendraron mi cuerpo. Y, con respecto a los demás hombres, jamás he dado muerte a ninguno ni he estafado a nadie que me hubiese entregado algo ni he cometido ninguna otra atrocidad. Por consiguiente, si a lo largo de mi vida he actuado de forma errónea —he comido o bebido cosas que la ley prohíbe comer o beber—, no he errado por mí mismo, sino a través de estos», y señalaba el cofre que contenía las vísceras. La extirpación de los órganos identificados como sedes de los apetitos se consideraba equivalente a purificar el cuerpo de sus influencias perniciosas. Los cristianos primitivos interpretaban sus Escrituras tan al pie de la letra que preservaban los cuerpos de sus muertos introduciéndolos en agua salada, para que, el día de la resurrección, el espíritu del difunto pudiera volver a entrar en un cuerpo completo y perfectamente conservado. Convencidos de que las incisiones necesarias para el proceso de embalsamamiento y la extracción de los órganos internos impedirían que el espíritu regresara a su cuerpo, los cristianos enterraban a sus muertos sin recurrir a los métodos de momificación más complejos utilizados por los egipcios.
En su obra Egyptian Magic, S. S.D. D. aventura la siguiente hipótesis sobre las finalidades esotéricas de la práctica de la momificación: «Tenemos motivos para suponer que solo momificaban a aquellos que habían recibido algún grado de iniciación, porque no cabe duda de que, para los egipcios, la momificación en realidad impedía la reencarnación. La reencarnación era necesaria para las almas imperfectas, para aquellos que no habían conseguido superar las pruebas de iniciación; en cambio, los que contaban con la voluntad y la capacidad para ingresar en el adytum por lo general no necesitaban la liberación del alma que dicen que se producía con la destrucción del cuerpo. Por consiguiente, el cuerpo del iniciado se preservaba después de la muerte como una especie de talismán o base material para la manifestación del alma sobre la tierra». Al principio, la momificación se limitaba al faraón y a aquellas otras personas de rango real que se suponían partícipes de los atributos del gran Osiris, el divino rey momificado del infierno egipcio.