LIBRO IV. Moisés (La Misión de Israel)
Ramsés II fue uno de los grandes monarcas de Egipto. Su hijo se llamaba Menephtah. Según la costumbre egipcia, recibió su instrucción de los sacerdotes, en el templo de Ammón-Rá en Memphis, puesto que el arte real era entonces considerado como una rama del arte sacerdotal. Menephtah era un joven tímido, curioso y de inteligencia mediocre. Él tenía afición poco inteligente por las ciencias ocultas, lo que le hizo ser más tarde presa de los magos y astrólogos de baja estofa. Tuvo por compañero de estudios a un joven de genio adusto, de carácter extraño y concentrado.
Hosarsiph[1] era el primo de Menephtah, el hijo de la princesa real, hermana de Ramsés II. ¿Hijo adoptivo o natural?. Nunca se ha sabido[2]. Hosarsiph era ante todo el hijo del templo, porque se había criado entre sus columnas.
Dedicado a Isis y a Osiris por su madre, se le había visto desde su adolescencia como levita, en la coronación del Faraón, en las procesiones sacerdotales de las grandes fiestas, llevando el ephod, el cáliz o los incensarios; luego, en el interior del templo, grave y atento, prestando oído a las orquestas sagradas, a los himnos y a las enseñanzas de los sacerdotes. Hosarsiph, era de pequeña estatura, tenía aspecto humilde y pensativo y ojos negros penetrantes, de una fijeza de águila y de una profundidad inquietante. Le habían llamado “el silencioso”; tan concentrado era, casi siempre mudo. Frecuentemente tartamudeaba al hablar, como si buscase las palabras o temiese expresar su pensamiento. Parecía tímido. Luego, de repente un rayo, una idea terrible estallaba en una palabra y dejaba tras ella un surco de relámpagos. Se comprendía entonces que si alguna vez “el silencioso” se lanzaba a obrar por cuenta propia, sería de un atrevimiento terrible. Ya se dibujaba entre sus cejas el pliegue fatal de los hombres predestinados a las grandes empresas; y sobre su frente se cernía una nube amenazadora.
Las mujeres temían la mirada de aquel joven levita, mirada insondable como la tumba, y su cara impasible como la puerta del templo de Isis. Se hubiese dicho que presentían un enemigo del sexo femenino en aquel futuro representante del principio viril en religión, en cuanto tiene de más absoluto y de más intratable.
Entre tanto su madre, la princesa real, soñaba para su hijo el trono de los Faraones. Hosarsiph era más inteligente que Menephtah; él podía esperar una usurpación con el apoyo del sacerdocio. Los Faraones, es cierto, designaban sus sucesores entre sus hijos. Pero algunas veces los sacerdotes anulaban la decisión del príncipe después de su muerte, en interés del Estado.
Más de una vez separaron del trono a los indignos y a los débiles para dar el cetro a un iniciado real. Ya Menephtah estaba celoso de su primo; Ramsés tenía fija la mirada sobre él y desconfiaba del levita silencioso.
Un día, la madre de Hosarsiph encontró a su hijo en el Serapeum de Memphis, plaza inmensa, sembrada de obeliscos, de mausoleos, de templos pequeños y grandes, de arcos de triunfo, especie de museo a cielo abierto de las glorias nacionales, adonde se llegaba por una avenida de seiscientas esfinges. Ante su madre real, el levita se inclinó hasta tierra y esperó, según la costumbre, que ella le dirigiese la palabra.
— Vas a penetrar en los misterios de Isis y de Osiris, le dijo. Durante largo tiempo no te veré, hijo mío. Pero no olvides que eres de la sangre de los Faraones y que soy tu madre. Mira a tu alrededor… si tú quieres, algún día… todo esto te pertenecerá. Y con un gesto circular ella mostraba los obeliscos, los templos, Memphis y todo el horizonte.
Una sonrisa desdeñosa pasó sobre el semblante de Hosarsiph, de costumbre liso e inmóvil como una cara de bronce.
— ¿Quieres, pues, dijo él, que gobierne a este pueblo que adora a dioses con cabeza de chacal, de ibis y de hiena?. De todos esos ídolos, ¿Qué quedará dentro de algunos siglos?.
Hosarsiph se bajó, cogió con su mano un puñado de arena fina y la dejó deslizarse a tierra entre sus dedos, ante los ojos de su madre asombrada.
— Lo que queda aquí, añadió.
— ¿Desprecias, pues, la religión de nuestros padres y la ciencia de nuestros sacerdotes?.
— Al contrario, aspiro a ellas. Pero la pirámide está inmóvil. Es preciso que se ponga en marcha. Yo no seré un Faraón. Mi patria está lejos de aquí… Allá… en el desierto.
— ¡Hosarsiph!, dijo la princesa con reproche, ¿Por qué blasfemas?. Un viento de fuego te ha traído a mi seno y, lo veo bien, la tempestad te llevará. Te he dado la vida y no te conozco. En nombre de Osiris, ¿Quién eres y qué va a hacer?.
— ¿Lo sé yo mismo?. Osiris solo lo sabe y me lo dirá; pero dame tu bendición, ¡Oh madre mía!, para que Isis me proteja y la tierra de Egipto me sea propicia. Hosarsiph se arrodilló ante su madre, cruzó respetuosamente las manos sobre su pecho e inclinó la cabeza. Quitando de su frente la flor de loto que llevaba según costumbres de las mujeres del templo, ella se la dio a respirar, y viendo que el pensamiento de su hijo sería para ella un eterno misterio, se alejó murmurando una oración.
Hosarsiph atravesó triunfalmente la iniciación de Isis. Alma de acero, voluntad de hierro, las pruebas no hicieron mella en él. Espíritu matemático y universal desplegó una fuerza de gigante en la inteligencia y el manejo de los números sagrados, cuyo simbolismo fecundo y aplicaciones eran entonces casi infinitos. Su espíritu desdeñoso de las cosas que no son más que apariencia y de los individuos que pasan, sólo respiraba con placer en los principios inmutables. De allá arriba, tranquila y seguramente, penetraba, dominaba todo, sin manifestar ni deseo, ni rebeldía, ni curiosidad.
Tanto para sus maestros como para su madre, Hosarsiph era un enigma. Lo que más les inquietaba es que era entero e inflexible como un principio. Se sentía que no podrían ni doblegarle ni desviarle. El marchaba por su vía desconocida como un cuerpo celeste por su órbita invisible. El pontífice Membra se preguntaba hasta dónde alcanzaría aquella ambición concentrada, y quiso saberlo. Un día, Hosarsiph había llevado con otros tres sacerdotes de Osiris el arca de oro que precedía al pontífice en las grandes ceremonias. Aquel arca contenía los diez libros más secretos del templo, que trataban de magia y de Teurgía. Después de regresar al santuario con Hosarsiph, Membra le dijo:
— Eres de sangre real. Tu fuerza y tu ciencia son desproporcionadas a tu edad. ¿Qué deseas?.
— Nada, aparte de esto.
Y Hosarsiph puso su mano sobre el arca sagrada que los gavilanes de oro fundido cubrían con sus relucientes alas.
— ¿Quieres, pues, ser pontífice de Ammón-Rá y profeta de Egipto?.
— No: pero quiero saber lo que hay en esos libros.
— ¿Cómo vas a saberlo, si nadie debe conocerlo excepto el pontífice?.
— Osiris habla como quiere, cuando quiere y a quien quiere. Lo que contiene esta arca sólo es letra muerta. Si el Espíritu viviente quiere hablarme, me hablará.
— ¿Qué piensas hacer para eso?.
— Esperar y obedecer.
Estas respuestas sabidas por Ramsés II, aumentaron su desconfianza, pues temió que Hosarsiph aspirase al faraonato a expensas de su hijo Menephtah. El faraón ordenó, en consecuencia, que el hijo de su hermana fuese nombrado escriba sagrado del templo de Osiris. Esta función importante comprendía el simbolismo bajo todas sus formas, la cosmografía y la astronomía, pero le alejaba del trono. El hijo de la princesa real se dedicó con el mismo celo y una sumisión perfecta a sus deberes de hierográmata, a los cuales se ligaba también la función de inspector de los diferentes nomos o provincias del Egipto.
¿Tenía Hosarsiph el orgullo que creían?. Sí, si por orgullo el león cautivo levanta la cabeza y mira al horizonte tras los barrotes de su jaula sin apercibirse tan siquiera dé las gentes que le contemplan. Sí, si por orgullo el águila encadenada se estremece con todo su plumaje y con el cuello extendido, las alas abiertas, mira al sol. Como todos los fuertes designados para una grande obra, Hosarsiph no se creía sometido al Destino ciego; él sentía que una Providencia misteriosa velaba sobre él y le conduciría a sus fines.
Mientras era escriba sagrado, Hosarsiph fue enviado a inspeccionar el delta. Los hebreos tributarios del Egipto, que habitaban entonces en el valle de Gosen, estaban sometidos a trabajos rudos. Ramsés II unía Pelusium con Heliópolis por medio de una cadena de fuertes. Todos los nomos de Egipto tenían que dar su contingente de obreros para estos trabajos gigantescos. Los Beni-Israel se habían encargado de las labores más pesadas y sobre todo eran tallistas en piedra y constructores de ladrillos. Independientes y orgullosos, no se doblegaban tan fácilmente como los indígenas bajo la vara de los guardias egipcios, sino que sufrían la servidumbre a regañadientes y a veces devolvían los golpes. El sacerdote de Osiris no pudo por menos de experimentar una secreta simpatía hacia aquellos intratables “de dura cerviz”, cuyos Ancianos, fieles a la tradición abrámica, adoraban sencillamente al Dios único, que veneraban sus jefes, sus hags y sus zakens, pero se rebelaban bajo el yugo y protestaban contra la injusticia. Un día vio a un guardia egipcio apalear bárbaramente a un hebreo indefenso. Su corazón se sublevó, se lanzó sobre el egipcio, le quitó su arma y le mató en el acto. Esa acción, cometida en un hervor de indignación generosa, decidió de su vida. Los sacerdotes de Osiris que cometían un homicidio, eran severísimamente juzgados por el colegio sacerdotal. El faraón sospechaba ya que el hijo de su hermana era un usurpador. La vida del escriba sólo pendía de un hilo. Él prefirió desterrarse e imponerse él mismo su expiación. Todo le lanzaba a la soledad del desierto, hacia el vasto desconocido: su deseo, el presentimiento de su misión y sobre todo esa voz interna, misteriosa, pero irresistible, que dice en ciertas horas: “¡Vé!: es tu destino”.
Más allá del mar Rojo y de la península Sinaítica, en el país de Madián, había un templo que no dependía del sacerdocio egipcio. Aquella región se extendía, como una banda verde, entre el golfo alamítico y el desierto de la Arabia. A lo lejos, más allá del brazo de mar, se veían las masas sombrías del Sinaí y su cumbre pelada. Enclavado entre el desierto y el mar Rojo, protegido por un macizo volcánico, aquel país aislado se hallaba al abrigo de las invasiones. Su templo estaba consagrado a Osiris, pero también se adoraba en él al Dios soberano bajo el nombre de Aelohim. Porque aquel santuario, de origen etiópico, servía de centro religioso a los Árabes, a los Semitas y a los hombres de raza negra que buscaban la iniciación. Hacía siglos ya que el Sinaí y el Horeb eran así como el centro místico de un culto monoteísta. La grandeza desnuda y salvaje de la montaña, elevándose aislada entre el Egipto y la Arabia, evocaba la idea del Dios único. Muchos Semitas iban allí en peregrinación para adorar a Aelohim y residían allí durante algunos días ayunando y orando en las cavernas y las galerías excavadas en las faldas del Sinaí. Antes de esto, iban a purificarse y a instruirse al templo de Madián.
Allí fue donde se refugió Hosarsiph. El gran sacerdote de Madián o Raguel (vigilante de Dios) se llamaba entonces Jetro (Éxodo, III, 1), que era un hombre de piel negra[3]. Él pertenecía al tipo más puro de la antigua raza etiópica, que cuatro o cinco mil años antes de Ramsés había reinado sobre Egipto y que no había perdido sus tradiciones, que se remontaban a las más viejas razas del globo. Jetro no era un inspirado ni un hombre de acción; pero era un sabio. Poseía tesoros de ciencia amontonados en su memoria y en las bibliotecas de piedra de su templo. Además, era el protector de los hombres del desierto, Libios, Árabes, Semitas nómadas. Esos eternos errabundos, siempre los mismos, con su vaga aspiración al Dios único, representaban algo inmutable en medio de los cultos efímeros y de las civilizaciones ruinosas.
Se sentía en ellos como la presencia de lo Eterno, el memorial de las edades lejanas, la gran reserva de Aelohim. Jetro era el padre espiritual de aquellos insumisos, de aquellos errabundos, de aquellos libres. Él conocía su alma y presentía su destino. Cuando Hosarsiph vino a pedirle asilo en nombre de Osiris-Aelohim, le recibió con los brazos abiertos. Quizá adivinó en seguida en aquel hombre fugitivo, al predestinado para ser el profeta de los proscritos, el conductor del pueblo de Dios.
Hosarsiph quiso al pronto someterse a las expiaciones que la ley de los iniciados imponía a los homicidas. Cuando un sacerdote de Osiris había causado una muerte, aun involuntaria, se consideraba que perdía el beneficio de su resurrección anticipada “en la luz de Osiris”, privilegio que había obtenido por las pruebas de la iniciación y que le ponía muy por encima del común de los hombres. Para expiar su crimen, para volver a encontrar su luz interna, tenía que someterse a pruebas más crueles, exponerse otra vez más a la muerte. Después de un largo ayuno y por medio de ciertos brebajes se sumergía al paciente en un sueño letárgico; luego le depositaban en una tumba del templo. Su cuerpo quedaba allí durante días, a veces semanas enteras[4].
Durante ese tiempo se consideraba que hacía un viaje en el más allá, en el Erebo o en la región del Amenti, donde flotan las almas de los muertos que no se han desligado aún de la atmósfera terrestre. Allá tenía que buscar a su víctima, sufrir sus angustias, obtener su perdón y ayudarla a encontrar el camino de la luz. Entonces únicamente se le consideraba como habiendo expiado su homicidio, y únicamente entonces su cuerpo astral se había lavado de las negras manchas con que le manchaban el soplo envenenado y las imprecaciones de su víctima. Pero de aquel viaje, real o imaginario, el culpable podía muy bien no volver, y con frecuencia cuando los sacerdotes iban a despertar al expiador de su sueño letárgico, no encontraban más que un cadáver.
Hosarsiph no dudó en sufrir esta prueba y otras más. Bajo la impresión del homicidio que había cometido, comprendió el carácter inmutable de ciertas leyes del orden moral y la turbación profunda que su infracción deja en el fondo de la conciencia. Con entera abnegación ofreció, pues, su ser en holocausto a Osiris demandando la fuerza, si volvía a la luz terrestre, de manifestar la ley de la justicia. Cuando Hosarsiph salió del temible sueño en el subterráneo del templo de Madián[5], se sintió como transformado. Su pasado se había esfumado, el Egipto había cesado de ser su patria, y ante él la inmensidad del desierto con sus nómadas errantes, se extendía como un nuevo campo de acción. Miró largo tiempo a la montaña de Aelohim en el horizonte, y por primera vez, como en una visión de tempestad en las nubes del Sinaí, la idea de su misión pasó ante sus ojos. Fundir aquellas tribus movedizas en un pueblo de combate que representaría la ley del Dios supremo entre la idolatría de los cultos y la anarquía de las naciones, un pueblo que llevaría a los siglos futuros la verdad encerrada en el arca de oro de la iniciación. En aquel día y para marcar la nueva era que comenzaba en su vida, Hosarsiph tomó el nombre de Moisés, que significa: “El salvado”.
[1] (Primer nombre egipcio de Moisés. Manethón, citado por Philón),
[2] (El relato bíblico (Éxodo II, 1-10) hace de Moisés un judío de la tribu de Leví, recogido por la hija de Faraón en los juncos del Nilo, donde la astucia materna le había depositado para conmover a la princesa y salvar al niño de una persecución idéntica a la de Herodes.
Por el contrario, Manethón, el sacerdote egipcio, a quien debemos los datos más exactos sobre las dinastías de los Faraones, datos hoy confirmados por las inscripciones de los monumentos, afirma que Moisés fue un sacerdote de Osiris. Strabon, que había sacado sus noticias de la misma fuente, es decir, de los iniciados egipcios, lo atestigua igualmente. La fuente egipcia tiene aquí un valor mayor que la fuente judía. Porque los sacerdotes de Egipto no tenían interés alguno en hacer creer a los Griegos o a los Romanos que Moisés era uno de los suyos, mientras que el amor propio nacional de los judíos les ordenaba hicieran del fundador de su nación un hombre de su misma sangre. La narración bíblica reconoce por otra parte que Moisés fue educado en Egipto y enviado por su gobierno como inspector de los judíos de Gosen. Éste es el hecho importante, capital, que establece la filiación secreta entre la religión mosaica y la iniciación egipcia. Clemente de Alejandría creía que Moisés estaba profundamente iniciado en la ciencia de Egipto, y de hecho la obra del creador de Israel sería incomprensible sin esto).
[3] (Más tarde (Números III, 1), después del éxodo, Aarón y María, hermano y hermana de Moisés, según la Biblia, le reprochaban el haberse casado con un etiope. Jetro, padre de Sephora, era pues de esta raza).
[4] (Varios viajeros de nuestro siglo han visto a fakires indios hacerse enterrar después de sumergirse en el sueño cataléptico, indicando el día preciso en que debían desenterrarlos. Uno de ellos, después de tres semanas de estar bajo tierra, fue encontrado vivo, sano y salvo).
[5] (Las siete hijas de Jetro de que habla la Biblia (Éxodo II, 16-22) tienen evidentemente un sentido simbólico, como toda esta narración, que nos ha llegado bajo una forma legendaria y por completo popularizada. Es más que inverosímil que el sacerdote de un gran templo haga a sus hijas apacentar sus ganados y que reduzca a un sacerdote egipcio al papel de pastor. — Las siete hijas de Jetro simbolizan siete virtudes que el iniciado tenía que conquistar para abrir el pozo de la verdad. Ese pozo es llamado en la historia de Agar y de Ismael “el pozo del viviente que me ve”)