quinta-feira, 5 de dezembro de 2024

Edouard Schuré - La India Heroica. Los Hijos del Sol y los Hijos de la Luna

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

De la conquista de la India por los Arios salió una de las más brillantes civilizaciones que ha conocido la Tierra. El Ganges y sus afluentes vieron nacer grandes imperios e inmensas capitales, como Ayodhya, Hastinapura eI Indrapechta. Las narraciones épicas del Mahabharata y las cosmogonías populares de los Puranas, que encierran las más viejas tradiciones de la India, hablan con admiración de la opulencia real, de la grandeza heroica y del espíritu caballeresco de esos tiempos remotos. Nadie más orgulloso, pero tampoco más noble, que uno de esos reyes arios de la India, en pie sobre un carro de guerra, ejerciendo su mando sobre ejércitos de elefantes, de caballos y de soldados. Un sacerdote védico consagra así a su rey ante la multitud reunida:
“Te he traído ante nosotros. Todo el pueblo te espera. El cielo es firme; la tierra es firme; esas montañas son firmes; que el rey de las familias sea firme también”.
En un código de leyes posterior, el Manava-Dharma-Sastra, se lee:
“Esos amos del mundo que, ardientes para deshacerse unos a otros, despliegan su vigor en la batalla sin jamás volver la cara, suben, después de su muerte, directamente al cielo”. De hecho, se llaman descendientes de los dioses, se creen sus rivales y se preparan a serlo. La obediencia filial, el valor militar con un sentimiento de protección generosa hacia todos, he ahí el ideal del hombre. En cuanto a la mujer, la epopeya india, humilde sierva de los brahmanes, no nos la muestra más que bajo los rasgos de la esposa fiel. Ni la Grecia ni los pueblos del Norte han imaginado en sus poemas esposas tan delicadas, tan nobles, tan exaltadas como la apasionada Sita o la tierna Damayanti.
Lo que la epopeya india no nos dice es el misterio profundo de las mezclas de razas y la lenta incubación de las ideas religiosas que trajeron los cambios profundos en la organización social de la India védica. Los Arios, conquistadores de raza pura, se encontraban en presencia de razas muy mezcladas y muy inferiores, en que el tipo amarillo y rojo se cruzaban, sobre un fondo negro, en matices múltiples. La civilización india nos aparece así como una formidable montaña, llevando en su base una raza melaniana, mestizos a sus lados y los arios puros en el vértice. La separación de castas no era rigurosa en la época primitiva, y grandes mezclas tuvieron lugar entre aquellos pueblos. La pureza de la raza conquistadora se alteró de más en más con los siglos; pero hasta nuestros días se nota el predominio del tipo ario en las clases elevadas y del tipo melaniano en las clases inferiores. De los bajos fondos turbios de la sociedad india se elevó siempre, como los miasmas de la maleza mezclados de olor de las fieras, un vapor ardiente de pasiones, una mezcla de languidez y de ferocidad. La sangre negra excesiva ha dado a la India su color especial.
Ella ha afinado y afeminado a la raza. Lo maravilloso es que, a pesar de estas mezclas, las ideas dominantes de la raza blanca hayan podido mantenerse en el vértice de aquella civilización, a través de tantas y tan complicadas revoluciones.
He aquí, bien definida, la base étnica de la India: por una parte, el genio de la raza blanca con su sentido moral y sus sublimes aspiraciones metafísicas; por otra parte, el genio de la raza negra con sus energías pasionales y su fuerza disolvente. ¿Cómo se tradujo ese doble genio en la antigua historia religiosa de la India?. Las más antiguas tradiciones hablan de una dinastía solar y de una dinastía lunar. Los reyes de la dinastía solar pretendían descender del sol; otros se decían hijos de la luna. Pero ese lenguaje simbólico ocultaba dos concepciones religiosas opuestas y significaba que las dos categorías de soberanos se relacionaban con cultos diferentes. El culto solar daba al Dios del universo el sexo masculino.
Alrededor de él se agrupaba todo lo que había de más puro en la tradición védica: la ciencia del fuego sagrado y de la oración, la noción esotérica del Dios supremo, el respeto a la mujer el culto de los antepasados, la monarquía electiva y patriarcal. El culto lunar atribuía a la divinidad el sexo femenino, bajo cuyo signo las religiones del ciclo ario siempre han adorado a la naturaleza y frecuentemente a la naturaleza ciega, inconsciente, en todas sus manifestaciones violentas y terribles. Este culto se inclinaba hacia la idolatría y la magia negra, favorecía la poligamia y la tiranía, apoyadas ambas en las pasiones populares.
La lucha entre los hijos del sol y los hijos de la luna, entre los Pandavas y los Kuravas, forma el argumento mismo de la gran epopeya india, el Mahábhárata, especie de resumen en perspectiva de la historia de la India aria antes de la constitución definitiva del brahmanismo. Esta lucha abunda en combates encarnizados, en aventuras extrañas e interminables. En medio de la gigantesca epopeya, los Kuravas, los reyes lunares, vencen. Los Pandavas, los nobles hijos del sol, los guardianes de los ritos puros, son destronados y proscritos. Desterrados, se esconden en los bosques, se refugian entre los anacoretas, con trajes de corteza de árbol y bastones de ermitaño.
¿Van a triunfar los bajos instintos? Las potencias de las tinieblas, representadas en la epopeya india por los Rakshasas negros, ¿Van a vencer a los Devas luminosos?. ¿Va a aplastar la tiranía a los escogidos, bajo su carro de guerra, y el ciclón de las malas pasiones destruirá el altar védico, extinguirá el fuego sagrado de los antepasados?.
No: la India no hace más que comenzar su evolución religiosa. Ella va a desplegar su genio metafísico y organizador en la institución del brahmanismo. Los sacerdotes que utilizaban los reyes y los jefes con el nombre de purohilas (dedicados al sacrificio del fuego), habían ya llegado a ser sus consejeros y sus ministros. Tenían grandes riquezas; pero no hubieran podido dar a su casta esa autoridad soberana, esa posición inatacable por encima del poder real mismo, sin el auxilio de otra clase de hombres que personifican el espíritu de la India en lo que tiene de más original y de más profundo. Éstos son los sabios y puros anacoretas.
Desde tiempo inmemorial, esos ascetas habitaban ermitas en el fondo de las selvas, en las orillas de los ríos o en las montañas, cerca de los lagos sagrados. Se les veía tan pronto solos como en asambleas o cofradías, pero siempre unidos en un mismo espíritu. Se reconoce en ellos a los reyes espirituales, los amos verdaderos de la India. Herederos de los antiguos arios, de los rishis, ellos solos poseían la interpretación secreta de los Vedas. En ellos vivía el genio del ascetismo, de la ciencia oculta, de los poderes trascendentes.
Para alcanzar esta ciencia y este poder, desafían todo: el hambre, el frío, el sol abrasador, el horror de las malezas. Sin defensas, en sus cabañas de madera, viven de oración y meditación. Con la voz, con la mirada, llaman o alejan a las serpientes, apaciguan a los leones y a los tigres. ¡Dichosas las gentes que tienen su bendición, pues tendrán a los Devas por amigos!. Desdichado quien los maltrate o los mate: su maldición, dicen los poetas, persigue al culpable hasta su tercera encarnación. Los reyes tiemblan ante sus amenazas, y, cosa curiosa, esos ascetas causan temor a los mismos dioses. En el Rámáyana, Vicvamitra, un rey que se ha hecho asceta, adquiere tal poder por sus austeridades y sus meditaciones, que los dioses tiemblan por su propia existencia. Entonces Indra le envía a la más encantadora de las Apsaras que van a bañarse al lago, ante la choza del santo.
El anacoreta es seducido por la ninfa celeste: un héroe nace de su unión, y, por algunos millares de años, la existencia del Universo queda garantizada. Bajo estas exageraciones poéticas, se adivina el poder real y superior de los anacoretas de la raza blanca, que con adivinación profunda y voluntad intensa gobiernan el alma tempestuosa y pasional de la India desde el fondo de sus selvas.
Del seno de la cofradía de los anacoretas debía salir la revolución sacerdotal, que hizo de la India la más formidable de las teocracias. La victoria del poder espiritual sobre el poder temporal, del anacoreta sobre el rey, de donde nació la potencia del brahmanismo, fue conseguida por un reformador de primer orden. Reconciliando los dos genios en lucha, el de la raza blanca y el de la raza negra, los cultos solares y los cultos lunares, ese hombre divino fue el verdadero creador de la religión nacional de la India. Además, por su doctrina, ese potente genio lanzó al mundo una idea nueva de un alcance inmenso: la del verbo divino, o de la divinidad encarnada y manifestada por el hombre. Este primer Mesías, este hermano mayor de los hijos de Dios, fue Krishna.
La leyenda tiene como interés capital el que resume y dramatiza toda la doctrina brahmánica, aunque ha quedado como esparcida y flotante en la tradición, por razón de que la fuerza plástica falta absolutamente en el genio indio. La narración confusa y mítica del Vishnú Purána contiene, sin embargo, datos históricos sobre Krishna, de un carácter individual y saliente. Por otra parte, el Bhagavad Gita, ese maravilloso fragmento interpolado en el gran poema del Mahabhárata, y que los brahmanes consideran como uno de sus libros más sagrados, contiene en toda su pureza la doctrina que se le atribuye.
Leyendo esos dos libros, la figura del gran iniciador religioso de la India se me ha aparecido con la persuasión de los seres vivos. Contaré, pues, la historia de Krishna, extrayendo mis materiales de esas dos abundantes fuentes, de las que una representa la tradición popular y la otra la de los iniciados.

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