sábado, 7 de janeiro de 2023

Manly Palmer Hall - El Simbolismo Del Cuerpo Humano

 

El más antiguo, el más profundo y el más universal de todos los símbolos es el cuerpo humano. Según los griegos, los persas, los egipcios y los hindúes, el análisis filosófico de la naturaleza trina del hombre era una parte indispensable de la formación ética y religiosa. Los Misterios de todas las naciones enseñaban que las leyes, los elementos y los poderes del universo estaban representados en la constitución humana y que todo lo que existía fuera del hombre tenía su analogía dentro de él. Como el cosmos era de una inmensidad inconmensurable y de una profundidad inconcebible, escapaba a toda estimación mortal. Ni siquiera los propios dioses podían comprender más que una parte de la gloria inaccesible que los originaba. Cuando se impregna, transitoriamente, de entusiasmo divino, el hombre puede trascender por un instante las limitaciones de su propia personalidad y contemplar en parte el resplandor celestial que baña toda la creación. Sin embargo, ni siquiera en sus etapas de máxima iluminación puede imprimir en la sustancia de su alma racional una imagen perfecta de la expresión multiforme de la actividad celestial. Reconociendo la inutilidad de tratar de enfrentarse intelectualmente a algo que trasciende la comprensión racional, los primeros filósofos desviaron su atención de la divinidad inconcebible para concentrarse en el propio hombre y vieron que, dentro de los estrechos confines de su naturaleza, se manifestaban todos los misterios de las esferas externas. Como consecuencia natural de aquella práctica, surgió un sistema teológico secreto según el cual Dios se consideraba el Gran Hombre mientras que el hombre era el pequeño dios. Para seguir con la analogía, el cosmos se consideraba un hombre y, a la inversa, el hombre se consideraba un universo en miniatura. Al universo mayor se lo denominó «macrocosmos» —el gran mundo o cuerpo— y la vida divina o el ser espiritual que controlaba sus funciones recibió el nombre de Macroprosopo. El cuerpo del hombre o el universo humano individual fue llamado «microcosmos» y la vida divina o el ser espiritual que controlaba sus funciones recibió el nombre de Microprosopo. Los Misterios paganos se ocupaban fundamentalmente de enseñar a los neófitos la verdadera relación entre el macrocosmos y el microcosmos o, en otras palabras, entre Dios y el hombre. Por consiguiente, la clave de estas analogías entre los órganos y las funciones del hombre microcósmico y las del Hombre macrocósmico constituían la posesión más preciada de los primeros iniciados.

En Isis Sin Velo, H. P. Blavatsky sintetiza el concepto pagano de hombre con las siguientes palabras: «El hombre es un pequeño mundo, un microcosmos dentro del gran universo. Como un feto, está suspendido, con sus tres espíritus, en la matriz del macrocosmos y mientras que su cuerpo terrenal guarda una afinidad constante con su madre tierra, su alma astral vive al unísono con el anima mundi sideral. Él está en ella, como ella está en él, porque el elemento que invade el mundo llena todo el espacio y es el propio espacio, solo que ilimitado e infinito. En cuanto al tercer espíritu, el divino, ¿qué es sino un rayo infinitesimal, una de las innumerables radiaciones que proceden directamente de la Causa Máxima, la luz espiritual del mundo? Esta es la trinidad de naturaleza orgánica e inorgánica, lo espiritual y lo físico, que son tres en uno, y de la cual afirma Proclo lo siguiente: “La primera mónada es el Dios eterno; la segunda, la eternidad; la tercera, el paradigma o patrón del universo”, y las tres constituyen la Tríada Inteligible». Mucho antes de que la idolatría se introdujera en la religión, los primeros sacerdotes colocaron la estatua de un hombre en el santuario del templo. Aquella figura humana simbolizaba el poder divino con todas sus manifestaciones complejas. Por consiguiente, los sacerdotes de la Antigüedad aceptaron al hombre como canon y, al estudiarlo, aprendieron a comprender los misterios más grandes y más abstrusos del plan celestial del cual formaban parte. No es improbable que aquella figura misteriosa que había encima de los altares primitivos fuera una especie de maniquí y que, como algunas manos emblemáticas de las escuelas mistéricas, estuviese cubierta por jeroglíficos, ya sea pintados o en relieve. Es posible que la estatua se abriera para mostrar la posición relativa de los órganos, los huesos, los músculos, los nervios y las demás partes. Al cabo de siglos de investigación, el maniquí se convirtió en una masa de jeroglíficos complejos y de figuras simbólicas. Cada parte tiene un significado secreto. Las medidas formaban un modelo básico, mediante el cual se podían medir todas las partes del cosmos. Era un espléndido emblema complejo de todo el conocimiento que poseían los sabios y los hierofantes. Entonces comenzó la época de la idolatría. Los Misterios decayeron desde dentro. Los secretos se perdieron y ya nadie conocía la identidad del hombre misterioso suspendido encima del altar. Lo único que se recordaba era que la figura era un símbolo sagrado y glorioso del Poder Universal, hasta que finalmente empezaron a considerarlo un dios, el Uno a cuya imagen fue creado el hombre. Cuando se perdió el conocimiento de la finalidad para la cual se había construido el maniquí, los sacerdotes adoraron a aquella efigie hasta que, al final, su desconocimiento espiritual hizo que el templo se derrumbara sobre sus cabezas y la estatua se vino abajo, junto con la civilización que había olvidado su sentido. A partir de aquella suposición de los primeros teólogos de que el hombre había sido creado a imagen de Dios las mentes iniciadas de otros tiempos erigieron la magnífica estructura de la teología sobre la base del cuerpo humano. El mundo religioso de la actualidad ignora casi por completo que la ciencia de la biología constituye el origen de sus doctrinas y sus principios. Muchos de los códigos y las leyes que los teólogos actuales creen que han sido revelaciones directas de la divinidad en realidad son fruto de siglos de ahondar pacientemente en las complejidades de la constitución humana y en las maravillas infinitas reveladas por semejante estudio.
En casi todos los libros sagrados del mundo se puede rastrear una analogía anatómica, que resulta más evidente en sus mitos de la creación. Quien sepa algo de embriología y obstetricia no tendrá ninguna dificultad en reconocer la base de la alegoría con respecto a Adán y Eva y el Jardín del Edén, los nueve grados de los Misterios eleusinos y la leyenda brahmánica de las encarnaciones de Vishnu. La historia del Huevo Universal, el mito escandinavo de Ginnungagap (la grieta oscura del espacio en la cual se siembra la semilla del mundo) y el uso del pez como emblema del poder generador paternal muestran el verdadero origen de la especulación teológica. Los filósofos de la Antigüedad se daban cuenta de que el propio hombre era la clave del misterio de la vida, porque era la imagen viva del Plan Divino, y en los siglos venideros la humanidad también llegará a comprender más plenamente la solemne trascendencia de aquellas palabras antiguas: «Lo que en realidad debe estudiar el hombre es a sí mismo». Tanto Dios como el hombre tienen una constitución doble, con una parte superior invisible y una inferior visible.
También hay en los dos una esfera intermedia, que marca el punto de encuentro de la naturaleza visible y la invisible. Del mismo modo que la naturaleza espiritual de Dios controla Su forma universal objetiva —que en realidad es una idea cristalizada—, la naturaleza espiritual del hombre es la causa invisible y el poder controlador de su personalidad material visible. Por lo tanto, resulta evidente que el espíritu del hombre guarda la misma relación con su cuerpo material que la que guarda Dios con el universo objetivo. Los Misterios enseñaban que el espíritu, o la vida, era anterior a la forma y que lo que es anterior incluye todo lo que es posterior a sí mismo. Como el espíritu es anterior a la forma, la forma queda incluida dentro del ámbito del espíritu. Además, es una afirmación o creencia popular que el espíritu del hombre está dentro de su cuerpo. Según las conclusiones de la filosofía y la teología, sin embargo, esta creencia es errónea, porque el espíritu primero circunscribe una zona y después se manifiesta en ella. En términos filosóficos, la forma, al ser parte del espíritu, está dentro del espíritu, aunque el espíritu es más que la suma de la forma. Así como la naturaleza material del hombre queda dentro de la suma del espíritu, la Naturaleza Universal, que incluye la totalidad del sistema, queda comprendida dentro de la esencia omnipresente de Dios: el Espíritu Universal.
Según otro concepto de la Sabiduría Antigua, todos los cuerpos —ya sean espirituales o materiales— tienen tres centros, que los griegos llaman el centro superior, el centro intermedio y el centro inferior. Aquí se observa una ambigüedad aparente. Hacer un diagrama o representar simbólicamente de forma adecuada las verdades mentales abstractas resulta imposible, porque la representación diagramática de uno de los aspectos de las relaciones metafísicas en realidad puede contradecir algún otro. Si bien lo que está por encima en general se considera superior en cuanto a dignidad y poder, en realidad lo que está en el centro es superior y anterior tanto con respecto a lo que se dice que está por encima como con respecto a lo que se dice que está por debajo. Por consiguiente, se debe decir que lo primero —que se considera que está por encima— en realidad está en el centro, mientras que los otros dos (de los que se dice que están por encima o bien por debajo) en realidad están por debajo. Para simplificar más esta cuestión, se ruega al lector que considere «por encima» una indicación del grado de proximidad al origen y «por debajo» una indicación del grado de distancia del origen, que está situado justamente en el centro, y la distancia relativa son los distintos puntos a lo largo de los radios desde el centro hacia la circunferencia. En cuestiones relacionadas con la filosofía y la teología, «arriba» se puede entender como «hacia el centro» y «abajo», como «hacia la circunferencia». El centro es el espíritu y la circunferencia es la materia. Por consiguiente, «arriba» quiere decir «hacia el espíritu siguiendo una escala ascendente de espiritualidad» y «abajo» quiere decir «hacia la materia siguiendo una escala ascendente de materialidad». Este último concepto se expresa en parte mediante el vértice de un cono que, visto desde arriba, aparece como un punto en el centro exacto de la circunferencia formada por la base del cono.
Estos tres centros universales —el que está arriba, el que está abajo y el vínculo que los une— representan tres soles o tres aspectos del mismo sol: son centros de resplandor. También tienen su analogía en los tres grandes centros del cuerpo humano, que, al igual que el universo físico, es una creación del demiurgo. «El primero de estos [soles] —afirma Thomas Taylor— es análogo a la luz cuando se la ve subsistir en su fuente, el sol; el segundo, a la luz que procede directamente del sol, y el tercero, al esplendor que esta luz transmite a otras naturalezas». Como el centro superior (o espiritual) está en el medio de los otros dos, su análogo en el cuerpo físico es el corazón: el órgano más espiritual y misterioso del cuerpo humano. El segundo centro (o el vínculo entre el mundo superior y el inferior) se eleva a la posición de máxima dignidad física: el cerebro. El tercer centro (el inferior) queda relegado a la posición de menos dignidad física, pero de mayor importancia física: el aparato reproductor. De este modo, el corazón es, simbólicamente, la fuente de la vida; el cerebro es el vínculo que, mediante la inteligencia racional, une la vida con la forma, y el aparato reproductor (o creador infernal) es la fuente del poder gracias al cual se producen los organismos físicos. Los ideales y las aspiraciones de cada persona dependen en gran medida de cuál de estos tres centros de poder predomine en cuanto al alcance y la actividad de la expresión. En los materialistas, el más fuerte es el centro inferior; en los intelectuales, el superior; en cambio, en los iniciados, el medio —al bañar los dos extremos en un torrente de resplandor espiritual—controla sanamente tanto la mente como el cuerpo.
Así como la luz da fe de que hay vida —que es lo que la origina—, la mente demuestra la existencia del espíritu y la actividad, en un plano más inferior aún, demuestra que existe la inteligencia. Por consiguiente, la mente pone de manifiesto al corazón, mientras que el aparato reproductor, a su vez, pone de manifiesto a la mente. En consecuencia, el símbolo más común de la naturaleza espiritual es un corazón; el de la capacidad intelectual es un ojo abierto, que representa la glándula pineal o el ojo ciclópeo, que es el Jano de dos caras de los Misterios paganos, y el del aparato reproductor es una flor, un bastón, una copa o una mano.
Aunque todos los Misterios reconocían el corazón como centro de la conciencia espiritual, a menudo pasaban por alto deliberadamente este concepto y utilizaban el corazón en su sentido exotérico como símbolo de la naturaleza emocional. En este caso, el aparato reproductor representaba el cuerpo físico; el corazón, el cuerpo emocional, y el cerebro, el cuerpo mental. El cerebro representaba la esfera superior, pero cuando los iniciados habían superado los grados inferiores, les enseñaban que el cerebro representaba la llama espiritual que moraba en los lugares más recónditos del corazón. El estudioso del esoterismo descubre poco después que los antiguos recurrían a menudo a diversos subterfugios para ocultar las verdaderas interpretaciones de sus Misterios. Sustituir el corazón por el cerebro era uno de aquellos subterfugios.
Los tres grados de los Misterios antiguos se otorgaban, salvo contadas excepciones, en cámaras que representaban los tres grandes centros del cuerpo humano y el universal. Si era posible, se construía el propio templo en forma de cuerpo humano. El candidato entraba por entre los pies y recibía el máximo honor en el punto correspondiente al cerebro. El primer grado era el misterio material y su símbolo era el aparato reproductor: el candidato tenía que pasar por los distintos grados del pensamiento concreto. El segundo grado se otorgaba en la cámara correspondiente al corazón, aunque representaba el poder intermedio, que era el vínculo mental.
Allí se iniciaba al candidato en los misterios del pensamiento abstracto y era llevado hasta lo más alto que la mente podía penetrar. A continuación, pasaba a la tercera cámara, que, al igual que el cerebro, ocupaba la posición más elevada del templo, pero, al igual que el corazón, tenía la máxima dignidad. En la cámara del cerebro se otorgaba el misterio del corazón. Allí, el iniciado comprendía de verdad por primera vez el significado de aquellas palabras inmortales: «Como un hombre piensa, así es su vida». Como hay siete corazones en el cerebro, hay siete cerebros en el corazón, pero esta es una cuestión superfísica, acerca de la cual no se puede decir gran cosa en este momento. Proclo escribe sobre este tema en el primero de los Six Books of Proclus on the Theology of Plato: «De hecho, Sócrates en el (primer) Alcibíades observa correctamente que el alma, cuando penetra en sí misma, contempla todas las demás cosas y a la divinidad misma, porque, al acercarse a la unión consigo misma y al centro de toda la vida y al dejar de lado la multitud y la variedad de todos los poderes múltiples que contiene, asciende a la atalaya más alta de los seres. Y así como en el más sagrado de los misterios —dicen— los místicos se encuentran en primer lugar con los géneros multiformes, que se arrojan ante los dioses, pero, al entrar en el templo, impasibles y protegidos por los ritos místicos, reciben verdaderamente en su pecho [corazón] la iluminación divina y, despojados de sus vestiduras —como lo dirían ellos—, participan de una naturaleza divina, lo mismo ocurre —me da la impresión—con la especulación de la totalidad.
Porque el alma, cuando observa las cosas que son posteriores a ella, contempla las sombras y las imágenes de los seres, pero Cuando se vuelve hacia sí misma desarrolla su propia esencia y las razones que contiene. Y al principio, efectivamente, solo se contempla —digamos— a sí misma, pero, cuando profundiza más en su propio conocimiento, descubre que posee tanto un intelecto como los órdenes de los seres. Sin embargo, cuando se interna en sus recovecos interiores y —digamos— en el adytum del alma, percibe con su ojo cerrado [sin la ayuda de la mente inferior] el género de los dioses y las unidades de los seres. Porque todas las cosas están en nuestra psique y a través de esta somos capaces por naturaleza de conocerlo todo, despertando los poderes y las imágenes de las totalidades que contenemos».
Los antiguos iniciados advertían a sus discípulos que una imagen no es una realidad, sino simplemente la objetivación de una idea subjetiva. Las imágenes de los dioses no estaban diseñadas para ser objetos de culto, sino que solo había que considerarlas emblemas o recordatorios de poderes y principios invisibles. Asimismo, el cuerpo humano no se debe considerar la persona, sino solo la morada de la persona, del mismo modo que el templo era la Casa de Dios. En un estado de ordinariez y perversión, el cuerpo humano es la tumba o la prisión de un principio divino: en un estado de evolución y regeneración, es la Casa o el Santuario de la divinidad, cuyos poderes creativos le dieron forma. «La personalidad está colgada de un hilo de la naturaleza del Ser», declara la obra secreta. El hombre es, en esencia, un principio permanente e inmortal y solo su cuerpo atraviesa el ciclo del nacimiento y la muerte. Lo inmortal es la realidad; lo mortal es la irrealidad. Durante cada período de la vida terrenal, la realidad vive en la irrealidad y se libera de ella temporalmente mediante la muerte y permanentemente mediante la iluminación.
Aunque en general se consideraban politeístas, los paganos no adquirieron tal reputación por adorar a más de un dios, sino por personificar los atributos de aquel dios, con lo cual crearon un panteón de divinidades posteriores, cada una de las cuales manifestaba una parte de lo que el Único Dios manifestaba como un todo. Por consiguiente, los diversos panteones de las religiones antiguas en realidad representan los atributos catalogados y personificados de la divinidad y, en tal sentido, corresponden a las jerarquías de los cabalistas hebreos. Por lo tanto, todos los dioses de la Antigüedad tienen sus analogías en el cuerpo humano, como ocurre también con los elementos, los planetas y las constelaciones, que se asignaban como vehículos adecuados para aquellos celestiales. Los cuatro centros del cuerpo se asignan a los elementos; los siete órganos vitales, a los planetas; las doce partes y miembros principales, al Zodiaco; las partes invisibles de la naturaleza divina del hombre, a diversas divinidades supramundanas, mientras que el Dios oculto —según decían— se manifiesta a través de la médula de los huesos. A muchos les cuesta concebirse como verdaderos cosmos, darse cuenta de que su cuerpo físico es una naturaleza visible y de que, a través de su estructura, innumerables olas de vida en evolución desarrollan sus potencialidades latentes. Sin embargo, a través del cuerpo físico del hombre no solo se desarrollan un reino mineral, uno vegetal y uno animal, sino también clasificaciones y divisiones desconocidas de vida espiritual invisible. Así como las células son unidades infinitesimales de la estructura del hombre, el hombre es una unidad infinitesimal de la estructura del universo. Una teología basada en el conocimiento y la apreciación de estas relaciones es tan profundamente justa como profundamente verdadera.
Como el cuerpo físico del hombre tiene cinco extremidades definidas e importantes (dos piernas, dos brazos y una cabeza que gobierna a las cuatro primeras), el número cinco ha sido aceptado como símbolo del hombre. Con sus cuatro esquinas, la pirámide simboliza los brazos y las piernas y, con el vértice, la cabeza, con lo cual indica que un solo poder racional controla cuatro esquinas irracionales. Las manos y los pies se usan para representar los cuatro elementos, de los cuales los dos pies son la tierra y el agua y las dos manos, el fuego y el aire. Por lo tanto, el cerebro simboliza el quinto elemento sagrado, el éter, que controla y une a los otros cuatro. Si los pies están juntos y los brazos están abiertos, el hombre simboliza la cruz, con el intelecto racional como cabeza o extremidad superior.
Los dedos de las manos y de los pies también tienen un significado especial. Los dedos de los pies representan los Diez Mandamientos de la ley física y los de las manos representan los Diez Mandamientos de la ley espiritual. Los cuatro dedos de cada mano (sin contar los pulgares) representan los cuatro elementos y las tres falanges de cada dedo representan las divisiones del elemento, de modo que los dedos de cada mano están divididos en doce partes, que son análogas a los signos del Zodiaco, mientras que las dos falanges y la base de los dos pulgares representan la divinidad trina. La primera falange corresponde al aspecto creativo; la segunda, al aspecto preservador, y la base, al aspecto generador y al destructivo. Cuando se unen las dos manos, el resultado son los veinticuatro Ancianos y los seis días de la creación.
Para el simbolismo, el cuerpo está dividido verticalmente en dos mitades: la derecha se considera luz y la izquierda, oscuridad. Aquellos que no estaban familiarizados con el verdadero significado de la luz y la oscuridad llamaban espiritual a la parte luminosa y material a la parte izquierda. La luz es el símbolo de la objetividad y la oscuridad, el de la subjetividad. La luz es una manifestación de la vida y, por consiguiente, es posterior a la vida. Lo que precede a la luz es la oscuridad, en la cual la luz existe de forma temporal, pero la oscuridad existe de forma permanente. Así como la vida precede a la luz, su único símbolo es la oscuridad y la oscuridad se considera el velo que debe ocultar eternamente la verdadera naturaleza del Ser abstracto y no diferenciado. Antiguamente, los hombres luchaban con el brazo derecho y defendían sus centros vitales con el brazo izquierdo, en el cual llevaban el escudo protector. Por consiguiente, la mitad derecha del cuerpo se consideraba ofensiva y la mitad izquierda, defensiva, y también por este motivo el lado derecho del cuerpo se consideraba masculino y el lado izquierdo, femenino. Varios expertos opinan que el hecho de que actualmente predomine el uso de la mano derecha se debe a la costumbre de reservar la mano izquierda para fines defensivos. Además, así como la fuente del Ser está en la oscuridad primaria que precedía a la luz, la naturaleza espiritual del hombre está en la parte oscura de su ser, porque el corazón está del lado izquierdo. Entre las curiosas ideas falsas que surgen de la mala costumbre de asociar la oscuridad con el mal hay una según la cual varias naciones primitivas usaban la mano derecha para todas las labores constructivas y la mano izquierda solo para aquellas tareas consideradas impuras e indignas de ser vistas por los dioses. Por el mismo motivo, a menudo se hacía referencia a la magia negra como el camino de la mano izquierda o siniestro y se decía que el cielo estaba a la derecha y el infierno a la izquierda. Además, algunos filósofos decían que se podía escribir de dos maneras: de izquierda a derecha se consideraba el método exotérico y de derecha a izquierda se consideraba esotérico. La escritura exotérica era la que se hacía hacia fuera o lejos del corazón, mientras que la esotérica era la que —como el hebreo antiguo— se escribía hacia el corazón.
Según la doctrina secreta, cada una de las partes y los miembros del cuerpo están representados en el cerebro y, a su vez, todo lo que hay en el cerebro está representado en el corazón. Simbólicamente, se suele utilizar la cabeza humana para representar la inteligencia y el conocimiento de uno mismo. Como el cuerpo humano en su totalidad es el producto más perfecto conocido de la evolución terrestre, se empleaba para representar la Divinidad: el máximo estado o condición apreciable. Los artistas, cuando intentan retratar a la divinidad, a menudo muestran solo una mano que surge de una nube impenetrable. La nube representa la Divinidad Incognoscible, oculta al hombre por la limitación humana. La mano representa la actividad divina, la única parte de Dios que pueden conocer los sentidos inferiores. El rostro está compuesto por una trinidad natural: los ojos representan el poder espiritual que comprende; las fosas nasales representan el poder preservador y vivificador, y la boca y las orejas representan el poder demiúrgico material del mundo inferior. La primera esfera existe eternamente y es creativa; la segunda esfera pertenece al misterio del aliento creativo, y la tercera esfera, a la palabra creativa. Mediante la Palabra de Dios se creó el universo material y los siete poderes creativos, o sonidos vocálicos —que han comenzado a existir al pronunciarse la Palabra—, se convirtieron en los siete Elohim o divinidades, con cuyo poder y mediación se organizó el mundo inferior. De vez en cuando, la Divinidad se simboliza mediante un ojo, una oreja, una nariz o una boca. El primero simboliza la conciencia divina; la segunda, el interés divino; la tercera, la vitalidad divina y la cuarta, la orden divina. Los antiguos no creían que, gracias a la espiritualidad, los hombres se volvieran honrados o racionales, sino, más bien, que la honradez y la racionalidad los volvían espirituales.
Los Misterios enseñaban que la iluminación espiritual solo se alcanzaba elevando la naturaleza inferior hasta un nivel determinado de eficiencia y pureza. Por consiguiente, los Misterios se establecieron con la finalidad de desarrollar la naturaleza del hombre según determinadas reglas fijas que, cuando se observaban religiosamente, elevaban la conciencia humana hasta un punto en el que era capaz de conocer su propia constitución y la verdadera finalidad de su existencia. Este conocimiento de la manera de regenerar más rápida y completamente la constitución múltiple del hombre hasta alcanzar la iluminación espiritual constituía la doctrina secreta o esotérica de la Antigüedad. Algunos órganos y centros aparentemente físicos son en realidad los velos o las fundas de los centros espirituales. Lo que eran y la manera de desarrollarlos no se revelaba jamás a los impenitentes, porque los filósofos sabían que cuando alguien comprende el funcionamiento de todo un sistema, puede conseguir un fin establecido, aunque no esté cualificado para manipular y controlar las consecuencias que haya producido. Por este motivo, se imponían períodos de prueba prolongados, de modo que el conocimiento de cómo llegar a ser como los dioses siguiera siendo posesión exclusiva de quienes eran dignos de él. Sin embargo, para que el conocimiento no desapareciera, se ocultó en alegorías y mitos que no tenían ningún sentido para los profanos, aunque resultaban evidentes para quienes conocían la teoría de la redención personal que era la base de la teología filosófica. Se puede poner como ejemplo el propio cristianismo. En realidad, todo el Nuevo Testamento es una exposición cuidadosamente oculta de los procesos secretos de la regeneración humana. Los personajes que durante tanto tiempo se han considerado hombres y mujeres históricos en realidad son personificaciones de determinados procesos que tienen lugar en el cuerpo humano cuando el hombre empieza la tarea de liberarse a sí mismo conscientemente de la esclavitud de la ignorancia y la muerte. Las prendas y los adornos que supuestamente llevaban los dioses también son claves, porque en los Misterios la vestimenta se consideraba sinónimo de la forma. El grado de espiritualidad o materialidad de los organismos se representaba por medio de la calidad, la belleza y el valor de las prendas que llevaban. El cuerpo físico del hombre se consideraba la vestidura que cubría su naturaleza espiritual; en consecuencia, cuanto más desarrollados estuvieran sus poderes supersustanciales, más espléndido sería su atuendo. Desde luego, al principio la ropa se llevaba más como adorno que como protección y muchos pueblos primitivos conservan esta costumbre. Los Misterios enseñaban que los únicos adornos duraderos del hombre eran sus virtudes y sus características respetables y que iba vestido con sus propios logros y adornado con sus conquistas. Por eso, la toga blanca era símbolo de pureza: la roja, de sacrificio y amor, y la azul, de altruismo e integridad. Como se decía que el cuerpo era la toga del espíritu, las deformidades mentales o morales se representaban como deformidades del cuerpo.
Tomando el cuerpo del hombre como la regla para medir el universo, los filósofos afirmaban que todas las cosas se parecen, por su constitución —si no por su forma—, al cuerpo humano. Por ejemplo, los griegos decían que Delfos era el ombligo de la tierra, porque para ellos el planeta físico era como un ser humano gigante, que era retorcido para darle la forma de una pelota. En contraposición a la creencia del cristianismo de que la tierra era un objeto inanimado, para los paganos no solo la tierra sino también todos los cuerpos siderales eran criaturas individuales, dotadas de inteligencia propia. Incluso llegaban a tratar los distintos reinos de la naturaleza como entidades separadas. Por ejemplo, para ellos el reino animal era un solo ser compuesto por todas las criaturas que constituyen dicho reino. Aquella bestia prototípica era un mosaico que encarnaba todas las propensiones animales y dentro de su naturaleza existía todo el mundo animal, así como la especie humana existe dentro de la constitución del Adán prototípico. Las razas, las naciones, las tribus, las religiones, los estados, las comunidades y las ciudades se veían, asimismo, como entidades, compuesta cada una de ellas por cantidades diversas de individuos Cada comunidad tiene una individualidad, que es la suma de las actitudes de cada uno de sus habitantes. Cada religión es un individuo cuyo cuerpo está compuesto por una jerarquía y una gran cantidad de adoradores individuales. La organización de cualquier religión representa su cuerpo físico y cada uno de sus miembros es una de las células que componen este organismo. Por consiguiente, las religiones, las razas y las comunidades —al igual que los individuos— atraviesan las «siete edades» de Shakespeare, porque la vida del hombre sirve como referencia para calcular la perpetuidad de todas las cosas.
Según la doctrina secreta, el hombre, mediante la mejora paulatina de sus medios y la sensibilidad cada vez mayor que produce dicha mejora, va superando poco a poco las limitaciones de la materia y se va desprendiendo de su maraña mortal. Cuando la humanidad haya acabado su evolución física, la cáscara vacía de la materialidad que ha dejado atrás será utilizada por otras oleadas de vida como peldaños para su propia liberación. El desarrollo evolutivo del hombre tiende siempre hacia su propia Individualidad. Por consiguiente, en el punto de máximo materialismo, el hombre se encuentra más lejos de sí mismo. Según las enseñanzas de los Misterios, no toda la naturaleza espiritual del hombre se encama en la materia. El espíritu del hombre se manifiesta esquemáticamente como un triángulo equilátero con un vértice hacia abajo. Este punto inferior, que es un tercio de la naturaleza espiritual, pero que, en comparación con la dignidad de los otros dos, es mucho menos que un tercio, desciende hacia la ilusión de la existencia material por un período breve. Lo que no se envuelve jamás en la cubierta de la materia es el anthropos hermético, el Superhombre, análogo a los cíclopes o al daemon protector de los griegos, el «ángel» de Jakob Böhme y la Superalma de Emerson, «esa unidad, esa Superalma, que contiene en su interior las particularidades de cada persona para unificarla con todo lo demás».
Al nacer, apenas una tercera parte de la naturaleza divina del hombre se disocia temporalmente de su propia inmortalidad y asume el sueño del nacimiento y la existencia físicos y anima con su propio entusiasmo celestial a un medio compuesto por elementos materiales, que pertenece a la esfera material y está limitado por ella. Al morir, aquella parte encarnada despierta del sueño de la existencia física y se vuelve a reunir con su condición eterna. Este descenso periódico del espíritu a la materia se denomina «la rueda de la vida y la muerte» y los filósofos han tratado extensamente los principios relacionados con ella en la cuestión de la metempsicosis. Mediante la iniciación en los Misterios y un proceso determinado conocido como teología operativa, se trasciende esta ley de nacimiento y muerte y, en el transcurso de la existencia física, a la parte del espíritu que está dormida en su forma se le abren los ojos sin intervención de la muerte —el Iniciador inevitable— y entonces se reúne conscientemente con el anthropos, o la sustancia dominante. En esto consiste tanto la finalidad principal como la consumación de los Misterios: en que el hombre tome conciencia de su propio origen divino y vuelva conscientemente a él, sin tener que pasar por la disolución física.