LIBRO IV. Moisés (La Misión de Israel)
Cuando Moisés hubo conducido a su pueblo hasta la entrada de Canaán, sintió que su obra se había cumplido. ¿Qué era Iavé-Aelohim para el Vidente del Sinaí?. El orden divino visto desde la altura, a través de todas las esferas del universo y realizado sobre la tierra visible a imagen de las jerarquías celestes y de la eterna verdad. No, no había contemplado en vano la faz del Eterno, que se refleja en todos los mundos. El Libro estaba en el Arca, y el Arca guardada por un pueblo fuerte, templo viviente del Señor. El culto del Dios único estaba fundado sobre la Tierra; el nombre de Iahvé brillaba en letras resplandecientes en la conciencia de Israel; los siglos podían lanzar sus ondas sobre el alma cambiante de la humanidad, que ya no borrarían el nombre del Eterno.
Habiendo comprendido Moisés todas estas cosas, invocó al Ángel de la Muerte. Impuso las manos a su sucesor, Josué, ante el Tabernáculo, a fin de que el Espíritu de Dios pasase a él; luego bendijo a toda la humanidad a través de las doce tribus de Israel y subió al monte Nebo, seguido solamente de Josué y de los levitas. Ya Aarón había sido “recogido hacia sus padres”; la profetisa María había seguido el mismo camino. Había llegado la vez a Moisés.
¿Cuáles fueron los pensamientos del profeta centenario, cuando vio desaparecer el campo de Israel y subió a la gran soledad de Aelohim?. ¿Qué es lo que experimentó paseando su mirada sobre la tierra prometida, del Galaad a Jericó, la ciudad de las palmeras?. Un verdadero poeta (Alfredo deVigny), pintando de mano maestra aquella situación de alma, le hace lanzar este grito:
¡Oh, Señor, he vivido poderoso y solitario!
¡Dejadme ahora dormir el sueño de la tierra!.
Estos versos dicen más sobre el alma de Moisés que los comentarios de un centenar de teólogos. Aquella alma semeja a la gran pirámide de Giseh, maciza, desnuda y cerrada al exterior; pero que encierra en su interior los grandes misterios y lleva en su centro un sarcófago, llamado por los iniciados el sarcófago de la resurrección. Desde allí, por un pasadizo oblicuo, se veía la estrella polar. De este modo aquel espíritu impenetrable veía desde su centro la finalidad de las cosas.
Sí, todos los poderosos han conocido la soledad que crea la grandeza; pero Moisés se encontró más sólo que los otros, porque su principio fue más absoluto, más trascendente. Su Dios fue el principio viril por excelencia, el Espíritu puro. Para inculcarlo a los hombres tuvo que declarar la guerra al principio femenino, a la diosa Natura, a Hevé, a la Mujer eterna que vive en el alma de la Tierra y en el corazón del Hombre. Tuvo que combatirla sin tregua y sin merced, no para destruirla, sino para someterla y dominarla.
¿Qué hay de asombro en que la Naturaleza y la Mujer, entre quienes reina un pacto misterioso, temblasen ante él?. ¿Por qué admirarse de que se regocijasen de su partida y esperasen para levantar la cabeza a que la sombra de Moisés hubiera cesado de lanzar sobre ellas el presentimiento de la muerte?. Tales fueron sin duda los pensamientos del Vidente, mientras subía al estéril monte Nebo. Los hombres no podían amarle, porque él sólo había amado a Dios. ¿Viviría al menos su obra?. ¿Sería su pueblo siempre fiel a sumisión?. ¡Oh, fatal clarividencia de los moribundos, don trágico de los profetas, que levanta todos los velos en la última hora!. A medida que el espíritu de Moisés se desligaba de la tierra, veía la terrible realidad del porvenir; él vio las traiciones de Israel; la anarquía levantando la cabeza; los Reyes sucediendo a los Jueces; los crímenes de los Reyes manchando el templo del Señor, su libro mutilado, incomprendido, su pensamiento escondido, disfrazado, rebajado por sacerdotes ignorantes o hipócritas; las apostasías de los Reyes; el adulterio de Judá con las naciones idólatras; la pura tradición, la doctrina sagrada ahogadas y los profetas, poseedores del verbo viviente, perseguidos hasta el fondo del desierto.
Sentado en una caverna del monte Nebo; Moisés vio todo esto en sí mismo. Pero ya la muerte extendía sus alas sobre su frente y posaba su mano fría sobre su corazón. Entonces aquel corazón de león trató de surgir una vez más. Irritado contra su pueblo, Moisés evocó la venganza de Aelohim sobre la raza de Judá, y elevó su pesado brazo. Josué y los levitas que le asistían oyeron con espanto estas palabras salir de la boca del moribundo profeta: “Israel ha traicionado a su Dios, ¡sea él dispersado a los cuatro vientos del cielo!”.
Entre tanto, Josué y los levitas miraban con terror a su maestro que no daba ya signo de vida. Su última palabra había sido una maldición.
¿Había lanzado con ella el último suspiro?. Pero Moisés abrió los ojos por última vez y dijo: “Volved a Israel. Cuando el tiempo llegue, el Eterno os enviará un profeta como yo entre vuestros hermanos y pondrá su verbo en su boca y ese profeta os dirá lo que el Eterno le haya ordenado. Y a quien no escuche las palabras que os diga, el Eterno le pedirá cuentas”. (Deuteronomio XVIII, 18, 19).
Después de estas palabras proféticas, Moisés entregó el espíritu. El Ángel solar de la espada de fuego, que antes le había aparecido en el Sinaí, le esperaba. Él le arrastró al seno profundo de la Isis celeste, a las ondas de esa luz que es la Esposa de Dios. Lejos de las regiones terrestres, atravesaron círculos de almas de creciente esplendor. Por fin, el Ángel del Señor le mostró un espíritu de maravillosa belleza y de una dulzura celeste, pero de tal radiación y de claridad tan fulgurante, que la suya propia no era más que una sombra al lado de ella. No llevaba él la espada del castigo, sino la palma del sacrificio y de la Victoria. Moisés comprendió que aquél terminaría su obra y conduciría a los hombres hacia el Padre, por el poder del Eterno-Femenino, por la Gracia divina y por el Amor perfecto. Entonces el Legislador se prosternó ante el Redentor, y Moisés adoró a Jesucristo.