PRIMERA PARTE
CAUSAS DE LA ENFERMEDAD
Así como el teólogo afirma que la virtud es la condición normal del alma, el médico sostiene que la salud es el estado normal del cuerpo. Llevando la comparación un paso más allá, diremos que, así como la virtud es sumamente difícil de adquirir, la salud es desconocida por la mayoría de los seres humanos, puesto que muchos de ellos están sometidos por los lazos comunes de aquellas miserias de la carne que Labeo, el jurista romano llamaba "hábitos nocivos del cuerpo". Aunque muchas enfermedades tienen sin duda su origen, ya sea en los excesos debidos a la ignorancia o la indiferencia, ya sea en las condiciones ambientales que escapan al control individual, en general la enfermedad surge y se arraiga en las intemperancias e irritabilidades de la mente. "Las perturbaciones - escribe Filón el judío - ultrajan a menudo el cuerpo". En muchos casos el filósofo resulta el único médico apropiado, ya que píldoras y purgantes son inoperantes frente a los desasosiegos mentales que tan frecuentemente engendran desequilibrios físicos. No es propósito de este ensayo desacreditar la teoría y práctica de la medicina, sino más bien subrayar el antiguo adagio egipcio que sostiene que el conocimiento es el principal medicamento, pues el hombre automáticamente racional domina la mayoría de las afecciones que hereda la carne. Piccolomini afirma que los hombres sabios deberían afianzarse inconmoviblemente en la moderación del sentimiento y de la acción. Se han producido notables curas por aplicación sobre la zona física enferma, de las llamadas reliquias sagradas y otros objetos religiosos que actúan por contacto. Quienes desconocen las sutilezas de los fenómenos mentales pueden adjudicar una virtud curativa inherente a la reliquia misma. El psicólogo, en cambio, comprende que su principal valor reside en la confianza que inspira dicho objeto religioso. Un fragmento mítico de la cruz real, por ejemplo, produce en el devoto una tan honda exaltación que ésta, positivamente, quiebra los vórtices psicológicos de la enfermedad. Al quebrarse los ritmos patológicos del pensamiento, el paciente se libera de la dolencia de origen mental que, reforzada por el diario convencimiento, ataca (como ya se ha descubierto) los tejidos físicos, y que, si no se contrarresta corrigiendo el enfoque mental, puede resultar indudablemente fatal. Pidamos que quienes afirman que huesos y copones tienen poderes mágicos, expliquen el siguiente hecho ocurrido hace algunos años. Se abrió una reliquia que había producido milagros, y, para general consternación, se descubrió que en la confusión propia del envío de la reliquia al país en cuestión ¡había sido olvidado el contenido de la misma! "Las inclinaciones morbosas engendran hábitos si aquellas persisten, dice Plutarco; y Burton añade "Los hábitos son o se convierten en enfermedad". Muchas personas no quieren reconocer que su temperamento oprime la carne. Pero puede fácilmente demostrarse que los excesos pasionales consumen el cuerpo, y que cuando la naturaleza física es explotada por la autocracia de la mente, aquélla puede quedar reducida a un estado de total agotamiento. Con frecuencia hacemos caso omiso de las leyes que gobiernan la sustancia material cuando impiden el logro de un propósito determinado. Aparentemente contamos conque el cuerpo soportará los abusos continuos, y no queremos reconocer que el inmoderado resulta inevitablemente destruido por su intemperancia. Dice una máxima china que es posible evitar la mayoría de las enfermedades. Gran parte de una dolencia que no ha sido atajada con anticipación, puede curarse por medio de la moderación de las actividades mentales. De manera que nuestra primer premisa es básica: La enfermedad es una manifestación física de una disposición morbosa. ¿Qué es, pues, una disposición morbosa? Es una enfermedad del alma. Los modernos criminólogos reconocen que el crimen es una enfermedad. Estamos además, convencidos de que la religión rápidamente tiende a convertirse en manía, y de que también es enfermedad el amor excesivo, pues son, todas éstas, afecciones que desequilibran la moderación espiritual. A través de la renuncia a sus actitudes personales, Buda encontró la liberación de la cadena de causa-efecto. Se trataba, sin embargo, en gran medida, de una cuestión de destino ya maduro que le permitió el triunfo de su propósito. Pero la mayoría de los seres humanos no poseen, todavía, el mérito del grado de percepción alcanzado por Buda, puesto que, como dice Lemnio "ningún mortal esta libre de los excesos". La liberación consiste en emanciparse de todo exceso de las inclinaciones. El hombre común, no culto, imagina que el Nirvana es un estado en el cual hallan perfecta y absoluta satisfacción, todos los impulsos e inclinaciones del temperamento. Por consiguiente, debemos ganar el cielo, para poder apreciarlo. La felicidad del sabio resulta consecuencia del perfecto equilibrio entre el individuo y el universo del cual es parte integrante. De la creencia de que el individuo ha desviado a la Naturaleza de su curso lógico, para servir a alguna absurda idea, sólo puede surgir una falsa felicidad. Una disposición morbosa es cualquier irritabilidad por la cual el individuo se aparta de la normal tranquilidad. Un temperamento pervertido surge de la servidumbre mental a alguna actitud malsana, o, como se decía antiguamente, pasión irracional o locura. Todas estas enfermedades así llamadas se vuelven sus propios vengadores, ya que ninguna mente afectada puede gozar ni siquiera de la más mediana cuota de felicidad. El descontento discute sin razonar, y cuando falta razonamiento, pronto el cuerpo es atacado y carcomido por los ácidos que producen los celos y la ambición. Salomón describía estos sentimientos como podredumbre de los huesos. Puesto que no hay hombre totalmente armonioso, todos estamos potencialmente enfermos. Sin embargo, deben tenerse en cuenta muchas consideraciones antes de diagnosticar correctamente, síntomas y padecimientos. Ya que lo que en un individuo brota en forma de absceso, puede en otro individuo manifestarse como fiebre o como desorden del aparato digestivo. Primero es atacado el punto más débil, y éste a su vez complica al resto, hasta que, finalmente, se contamina todo el cuerpo. Un desajuste muy común entre los llamados sabios consiste en que no se benefician con sus propios consejos. Como advertía Séneca "ninguno de ellos podría aliviar sus propias dolencias". Casi todos estos sabios participan de las mismas fallas que critican en los demás. Los adivinos medievales decían que el infierno está literalmente infectado de teólogos, y muchos médicos temen sus propias curaciones aún más que las pestes que se supone tienen que curar. Los supuestos filósofos son, con pocas excepciones, autócratas, que niegan a los otros la libertad de pensamiento que reclaman para sí. Como los reformadores que predican la moderación de los excesos, hallamos incluso a los mejores hombres enfermos de extremismos. Desgraciadamente, dichos males de la naturaleza mental son pestilentes, violentamente contagiosos, e insidiosamente infecciosos. Una sola persona obsesionada por una idea puede contaminar un país, arrastrando a multitud de adeptos a la ruina y al desastre. Para diagnosticar una enfermedad física nos servimos de la sintomatología. El dolor es el más piadoso benefactor del hombre pues a menudo le revela su estado crítico a tiempo para aplicar un remedio. Sin embargo, cuando enferma la razón debido a alguna actitud anormal, el afectado es el último en ver los síntomas, y demasiado frecuentemente, es otra persona la que sufre el dolor de la enfermedad Cuando la mente se descarrila, pierde su propio sentido de la proporción y se vuelve incapaz de reconocer sus propias inseguridades. Atadas como a una rueda por los cálculos falsos, da vueltas y vueltas en torno al eje de su idea, ciega a los errores de su perspectiva. Una persona así perturbada puede ver las faltas de cualquiera otro, pero, respecto de las propias, goza de feliz ignorancia, incluso voluntariamente. Cuándo sus propósitos irracionales comienzan a dar frutos en la forma de variadas. enfermedades, le achaca la culpa a cualquier otra persona, menos a si mismo. Más de un exterior apacible y aparentemente sereno cobija un alma infectada por los gérmenes de alguna locura. Gracias a la fuerza de voluntad, las manos y los pies se someten a una apariencia de serenidad, mientras el corazón puede estar colmado de destructora inquietud. Sin embargo, los estados internos no pueden ocultarse tan fácilmente, y aunque no se expresen a través de palabras o lagrimas, se manifestarán como enfermedades crónicas o dolor torturante. Los males escondidos en el interior son, para decirlo con palabras de Crisóstomo "un gusano envenenado que devora cuerpo y alma". No puede negársele expresión a la personalidad interna. El alma estampa su marca en el cuerpo, pues la materia es sólo arcilla sin forma hasta el momento en que los impulsos de la mente la modelan. Si bien el cuerpo no disminuye su estatura porque el alma se debilite, ni aumenta su tamaño porque el alma haya adoptado una modalidad jupiteriana, con todo, el aspecto del cuerpo se ajustara, en general, al impulso interno. Así, si el alma se contrae, el cuerpo claramente se debilitará, para armonizar con ella, y su aspecto marchito revelará el encogimiento interno; o, por el contrario, impondrá un aspecto más noble como consecuencia de un aumento de la capacidad de raciocinio interno. Es un hecho conocido que llevamos puesta el alma en nuestros rostros, y que cada cabello atestigua nuestro temperamento. La ciencia está descubriendo últimamente hasta qué punto cada parte representa, la totalidad. Cada gota de sangre registra cada peculiaridad; una gota de saliva revela todas nuestras debilidades. Soplad sobre un vaso de agua y éste captará la imagen del alma de modo tan firme que años más tarde se la podrá descubrir a través de un reconocimiento del cristal. Paracelso se refería a la enfermedad como a un organismo con sus raíces en la índole invisible del hombre, que, como una planta parásita o un mamífero, succionara la sangre de su alma. Afirmaba que, así como los leones y los tigres atacan a los seres humanos y también se atacan y devoran entre sí, las enfermedades son bestias voraces desprendidas de la matriz de los impulsos perversos, y deben ser tratadas como tales; no como simples agregados de malignidades irracionales. Una enfermedad es un relato o diario, generalmente, un documento bastante comprometedor. Expone aquello que no diríamos a hombre alguno, pues es una confesión forzada. Cuando el hombre no puede ser derribado de manera alguna, resulta humillado por la enfermedad. Pero incluso la dolencia puede resultar una bendición disfrazada, pues por medio de ese aviso, frecuentemente nos protegemos de nosotros mismos. Un dolor menor nos previene de cometer un error mayor. Antiguamente la enfermedad se dividía en dos categorías: aguda y crónica. Las enfermedades agudas irrumpen repentinamente, desarrollan su curso en un período relativamente breve, y al alcanzar una crisis súbita, el enfermo moría o se salvaba. Si bien dichas enfermedades pueden tener origen en actitudes mentales repentinas o extremas, son, en su mayoría, de origen físico. Derivan de algún exceso físico, del contagio, o de algún quebranto del sistema. Son agentes de un inminente Karma, y deberían ser enfrentadas por el filósofo con la mejor voluntad posible y soportadas pacientemente. Dichas enfermedades enseñan mucho, pues en la mayoría de los casos su causa es clara o puede descubrirse con poco esfuerzo reflexivo. Por supuesto que una enfermedad aguda puede ser consecuencia de una acumulación de circunstancias, pues cada hombre tiene su punto débil. Los animales no tienen otro remedio que soportarla.
Por el contrario, el hombre soporta y al mismo tiempo reflexiona, y si bien la reflexión es posterior, resulta mejor que nada. Las circunstancias están tan íntimamente ligadas que podemos prevenirlas por un acto de reflexión y reflexionar por anticipado. Por el contrario, las enfermedades crónicas, casi invariablemente se originan en el temperamento, incluso cuando son aparentemente de índole contagiosa, ya que los iguales se atraen, y una enfermedad sólo persiste y prospera allí donde la alimentan similitudes mentales. Por tanto podemos afirmar que la mente es, o el origen de la enfermedad, o bien, que infecta el cuerpo al punto de convertir a la naturaleza física en terreno fértil para el arraigo y florecimiento de la enfermedad. Las enfermedades de larga duración, que aumentan con los años, y que finalmente absorben, por así decirlo, al individuo, hasta el extremo de que la enfermedad, y no el hombre, es quien continúa viviendo, casi siempre afectan a las personas mental o emocionalmente desequilibradas. Se cuenta que hubo una vez un gran filósofo con una mente tan equilibrada que no podía morir, hasta que se supo que tuvo que suicidarse para no tener que vivir eternamente. Recordemos el famoso "Coche de un caballo, construido el día del terremoto de Lisboa". Este inolvidable coche fue hecho sin un solo punto débil, y debido a que cada parte era igualmente fuerte, la carroza duró cien años y un día, al término del cual toda la estructura se deshizo al mismo tiempo. ¿Acaso no simboliza esto la trayectoria del sabio? Puesto que no posee debilidades desiguales, muere de golpe y de una sola vez, mientras que la mayoría de las personas mueren gradualmente a lo largo de la mitad mejor de sus vidas. Hasta cierto punto, la duración de la existencia física depende de la constitución. Tampoco podemos dejar de tener en cuenta las tendencias hereditarias, que en la mayoría de los casos perduran solamente como tendencias a menos que alguna indiscreción traicione a la naturaleza. Las enfermedades crónicas generalmente atacan después que ha transcurrido la mitad de la vida, pues se necesitan muchos años para que la corrupción mental consiga arraigar dichas enfermedades. Salvo casos excepcionales, las mentes de los jóvenes son demasiado flexibles y se recuperan con demasiada facilidad como para ser dominadas y limitadas por alguna idea perversa. Además, hasta la mitad de la vida, la vitalidad innata del cuerpo le permite soportar con relativa impunidad, las insidiosas corrosiones del alma. Pero así como la lluvia termina por desgastar la piedra, también el tiempo debilita todas las estructuras. A través de la repetición, se establece un ritmo desintegrador, y el cuerpo comienza a quebrarse por efecto de su monotonía. Muchas de las enfermedades crónicas son una suerte de decadencia. Advierten al individuo que la vida interior ha comenzado a retirarse, desalojada de su centro por circunstancias adversas. De manera que aquél que sufre alguna interminable enfermedad, debería comprender que, o utilizó sus facultades racionales tan equivocadamente, o actuó con tanta imprudencia, que puso en peligro los valores internos, y que, a menos que corrija el mal, no llegará a los setenta años. El médico puede poner muchas objeciones a esta idea, pero con todo, el hecho subsiste, y el sentido común apoya esta tesis. La mente puede controlar el destino del cuerpo, así como esta comprobado que el individuo puede, en virtud de una tiranía intelectual, hacer estallar su cerebro o estropearse, también el cuerpo, como el más indefenso servidor de la mente, debe soportar, con la mayor tolerancia posible, los excesos de su parte soberana. Se conocen dos tipos generales de temperamento: el optimista y el pesimista. Las enfermedades del optimista asumen, por lo general, las características de una cierta pesadez, dolencias hepáticas, o males derivados de la corpulencia. Estas enfermedades son el resultado de una excesiva indulgencia - demasiado de esto, demasiado de aquello - con una general despreocupación por las consecuencias, todo lo cual conduce a una especie de degeneración adiposa. Los excesos del pesimista son de índole negativa. Abrumada por privaciones de diversos tipos, la naturaleza cae víctima de la carencia o falta de algo. El pesimista puede muy bien ofrecer un aspecto enjuto y hambriento, un carácter agrio y articulaciones reumáticas; abandonado por los dioses tutelares del alegre Júpiter, es asistido por los espíritus del sombrío Saturno. Su enfermedad es un desgaste, un resecamiento, una pérdida del color y de la agresividad, hasta que queda poco más que un fantasma. Casi todas las personas, con los años, se inclinan a una de estas dos tendencias. Es posible que culpen a las estrellas por esta proclividad, pero si bien los astros pueden conferir inclinaciones, siempre esta en el individuo el poder de determinar si responderá o no a dichas tendencias. Indagine escribió: "Las estrellas influyen tan suavemente sobre nosotros que si nos dejáramos guiar por la razón, la influencia de los astros resultaría nula". Pero si es necesario que el hombre muera por algún desequilibrio, es preferible que lo haga por efecto del optimismo; ya que si bien ambos finales le son igualmente desagradables, el optimismo es menos perjudicial para el medio ambiente. ¿Quién - preguntaba el melancólico Burton - está libre de pasión, ira, envidia, descontento, temor y pena?" ¿Quién no padece de esta enfermedad? Por tanto, acaso una enfermedad es otra cosa que (como la definía Gregorio Tolosano) "una disolución o perturbación de la alianza corporal concertada por la salud"? La normalidad no es simplemente la armonía de las partes físicas; debe ser resultado de un ajuste entre el cuerpo y la naturaleza superfísica, cuyas diversas partes se reúnen bajo la común denominación de "alma". La enfermedad puede surgir de una obstrucción de la corriente vital, o de una desviación de la misma hacia algún fin mal escogido. Mientras persiste la normalidad, la enfermedad no puede sobrevenir. Si bien la carne está siempre cargada de males, éstos no brotan mientras la naturaleza esta en estado sobrio. Por tanto la virtud de la sobriedad no debe subestimarse pues es el patrón de toda realización. Juzguemos cómo, por ejemplo, desde el punto de vista geográfico, el progreso del hombre se cumple en las zonas templadas donde, favorecidos por la benignidad de los extremos, los opuestos se fusionan agradablemente. ¿Quién puede imaginar el surgimiento de un gran sistema ético en los polos o en el ecuador, donde constantemente abruman al hombre los excesos del frío o del calor? El esquimal tiene que luchar tan agotadoramente con el medio, simplemente para sobrevivir, que cuenta con poco tiempo o energía para buscar la perfección de sus cualidades espirituales. El indígena de los climas tropicales, por el contrario, se rinde a la indolencia por la influencia debilitadora del calor y por la abundante prodigalidad de la Naturaleza que soluciona sus más mínimas necesidades. Lo mismo sucede con los temperamentos. Una predisposición frígida resulta bloqueada a través de la privación, y una índole cálida lo es a través del exceso. La filosofía es la zona templada de la mente donde abundan esos frescos y placenteros bosquecillos en los que tanto gustan vivir los hombres sabios, reunidos en confraternidad racional. Bien se dice que lo suficiente es tan bueno como un festín, y quienes poseen una mente que les permite contentarse con la moderación, son más ricos que los más opulentos sueños de un Creso. Cierto epicúreo, al ver un día casualmente a un desconocido que vagaba por el jardín de los sabios, le dijo estas palabras: "Buen hombre, hay preparado un banquete, os ruego que os unáis a nosotros en esta suntuosísima comida. Somos epicúreos y nuestra filosofía predica la indulgencia. Creemos que la sabiduría consiste en consagrar nuestras vidas al logro de la satisfacción de todos nuestros deseos; Venid y hartaos en nuestro festín." Con el apetito estimulado por la descripción que de la comida hiciera el anfitrión, el desconocido lo siguió al recogido bosquecillo donde varios filósofos se hallaban sentados humedeciendo pan duro en tibia leche desnatada, que compartían de un cuenco ordinario de barro. Con gesto grandilocuente el epicúreo señaló la frugal comida y dijo con una sonrisa: "Desechad toda moderación y no os avergoncéis de vuestra indulgencia". Con asombrada referencia al patético festín, el caminante preguntó: " Llamáis al pan con leche festín? "El epicúreo movió negativamente la cabeza y dijo con seriedad:" ¿Acaso no es suficiente una comida generosa? ¿Puede el hombre comer más de lo que soporte su estómago, y, hay comida más tentadora que la que, fácilmente digerida, libera las energías para las tareas más nobles del aprender? Nosotros, los epicúreos, servimos a nuestros deseos. Realmente satisfacemos nuestros más mínimos caprichos y nos permitimos los más ínfimos antojos, pero, a través del conocimiento, hemos llegado a desear sólo lo necesario. Nuestros caprichos condicen con nuestros deseos, y nuestros antojos son limitados por la prudencia natural. El hombre sólo es feliz cuando lo que desea está dentro de sus alcances, pues la apetencia de imposibles genera la mayor desdicha. Entre todos los hombres, nosotros somos los únicos que poseemos cuanto deseamos, simplemente porque hemos decidido prescindir de aquello que no podemos tener. Gozad, hermano, de nuestra sobriedad, y cuando partas recuérdanos por nuestro modo de satisfacer nuestras cualidades internas." Desvaneciendo el descontento, protegemos el cuerpo de la irritación física, y restablecemos la armonía de sus partes. Plinio escribe: "El hombre nace desnudo y se pone a gimotear desde el principio". Si pudiéramos ser epicúreos respecto de nuestros apetitos, estoicos en nuestro proceder, platónicos en nuestros afectos, y socráticos en lo que se refiere a nuestros propósitos, el fruto maduro de la realización personal sería nuestra habitual recompense. Esperamos solo una mínima dosis de razonamiento de quienes poco tienen en cuenta las cuestiones profundas de la vida. Dichas personas están protegidas por un cierto instinto inherente, agudo en el salvaje, pero oscurecido en el hombre civilizado. Por tanto, frecuentemente el hombre primitivo vive mejor que su más civilizado hermano. Sin embargo, esto sólo es aparente, ya que el salvaje se desarrolla sin la libre elección de la razón, mientras que el filósofo, en cuya naturaleza la integridad es completa, resulta un agente autodeterminado, dueño de sus propósitos, y que conoce las circunstancias en virtud de las cuales é1 existe y se manifiesta. Resulta también notable que los pueblos civilizados, incluso aquellos que imitan un estado de civilización, sean mas propensos a las enfermedades que las tribus aborígenes. Este fenómeno se debe al hecho de que mientras la civilización es natural para la mente, resulta artificial para el cuerpo, proporcionando un sorprendente ejemplo de aquel impulso de la Naturaleza que está siempre sacrificando lo inferior a lo superior. La congestión resultante del establecimiento de comunidades afecta el cuerpo, y, al perturbar su ritmo natural, debilita su resistencia y lo expone a la enfermedad. Resulta antinatural para el cuerpo la necesidad de cubrirse excepto cuando se trata de un modo de protección de los rigores de los elementos. Sin embargo, la ancestral costumbre del ropaje lo ha vuelto tan delicado que una corriente de aire puede matarlo, y lo abruma el menor cambio de temperatura. De manera que los decretos de la moda hacen estragos, y los hombres mueren muchos años antes de su momento justo porque deciden ser más "elegantes" mientras viven. Parece ser que una toga de pana es más apetecible que un margen mayor de vida, y muchos hombres derrocharían sus fortunas con tal de poder, aunque sólo fuera por un día, presumir con algún exótico conjunto. El salvaje se regocija en la perfección del cuerpo; sin embargo, sufre la esterilidad mental y así cae en las supersticiones de las que sólo se libera el sabio.
Por lo tanto, podemos afirmar que la civilización es una productora de plagas y daños, pues la congestión que produce engendra toda suerte de crímenes y perjuicios. No sólo es higiénicamente perjudicial este abigarramiento de multitudes, sino que también las asociaciones intimas proporcionan infinitas combinaciones de circunstancias que estimulan las enfermedades. Así los hombres son ubicados a una distancia codiciable de las mutuas posesiones, y a través de la hostil alquimia del temperamento, los extraños se odian sin aparente motivo o causa. En este incesante juego recíproco de las relaciones humanas, se pone en acción un proceso selectivo por el cual algunos parecen ganar y otros perder. Así, sobreviene el clamor de descontento y la protesta de injusticia, pues, como lo decía Juvenal: "Lágrimas auténticas lloran el dinero perdido". Esclavizados por la desesperación, los hombres viven sin propósito y mueren sin esperanzas. Es entonces sorprendente que el cuerpo sufra el mismo desorden que aqueja a la mente? Cierto amigo mío, médico de fama, al discutir el problema de un tipo peculiar que esta contaminando nuestra estructura social, decía: "Creo haber descubierto la causa patológica del anarquista radical y del anarquista de salón; es simplemente una cuestión de eliminación de los pobres. Muy rara vez estos individuos están empleados en un trabajo activo; pasan su tiempo sentados por ahí, desacreditando el sistema, y es natural que cuando los individuos no trabajan sus funciones se adormezcan. Casi todas estas personas podrían curarse y ser redimidas para la sociedad por medio de un vigoroso físico y una ocupación saludable". Esto nos conduce a otro importante punto; es decir, el elemento trabajo en el problema de la enfermedad. Un individuo que tiene poco que hacer es más susceptible a las enfermedades crónicas que la persona permanentemente ocupada en alguna tarea de responsabilidad. "El perro ocioso se volverá sarnoso", dice un antiguo proverbio, y "Un terreno baldío se cubrirá de cizañas". Una vez afectada, la persona ociosa tiene poca oportunidad de recuperación. Quien tiene tiempo para condolerse por sus enfermedades muy rara vez se recobra de las mismas. Al demorarse en la consideración de los achaques, la mente refuerza continuamente las dolencias, que aumentan en proporción directa de los temores del paciente, y los miedos (como afirmaba Agrippa), son una incitación para los males. Es bien conocido el hecho de que muchas personas han muerto de enfermedades que jamás tuvieron. Conocemos perfectamente al tipo de individuo que, después de leer los síntomas enumerados en la etiqueta de un frasco de medicina, inmediatamente siente todos los malestares allí puntualizados. Estos dolores, naturalmente, se "curan" consumiendo uno o dos frascos del elixir, el fabricante recibirá una nueva comprobación patética de los beneficios de su medicina, lo que a su vez derivara en infinitas curas de enfermos que jamas han sufrido los síntomas que promete eliminar la medicina en cuestión. El viejo médico de familia del siglo pasado reconocía en la píldora de pan uno de sus más potentes medicamentos, pues cuando fracasaban las drogas legítimas y la sangría no era conveniente, la inofensiva píldora de miga, suministrada con toda seriedad, tocaba el punto psicológico del mal, produciendo una cura casi milagrosa. Los médicos también saben que aproximadamente todos los enfermos tienen un relato de infortunios para contar. "Contemplé un mar tan inmenso de dificultades que atravesarlo a nado parecía imposible". (Eurípides). Este relato de calamidades abarca el catálogo completo de males, reales o imaginarios, que si bien no son considerados por el gremio médico como causas verdaderas de la enfermedad, ciertamente se les reconoce su índole de factores contribuyentes. Por lo tanto, el médico se resigna a este interminable relato, y puede prescribir algún remedio sencillo que ejerza efecto psicológico. Inmediatamente el paciente se siente mejor, no por la cucharada de agua coloreada que toma después de cada comida, sino por el alivio o descarga que le significa el dar expresión a los pensamientos y emociones reprimidos que son la causa verdadera de la enfermedad. Puede el médico agonizar por la prueba a la que lo somete el enfermo, pero es indudable que el paciente mejorará. Es acertado el adagio que afirma que abrirse a la confesión resulta beneficioso para el alma, y un crónico hepático puede ensayar esta fórmula con éxito. Si analizamos una persona consumida por un mal insidiosamente devorador, descubriremos que su mente y su corazón han sido corroídos por un oculto pesar real, o imaginario: un amor no correspondido, un agravio que quedó sin venganza. Una vida ocupada en alimentar rencores, o simplemente en recordarlos, es una vida perdida para mejores causas. No hay corazón más bloqueado que aquél torturado por los remordimientos o consagrado a buscar venganza, y, sin embargo, cuan común es incluso entre los llamados sabios, hallar esta lamentable intemperancia. Muchos consideran que la vida es tan endeble que no puede sobrevivir al más simple contratiempo, y frustrados por algún detalle, se martirizan echándose cenizas en el pelo y entregándose a lamentos inútiles. Tampoco debemos engañarnos pensando que hemos superado totalmente los errores de la gente común, ya que es raro el hombre que no alimente algún rencor interno o que no le permita a su memoria hacer estragos en la paz de su mente. Desdichado de aquel que, en su ascenso hacia las estrellas, olvide - aunque sólo sea por un instante - que es todavía un mortal sujeto a todas las imperfecciones del hombre; pues, a medida que ascienda, un dardo disparado por algún oculto arquero lo derribará de pronto, y ni los dioses mismos podrán convencer al vencido que él mismo ha inventado el proyectil y lo ha disparado. Durante mi larga práctica de labor pública he recibido y gozado de las confidencias de numerosas personas, muchas de las cuales se consideraban superiores de alguna manera. Por supuesto que nos es común a todos la insignificante egolatría, pero, son tan pocas las cosas que hacemos bien, que quizás tengamos el derecho a engreírnos cuando accidentalmente logramos algo plausible. La mayoría eran personas escrupulosas, abnegadas, y de acuerdo con las normas convencionales, sumamente plausibles, si bien resultaba difícil convivir con ellas. Estaban consagradas a sus ideales, y eran consecuentes con sus alcances cognocitivos. Desgraciadamente, sin embargo, sus mentes les hacían trampas, incapacitándolas para hacer una estimación exacta de su propia integridad. Entre estas valiosas personas que conocí, había escasamente una sola que no tuviera su talón de Aquiles. Todas tenían alguna secreta pena, algún salvaje impulso, contra el que constantemente debían luchar, algún odio profundamente arraigado, negado pero dolorosamente evidente; y, finalmente, todos se habían desarrollado a imagen de su idea obsesiva. Algunos lograban ocultar su secreto al común de la gente, pero pese a sus esfuerzos no estaban bien ni eran felices, y no lograban acercarse a la meta por la que luchaban. Lloran diciendo: "Oh, ¿por qué busco en vano?", pero al decir esto se sonrojan porque en su fuero interno se han contestado su propia pregunta. Unos pocos, por supuesto, se han atrincherado tan fuertemente en sus ideas, que desafían sus propias mentes retándolas a indagar el hecho. Pero llegado el momento, incluso estas personas resultan humilladas al tener que enfrentarse, por fin, cara a cara consigo mismas y conocerse en la justa medida de lo que son. Con toda seguridad, el temor mismo de este inevitable reconocimiento es de por si, un poderoso alimento para las enfermedades. ¿No han observado ustedes cuán pocos individuos gozan de la soledad? ¿Y no se han preguntado ustedes el por qué? Casi todos nosotros no buscamos la soledad, porque ella nos enfrenta con la honestidad que, incluso para quienes el mundo considera justos, es, frecuentemente una molesta visitante. Si usted esta enfermo, entonces busque los motivos ocultos detrás de cada pensamiento y detrás de cada acto. Si no lo está, lo mismo analice su personalidad interna para prevenir la aparición de tales enfermedades. El odio y la salud no pueden coexistir dentro del mismo organismo; la normalidad es irreconciliable con la anormalidad, y el conflicto resultante incapacitará al miembro físico para el cumplimiento de sus funciones. El orden del mundo se mantiene en virtud de la armonía con su esfera divina. A través de la felicidad del plano racional, los dioses sostienen el globo terrestre, preservando las generaciones e impidiendo la perpetuación de las monstruosidades. Lo que sucede en el Macrocosmo, acontece en el Microcosmo, porque lo de arriba y lo de abajo están ligados tan estrechamente como lo están los huesos craneanos por medio de sus suturas. Si la naturaleza superior del hombre (el alma y las facultades racionales) conviven en la verdad y la belleza, y cooperan al servicio del bien supremo, entonces la naturaleza inferior (el cuerpo) también vivirá en paz, reflejando la sabiduría y armonía del alma. Partiendo de esta premisa los filósofos antiguos encaraban la cura de las enfermedades, no de acuerdo con los sutiles métodos de la metafísica, sino con medios tan simples que pudiera emplearlos todo aquel que buscara la salud, y que anhelara cambiar las angustias del exceso por las comodidades de la moderación.