quinta-feira, 5 de dezembro de 2024

Edouard Schuré - La Juventud de Krishna

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

Cuando Devaki, vestida de cortezas de árbol, que ocultaban su hermosura, entró en las vastas soledades de los bosques gigantescos, vacilaba, rendida por la fatiga y el hambre. Mas apenas hubo sentido la sombra de aquellos bosques admirables, gustado los frutos del mango y respirado la frescura de un manantial, se reanimó como una flor. Al principio penetró bajo bóvedas enormes, formadas por troncos macizos, cuyas ramas se replantaban en el suelo y multiplicaban al infinito sus arcadas. Durante largo tiempo marchó por allí al abrigo del sol, como a través de una pagoda sombría y sin salida. El zumbido de las abejas, el grito de los pavos reales en celo, el canto de los kokilas y de mil pájaros, la atraían y animaban más y más. Los árboles aparecían más inmensos, la selva más profunda y más enmarañada. Los troncos se sucedían, los follajes se combaban en cúpulas, en portadas más y más grandes. A veces Devaki se deslizaba por verdes senderos, por donde el sol penetraba en torrentes de luz y donde yacían troncos derribados por la tempestad. A veces se detenía bajo glorietas de mangos y de asokas, de las que pendían guirnaldas de lianas y lluvias de flores. Los gamos y las panteras saltaban en la maleza; con frecuencia también los búfalos rompían las ramas, o bien una horda de monos pasaba por los follajes, lanzando gritos. Marchó ella así durante todo el día. Hacia la noche, sobre un bosquecillo de bambúes, advirtió la cabeza inmóvil de un prudente elefante que miró a la virgen con aire inteligente y protector, y levantó su trompa como para saludarla. Entonces el bosque se llenó de luz y Devaki vio un paisaje lleno de paz profunda, de un encanto celeste y paradisíaco.
Ante ella se extendía un estanque sembrado de lotos y nenúfares azules: su reflejo azulado se abría paso en la gran selva como otro cielo. Púdicas cigüeñas dormitaban inmóviles en sus orillas y dos gacelas bebían en sus aguas.
Al otro lado se veía, al abrigo de las palmeras, la ermita de los anacoretas. Una luz rosada y tranquila bañaba el lago, los bosques y la morada de los santos rishis. En el horizonte, la cima blanca del monte Meru dominaba el océano de las selvas. El aliento de un río invisible animaba a las plantas, y el estruendo atenuado de una catarata lejana vagaba en la brisa como una caricia o como una melodía.
Al borde del estanque, Devaki vio una barca. En pie y a su lado, un hombre de edad madura, un anacoreta, parecía esperar. Silenciosamente hizo señal a la virgen de entrar en la barca y cogió los remos. Mientras la canoa partía, rozando a los nenúfares, Devaki vio nadar en el estanque a la hembra de un cisne; con vuelo atrevido un cisne macho llegado por los aires empezó a describir grandes círculos a su alrededor y luego se metió en el agua al lado de su compañera, estremeciendo su plumaje de nieve. Al ver esto. Devaki se inmutó profundamente sin saber por qué. Entre tanto, la barca había tocado la orilla opuesta, y la virgen de ojos de loto se encontró ante el rey de los anacoretas: Vasichta. Sentado sobre una piel de gacela y vestido con otra de antílope negro, tenía el aire venerable de un dios más bien que de un hombre.
Desde la edad de sesenta años sólo se alimentaba de frutos silvestres. Su cabellera y su barba eran blancas como la: cimas del Himavat, su piel transparente, la mirada de sus ojos vagos vuelta hacia sí por la meditación. Al ver a Devaki se levantó y la saludó con estas palabras:

“Devaki, hermana del ilustre Kansa, sé bienvenida entre nosotros. Guiada por Mahadeva, el maestro supremo, has dejado el mundo de las miserias para venir al de las delicias. Porque ahora estás al lado de los santos rishis, dueños de sus sentidos, dichosos con su destino y deseosos del camino del cielo. Hace largo tiempo que te esperábamos como la noche a la aurora. Nosotros somos el ojo de los Devas, fijo sobre el mundo; nosotros que vivimos en lo más profundo de las selvas. Los hombres no nos ven, mas nosotros vemos a los hombres y seguimos sus acciones. La edad sombría del deseo, de la sangre y del crimen se cierne sobre la Tierra. Te hemos elegido para la obra de liberación, y los Devas te han escogido por mediación nuestra. En el seno de una mujer el rayo del esplendor divino debe recibir una forma humana”.

En este momento, los rishis salían de la ermita para la oración de la tarde. El viejo Vasichta les ordenó que se inclinaran hasta tierra ante Devaki. Así lo hicieron, y Vasichta dijo:

“Ésta será nuestra madre, porque de ella nacerá el espíritu que debe regenerarnos.” Después, volviéndose hacia ella, prosiguió:

“Vete, hija mía: los rishis te llevarán al estanque vecino donde viven las hermanas penitentes. Vivirás entre ellas y los misterios se cumplirán”.

Devaki fue a vivir a una ermita rodeada de lianas, entre mujeres piadosas que alimentan a las gacelas domesticadas, dedicando su vida a las abluciones y a la oración. Tomaba ella parte en sus sacrificios: una mujer de edad madura le daba las instrucciones secretas. Aquellas penitentes habían recibido la orden de vestirla como a una reina, con telas exquisitas y perfumadas, y dejarla vagar sola en pleno bosque. La selva, llena de perfumes, de voces y de misterios, atraía a la joven. A veces encontraba cortejos de viejos anacoretas que volvían del río.
Al verla, se arrodillaban ante ella, y después proseguían su camino. Un día, al lado de una fuente velada por lotos rosados, vio a un joven anacoreta que oraba. Él se levantó cuando se aproximaba, lanzó sobre ella una mirada triste y profunda, y se alejó en silencio. Las figuras graves de los viejos, la imagen de los cisnes y la mirada del joven anacoreta, eran el tema de los sueños de la virgen. Cerca del manantial había un árbol de edad inmemorial y grandes ramas, que los santos rishis llamaban “el árbol de vida”. Devaki gustaba de sentarse a su sombra. Con frecuencia dormitaba allí, visitada por visiones extrañas. Tras de las ramas, oía coros que cantaban: “¡Gloria a ti, Devaki!.
Vendrá, coronado de luz, ese fluido puro emanado de la grande alma, y las estrellas palidecerán ante su esplendor. Vendrá, y la vida desafiará a la muerte, y él rejuvenecerá la sangre de todos los seres. Vendrá, más dulce que la miel y el amrita, más puro que el cordero sin mancha y la boca de una virgen, y todos los corazones se sentirán transportados de amor. ¡Gloria, gloria, gloria a ti. Devaki!. (Atharva Veda). ¿Eran los anacoretas?. ¿Eran los Devas quienes cantaban así?. A veces, le parecía que una influencia lejana o una presencia misteriosa, como una mano invisible extendida sobre ella, la obligaba a dormir. Entonces caía en un sueño profundo, suave, inexplicable, del que salía confusa y turbada. Se volvía como para buscar a alguien, pero a nadie veía. Solamente encontraba, a veces, rosas sembradas sobre su lecho de hojas, o una corona de loto entre sus manos.
Un día, Devaki cayó en un éxtasis más profundo. Oyó ella una música celeste, como un océano de arpas y de voces divinas. De repente, el cielo se abrió en abismos de luz. Miles de seres espléndidos la miraban, y en el fulgor de un rayo deslumbrante, el sol de los soles, Mahadeva, se le apareció en forma humana. Iluminada por el Espíritu de los mundos, perdió el conocimiento, y en el olvido de la tierra, en una felicidad sin límites, concibió al niño divino[1].
Cuando siete lunas hubieron descrito sus círculos mágicos alrededor de la selva sagrada, el jefe de los anacoretas llamó a Devaki. “La voluntad de los Devas se ha cumplido —dijo—. Has concebido en la pureza del corazón y en el amor divino. Virgen y madre, te saludamos. Un hijo nacerá de ti, que será el salvador del mundo. Tu hermano Kansa te busca para matarte, con el tierno fruto que llevas en tu seno. Es necesario escapar a su persecución. Los hermanos van a guiarte a las viviendas de los pastores que habitan al pie del monte Meru, bajo los cedros olorosos, en el aire puro del Himavat. Allí darás a luz tu hijo divino, y le llamarás Krishna, el consagrado. Que él ignore su origen y el tuyo; no le hables de ello nunca. Ve sin temor, pues velaremos por ti”.
Y Devaki se fue a vivir con los pastores del monte Meru.

[1] (Una nota es indispensable acerca del sentido simbólico de la leyenda y sobre el origen real de aquellos que han llevado en la historia el nombre de hijos de Dios. Según la doctrina secreta de la India, que fue también la de los iniciados de Egipto y de Grecia, el alma humana es hija el cielo, puesto que, antes de nacer sobre la tierra, ha tenido una serie de existencias corporales y espirituales. El padre y la madre no engendran, pues, más que el cuerpo del niño, porque su alma viene de otra parte. Esta ley universal se impone a todos, y los más grandes profetas no escapan a ella. Lo que importa creer es que el profeta viene de un mundo divino, y eso, los verdaderos hijos de Dios lo prueban por su vida y por su muerte. Pero los iniciados antiguos no han creído deber comunicar tales cosas al vulgo. Algunos de los que han aparecido en el mundo como enviados divinos fueron hijos de iniciados).

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