Libro III: HERMES (Los Misterios de Egipto)
Y, sin embargo, sólo quedaba admitido a su umbral. Porque ahora empezaban los largos años de estudio y de aprendizaje. Antes de elevarse a Isis Urania tenía que conocer la Isis terrestre, instruirse en las ciencias físicas y androgónicas. El tiempo lo repartía entre las meditaciones en su celda, el estudio de los jeroglíficos en las salas y patios del templo, tan vasto como una ciudad, y las lecciones de los maestros. Aprendía la ciencia de los minerales y de las plantas, la historia del hombre y de los pueblos, la medicina, la arquitectura y la música sagrada. En aquel largo aprendizaje no tenía sólo que conocer, sino devenir: ganar la fuerza por medio del renunciamiento. Los sabios antiguos creían que el hombre no posee la verdad más que cuando ésta llega a ser una parte de su ser íntimo, un acto espontáneo del alma. Pero en ese profundo trabajo de asimilación, se dejaba al discípulo abandonado a sí mismo. Sus maestros no le ayudaban en nada, y con frecuencia le chocaba su frialdad, su indiferencia. Le vigilaban con atención; le obligaban a seguir reglas inflexibles; se exigía de él una obediencia absoluta; pero no le revelaban nada más allá de ciertos límites. A sus inquietudes, a sus preguntas, se le respondía: “Espera y trabaja”. Entonces se manifestaban en él rebeldías repentinas, pesares amargos, sospechas horribles. ¿Se había convertido en esclavo de audaces impostores o de magos negros, que subyugaban su voluntad con un fin infame?. La verdad huía; los dioses le abandonaban; estaba solo y era prisionero del templo. La verdad se le había aparecido bajo la figura de una esfinge. Ahora la esfinge le decía: “Yo soy la duda”. Y la bestia alada con su cabeza de mujer impasible y sus garras de león, se lo llevaba para desgarrarlo en la arena ardiente del desierto.
Pero a esas pesadillas sucedían horas de calma y de presentimiento divino. Comprendía entonces el sentido simbólico de las pruebas porque había atravesado al entrar en el templo. Porque el pozo sombrío donde había estado a punto de caer, era menos negro que el abismo de la insondable verdad; el fuego que había atravesado, era menos terrible que las pasiones que quemaban aún su carne; el agua helada y tenebrosa en que había tenido que sumergirse, era menos fría que la duda en que su espíritu se hundía y se ahogaba en las malas horas.
En una de las salas del templo se alineaban en dos filas aquellas mismas pinturas sagradas que le habían explicado en la cripta durante la noche de las pruebas, y que representaban los veintidós arcanos. Aquellos arcanos que se dejaban entrever en el umbral mismo de la ciencia oculta, eran las columnas de la teología; pero era preciso haber atravesado toda la iniciación para comprenderlos. Después, ninguno de los maestros le había vuelto a hablar más de aquello. Le permitían solamente pasearse en aquella sala y meditar sobre aquellos signos. Pasaba allí largas horas solitarias. Por aquellas figuras castas como la luz, graves como la Eternidad, la verdad invisible e impalpable se infiltraba lentamente en el corazón del neófito. En la muda sociedad de aquellas divinidades silenciosas y sin nombre, de las que cada una parecía presidir a una esfera de la vida, comenzaba a experimentar algo nuevo: al principio, una reconcentración en el fondo de su ser; luego, una especie de desligamiento del mundo que le hacía elevarse por encima de las cosas.
A veces, preguntaba a uno de los magos:
“¿Se me permitirá algún día respirar la rosa de Isis y ver la luz de Osiris?”.
Se le respondía:
“Eso no depende de nosotros. La verdad no se da. Se la encuentra. Nosotros no podemos hacer de ti un adepto: hay que llegar por el trabajo propio. El loto crece bajo el río largo tiempo antes de abrirse en flor. No apresures el florecimiento de la flor divina. Si ella tiene que venir, vendrá a su debido tiempo. Trabaja y ora”.
Y el discípulo volvía a sus estudios, a sus meditaciones, con un triste gozo. Gustaba del encanto austero y suave, de esa soledad por donde pasa como un soplo el ser de los seres. Así transcurrían los meses y los años. Sentía operarse en su ser una transformación lenta, una metamorfosis completa. Las pasiones que le habían asaltado en su juventud se alejaban como sombras, y los pensamientos que le rodeaban ahora le sonreían como inmortales amigos. Lo que experimentaba por momentos era la desaparición de su yo terrestre y el nacimiento de otro yo más puro y más etéreo. En este sentimiento, a veces ocurría que se prosternaba ante las escaleras del cerrado santuario. Entonces ya no había en él rebeldía, ni un deseo cualquiera, ni un pesar. Sólo había un abandono completo de su alma a los Dioses, una oblación perfecta a la verdad. “¡Oh Isis! — decía él en su oración— puesto que mi alma sólo es una lágrima de tus ojos, que ella caiga en rocío sobre otras almas, y que al morir por ello, sienta yo su perfume subir hacia ti. Heme aquí presto al sacrificio”.
Después de una de aquellas oraciones mudas, el discípulo en semiéxtasis veía en pie a su lado, como una visión salida del suelo, al hierofante en los cálidos resplandores del poniente. El maestro parecía leer todos los pensamientos del discípulo, penetrar todo el drama de su vida interior.
— Hijo mío —decía—, la hora se aproxima en que se te revelará la verdad. Porque tú la has presentido ya, descendiendo al fondo de ti mismo y encontrando allí la vida divina. Vas a entrar en la grande, en la inefable comunión de los iniciados. Porque eres digno de ello por la pureza de tu corazón, por tu amor a la verdad y tu fuerza de renunciamiento. Pero nadie franquea el umbral de Osiris sin pasar por la muerte y por la resurrección. Vamos a acompañarte a la cripta. No temas, pues eres ya uno de nuestros hermanos.
Al llegar el crepúsculo, los sacerdotes de Osiris, llevando antorchas, acompañaban al nuevo adepto a una cripta baja sostenida por cuatro columnas apoyadas sobre esfinges. En un extremo se encontraba un sarcófago abierto, tallado en mármol[1].
— Ningún hombre —decía el hierofante— escapa a la muerte, y toda alma viviente está destinada a la resurrección. El adepto pasa en vida por la tumba para entrar desde ahora en la luz de Osiris. Acuéstate pues en esa tumba, y espera la luz. Esta noche franquearás la puerta del Espanto y alcanzarás el umbral de la Maestría.
El adepto se acostaba en el sarcófago abierto; el hierofante extendía la mano sobre él para bendecirle, y el cortejo de los iniciados se alejaba en silencio de la cripta. Una pequeña lámpara depositada en tierra ilumina aún, con su resplandor dudoso, las cuatro esfinges que soportan las columnas pequeñas de la cripta. Se oye un coro de voces profundas, bajo y velado. ¿De dónde viene?. ¡El canto de los funerales!… Ya expira; la lámpara arroja un último resplandor y se apaga por completo. El adepto queda solo en las tinieblas: el frío del sepulcro pasa sobre él, hiela todos sus miembros. Pasa gradualmente por las sensaciones dolorosas de la muerte, y queda aletargado.
Su vida desfila ante él y cuadros sucesivos como una cosa irreal, y su conciencia terrestre se vuelve cada vez más vaga y difusa. Pero, a medida que siente su cuerpo disolverse, la parte etérea, fluida, de su ser, se destaca. Entra en éxtasis…
¿Qué es ese punto brillante y lejano que aparece imperceptible sobre el fondo negro de las tinieblas?. Se aproxima, se agranda, se convierte en una estrella de cinco puntas cuyos rayos tienen todos los colores del arco iris, y que lanza en las tinieblas descargas de luz magnética. Ahora es un sol quien le atrae en la blancura de su centro incandescente.
— ¿Es la magia de los maestros la que produce aquella visión?. ¿Es lo invisible que se hace visible?. ¿Es el presagio de la verdad celeste, la estrella flamígera de la esperanza y de la inmortalidad?. — La visión desaparece, y en su lugar un capullo brota en la noche: una flor inmaterial, pero sensible y dotada de un alma. Porque se abre ante él como una rosa blanca y extiende sus pétalos; ve vibrar sus hojas vivas y enrojecerse su cáliz inflamado. — ¿Es flor de Isis, la Rosa mística de la sabiduría que encierra el Amor en su corazón?. — Más he aquí que la rosa se evapora como una nube de perfumes.
Entonces, el extático se siente inundado por un soplo cálido y acariciador. Después de haber tomado formas caprichosas, la nube se condensa y se vuelve una figura humana. Es la de una mujer, la Isis del santuario oculto; pero más joven, sonriente y luminosa. Un velo transparente se arrolla en espiral a su alrededor, y su cuerpo brilla a través. En su mano sostiene un rollo de papiros. Se aproxima despacio, se inclina sobre el iniciado acostado en la tumba, y le dice: “Soy tu hermana invisible, soy tu alma divina, y éste es el libro de tu vida. Él contiene las páginas completas de tus existencias pasadas y las páginas blancas de tus vidas futuras. Un día las desarrollaré todas ante ti. Me conoces ahora: llámame y volveré”. Y mientras habla, un rayo de ternura ha brotado de sus ojos… ¡Oh presencia de un doble angélico, promesa inefable de lo divino, fusión en el impalpable más allá!…
Pero todo se quiebra, la visión se borra. Un desgarramiento atroz, y el adepto se siente precipitado en su cuerpo como en un cadáver. Vuelve al estado de letargo consciente; círculos de hierro retienen sus miembros; un peso terrible pesa sobre su cerebro; se despierta…, y en pie ante él está el hierofante acompañado de los magos. Le rodean, le hacen beber un cordial, se levanta.
— Ya has resucitado —dice el sacerdote—: ven a celebrar con nosotros el banquete de los iniciados, y cuéntanos tu viaje en la luz de Osiris. Porque eres desde ahora uno de los nuestros.
Transportémonos ahora con el hierofante y el nuevo iniciado sobre el observatorio del templo, en el tibio esplendor de una noche egipcia. Allí es donde el jefe del templo daba al reciente adepto la grande revelación, contándole la visión de Hermes. Esta visión no estaba escrita en ningún papiro.
Estaba en las estelas de la cripta secreta, conocida sólo por el hierofante. De pontífice en pontífice, la explicación se transmitía verbalmente.
— Escucha bien —decía el hierofante—: esta visión encierra la historia eterna del mundo y el círculo de las cosas.
[1] (Los arqueólogos han visto durante largo tiempo en el sarcófago de la gran pirámide de Giseh, la tumba del rey Sesostris, basados en Herodoto, que no era iniciado, y a quien los sacerdotes egipcios no han confiado casi más que narraciones sin valor y cuentos populares.
Pero los reyes de Egipto tenían sus sepulturas en otras partes. La estructura interior tan rara de la pirámide prueba que debía servir para las ceremonias de la iniciación y prácticas secretas de los sacerdotes de Osiris. Se encuentran allí el Pozo de la verdad, que hemos descrito; la escalera ascendente; la sala de los arcanos… La cámara llamada del Rey, que encierra el sarcófago, era aquella donde se conducía al adepto la víspera de su grande iniciación. Estas mismas disposiciones estaban reproducidas en los grandes templos del Egipto alto y medio).