LIBRO IV. Moisés (La Misión de Israel)
Moisés se casó con Sephora, la hija de Jetro, y vivió muchos años al lado del sabio de Madián. Gracias a las tradiciones etíopes y caldeas que encontró en su templo, pudo completar y dominar todo cuanto había aprendido en los santuarios egipcios, extender su mirada sobre los más antiguos ciclos de la humanidad y sumergirla por inducción en los horizontes lejanos del porvenir. En casa de Jetro fue donde encontró dos libros de cosmogonía citados en el Génesis: Las guerras de Jehovah y Las generaciones de Adam, y se abismó en aquel estudio.
Para la obra que meditaba era preciso estar bien preparado. Antes de él, Rama, Krishna, Hermes, Zoroastro, Fo-Hi habían creado religiones para los pueblos; Moisés quiso crear un pueblo para la religión eterna. Para ese proyecto tan atrevido, tan nuevo, tan colosal, se precisaba una base poderosa. Por este motivo Moisés escribió su Sepher Bereshit, su Libro de los principios, síntesis concentrada de la ciencia pasada y esquema de la ciencia futura, clave de los misterios, antorcha de los iniciados, punto de asamblea de toda la nación. Tratemos de ver lo que fue el Génesis en el cerebro de Moisés.
Ciertamente allí irradiaba otra luz, abrazaba mundos mucho más vastos que el mundo infantil y la pequeña tierra que nos aparece en la traducción griega de los Setenta, o en la traducción latina de San Jerónimo.
La exégesis bíblica de este siglo ha puesto de moda la idea de que el Génesis no es la obra de Moisés, que ese profeta mismo pudiera muy bien no haber existido y no ser más que un personaje puramente legendario, fabricado cuatro o cinco siglos más tarde por el sacerdocio judío, para atribuirse un origen divino. La crítica moderna funda esta opinión en la circunstancia de que el Génesis se compone de fragmentos diversos (elohista y jehovista) refundidos, y que su redacción actual es posterior al menos en cuatrocientos años a la época en que Israel salió de Egipto.
Los hechos establecidos por la crítica moderna, en cuanto a la época de la redacción de los textos que poseemos, son exactos; las conclusiones que de ello deduce son arbitrarias e ilógicas. De que los Elohistas y los Jehovistas hayan escrito cuatrocientos años después del éxodo, no se sigue que hayan sido los inventores del Génesis y que no hayan trabajado sobre un documento anterior quizá mal comprendido. De que el Pentateuco nos dé un relato legendario de la vida de Moisés, no se deduce tampoco que no contenga nada de verdad. Moisés se convierte en un ser viviente, toda su prodigiosa carrera se explica, cuando se comienza por colocarle en su medio natal, el templo solar de Memphis. En fin, las profundidades mismas del Génesis sólo se disipan a la luz de las antorchas que nos dan las iniciaciones de Isis y Osiris.
Una religión no se constituye sin un iniciador. Los Jueces, los Profetas, toda la historia de Israel, prueban que existió Moisés; Jesús mismo no se concibe sin él. El Génesis contiene la esencia de la tradición mosaica y cualesquiera que sean las transformaciones que haya sufrido, la venerable momia debe contener, bajo el polvo de los siglos y los vendajes sacerdotales, la idea madre, el pensamiento vivo, el testamento del profeta de Israel.
Israel gravita alrededor de Moisés tan seguramente, tan fatalmente, como la Tierra gira alrededor del Sol. Pero dicho esto, otra cosa distinta es el saber cuáles fueron las ideas madres del Génesis, lo que Moisés ha querido legar a la posteridad en aquel testamento secreto del Sepher Bereshit. El problema sólo puede ser resuelto desde el punto de vista esotérico y se plantea de este modo. En su cualidad de iniciado egipcio, la intelectualidad de Moisés debía hallarse a la altura de la ciencia egipcia, que admitía, como la nuestra, la inmutabilidad de las leyes del universo, el desarrollo de los mundos por evolución gradual, y que tenía además sobre el alma y la naturaleza invisible, nociones extensas, precisas, razonadas. Si tal fue la ciencia de Moisés — ¿Y cómo no la hubiera tenido el sacerdote de Osiris?. — ¿Cómo conciliarlo con las ideas infantiles del Génesis sobre la creación del mundo y sobre el origen del hombre?. Esta historia de la creación que tomada a la letra hace sonreír a cualquier estudiante de nuestros días, ¿no ocultará un profundo sentido simbólico y no habrá alguna clave para descifrarla?. ¿Cuál es aquel sentido?. ¿Dónde encontrar esta clave?.
Esta clave se encuentra: 1, en el simbolismo egipcio; 2, en el de todas las religiones del antiguo ciclo; 3, en la síntesis de la doctrina de los iniciados tal como resulta de la comparación de la enseñanza esotérica, desde la India védica hasta los iniciados cristianos de los primeros siglos.
Los sacerdotes de Egipto, nos dicen los autores griegos, tenían tres maneras de expresar su pensamiento. “La primera era clara y sencilla, la segunda simbólica y figurada, la tercera sagrada y jeroglífica. La misma palabra tomaba, según convenía, el sentido propio, figurado o trascendente. Tal era el genio de su lengua. Heráclito ha explicado perfectamente esa diferencia designándola por los epítetos de hablada, significativa y oculta”[1].
En las ciencias teogónicas y cosmogónicas, los sacerdotes egipcios emplearon siempre la tercera clase de escritura. Sus jeroglíficos tenían entonces tres sentidos correspondientes y distintos. Los dos últimos no se podían comprender sin clave. Esta manera de escribir enigmática y concentrada estaba basada en un dogma fundamental de la doctrina de Hermes, según el cual una misma ley rige el mundo natural, el mundo humano y el mundo divino. Aquel lenguaje, de una concisión prodigiosa, ininteligible para el vulgo, tenía para el adepto una elocuencia singular, puesto que por medio de un solo signo evocaba los principios, las causas y los efectos que de la divinidad irradian en la naturaleza ciega, en la conciencia humana y en el mundo de los espíritus puros. Gracias a aquella escritura, el adepto abarcaba los tres mundos de una sola mirada.
Es indudable, dada la educación que Moisés recibiera, que escribió el Génesis en jeroglíficos egipcios de tres sentidos, confiando a sus sucesores las claves y la explicación oral. Cuando, en tiempo de Salomón, se tradujo el Génesis en caracteres fenicios; cuando, después de la cautividad de Babilonia, Esras lo redactó en caracteres arameos caldaicos, el sacerdocio judío sólo manejaba aquellas claves muy imperfectamente. Cuando, finalmente, vinieron los traductores griegos de la Biblia, éstos sólo tenían una débil idea del sentido esotérico de los textos. San Jerónimo, a pesar de sus serias intenciones y su gran espíritu, cuando hizo la traducción latina según el texto hebreo, no pudo penetrar hasta el sentido primitivo; y, aunque lo hubiese hecho, hubiera tenido que callarse. Luego, cuando leemos el Génesis en nuestras traducciones, sólo encontramos su sentido primario e inferior. Quiéranlo o no, los exégetas y los teólogos mismos, ortodoxos o librepensadores, sólo ven el texto hebreo a través de la Vúlgata. El sentido comparativo y superlativo, que es el sentido profundo y verdadero, se les escapa. Sin embargo, no deja por eso de estar menos misteriosamente oculto en el texto hebreo, que se hunde por sus raíces en la lengua sagrada de los templos, refundida por Moisés; lenguaje en que cada vocal, cada consonante, tenían un sentido universal en relación con el valor acústico de la letra y el estado de alma del hombre que la pronuncia. Para los intuitivos, ese sentido profundo brota a veces del texto como una chispa; para los videntes, reluce en la estructura fonética de las palabras adoptadas o creadas por Moisés: sílabas mágicas donde el iniciado de Osiris fundió su pensamiento, como un metal sonoro en un molde perfecto. Por el estudio de ese fonetismo que lleva la huella de la lengua sagrada de los tiempos antiguos, por las claves que nos da la Cábala, de las cuales algunas remontan hasta Moisés, en fin por el esoterismo comparado, hoy podemos entrever y reconstruir el Génesis. De este modo, el pensamiento de Moisés saldrá brillante como el oro del crisol de los siglos, de las escorias de una teología primitiva y de las cenizas de la crítica negativa. Dos ejemplos van a poner en claro lo que era la lengua sagrada de los antiguos templos, y de qué modo se corresponden los tres sentidos en los símbolos de Egipto y en los del Génesis. En una multitud de monumentos egipcios se ve una mujer coronada, sosteniendo en una mano la cruz ansata, símbolo de la vida eterna, y en la otra un cetro en forma de flor de loto, símbolo de la iniciación. Era la diosa Isis. Pero Isis tiene tres sentidos diferentes. En sentido propio, significa la Mujer, y, por consiguiente, el género femenino universal. En sentido comparativo, personifica el conjunto de la naturaleza terrestre con todas sus potencialidades conceptivas. En el superlativo, simboliza la naturaleza celeste e invisible, el elemento propio de las almas y de los espíritus, la luz espiritual e inteligible por sí misma, que únicamente confiere la iniciación. El símbolo que corresponde a Isis en el texto del Génesis y en la intelectualidad judeo-cristiano es EVÉ, Heva, la Mujer eterna. Esta Eva no es solamente la mujer de Adam, sino también la esposa de Dios. Ella constituye las tres cuartas partes de su esencia. Porque el nombre del Eterno IEVÉ, que impropiamente hemos llamado Jehovah y Javeh, se compone del prefijo Jod y del nombre de Evé. El gran sacerdote de Jerusalem pronunciaba una vez al año el nombre divino enunciándolo letra por letra de la manera siguiente: Jod, he, vau, he. La primera expresaba el pensamiento divino[2] y las ciencias teogónicas; las tres letras del nombre de Evé expresaban tres órdenes de la naturaleza[3] los tres mundos en que aquel pensamiento se realiza, y, por consiguiente, las ciencias cosmogónicas, psíquicas y físicas que a ello corresponden[4]. Lo Inefable contiene en su profundo seno lo Eterno masculino y lo Eterno femenino. Su unión indisoluble forma su poder y su misterio. He aquí lo que Moisés, enemigo jurado de toda imagen de la divinidad, no decía al pueblo; pero lo ha consignado de un modo figurado en la estructura del nombre divino, explicándolo sólo a sus adeptos. De este modo, la naturaleza velada en el culto judaico se oculta en el nombre mismo de Dios. La esposa de Adam, la mujer curiosa, culpable y encantadora, nos revela sus afinidades profundas con la Isis terrestre y divina, la madre de los dioses que muestra en su seno profundo torbellinos de almas y de astros.
Otro ejemplo: Un personaje que juega gran papel en la historia de Adam y Eva, es la serpiente. El Génesis le llama Nahash. Más ¿Qué significaba la serpiente para los antiguos templos?. Los misterios de la India, de Egipto y de Grecia responden al unísono: La serpiente arrollada en círculo significa la vida universal cuyo mágico agente es la luz astral. En un sentido más profundo aún. Nahash quiere decir la fuerza que pone esta vida en movimiento, la atracción mutua de los seres, en la que Geoffroy Saint-Hilaire veía la razón de la gravitación universal. Los griegos la llamaban Eros, el Amor o el Deseo.
Apliquemos estos dos sentidos a la historia de Adam y Eva y de la serpiente, y veremos que la caída de la primera pareja humana, el famoso pecado original viene a ser el vasto desarrollo de la naturaleza divina, universal, con sus reinos, sus géneros y sus especies en el círculo formidable y necesario de la vida.
Estos dos ejemplos nos han permitido lanzar una primera ojeada en las profundidades del Génesis mosaico. Entrevemos ya lo que era la cosmogonía para un iniciado antiguo y lo que la distinguía de una cosmogonía en el sentido moderno.
Para la ciencia moderna, la cosmogonía se reduce a una cosmografía. Se encontrará en ella la descripción de una porción del universo visible con un estudio sobre el encadenamiento de las causas y de los efectos físicos en una esfera dada. Será, por ejemplo, el sistema del mundo de Laplace en que la formación de nuestro sistema solar trata de adivinarse por su funcionamiento actual y se deduce de la sola materia en movimiento, lo cuales sólo una pura hipótesis. Tomemos otro ejemplo en la historia de la tierra, cuyas capas superpuestas son los testigos irrefutables. La ciencia antigua no ignoraba este desenvolvimiento del universo visible, y si bien precisaba menos que la ciencia moderna, había formulado intuitivamente las leyes generales.
Pero esto no era para los sabios de la India y de Egipto más que el aspecto exterior del mundo, su movimiento reflejo, y buscaban la explicación en su aspecto interno, en su movimiento directo y originario.
Ellos la encontraban en otro orden de leyes que se revela a nuestra inteligencia. Para la ciencia antigua el universo sin límites no era una materia muerta regida por leyes mecánicas, sino un todo viviente dotado de una inteligencia, de un alma y de una voluntad. Este gran animal sagrado tenía innumerables órganos correspondientes a sus facultades infinitas. Al modo como en el cuerpo humano los movimientos resultaban del alma que piensa, de la voluntad que obra, así, a los ojos de la ciencia antigua el orden visible del universo sólo era la repercusión de un orden invisible, es decir, de las fuerzas cosmogónicas y de las mónadas espirituales, reinos, géneros y espacios que, por su perpetua involución en la materia, producen la evolución de la vida. Mientras la ciencia moderna sólo considera lo exterior, la corteza del universo, la ciencia de los templos antiguos tenía por objeto revelar lo interior, descubrir sus mecanismos ocultos. Ella no extraía la inteligencia de la materia, sino la materia de la inteligencia. Ella no hacía nacer el universo de la danza ciega de los átomos, sino que generaba los átomos por las vibraciones del alma universal. En una palabra, procedía por círculos concéntricos de lo universal a lo particular, de lo Invisible a lo visible, del Espíritu puro a la Substancia organizada, de Dios al hombre. Este orden descendente de las Fuerzas y de las Almas inversamente proporcional al orden ascendente de la vida y de los Cuerpos, era la ontología o ciencia de los principios inteligibles y constituía el fundamento de la cosmogonía.
Todas las grandes iniciaciones de la India, Egipto, Judea y Grecia, las de Krishna, de Hermes, de Moisés y de Orfeo, han conocido bajo formas diversas este orden de los principios, de los poderes, de las almas, de las generaciones que descienden de la causa primera, del Padre inefable.
El orden descendente de las encarnaciones es simultáneo del orden ascendente de las vidas y sólo esto puede explicarlo. La involución produce la evolución y la hace ver.
En Grecia, los templos masculinos y dóricos, los de Júpiter y de Apolo, sobre todo el de Delphos fueron los únicos que poseyeron a fondo el orden descendente. Los templos jónicos o femeninos sólo los conocieron de un modo imperfecto. Al hacerse jónica toda la civilización griega, la ciencia y el orden dóricos se velaron de más en más. Pero no es por esto menos incontestable que sus grandes iniciadores, sus héroes y sus filósofos, de Orfeo a Pitágoras, de Pitágoras a Platón y de éste a los Alejandrinos, dependen de este orden. Todos ellos reconocieron a Hermes por maestro.
Volvamos al Génesis. En el pensamiento de Moisés, hijo también de Hermes, los diez primeros capítulos del Génesis constituían una verdadera ontología, según el orden y la filiación de los principios. Todo lo que tiene un comienzo debe tener un fin. El Génesis relata a la vez la evolución en el tiempo y la creación en la eternidad, la única digna de Dios.
Me reservo el exponer en el Libro de Pitágoras un cuadro viviente de la teogonía y de la cosmogonía esotérica, en un esquema menos abstracto que el de Moisés y más cercano del espíritu moderno. A pesar de la forma politeísta, a pesar de la extrema diversidad de símbolos, el sentido de esta cosmogonía pitagórica, según la iniciación órfica y los santuarios de Apolo, es idéntica en el fondo a la del profeta de Israel. En Pitágoras está como iluminada por su complemento natural: la doctrina del alma y de su evolución. Se enseñaba en los santuarios griegos bajo los símbolos del mito de Perséfone. Se llamaba también la historia terrestre y celeste de Psiquis. Esta historia que corresponde a lo que el cristianismo llama la redención, falta por completo en el Antiguo Testamento. No porque Moisés y los profetas lo ignorasen, sino porque la juzgaban demasiado elevada para la enseñanza popular y la reservaban para la tradición oral de los iniciados. La divina Psiquis estuvo tan largo tiempo oculta bajo los símbolos herméticos de Israel, para personificarse al fin en la aparición etérea y luminosa de Cristo.
En cuanto a la cosmogonía de Moisés, tiene la áspera concisión del genio semítico y la precisión matemática del genio egipcio. El estilo del relato recuerda las figuras que revisten el interior de las tumbas de los reyes; rectas, secas y severas, encierran en su dura desnudez un misterio impenetrable. El conjunto hace pensar en una construcción ciclópea; pero acá y allá, como un chorro de agua entre los bloques gigantescos, el pensamiento de Moisés brota con la impetuosidad del fuego inicial entre los versículos temblorosos de los traductores. En los primeros capítulos, de incomparable grandeza, se siente pasar el aliento de Aelohim, que vuelve una a una las pesadas páginas del universo.
Antes de dejarlos, lancemos aún una mirada sobre algunos de esos poderosos jeroglíficos, compuestos por el profeta del Sinaí. Como la puerta de un templo subterráneo, cada uno da paso a una galería de verdades ocultas que iluminan con sus lámparas inmóviles la serie de los mundos y de los tiempos. Tratemos de penetrar en ellos con las claves de la iniciación. Tratemos de ver esos símbolos extraños, esas fórmulas mágicas en su potencia de fuego de la hoguera de su pensamiento.
En una cripta del templo de Jetro, Moisés, sentado sobre un sarcófago, medita solo. Muros y pilastras están cubiertos de jeroglíficos y de pinturas que representan los nombres y las figuras de los Dioses de todos los pueblos de la tierra. Estos símbolos resumen la historia de los ciclos desvanecidos y predicen los futuros ciclos. Una lámpara de nafta posada en tierra ilumina débilmente aquellos signos, de los que cada uno le habla en su lengua. Pero él ya no ve nada del mundo exterior; busca en sí mismo el Verbo de su libro, la figura de su obra, la Palabra que será la Acción. La lámpara se ha apagado: pero ante su ojo interno, en la oscuridad de la cripta, resplandece este nombre:
IEVÉ
La primera letra I tiene el color blanco de la luz —las otras tres brillan como un fuego cambiante en que se desarrollan todos los colores del arco iris. ¡Y qué extraña vida en aquellos caracteres! Moisés percibe en la letra inicial, el Principio masculino, Osiris, el Espíritu creador por excelencia— en Evé la facultad conceptiva, la Isis celeste que forma una parte. De este modo las facultades divinas, que contiene en potencia todos los mundos, se despliegan y ordenan en el seno de Dios. Por su unión perfecta, el Padre y la Madre inefable forman el Hijo, el Verbo viviente que crea el Universo. He aquí el misterio de los misterios, cerrado para los sentidos, pero que habla por el signo del Eterno como el Espíritu habla al Espíritu. Y el tetragrama sagrado brilla con luz más y más intensa. Moisés ve brotar de él, en grandes fulguraciones, los tres mundos, todos los reinos de la naturaleza y el orden sublime de las ciencias. Entonces su mirada ardiente se concentra sobre el signo masculino del Espíritu creador. A él invoca para descender en el orden de las creaciones y tomar de la voluntad soberana la fuerza de llevar a cabo su creación, después de haber completado la obra del Eterno. Y he aquí que en las tinieblas de la cripta reluce el otro nombre divino:
AELOHIM
Este nombre significa para el iniciado: El —los Dioses, el Dios de los Dioses[5]. Ya no es el Ser replegado en sí mismo y en lo absoluto, sino el Señor de los mundos cuyo pensamiento florece en millones de estrellas, esferas móviles de universos flotantes. “En el principio Dios creó los cielos y la tierra”. Pero esos cielos no fueron al principio más que el pensamiento del tiempo y del espacio sin límites, habitados por el espacio y el silencio. “Y el soplo de Dios se movía sobre la faz del abismo?[6]”. ¿Qué saldrá al principio de su seno?. ¿Un sol? ¿Una tierra?. ¿Una nebulosa?. ¿Una substancia cualquiera de este mundo visible? No. Lo que primero nació de Él fue Aur, la Luz. Pero esta luz no es la luz física, es la luz inteligible nacida del estremecimiento de la Isis celeste en el seno del Infinito; alma universal, luz astral, substancia que hace las almas y adonde ellas se abren como en un fluido etéreo; elemento sutil por el cual el pensamiento se transmite a distancias infinitas, luz divina, anterior y posterior a la de todos los soles. Al principio ella se expansiona en el Infinito, es el poderoso respiro de Dios; luego vuelve sobre sí misma con un movimiento de amor profundo, aspira del Eterno. En las ondas del divino éter palpitan, como bajo un velo translúcido, las formas astrales de los mundos y de los seres. Y todo ello se resume para el Mago-Vidente en las palabras que él pronuncia y que relucen en las tinieblas en caracteres chispeantes:
RUA AELOHIM AUR[7]
“Que la luz sea y la luz fue”. El soplo de Aelohim es la Luz.
Del seno de esta luz primitiva, inmaterial, brotan los seis primeros días de la Creación, es decir, las semillas, los principios, las formas, las almas de vida de toda cosa. Es el Universo en potencia, anterior a la letra y según el Espíritu. ¿Cuál es la última palabra de la Creación?, la fórmula que resume al Ser en acto, el Verbo vivo en quien aparece el pensamiento primero y último del Ser absoluto. Es:
ADAN-EVA
El Hombre-Mujer. Este último no representa en ningún modo, como lo enseñan las iglesias y lo creen nuestros exégetas, la primera pareja humana de nuestra tierra, sino Dios personificado en el Universo y el género humano tipificado: la Humanidad universal a través de todos los ciclos. “Dios creó el hombre a su imagen; le creó varón y hembra”. Esta pareja divina es el verbo universal por el cual Iahvé manifiesta su propia naturaleza a través de los mundos. La esfera donde habita primitivamente y que Moisés abarca con su poderoso pensamiento, no es el jardín del Edén, el legendario paraíso terrestre, sino la esfera temporal sin límites de Zoroastro, la tierra superior de Platón, el reino celeste universal, Hedén, Hadana, substancia de todas las tierras. ¿Pero qué será la evolución de la Humanidad en el tiempo y en el espacio?. Moisés la contempla bajo una forma concentrada en la historia de la caída. En el Génesis, Psiquis, el Alma humana se llama Aisha, otro nombre de Eva[8]. Su patria es Shamaim, el cielo. Ella vive allí dichosa en el éter divino, pero sin conocimiento de sí misma. Ella goza del cielo sin comprenderlo. Pues para comprenderlo, es preciso haberlo olvidado y recordarlo de nuevo; para amarlo, es preciso haberlo perdido y reconquistado. Ella sólo aprenderá por el sufrimiento y no comprenderá más que por la caída. ¡Y qué caída!; bastante más profunda y trágica que la de la Biblia infantil que leemos. Atraída hacia el abismo tenebroso por el deseo de conocimiento, Aisha se deja caer… Cesa de ser el alma pura, dotada sólo de un cuerpo sideral y viviendo del divino éter. Se reviste con un cuerpo material y entra en el círculo de las generaciones; y sus encarnaciones no son una, sino ciento, mil, en cuerpos cada vez más groseros según los astros donde habita.
Desciende de mundo en mundo… desciende y olvida… Un velo negro cubre su ojo interno; sumergida la divina conciencia, oscurecido el recuerdo del cielo en el espeso tejido de la materia. Pálida como perdida esperanza, luce en ella una débil reminiscencia de su antigua felicidad. De esta chispa tendrá que renacer y regenerarse.
Sí, Aisha vive aún en esa pareja desnuda que yace sin defensa sobre una tierra salvaje, bajo un cielo enemigo donde retumba el trueno. ¿Cuál es el paraíso perdido? —La inmensidad del cielo velado, detrás y ante ella.
Moisés contempla así las generaciones de Adam en el universo[9]. Considera en seguida el destino del hombre sobre la tierra y ve los ciclos pasados y el presente. En el Aisha terrestre, en el alma de la humanidad, la conciencia de Dios había brillado en otro tiempo con el fuego de Agni, en el país de Kush, en las vertientes del Himalaya.
Pero está ya próxima a extinguirse en la idolatría, bajo la tiranía asiria, entre los pueblos disociados y los dioses que se entre devoran. Moisés se jura a sí mismo el despertarla estableciendo el culto de Aelohim.
La humanidad colectiva, así como el hombre individual, debieran ser la imagen de Iahvé. ¿Pero dónde encontrar el pueblo que la encarne y que sea el Verbo viviente de la humanidad?.
Entonces Moisés, habiendo concebido su Libro y su Obra, habiendo sondeado las tinieblas del alma humana, declara la guerra a la Eva terrestre, a la naturaleza débil y corrompida. Para combatirla y levantarla de nuevo, invoca al Espíritu, al Fuego original y todopoderoso, Ievé, a cuya fuente acaba de remontarse. Siente que sus efluvios le abrasan y le templan como el acero. Su nombre es Voluntad.
Y en el silencio negro de la cripta, Moisés oye una voz que sale de las profundidades de su conciencia, vibra como una luz y dice: “Ve a la montaña de Dios, hacia Horeb”.
* (El verdadero restaurador de la cosmogonía de Moisés es un hombre de genio hoy casi olvidado, a quien Francia hará justicia el día en que la ciencia esotérica, que es la ciencia integral y religiosa, quede reedificada sobre bases indestructibles. — Fabre d’Olivet no podía ser comprendido por sus contemporáneos, pues se había adelantado en un siglo a su época. Espíritu universal, poseía en el mismo grado tres facultades cuya unión forma las inteligencias trascendentales: la intuición, el análisis y la síntesis. Nacido en Ganges (Herault) en 1767, abordó el estudio de las doctrinas místicas del Oriente, después de haber adquirido una noción profunda de las ciencias, las filosofías y las literaturas del Occidente; Court de Gebelin, en su Monde primitif, le dio los primeros vislumbres sobre el sentido simbólico de los mitos de la antigüedad y la lengua sagrada de los templos. Para iniciarse en las doctrinas de Oriente, aprendió el chino, el sánscrito, el árabe y el hebreo. En 1815, publicó su libro capital: La Langue hébraique restituée. Este libro contiene: 1°, una introducción sobre el origen de la palabra; 2º, una gramática hebrea fundada sobre nuevos principios; 3º, las raíces hebraicas, según la ciencia etimológica; 4º, un discurso preliminar; 5º, una traducción francesa e inglesa de los diez primeros capítulos del Génesis que contiene la cosmogonía de Moisés. A esta traducción acompaña un comentario del mayor interés. Aquí únicamente puedo resumir los principios y la substancia de este libro revelador que está penetrado del más profundo espíritu esotérico, y construido por el método científico más riguroso. El método de que se vale Fabre d’Olivet para penetrar en el sentido íntimo del texto hebraico del Génesis, es la comparación del hebreo con el árabe, el siriaco, el arameo y el caldeo, desde el punto de vista de las raíces primitivas y universales, de las que da un léxico admirable, apoyado por ejemplos tomados en todas las lenguas, léxico que puede servir de clave para los nombres sagrados de todos los pueblos. De todos los libros esotéricos sobre el Antiguo Testamento, el de Fabre d’Olivet nos da las claves más seguras, y, además, una luminosa exposición de la historia de la Biblia, y las razones aparentes por las que el sentido oculto se ha perdido y es, hasta nuestros días, profundamente ignorado por la ciencia y la teología oficiales. Después de hablar de este libro, diré algunas palabras de otra obra más reciente que procede de aquélla, y que, además de su mérito propio, ha tenido el de llamar la atención de algunos investigadores independientes sobre su primer inspirador. Éste libro es La Muñón des Juifs,de Mr. Saint-Ives d’Alveydre (1884, Calmann Lévy). M. Saint-Ives debe su iniciación filosófica a los libros de Fabre d’Olivet. Su interpretación del Génesis es esencialmente la de la Langue hébraique restituée, su metafísica la de los Versos dorados de Pitágoras, su filosofía de la historia y el cuadr ogeneral de su obra se han extraído de la Histoire philosophique da genrehumain. Recogiendo sus ideas principales, uniendo materiales propios y elaborándolos a su modo, ha construido un edificio nuevo, de gran riqueza ,de valor desigual y de un género compuesto. Recogiendo sus ideas principales, uniendo materiales propios Su finalidad es doble. Probar que la ciencia y la religión de Moisés fueron la resultante necesaria de los movimientos religiosos que le precedieron en Asia y en Egipto, lo que Fabred’Olivet había hecho ya ver en sus obras geniales; probar en seguida que el gobierno ternario y arbitral, compuesto de los tres poderes ,económico, judicial y religioso o científico, fue en todos los tiempos un corolario de la doctrina de los iniciados y una parte constitutiva de las religiones del antiguo ciclo, anteriores a Grecia. Tal es la idea propia deMr. Saint-Ives, idea fecunda y digna de la mayor atención. El llama a este gobierno: sinarquía o gobierno según los principios; encuentra en él la ley social orgánica, la única salvación del porvenir. No es éste el sitio de examinar hasta qué punto el autor ha demostrado históricamente su tesis.
Mr. Saint-Ives no gusta de citar sus fuentes, procediendo con demasiada frecuencia por simples afirmaciones, sin temer a las hipótesis atrevidas, siempre que favorezcan a su idea preconcebida. Pero su libro, de una rara elevación, de una vasta ciencia esotérica, abunda en páginas de un gran aliento, en cuadros grandiosos, en vislumbres profundos y nuevos. Mis concepciones difieren de las suyas en muchos puntos, sobre todo la de Moisés, a quien Mr. Saint-Ives ha dado, a mi parecer, proporciones demasiado gigantescas y legendarias. Dicho esto me apresuro a reconocer el gran valor de su libro extraordinario, al que mucho debo. Cualquiera que sea la opinión que se tenga de la obra de Mr. Saint-Ives, es preciso reconocerle un mérito ante el cual nos inclinamos: el de una vida entera consagrada a una idea. Véase su Minos des souverains y su France vraie, donde Mr. Saint-Ivesha hecho justicia, aunque un poco tarde, y como a pesar suyo, a su maestro Fabre d’Olivet. La natura naturans de Spinoza. La natura naturata del mismo).
[1] (Fabre d’Olivet. Vers dores de Pythagore).
[2] (La natura naturans de Spinoza)
[3] (La natura naturata del mismo Spinoza),
[4] (He aquí como Favre d’Olivet explica el nombre IEVÉ: “Este nombre presenta por de pronto el signo indicador de la vida, duplicado y formando la raíz esencialmente viva EE ( ה ). Esta raíz nunca se emplea como nombre y es la única que goza de esta prerrogativa. Ella es, desde su formación, no solamente un verbo, sino un verbo único del que los otros no son más que derivados: en una palabra, el verbo EVE ( הוה ), ser, siendo. Aquí, como se ve y como he tenido cuidado de explicarlo en mi gramática, el signo inteligible Vau está en medio de la raíz de la vida. Moisés, tomando este verbo por excelencia para formar el nombre propio del Ser de los seres, le agrega el signo de la manifestación potencial y de la eternidadי) y obtiene IEVE ( יהוה ), en el cual el facultativo siendo se encuentra colocado entre un pasado sin origen y un futuro sin término. Este nombre admirable significa, pues, exactamente: El Ser que es, que fue y que será).
[5] (Aelohim es el plural de Aelo, nombre dado al Ser supremo por los Hebreos y Caldeos, derivándose de la raíz Ael, que pinta la elevación y la potencia expansiva, y que significa, en un sentido universal, Dios. — Hoa, es decir, Él, es un hebreo, en caldeo, en siriaco, en etiópico y en árabe, uno de los nombres sagrados de la divinidad. — Fabre d’Olivet, La langue hébraique restituye).
[6] (“Ruah Aelohim, el soplo de Dios único, indica figurativamente un movimiento hacia la expansión, la dilatación. Es, en un sentido jeroglífico, la fuerza opuesta a la de las tinieblas. Si la potencia oscuridad caracteriza un poder compresivo, la palabra ruah caracterizará una fuerza expansiva. Se encontrará siempre, en todo caso, ese sistema eterno de dos fuerzas opuestas que los sabios y los eruditos de todos los siglos, desde Parménides y Pitágoras, hasta Descartes y Newton, han visto en la naturaleza y señalado con nombres diferentes”. — Fabre d’Olivet. La langue hébraique restituye).
[7] (Soplo —Aelohim— Luz. Estos tres nombres son el resumen jeroglífico del segundo y tercer versículos del Génesis. He aquí en letras latinas el texto hebreo del tercer versículo: Wa—naemer, Aelohim, iéhiaur, wa iehi aur. He aquí la traducción literal que de ello da Fabred’Olivet: “Y dijo Él, el Ser de los seres: será hecha luz, y fue hecha luz (elementización inteligible”. — La palabra rua, que significa el soplo, se encuentra en el segundo versículo. Se notará que la palabra aur, que significa luz, es la palabra rua invertida. El soplo divino volviendo sobre sí mismo crea la luz inteligible).
[8] (Génesis II, 23. Aisha, el Alma, asimilada aquí a la Mujer, es la esposa de Aish, el Intelecto, asimilado al hombre. Ella es tomada por él y constituye su mitad inseparable: su facultad volitiva. — La misma relación existe entre Dionysios y Persephona en los Misterios órficos).
[9] (En la versión samaritana de la Biblia, al nombre de Adam está unido el epíteto universal, infinito. Es, pues, del género humano de lo que se trata, del reino hominal en todos los ciclos).