terça-feira, 3 de dezembro de 2024

Manly Palmer Hall - El Recto Pensamiento II

 

SEGUNDA PARTE 
LA CURA DE LA ENFERMEDAD 

Si con el avance de los años usted se descubre víctima de aquellos achaques que agotan el vigor natural, y le parece que a la vida le falta su sentido de bienestar, tenga cuidado con la mente y busque en ella la posible raíz del desequilibrio. Si los paliativos aplicados por la materia médica no logran extirpar el mal, entonces hay doble motivo para pensar que la causa del mismo se refiere a un pensamiento o una acción erróneos y perniciosamente orientados. 
En primer lugar, a través de un análisis de su carácter, establezca, en lo posible su enfoque del mundo en general y las características de su medio ambiente inmediato. ¿Son edificantes sus reflexiones sobre los incidentes cotidianos? ¿Le parece que la vida es buena, digna de ser vivida, o acaso sus riesgos lo abruman de pesares y lamentos hasta el extremo de que, como dice David, el alma acaba por disolverse en un exceso de languidez? ¿Se considera usted víctima de los demás o, rechazados sus esfuerzos por hacer el bien, ha endurecido su corazón, explotando a sus semejantes y traficando con su credulidad? ¿Capta usted los subyacentes lazos de unión entre todos los órdenes de la existencia, o el odio y el miedo lo han aislado, bloqueando sus sentimientos de compasión, ternura y afectos bien elegidos? En casi todos los casos, el paciente descubrirá alguna falla constitucional, alguna irritación crónica, que, al invadirlo lentamente en los años de juventud, se ha fortificado a causa de los inevitables sufrimientos de la vida, hasta obsesionar, finalmente, el intelecto, formando una catarata sobre el ojo del alma. 
Si bien no todas las enfermedades pueden adjudicarse a estos reflejos mentales, también es invariablemente cierto que dichas predisposiciones mentales producen ciertos fenómenos físicos perniciosos. El cuerpo o la mente, inevitablemente se quiebran bajo la presión de dicha morbosidad. Sólo hay una cura: reestructurar el entendimiento sobre nuevas bases, desarraigando de la naturaleza todos los prejuicios anteriores y estableciendo una normal circulación del pensamiento. Así como el agua estancada se pudre rápidamente y se convierte en medio fértil para la enfermedad, de la misma manera, cuando se impide la circulación natural de los pensamientos por efecto del anquilosamiento del raciocinio, dichos pensamientos engendran bacterias intelectuales que no sólo infectan al individuo, sino que además contagian a todo el que ingresa a su esfera de influencia. 
Cuando alguien enferma de un mal contagioso, lo ponemos en cuarentena, y tomamos toda serie de precauciones para evitar nuestro contagio. Se hace gran despliegue de desinfección, cambios de ropas, y en algunos casos hasta se emplean máscaras, en salvaguarda contra los gérmenes virulentos. Y, sin embargo, cuánto más perniciosas son aquellas enfermedades mentales contra las cuales resultan inoperantes los habituales métodos de desinfección. 
Insistimos: qué raro resulta el hecho de que no se aísle a los individuos afectados por ciertas morbosidades del entendimiento, permitiéndoles contagiar a otros con su enfermedad, con absoluta autorización estatal. Se encarcela a los insanos violentos, si manifiestan tendencias homicidas, cleptomanía o paranoia. Pero hay enfermedades mentales mucho más peligrosas que la llamada insania. Surgen en intelectos mórbidamente brillantes, cruelmente sanos, tan dañinamente incólumes, que ni la razón ni el derecho pueden contrarrestar su influencia. Analicemos brevemente la llamada escuela realista de la filosofía. Sus partidarios no son técnicamente insanos, pero cuando se la toma al pie de la letra, su posición es, indudablemente, una enfermedad intelectual. La ponzoña del realismo se manifiesta como un irresistible impulso de inyectar en los demás una actitud pesimista hacia todo aspecto de la existencia. Dicha morbosidad se reproduce, hasta que esas personas llegan a convencerse de que lo peor es legítimo; que el mal, como instinto natural del hombre, debiera ser endiosado y aceptado como el origen de todo impulso. Ya es suficientemente perjudicial el que las personas sustenten ideas tan equivocadas, pero todavía son peores las fatales consecuencias. Nadie está conforme hasta no comunicar sus convicciones a todos los que están bajo su círculo de influencia. Peor aún, nos sentimos positivamente desgraciados hasta el momento en que nuestros semejantes comienzan a parecérsenos. Una vez que hubimos contagiado una cantidad suficiente de seres humanos, nos consideramos profetas. 
Hubiera llenado de júbilo el alma de un moderno legislador la siguiente costumbre de los antiguos egipcios. Abrieron un campo ilimitado, puesto que reglamentaban los sentimientos humanos aunque éstos no hubieran provocado crímenes reales. Por ejemplo, la autocompasión era un pecado capital que podía perjudicar el alma; la pena excesiva era ilegal, porque quien sufría inmoderadamente podía esparcir miasmas perjudiciales para el espíritu del pueblo. Por lo tanto, los egipcios pudientes eran despedidos en sus tumbas por los alaridos de lloronas alquiladas, que se golpeaban el pecho, se tiraban de los pelos, llevaban ropas alquiladas y derramaban ríos de lágrimas fingidas: como retribución por el pago. 
Es posible que hoy haya muchos individuos con mentalidad igual a la de aquellos antiguos aristócratas, para quienes los excesos emocionales les eran tan ajenos que necesitaban alquilar quienes pudieran expresar esas emociones en el lugar de ellos. 
Los norteamericanos son gente morbosamente sentimental. Ajeno a la auténtica profundidad de los sentimientos, el norteamericano término medio sustituye la intensidad afectiva verdadera con falsas emociones derivadas de trivialidades, y magnificadas, más allá de cualquier medida, por la imaginación y la autocompasión. Por ejemplo, un asesinato, convenientemente detallado en el periódico, puede mantener el interés de un ciudadano mientras coma su desayuno de tocino con huevos. Un rapto bien comentado aliviará la monotonía de un lavado de platos; y un buen suicidio proporciona material de conversación sobre las tazas de té durante una reunión de bridge. ¿Diremos que el norteamericano está demasiado hastiado, o simplemente aburrido por su constante reflexión sobre la estupenda importancia de si mismo? ¿No es acaso lógico reconocer que nosotros mismos podemos volvernos anormales por la contemplación de tales expresiones de crimen como estímulos emocionales? 
No puede darse la profundidad de sentimiento independientemente de la hondura del conocimiento. Sólo los auténticamente sabios son capaces de sondear los abismos del sentimiento, o de alcanzar la cima de la expresión. A medida que va madurando el conocimiento, descubrimos que, mientras se conserva la sensibilidad necesaria para la profundidad afectiva, las reacciones concomitantes pierden violencia y ganan en moderación, siendo transmutadas por el sabio en elementos de belleza. Recordemos cuando Diógenes, al ser insultado en cierta ocasión, discutió consigo mismo respecto de la conveniencia de enojarse. Habiendo decidido que era el momento indicado para hacerlo, se quedó perplejo al descubrir que había olvidado cómo enojarse. 
La autocompasión, tan común en esta época, al parecer surge de condiciones ambientales defectuosas. Estamos obsesionados con la convicción de que la felicidad se da como resultado de la posición acomodada, y que mucho dinero confiere el máximo de comodidades. Solamente el hombre pudiente puede conocer plenamente la falsedad de esta premisa, circunstancia que movió al satírico Bernard Shaw, a escribir su conmovedora defensa del capitalismo, con la cual buscaba atraer la simpatía hacia el incomprendido y maltratado hombre de dinero. Tener no es siempre sinónimo de poseer. La autocompasión se basa en juicios relativos, y un hombre que tiene menos que su vecino puede llegar a morir prematuramente lamentándose de la crueldad de su destino. Tengo menos que mi vecino; por tanto, soy por fuerza miserable. 
En esta época en que las industries de productos esenciales han sido explotadas al máximo, gran parte de la población está, en consecuencia, comprometida en la producción de productos superfluos que la propaganda internacional impone como indispensables. Como resultado de ver continuamente avisos y carteles sobre nuevas "maravillas", un individuo que aparentemente estaba bien a lo largo de muchos años, de pronto cae víctima del trabajo psicológico de la propaganda y se da cuenta de que durante todo ese largo período de su vida ha sido un pobre hombre, porque cuando niño, no tuvo un cochecito de cojinete de bolas. A quienes son incapaces de reconocer la felicidad como una actitud mental y no un asunto de acumulación, les recomendamos que mediten acerca del relato tan bien contado por Lawrence Tibbett del hombre feliz al que le ofrecen diez mil dólares por su camisa, pero que desgraciadamente no poseía ninguna. 
Algunas personas nacen con un indestructible sentido del humor; no hay peso de las circunstancias capaz de deprimirlos al punto de hacerles perder de vista la innata bondad de las cosas. Dichas personas no sólo conquistan popularidad en su juventud sino que además, a lo largo de toda su vida son queridos y respetados por todos. Si pudiera ser llevado por Mercurio a un lugar muy alto, ¿Podría usted mirar hacia abajo y "contemplar, como los antiguos sabios, las ciudades como si fueran innumerables colmenas de abejas, cada abeja con su aguijón y ocupadas sólo en clavárselo mutuamente, con algunos moscardones ejerciendo el dominio sobre las demás, más grandes que el resto, algunos como avispas ladronas, otros actuando como zánganos? ¿O debe usted ser muy personal y por tanto muy pobre? 
Todas estas digresiones aparentes, guardan sin embargo relación con nuestro tema. La insatisfacción es una enfermedad; la pesadumbre es un cáncer mental; el odio, una fiebre de la razón, y cada exageración del pensamiento es una causa potencial de enfermedades físicas. La tuberculosis es afín a la melancolía, pues en ambos casos el individuo se consume. La ira provoca infecciones; el miedo inhibe las actividades funcionales, el rumiar amores no correspondidos y el alimentar sentimientos de animadversión afectan el corazón de diversas maneras; si una pena o una preocupación pueden encanecer la cabeza en una sola noche, ¿cómo no va a producir la infelicidad, parálisis, apoplejía, cáncer, desórdenes y dolores ocultos? La egolatría afecta el bazo; el malhumor ataca el hígado; el orgullo carga con ácidos la sangre; la desesperación afecta los riñones; la hosquedad arruina la digestión; los agravios profundamente ocultos trazan arrugas en el rostro, y la codicia menoscaba la vista. 
Actualmente, las glándulas son consideradas, en cierta medida, como determinantes de la manera de ser, de modo que el hombre pensará de acuerdo con sus glándulas endocrinas y tendrá tanta ecuanimidad cuanta secreción adrenalínica. ¿Qué son, sin embargo, estas glándulas si no focos de las cualidades suprafísicas? Tan cierto como que los optimistas engordan y los pesimistas enflaquecen, y así sus modalidades temperamentales se notan a la distancia, así también la voz, los ademanes, la mirada, el arrastrar los pies, la inclinación de la cabeza: todos estos detalles revelan las cualidades ocultas que impulsan la vida. 
Se dice que el alma de un hombre se refleja en el apretón de manos, pues éste difiere tanto como los rostros. Contémplese usted el rostro, preste atención a su propia voz, examine el conjunto de su aspecto físico, y descubrirá muchas cosas. Todas las cosas están determinadas por simpatías y antipatías. Los hombres grandes son generalmente tolerantes, así como los bajos son intolerantes, pues lo que les falta en tamaño lo compensan con agresividad. A través de un análisis de su físico, usted puede, de acuerdo con la fórmula pragmática, determinar su naturaleza íntima por las circunstancias que de ella derivan. Una vez que se conoce esta verdad, sólo hay un paso para acertar el remedio. Pero, como decía Hamlet, "Ah, he ahí lo difícil". 
Las mismas tendencias que han producido la enfermedad y desviado la naturaleza total de la normalidad, al mismo tiempo, han torcido hasta tal punto la índole racional, que ni percibirá el error mismo ni seguirá los consejos de otros. Un infalible síntoma de irracionalidad consiste en rechazar instintivamente lo que difiere de nosotros. Sólo el verdadero filósofo puede juzgar con justicia aquello que condena para si. 
Demasiado a menudo nuestras opiniones se convierten en el criterio para juzgar lo bueno y lo malo; nos adherimos a lo que sustentan nuestras ideas y rechazamos todo lo demás, como no valido, ni digno de tenerse en cuenta. Por consiguiente, el melancólico está ciego respecto de su enfermedad, y declara que le gustaría mucho ser alegre si pudiera descubrir razones para mejorar su humor. No se da cuenta de que su propia melancolía lo ha cegado al espectáculo del eterno bien que sólo pueden negar quienes prefieren no verlo, a favor de pasiones inferiores. El que adolece de autocompasión dirá: "¿Por qué me dicen que me aparte de mis sufrimientos? ¿Por qué me señalan el ejemplo de los felices'? Saben muy bien que si éstos hubieran sufrido como yo, estarían en el mismo estado". Sin embargo, esta misma persona no quisiera cambiar su lugar por el que ocupa el que está feliz; pues no es la desgracia la fuente de la autocompasión, sino la manera cómo se enfrenta la desgracia. Todos sufrimos más o menos lo mismo, unos de una manera, otros de otra. Algunos, elevándose victoriosamente por encima del sufrimiento, alcanzan la tranquilidad de espíritu, mientras que otros corroen su manera de ser en medio de un infierno desgraciado, donde permanecen blasfemando contra su suerte y envidiando la sonrisa de otros rostros. Desde el punto de vista psicológico, es mucho más fácil sonreír que enfurruñarse, pues para esto último se emplean muchos más músculos. Sin embargo, el descontento es nuestro impulso obsesivo, y nuestros músculos de la sonrisa simplemente se atrofian por falta de uso. 
Todos somos víctimas de las circunstancias, pero algunos de nosotros permitimos que las circunstancias nos sacrifiquen. Es la vieja historia de las dos manzanas que crecían juntas: una de ellas maduró hasta alcanzar un aspecto rosado tierno y apetitoso; la otra se marchitó y agrió, hasta que finalmente se desprendió del Arbol y se pudrió. La experiencia es un impulso otoñal por el cual se cosechan los frutos de la vida. Algunos maduran en el proceso mientras que otros se echan a perder. Hay, sin embargo, una sola excepción en esta analogía entre hombres y manzanas; las manzanas se agusanan por necesidad, los hombres, por opción. 
Existen, pues, los castigados por la adversidad que, aparentemente, han nacido bajo el signo de un total eclipse de la esperanza, y que han tolerado la existencia sólo porque les ha faltado el coraje para ponerle fin. Están los que se llaman a si mismos hijastros del destino, considerándose las predestinadas víctimas de toda posible forma de injusticia. Si por casualidad (y la casualidad es más imparcial de lo que generalmente pensamos), llega a ellos la buena suerte, también la consideran como otro motivo de aflicción, como precursora de otra nueva calamidad. Dichas personas jamás pueden gozar de buena salud, puesto que en su constante anticipación de desastres, crean un vórtice de miseria y eventualmente, aquello que temen se precipita sobre ellos. 
Todos nosotros vivimos en un remolino de problemas imaginarios, y construimos o destruimos nuestras vidas según nuestras reacciones frente a aquellas fantasías que nos acusan. No podemos hacer nada mejor que recordar estas famosas palabras del Bhagavad-Gita: "Sólo quien es equilibrado en el dolor y en el placer, esta preparado para la inmortalidad". Recordemos esto: La resignación patética a infinitos achaques es el fracaso más incurable. ¿Hay algo más desdichado que ser mártir de errores? 
Reforzado por abundantes suspiros, adecuados sermones sobre la abnegación, y la elevación del yo como suplente de Job; todo este morboso enfoque contaminará la sangre, perturbará las funciones físicas, y eventualmente, conducirá a la víctima hasta la puerta de un hospital. 
Pero quién se reconocerá como tal persona; probablemente sólo algún individuo, de vez en cuando, supersincero, a quien no cuadran del todo las acusaciones correspondientes. Resulta peligroso escribir libros o predicar sermones para los escrupulosos: siempre se adjudican lo que no les corresponde. Se parecen a aquel enfermo que, no sabiendo la cantidad de medicina que debía ingerir, la tomó toda de golpe y murió con la cura. Conviene seguir la siguiente regla: Si usted piensa que algo le cuadra es probable que no sea así; si está seguro de que no le es aplicable, probablemente si le cuadre. 
De modo que, habiendo establecido, en primer lugar, y con toda la honestidad posible, el rumbo y virulencia de las tendencias naturales, cada uno debe asumir por si mismo la tarea de poner su propia casa en orden: de extraer acuerdo del desacuerdo; de restaurar lo antinatural al plano de lo natural. ¿Cuál es, entonces, el estado natural del individuo? Después de nombrar tantas anormalidades, ¿cómo definiremos la normalidad? Aristóteles afirmaba que la naturalidad era el medio propicio a todas las cualidades: no demasiada cantidad de una, sino lo suficiente de cada cualidad. Todos los vicios antes mencionados surgen de algún extremo, y cuando se desvanecen las exageraciones, la mayoría de las perturbaciones desaparecen con ellas. Las normas sociales, políticas y religiosas que rigen nuestras vidas son, en su mayor parte, desesperadamente perniciosas, y quienes se ajustan a ellas pueden estar seguros de acumular indescriptibles males. El mayor acercamiento al estado normal es el del niño, con esta sola modificación: que, al determinar el ideal, la filosofía debería sustituir la espontaneidad y optimismo de la infancia con la sola virtud de la integridad. Un hombre puede ser sabio y al mismo tiempo, humilde, sincero, espontáneo, comprensivo, generoso, cariñoso, amable, sano, natural, franco y sencillo. No necesita hacer ostentación de su proeza ni tratar de impresionar con el ruidoso trueno de su erudición. Su mente no necesita retumbar como un carro tirado por bueyes. Puede ser directo en sus relaciones, libre de todos los subterfugios y equivocaciones de los sofisticados. Puede encontrar placer en las cosas inocentes e insignificante, y, como el niño, levantar sus castillos de humo e insuflarles el hálito de la realidad. 
Cometemos el triste error de crecer; creemos que la madurez debe estar abrumada por un sentido de dignidad y un exceso de charla intrascendente. Nos convertimos en esclavos de la moda y del capricho, terminando por aceptar nuestros malestares como si fueran inevitables. Perdemos la virtud más inapreciable - la suprema naturalidad - porque hemos sido educados según gustos y aversiones, entrenados en antagonismos, instruidos de acuerdo con ideas perniciosas, y lanzados a la vida bajo un código de disconformidades. Vivimos acordes con lo que nos han enseñado, creyendo en la fatalidad del sufrimiento y la muerte, convencidos, demasiado frecuentemente, de que nuestro sufrimiento durará indefinidamente. No nos contentamos con poblar solamente la tierra con los males, sino que extendemos su dominio al reino espacial. En caso de que el enemigo escape casualmente a su venganza, con una oportuna muerte, el individuo maligno se consolará con la piadosa reflexión de que el universo sustenta legiones de demonios de cola bifurcada que descargarán sobre su antiguo enemigo, todo el furor de su antipatía. 
Para no ser considerados excesivamente exagerados al declarar que las afecciones del cuerpo tienen su origen en la naturaleza suprafísica, no podemos hacer nada mejor que apoyar nuestras ideas en Platón, el inmortal iniciado, quien en su Carmides dice. "todos los males del cuerpo proceden del alma". Demócrito y Plutarco declaran asimismo, que podría fácilmente culparse al alma de molestar y, en muchos sentidos, agraviar al cuerpo, que es su instrumento. Burton escribía, para volver a mencionar a este autor, "la mente actúa realmente sobre el cuerpo, produciendo, con sus pasiones y perturbaciones, alteraciones sorprendentes, como melancolía, desesperación, una despiadada enfermedad y, a veces, la muerte misma... Todos los filósofos atribuyen los males del cuerpo al alma, que debería orientarlo mejor por medio de la razón y no perjudicarlo". Filostrato escribe: "El cuerpo es sólo corrompido por el alma". Las predisposiciones del alma y el estudio de sus fenómenos constituyen el campo propio de la psicología. Como una de las principales disciplinas derivadas de la filosofía, la psicología es definida como la rama del saber que se ocupa particularmente de los hechos y cualidades adjudicables a un origen mental. En la actualidad, sin embargo, el alma ha perdido su identidad, confundiéndosela, irremediablemente, con las sustancias intelectuales. 
Habiendo prácticamente agotado las posibilidades del mundo de las formas, la ciencia se inclina ahora al ámbito de la mente, en su afán por extender los límites del conocimiento. Puesto que lo superior controla lo inferior, la mente (o alma) es superior al cuerpo, y los impulsos del intelecto supeditan a la naturaleza física, la cual no advierte cuán perniciosas pueden ser aquellas incitaciones. Curar una enfermedad sin corregir sus causas suprafísicas inevitablemente termina en el desastre; puesto que, aunque la enfermedad desaparezca de un lugar, es seguro que reaparecerá en algún otro sitio, y continuará apareciendo hasta que se extirpe la fuente interna de sus causas, o se oriente dicha fuente hacia otros propósitos. 
Así como el dolor es síntoma de enfermedad, así también la enfermedad es síntoma de irracionalidad. La enfermedad es la rebelión de la Naturaleza contra un mal intolerable. Es una entidad parasitaria mantenida a expensas de aquella otra a la cual se adhiere. Durante siglos fue objeto de discusión en los círculos filosóficos, la constitución y origen de los gérmenes, y un número considerable de ilustres metafísicos ha afirmado que las bacterias representan la concreta precipitación en la materia de los malos impulsos que continuamente engendra la mente humana. Siendo vástagos del pensamiento irracional, prosperan en un ambiente análogo, como los mosquitos en un tanque de agua de lluvia. Quitad el medio insano en el cual se reproducen, y desaparecerán por falta de sustento. Aunque el individuo afirme que su enfermedad tiene un origen puramente físico, debido a una u otra circunstancia, lo mismo resulta pertinente la verdad filosófica involucrada. Supongamos que alguien cae por las escaleras. Difícilmente podremos relacionar esta circunstancia con celos o alguna otra actitud mental abstracta. En realidad, desde el punto de vista de un materialismo, las pruebas predominantes van contra nosotros, ya que su sentido de la justicia no penetra el ámbito de la Providencia. Con todo, debe considerarse que tiene valor el enfoque filosófico, pues la actitud mental afectará profundamente la rapidez o lentitud de la recuperación del enfermo. 
Es bien conocido el hecho de que la gente muere de enfermedades comparativamente insignificantes, simplemente porque no tienen deseos de vivir, mientras que otros, por un esfuerzo hercúleo de la voluntad, sobreviven a las más mortales plagas. El optimismo es un poderoso factor en la soldadura de huesos, la cicatrización de heridas, y la purificación de la corriente sanguínea; la alegría acelera todos los procesos curativos, reduce el sufrimiento, y resucita a los hombres desde sus tumbas. El pesimismo puede hacer que una simple magulladura produzca una infección que derive en una enfermedad larga y dolorosa. La universidad de Harvard está actualmente realizando exitosos experimentos en este sentido, en su llamada Escuela de Medicina social. 
Los estoicos predicaban la insensatez de los excesos emocionales. Es patente que, una vez que se establece un ritmo perjudicial, se convierte en un círculo vicioso en el cual toda consecuencia se transforma en una nueva causa y cada causa, en un nuevo resultado o consecuencia. La mente desequilibrada o irracional, forzosamente afecta al cuerpo; el cuerpo afectado expresa sus resistencias en forma de dolores y achaques. Estos a su vez, torturan la mente, ya que aquella necesaria tranquilidad para poder confraternizar con las Musas, resulta imposible mientras la naturaleza física es torturada por el dolor. "Obstruido por los excesos pasados, el cuerpo arrastra también a la mente". (Horacio). Mente y cuerpo, arrastrándose mutuamente en su descenso, finalmente se entremezclan en la ruina común. Este círculo vicioso actúa, en diferentes grados, en todos los individuos, ya que nadie es perfecto. 
Los profetas antiguos decían que no había mortal que no cobijara alguna exageración u exceso, ya que la moderación era natural solamente en los dioses. Los hombres se aproximan a las divinidades, por lo tanto, al aumentar su temperancia, pues estamos más cerca de aquello a lo que más nos parecemos. Lo igual siempre atrae a lo igual. Por consiguiente, quienes poseen tendencias animales se inclinan hacia las bestias, mientras que quienes ostentan cualidades divinas, son elevados, en virtud de dichas cualidades, hasta muy cerca de los dioses. Recordemos que Diógenes decía que los dioses lo eran porque no necesitaban nada, mientras que los hombres son hombres porque siempre les hace falta algo. Los dioses se auto-abastecen; los hombres tienen que sustentarse mutuamente y ser sostenidos por los dioses. 
Dando un ejemplo practico de su teoría, Diógenes sostenía que cuantas menos fueran las necesidades de los hombres, y cuanto menos dependieran entre si, más se parecerían a los inmortales. Por esta razón rechazó una casa y vivió en un tonel con las ratas como compañeras de lecho y los perros como invitados a su mesa. Cierto día, mientras bebía, se puso a reflexionar sobre su recipiente de agua. Súbitamente cayó en la cuenta de que los dioses no necesitaban de dichos recipientes, y de que ese cubilete era un obstáculo entre é1 y el estado celestial. Inmediatamente rompió en pedazos el vaso, declarando que las manos de cualquier hombre le servirían como cuenco para beber, y que cualquier cosa demás era un lujo sórdido que inclinaba la mente hacia la vanidad y lo mundano. 
Durante años la ciencia ha afirmado que la duración término medio de la vida debería ser de quinientos años. En realidad, resulta económicamente erróneo el hecho de que le costara tanto al hombre equiparse para la vida, si el período de actividad profesional va a ser tan corto. En el Preciso momento en que alcanza el punto en que comienza a comprender parte del misterio de la vida, se lo aleja de ese punto para enfrentarlo al insondable misterio de la muerte. 
Comparativamente, son pocos los hombres que alcanzan el hito de los setenta años, ya que responden al mandato de la muerte antes de que hayan comenzado los dorados años de la razón. ¿Por qué es la vida tan difícil y la muerte tan fácil? ¿por qué debemos luchar con tantas oposiciones para existir, y ser abatidos si descuidamos por un momento la vigilancia? Parecería como si tanto la respuesta como el remedio debieran pertenecer al futuro. Vivimos en un medio ambiente de excesos, se nos tienta continuamente a salirnos de nuestro estado de moderación y somos incitados a la avaricia, la pasión, o la desesperación ante las circunstancias cotidianas. 
En el entusiasmo de la juventud, nos proponemos forjarnos un noble destino, corregir una legión de errores, y protegernos de los evidentes absurdos de nuestro sistema cultural. Sin embargo, es casi imposible que alguien pueda contrarrestar el poder de las ideas concentradas de una civilización. Ni una sola persona entre mil puede resistir la insidiosa corrosión del ejemplo y la oportunidad. Cada uno de nosotros, a su turno, cae en el mismo camino trillado, y acepta con paciente resignación, lo que parece inevitable. Hemos creado la costumbre de morir jóvenes, y este concepto esta demasiado profundamente arraigado a la esencia del pensamiento inconsciente. Continuamos en el antiguo sendero familiar, y no haciendo caso de la moderación, por cuyo sólo efecto tendríamos asegurada la supervivencia, nos enredamos en los excesos que tienen un único fin inevitable. Deseamos morir y por lo tanto, morimos. 
El precepto bíblico que fija el límite de la vida humana en setenta años ha destruido incuestionablemente a millones de seres humanos que, o bien cumplen su derrotero o comprometen la exactitud de las Sagradas Escrituras. No queremos decir que la gente se mate deliberadamente, pero si, que han sido minados por la infección del fatalismo. Han puesto límites a sus vidas, y estas limitaciones los han arruinado. Esta es una de las acusaciones lanzadas contra la práctica de la profecía, pues sin duda el individuo término medio se convierte en agente activo en la consumación del suceso predicho. 
Se cuenta que un famoso astrólogo medieval había predicho el momento de su muerte. Cuando llegó la hora fatal y el hombre se encontró gozando de buena salud, se suicidó para evitar que fuera cuestionada la exactitud de su ciencia. Si el dietista puede probar la verdad de su afirmación de que los hombres cavan sus tumbas con sus dientes, el psicólogo podría también añadir que los seres humanos llenan sus tumbas con sus pensamientos. El hilo de la vida es frágil, y la mente puede romperlo, a menudo con un esfuerzo comparativamente pequeño. Poner limitaciones a la propia vida, o impedir, de un modo cualquiera, el libre curso del destino, es un grave error. 
Particularmente en Norteamérica, hemos frustrado los fines de una larga vida, intensificando hasta tal punto las costumbres y ritmos vitales, que el alma, no pudiendo soportarlos por mucho tiempo, se ve forzada a retirarse a un ámbito más armonioso y menos incómodo. Los griegos se figuraban que el alma descendía a la materia para investigar la experiencia de la vida física. Sin embargo, el medio ambiente en el cual nace el individuo común es tan frustrante desde la perspectiva de la experiencia anímica, que la naturaleza íntima del hombre encuentra pocos motivos de satisfacción en su morada física. 
Lo diremos con las palabras de un antiguo maestro que había tenido la desgracia de vivir durante un período de guerras civiles, y que decía a ano de sus discípulos: "He soportado este espantoso estado de interrupción durante casi suficiente tiempo". Para quien ha racionalizado su naturaleza total y se ha comprometido con un trabajo físico provechoso, la muerte se le presenta como una evidente interrupción, tal como también la consideraba Arquímedes. Sin embargo, para la mayoría de los hombres es la única escapatoria para los excesos que hemos engendrado en nombre de la civilización. 
Así como el cuerpo es, hasta cierto punto, la objetivación de la mente, también el estado político es la cristalización de una forma de pensamiento: una solidificación de los impulsos, actitudes y (con demasiada frecuencia), irritaciones nacionales. Tal cómo sucede con el cuerpo, que sufre a causa de las enfermedades mentales, de igual modo el país se consume por efecto de las enfermedades de los excesos, la guerra, la tiranía, y la legislación injusta. Lo mismo que el individuo, el estado igualmente puede enfermar; en realidad, el mundo entero puede sufrir las consecuencias de un desajuste en su imagen intelectual. La civilización misma esta enferma de muerte. Todas sus estructuras están afectadas por la intemperancia y el intelectualismo. El hombre que en ella nace es como aquél obligado a vivir en una casa apestada; es casi seguro que se contagiará si permanece en dicha casa el tiempo suficiente. El reformador, el educador, incluso el gran filósofo, son otros tantos padre Damián, que muy posiblemente, terminarán por morir a causa de la misma enfermedad que se proponían curar. Sin embargo, antes de sucumbir, cada uno de ellos habrá logrado algo a favor del bien común, y por consiguiente, a su tiempo, ya sea a través de la creciente integridad del hombre, o por grandes convulsiones naturales; los males por los cuales sufrimos serán vencidos, y entraremos en la Era Dorada que soñaron los sabios. Mientras tanto, si queremos sobrevivir, en vista de la constante tendencia hacia los excesos debemos darnos cuenta de que nos es necesario conservar una moderación racional, sin inclinarnos a favor del odio, por un lado, ni hacia las ataduras frustrantes, por el otro. Viviendo moderadamente, pensando moderadamente, sintiendo moderadamente, reducimos al mínimo la fricción de nuestra naturaleza íntima que sustenta el cuerpo, y que finalmente lo reduce a un estado senil. 
Podemos sintetizar así la filosofía de la enfermedad: ni siquiera exceptuando los llamados "accidentes" de la Naturaleza, los efectos de los desórdenes físicos son iguales a sus antecedentes causales. Estas causas pueden estribar en la ignorancia y la inmoderación, pues un individuo que conozca todos sus componentes puede gozar del don de la salud perfecta. La sabiduría es el estado más perfecto, y quienes desean adquirirla deberán sacrificar todo lo demás; sobre todo deben sacrificar la indulgencia. El logro de la sabiduría resulta imposible en un cuerpo educado para los desórdenes que son nuestro destino común. La sabiduría es la normalidad de la razón. El equilibrio de la mente y su liberación de las irritaciones y pugnas de los desórdenes físicos, le permiten contemplar, con ininterrumpida tranquilidad, la luminosa esencia del universo real que, para la mayoría de nosotros, no es otra cosa que un sueño. 
La filosofía afirma que el individuo puede estar sano si aspira a la salud con fuerza suficiente. Si tiene la voluntad de sacrificar las inmoderaciones, puede gozar la felicidad del espíritu. Si en el acto de comer, se pone a servicio de sus órganos físicos, y no al de sus apetitos, puede disfrutar de una buena digestión. Y, si en su parte sentimental y racional, protege los altos intereses de los planos mental y emocional, éstos, a su vez, se convertirán en sus servidores incondicionales. No tenemos mejor lema que éste: "Si usted se pone al servicio de las partes de su ser, la totalidad de su ser se pondrá a su Servicio. Si se sacrifica la insignificante gratificación que se obtiene de la envidia y el odio, o el consuelo que deriva de la autocompasión, es posible llegar a gozar de una constante paz mental, de la placidez de las emociones, y del saludable funcionamiento del cuerpo. Quien vive en un hospicio durante un largo período, se volverá él mismo loco, y el alma que debe habitar en un cuerpo torturado por achaques y dolores, y convulsionado por los desmanes, necesariamente perderá su aspecto de ponderación y parecerá tan demente como la estructura en la cual vive. 
Puede el farmacéutico preparar una infinita variedad de combinaciones que logren contrarrestar o temporariamente neutralizar los impulsos que provocan la enfermedad. Usted puede comprar un brebaje que neutralice, por un rato, los efectos de la ira. Estos paliativos son iguales a las pastillas dispépsicas que satisfacen al glotón, permitiéndole ser indulgente con su gula sin sufrir inmediatamente las consecuencias de su indulgencia. Todos estos llamados remedios no logran acercarse al foco del desorden. No hay píldora alguna para el alma, ni pócima que desinflame la mente, ni puede repartirse a tanto por grano, el estado de raciocinio. Es el individuo quien, en última instancia, debe comprender que a la salud, como a la felicidad, hay que ganarlas o merecerlas; pues la felicidad es la armonía del alma, así como la salud es la armonía del cuerpo físico. 
Sólo podemos estar verdaderamente satisfechos, cuando vivimos en perfecto equilibrio con las leyes que nos han creado y que nos sostienen. Cualquier desvío de tales leyes provocan nuestra destrucción. El absoluto acuerdo con los fines de la Naturaleza es el secreto de la felicidad y la longevidad. La enfermedad es una desviación de la Naturaleza; la salud es el retorno a ella. Comprender esto, es llegar a poseer el secreto de la vida, aplicar esta comprensión es vivir. La Naturaleza es justa, y el injusto debe perecer por su intemperancia; la Naturaleza es impersonal, y todo lo que es personal debe morir. La Naturaleza no envidia nada, no tiene celos de nada, y es ajena a la ambición. Quienes están movidos por impulsos menos universales que los de la vida misma, serán destruidos por la inadecuación de sus propios ideales. Quienes son limitados perecen por falta de aire; quienes son superficiales mueren por falta de profundidad. Sólo sobreviven quienes son moderados en todas las cosas, coherentes en todo, naturales en todo, y continuarán viviendo porque participan de las cualidades de la continuación. Compartiendo las cualidades de los dioses, (que no tienen ni principio ni fin), el hombre despliega una por una, todas las potencialidades divinas, hasta que su destino divino alcanza por fin su absoluta plenitud. La enfermedad, la decadencia y la muerte, son absorbidas por el esplendor del alma iluminada; y el hombre, apartándose de las limitaciones de la carne, se inclina hacia la inmortalidad, para unirse finalmente al immutable e infinito Bien. 

Manly Palmer Hall - El Recto Pensamiento I

 

PRIMERA PARTE 
CAUSAS DE LA ENFERMEDAD 

Así como el teólogo afirma que la virtud es la condición normal del alma, el médico sostiene que la salud es el estado normal del cuerpo. Llevando la comparación un paso más allá, diremos que, así como la virtud es sumamente difícil de adquirir, la salud es desconocida por la mayoría de los seres humanos, puesto que muchos de ellos están sometidos por los lazos comunes de aquellas miserias de la carne que Labeo, el jurista romano llamaba "hábitos nocivos del cuerpo". Aunque muchas enfermedades tienen sin duda su origen, ya sea en los excesos debidos a la ignorancia o la indiferencia, ya sea en las condiciones ambientales que escapan al control individual, en general la enfermedad surge y se arraiga en las intemperancias e irritabilidades de la mente. "Las perturbaciones - escribe Filón el judío - ultrajan a menudo el cuerpo". En muchos casos el filósofo resulta el único médico apropiado, ya que píldoras y purgantes son inoperantes frente a los desasosiegos mentales que tan frecuentemente engendran desequilibrios físicos. No es propósito de este ensayo desacreditar la teoría y práctica de la medicina, sino más bien subrayar el antiguo adagio egipcio que sostiene que el conocimiento es el principal medicamento, pues el hombre automáticamente racional domina la mayoría de las afecciones que hereda la carne. Piccolomini afirma que los hombres sabios deberían afianzarse inconmoviblemente en la moderación del sentimiento y de la acción. Se han producido notables curas por aplicación sobre la zona física enferma, de las llamadas reliquias sagradas y otros objetos religiosos que actúan por contacto. Quienes desconocen las sutilezas de los fenómenos mentales pueden adjudicar una virtud curativa inherente a la reliquia misma. El psicólogo, en cambio, comprende que su principal valor reside en la confianza que inspira dicho objeto religioso. Un fragmento mítico de la cruz real, por ejemplo, produce en el devoto una tan honda exaltación que ésta, positivamente, quiebra los vórtices psicológicos de la enfermedad. Al quebrarse los ritmos patológicos del pensamiento, el paciente se libera de la dolencia de origen mental que, reforzada por el diario convencimiento, ataca (como ya se ha descubierto) los tejidos físicos, y que, si no se contrarresta corrigiendo el enfoque mental, puede resultar indudablemente fatal. Pidamos que quienes afirman que huesos y copones tienen poderes mágicos, expliquen el siguiente hecho ocurrido hace algunos años. Se abrió una reliquia que había producido milagros, y, para general consternación, se descubrió que en la confusión propia del envío de la reliquia al país en cuestión ¡había sido olvidado el contenido de la misma! "Las inclinaciones morbosas engendran hábitos si aquellas persisten, dice Plutarco; y Burton añade "Los hábitos son o se convierten en enfermedad". Muchas personas no quieren reconocer que su temperamento oprime la carne. Pero puede fácilmente demostrarse que los excesos pasionales consumen el cuerpo, y que cuando la naturaleza física es explotada por la autocracia de la mente, aquélla puede quedar reducida a un estado de total agotamiento. Con frecuencia hacemos caso omiso de las leyes que gobiernan la sustancia material cuando impiden el logro de un propósito determinado. Aparentemente contamos conque el cuerpo soportará los abusos continuos, y no queremos reconocer que el inmoderado resulta inevitablemente destruido por su intemperancia. Dice una máxima china que es posible evitar la mayoría de las enfermedades. Gran parte de una dolencia que no ha sido atajada con anticipación, puede curarse por medio de la moderación de las actividades mentales. De manera que nuestra primer premisa es básica: La enfermedad es una manifestación física de una disposición morbosa. ¿Qué es, pues, una disposición morbosa? Es una enfermedad del alma. Los modernos criminólogos reconocen que el crimen es una enfermedad. Estamos además, convencidos de que la religión rápidamente tiende a convertirse en manía, y de que también es enfermedad el amor excesivo, pues son, todas éstas, afecciones que desequilibran la moderación espiritual. A través de la renuncia a sus actitudes personales, Buda encontró la liberación de la cadena de causa-efecto. Se trataba, sin embargo, en gran medida, de una cuestión de destino ya maduro que le permitió el triunfo de su propósito. Pero la mayoría de los seres humanos no poseen, todavía, el mérito del grado de percepción alcanzado por Buda, puesto que, como dice Lemnio "ningún mortal esta libre de los excesos". La liberación consiste en emanciparse de todo exceso de las inclinaciones. El hombre común, no culto, imagina que el Nirvana es un estado en el cual hallan perfecta y absoluta satisfacción, todos los impulsos e inclinaciones del temperamento. Por consiguiente, debemos ganar el cielo, para poder apreciarlo. La felicidad del sabio resulta consecuencia del perfecto equilibrio entre el individuo y el universo del cual es parte integrante. De la creencia de que el individuo ha desviado a la Naturaleza de su curso lógico, para servir a alguna absurda idea, sólo puede surgir una falsa felicidad. Una disposición morbosa es cualquier irritabilidad por la cual el individuo se aparta de la normal tranquilidad. Un temperamento pervertido surge de la servidumbre mental a alguna actitud malsana, o, como se decía antiguamente, pasión irracional o locura. Todas estas enfermedades así llamadas se vuelven sus propios vengadores, ya que ninguna mente afectada puede gozar ni siquiera de la más mediana cuota de felicidad. El descontento discute sin razonar, y cuando falta razonamiento, pronto el cuerpo es atacado y carcomido por los ácidos que producen los celos y la ambición. Salomón describía estos sentimientos como podredumbre de los huesos. Puesto que no hay hombre totalmente armonioso, todos estamos potencialmente enfermos. Sin embargo, deben tenerse en cuenta muchas consideraciones antes de diagnosticar correctamente, síntomas y padecimientos. Ya que lo que en un individuo brota en forma de absceso, puede en otro individuo manifestarse como fiebre o como desorden del aparato digestivo. Primero es atacado el punto más débil, y éste a su vez complica al resto, hasta que, finalmente, se contamina todo el cuerpo. Un desajuste muy común entre los llamados sabios consiste en que no se benefician con sus propios consejos. Como advertía Séneca "ninguno de ellos podría aliviar sus propias dolencias". Casi todos estos sabios participan de las mismas fallas que critican en los demás. Los adivinos medievales decían que el infierno está literalmente infectado de teólogos, y muchos médicos temen sus propias curaciones aún más que las pestes que se supone tienen que curar. Los supuestos filósofos son, con pocas excepciones, autócratas, que niegan a los otros la libertad de pensamiento que reclaman para sí. Como los reformadores que predican la moderación de los excesos, hallamos incluso a los mejores hombres enfermos de extremismos. Desgraciadamente, dichos males de la naturaleza mental son pestilentes, violentamente contagiosos, e insidiosamente infecciosos. Una sola persona obsesionada por una idea puede contaminar un país, arrastrando a multitud de adeptos a la ruina y al desastre. Para diagnosticar una enfermedad física nos servimos de la sintomatología. El dolor es el más piadoso benefactor del hombre pues a menudo le revela su estado crítico a tiempo para aplicar un remedio. Sin embargo, cuando enferma la razón debido a alguna actitud anormal, el afectado es el último en ver los síntomas, y demasiado frecuentemente, es otra persona la que sufre el dolor de la enfermedad Cuando la mente se descarrila, pierde su propio sentido de la proporción y se vuelve incapaz de reconocer sus propias inseguridades. Atadas como a una rueda por los cálculos falsos, da vueltas y vueltas en torno al eje de su idea, ciega a los errores de su perspectiva. Una persona así perturbada puede ver las faltas de cualquiera otro, pero, respecto de las propias, goza de feliz ignorancia, incluso voluntariamente. Cuándo sus propósitos irracionales comienzan a dar frutos en la forma de variadas. enfermedades, le achaca la culpa a cualquier otra persona, menos a si mismo. Más de un exterior apacible y aparentemente sereno cobija un alma infectada por los gérmenes de alguna locura. Gracias a la fuerza de voluntad, las manos y los pies se someten a una apariencia de serenidad, mientras el corazón puede estar colmado de destructora inquietud. Sin embargo, los estados internos no pueden ocultarse tan fácilmente, y aunque no se expresen a través de palabras o lagrimas, se manifestarán como enfermedades crónicas o dolor torturante. Los males escondidos en el interior son, para decirlo con palabras de Crisóstomo "un gusano envenenado que devora cuerpo y alma". No puede negársele expresión a la personalidad interna. El alma estampa su marca en el cuerpo, pues la materia es sólo arcilla sin forma hasta el momento en que los impulsos de la mente la modelan. Si bien el cuerpo no disminuye su estatura porque el alma se debilite, ni aumenta su tamaño porque el alma haya adoptado una modalidad jupiteriana, con todo, el aspecto del cuerpo se ajustara, en general, al impulso interno. Así, si el alma se contrae, el cuerpo claramente se debilitará, para armonizar con ella, y su aspecto marchito revelará el encogimiento interno; o, por el contrario, impondrá un aspecto más noble como consecuencia de un aumento de la capacidad de raciocinio interno. Es un hecho conocido que llevamos puesta el alma en nuestros rostros, y que cada cabello atestigua nuestro temperamento. La ciencia está descubriendo últimamente hasta qué punto cada parte representa, la totalidad. Cada gota de sangre registra cada peculiaridad; una gota de saliva revela todas nuestras debilidades. Soplad sobre un vaso de agua y éste captará la imagen del alma de modo tan firme que años más tarde se la podrá descubrir a través de un reconocimiento del cristal. Paracelso se refería a la enfermedad como a un organismo con sus raíces en la índole invisible del hombre, que, como una planta parásita o un mamífero, succionara la sangre de su alma. Afirmaba que, así como los leones y los tigres atacan a los seres humanos y también se atacan y devoran entre sí, las enfermedades son bestias voraces desprendidas de la matriz de los impulsos perversos, y deben ser tratadas como tales; no como simples agregados de malignidades irracionales. Una enfermedad es un relato o diario, generalmente, un documento bastante comprometedor. Expone aquello que no diríamos a hombre alguno, pues es una confesión forzada. Cuando el hombre no puede ser derribado de manera alguna, resulta humillado por la enfermedad. Pero incluso la dolencia puede resultar una bendición disfrazada, pues por medio de ese aviso, frecuentemente nos protegemos de nosotros mismos. Un dolor menor nos previene de cometer un error mayor. Antiguamente la enfermedad se dividía en dos categorías: aguda y crónica. Las enfermedades agudas irrumpen repentinamente, desarrollan su curso en un período relativamente breve, y al alcanzar una crisis súbita, el enfermo moría o se salvaba. Si bien dichas enfermedades pueden tener origen en actitudes mentales repentinas o extremas, son, en su mayoría, de origen físico. Derivan de algún exceso físico, del contagio, o de algún quebranto del sistema. Son agentes de un inminente Karma, y deberían ser enfrentadas por el filósofo con la mejor voluntad posible y soportadas pacientemente. Dichas enfermedades enseñan mucho, pues en la mayoría de los casos su causa es clara o puede descubrirse con poco esfuerzo reflexivo. Por supuesto que una enfermedad aguda puede ser consecuencia de una acumulación de circunstancias, pues cada hombre tiene su punto débil. Los animales no tienen otro remedio que soportarla. 
Por el contrario, el hombre soporta y al mismo tiempo reflexiona, y si bien la reflexión es posterior, resulta mejor que nada. Las circunstancias están tan íntimamente ligadas que podemos prevenirlas por un acto de reflexión y reflexionar por anticipado. Por el contrario, las enfermedades crónicas, casi invariablemente se originan en el temperamento, incluso cuando son aparentemente de índole contagiosa, ya que los iguales se atraen, y una enfermedad sólo persiste y prospera allí donde la alimentan similitudes mentales. Por tanto podemos afirmar que la mente es, o el origen de la enfermedad, o bien, que infecta el cuerpo al punto de convertir a la naturaleza física en terreno fértil para el arraigo y florecimiento de la enfermedad. Las enfermedades de larga duración, que aumentan con los años, y que finalmente absorben, por así decirlo, al individuo, hasta el extremo de que la enfermedad, y no el hombre, es quien continúa viviendo, casi siempre afectan a las personas mental o emocionalmente desequilibradas. Se cuenta que hubo una vez un gran filósofo con una mente tan equilibrada que no podía morir, hasta que se supo que tuvo que suicidarse para no tener que vivir eternamente. Recordemos el famoso "Coche de un caballo, construido el día del terremoto de Lisboa". Este inolvidable coche fue hecho sin un solo punto débil, y debido a que cada parte era igualmente fuerte, la carroza duró cien años y un día, al término del cual toda la estructura se deshizo al mismo tiempo. ¿Acaso no simboliza esto la trayectoria del sabio? Puesto que no posee debilidades desiguales, muere de golpe y de una sola vez, mientras que la mayoría de las personas mueren gradualmente a lo largo de la mitad mejor de sus vidas. Hasta cierto punto, la duración de la existencia física depende de la constitución. Tampoco podemos dejar de tener en cuenta las tendencias hereditarias, que en la mayoría de los casos perduran solamente como tendencias a menos que alguna indiscreción traicione a la naturaleza. Las enfermedades crónicas generalmente atacan después que ha transcurrido la mitad de la vida, pues se necesitan muchos años para que la corrupción mental consiga arraigar dichas enfermedades. Salvo casos excepcionales, las mentes de los jóvenes son demasiado flexibles y se recuperan con demasiada facilidad como para ser dominadas y limitadas por alguna idea perversa. Además, hasta la mitad de la vida, la vitalidad innata del cuerpo le permite soportar con relativa impunidad, las insidiosas corrosiones del alma. Pero así como la lluvia termina por desgastar la piedra, también el tiempo debilita todas las estructuras. A través de la repetición, se establece un ritmo desintegrador, y el cuerpo comienza a quebrarse por efecto de su monotonía. Muchas de las enfermedades crónicas son una suerte de decadencia. Advierten al individuo que la vida interior ha comenzado a retirarse, desalojada de su centro por circunstancias adversas. De manera que aquél que sufre alguna interminable enfermedad, debería comprender que, o utilizó sus facultades racionales tan equivocadamente, o actuó con tanta imprudencia, que puso en peligro los valores internos, y que, a menos que corrija el mal, no llegará a los setenta años. El médico puede poner muchas objeciones a esta idea, pero con todo, el hecho subsiste, y el sentido común apoya esta tesis. La mente puede controlar el destino del cuerpo, así como esta comprobado que el individuo puede, en virtud de una tiranía intelectual, hacer estallar su cerebro o estropearse, también el cuerpo, como el más indefenso servidor de la mente, debe soportar, con la mayor tolerancia posible, los excesos de su parte soberana. Se conocen dos tipos generales de temperamento: el optimista y el pesimista. Las enfermedades del optimista asumen, por lo general, las características de una cierta pesadez, dolencias hepáticas, o males derivados de la corpulencia. Estas enfermedades son el resultado de una excesiva indulgencia - demasiado de esto, demasiado de aquello - con una general despreocupación por las consecuencias, todo lo cual conduce a una especie de degeneración adiposa. Los excesos del pesimista son de índole negativa. Abrumada por privaciones de diversos tipos, la naturaleza cae víctima de la carencia o falta de algo. El pesimista puede muy bien ofrecer un aspecto enjuto y hambriento, un carácter agrio y articulaciones reumáticas; abandonado por los dioses tutelares del alegre Júpiter, es asistido por los espíritus del sombrío Saturno. Su enfermedad es un desgaste, un resecamiento, una pérdida del color y de la agresividad, hasta que queda poco más que un fantasma. Casi todas las personas, con los años, se inclinan a una de estas dos tendencias. Es posible que culpen a las estrellas por esta proclividad, pero si bien los astros pueden conferir inclinaciones, siempre esta en el individuo el poder de determinar si responderá o no a dichas tendencias. Indagine escribió: "Las estrellas influyen tan suavemente sobre nosotros que si nos dejáramos guiar por la razón, la influencia de los astros resultaría nula". Pero si es necesario que el hombre muera por algún desequilibrio, es preferible que lo haga por efecto del optimismo; ya que si bien ambos finales le son igualmente desagradables, el optimismo es menos perjudicial para el medio ambiente. ¿Quién - preguntaba el melancólico Burton - está libre de pasión, ira, envidia, descontento, temor y pena?" ¿Quién no padece de esta enfermedad? Por tanto, acaso una enfermedad es otra cosa que (como la definía Gregorio Tolosano) "una disolución o perturbación de la alianza corporal concertada por la salud"? La normalidad no es simplemente la armonía de las partes físicas; debe ser resultado de un ajuste entre el cuerpo y la naturaleza superfísica, cuyas diversas partes se reúnen bajo la común denominación de "alma". La enfermedad puede surgir de una obstrucción de la corriente vital, o de una desviación de la misma hacia algún fin mal escogido. Mientras persiste la normalidad, la enfermedad no puede sobrevenir. Si bien la carne está siempre cargada de males, éstos no brotan mientras la naturaleza esta en estado sobrio. Por tanto la virtud de la sobriedad no debe subestimarse pues es el patrón de toda realización. Juzguemos cómo, por ejemplo, desde el punto de vista geográfico, el progreso del hombre se cumple en las zonas templadas donde, favorecidos por la benignidad de los extremos, los opuestos se fusionan agradablemente. ¿Quién puede imaginar el surgimiento de un gran sistema ético en los polos o en el ecuador, donde constantemente abruman al hombre los excesos del frío o del calor? El esquimal tiene que luchar tan agotadoramente con el medio, simplemente para sobrevivir, que cuenta con poco tiempo o energía para buscar la perfección de sus cualidades espirituales. El indígena de los climas tropicales, por el contrario, se rinde a la indolencia por la influencia debilitadora del calor y por la abundante prodigalidad de la Naturaleza que soluciona sus más mínimas necesidades. Lo mismo sucede con los temperamentos. Una predisposición frígida resulta bloqueada a través de la privación, y una índole cálida lo es a través del exceso. La filosofía es la zona templada de la mente donde abundan esos frescos y placenteros bosquecillos en los que tanto gustan vivir los hombres sabios, reunidos en confraternidad racional. Bien se dice que lo suficiente es tan bueno como un festín, y quienes poseen una mente que les permite contentarse con la moderación, son más ricos que los más opulentos sueños de un Creso. Cierto epicúreo, al ver un día casualmente a un desconocido que vagaba por el jardín de los sabios, le dijo estas palabras: "Buen hombre, hay preparado un banquete, os ruego que os unáis a nosotros en esta suntuosísima comida. Somos epicúreos y nuestra filosofía predica la indulgencia. Creemos que la sabiduría consiste en consagrar nuestras vidas al logro de la satisfacción de todos nuestros deseos; Venid y hartaos en nuestro festín." Con el apetito estimulado por la descripción que de la comida hiciera el anfitrión, el desconocido lo siguió al recogido bosquecillo donde varios filósofos se hallaban sentados humedeciendo pan duro en tibia leche desnatada, que compartían de un cuenco ordinario de barro. Con gesto grandilocuente el epicúreo señaló la frugal comida y dijo con una sonrisa: "Desechad toda moderación y no os avergoncéis de vuestra indulgencia". Con asombrada referencia al patético festín, el caminante preguntó: " Llamáis al pan con leche festín? "El epicúreo movió negativamente la cabeza y dijo con seriedad:" ¿Acaso no es suficiente una comida generosa? ¿Puede el hombre comer más de lo que soporte su estómago, y, hay comida más tentadora que la que, fácilmente digerida, libera las energías para las tareas más nobles del aprender? Nosotros, los epicúreos, servimos a nuestros deseos. Realmente satisfacemos nuestros más mínimos caprichos y nos permitimos los más ínfimos antojos, pero, a través del conocimiento, hemos llegado a desear sólo lo necesario. Nuestros caprichos condicen con nuestros deseos, y nuestros antojos son limitados por la prudencia natural. El hombre sólo es feliz cuando lo que desea está dentro de sus alcances, pues la apetencia de imposibles genera la mayor desdicha. Entre todos los hombres, nosotros somos los únicos que poseemos cuanto deseamos, simplemente porque hemos decidido prescindir de aquello que no podemos tener. Gozad, hermano, de nuestra sobriedad, y cuando partas recuérdanos por nuestro modo de satisfacer nuestras cualidades internas." Desvaneciendo el descontento, protegemos el cuerpo de la irritación física, y restablecemos la armonía de sus partes. Plinio escribe: "El hombre nace desnudo y se pone a gimotear desde el principio". Si pudiéramos ser epicúreos respecto de nuestros apetitos, estoicos en nuestro proceder, platónicos en nuestros afectos, y socráticos en lo que se refiere a nuestros propósitos, el fruto maduro de la realización personal sería nuestra habitual recompense. Esperamos solo una mínima dosis de razonamiento de quienes poco tienen en cuenta las cuestiones profundas de la vida. Dichas personas están protegidas por un cierto instinto inherente, agudo en el salvaje, pero oscurecido en el hombre civilizado. Por tanto, frecuentemente el hombre primitivo vive mejor que su más civilizado hermano. Sin embargo, esto sólo es aparente, ya que el salvaje se desarrolla sin la libre elección de la razón, mientras que el filósofo, en cuya naturaleza la integridad es completa, resulta un agente autodeterminado, dueño de sus propósitos, y que conoce las circunstancias en virtud de las cuales é1 existe y se manifiesta. Resulta también notable que los pueblos civilizados, incluso aquellos que imitan un estado de civilización, sean mas propensos a las enfermedades que las tribus aborígenes. Este fenómeno se debe al hecho de que mientras la civilización es natural para la mente, resulta artificial para el cuerpo, proporcionando un sorprendente ejemplo de aquel impulso de la Naturaleza que está siempre sacrificando lo inferior a lo superior. La congestión resultante del establecimiento de comunidades afecta el cuerpo, y, al perturbar su ritmo natural, debilita su resistencia y lo expone a la enfermedad. Resulta antinatural para el cuerpo la necesidad de cubrirse excepto cuando se trata de un modo de protección de los rigores de los elementos. Sin embargo, la ancestral costumbre del ropaje lo ha vuelto tan delicado que una corriente de aire puede matarlo, y lo abruma el menor cambio de temperatura. De manera que los decretos de la moda hacen estragos, y los hombres mueren muchos años antes de su momento justo porque deciden ser más "elegantes" mientras viven. Parece ser que una toga de pana es más apetecible que un margen mayor de vida, y muchos hombres derrocharían sus fortunas con tal de poder, aunque sólo fuera por un día, presumir con algún exótico conjunto. El salvaje se regocija en la perfección del cuerpo; sin embargo, sufre la esterilidad mental y así cae en las supersticiones de las que sólo se libera el sabio. 
Por lo tanto, podemos afirmar que la civilización es una productora de plagas y daños, pues la congestión que produce engendra toda suerte de crímenes y perjuicios. No sólo es higiénicamente perjudicial este abigarramiento de multitudes, sino que también las asociaciones intimas proporcionan infinitas combinaciones de circunstancias que estimulan las enfermedades. Así los hombres son ubicados a una distancia codiciable de las mutuas posesiones, y a través de la hostil alquimia del temperamento, los extraños se odian sin aparente motivo o causa. En este incesante juego recíproco de las relaciones humanas, se pone en acción un proceso selectivo por el cual algunos parecen ganar y otros perder. Así, sobreviene el clamor de descontento y la protesta de injusticia, pues, como lo decía Juvenal: "Lágrimas auténticas lloran el dinero perdido". Esclavizados por la desesperación, los hombres viven sin propósito y mueren sin esperanzas. Es entonces sorprendente que el cuerpo sufra el mismo desorden que aqueja a la mente? Cierto amigo mío, médico de fama, al discutir el problema de un tipo peculiar que esta contaminando nuestra estructura social, decía: "Creo haber descubierto la causa patológica del anarquista radical y del anarquista de salón; es simplemente una cuestión de eliminación de los pobres. Muy rara vez estos individuos están empleados en un trabajo activo; pasan su tiempo sentados por ahí, desacreditando el sistema, y es natural que cuando los individuos no trabajan sus funciones se adormezcan. Casi todas estas personas podrían curarse y ser redimidas para la sociedad por medio de un vigoroso físico y una ocupación saludable". Esto nos conduce a otro importante punto; es decir, el elemento trabajo en el problema de la enfermedad. Un individuo que tiene poco que hacer es más susceptible a las enfermedades crónicas que la persona permanentemente ocupada en alguna tarea de responsabilidad. "El perro ocioso se volverá sarnoso", dice un antiguo proverbio, y "Un terreno baldío se cubrirá de cizañas". Una vez afectada, la persona ociosa tiene poca oportunidad de recuperación. Quien tiene tiempo para condolerse por sus enfermedades muy rara vez se recobra de las mismas. Al demorarse en la consideración de los achaques, la mente refuerza continuamente las dolencias, que aumentan en proporción directa de los temores del paciente, y los miedos (como afirmaba Agrippa), son una incitación para los males. Es bien conocido el hecho de que muchas personas han muerto de enfermedades que jamás tuvieron. Conocemos perfectamente al tipo de individuo que, después de leer los síntomas enumerados en la etiqueta de un frasco de medicina, inmediatamente siente todos los malestares allí puntualizados. Estos dolores, naturalmente, se "curan" consumiendo uno o dos frascos del elixir, el fabricante recibirá una nueva comprobación patética de los beneficios de su medicina, lo que a su vez derivara en infinitas curas de enfermos que jamas han sufrido los síntomas que promete eliminar la medicina en cuestión. El viejo médico de familia del siglo pasado reconocía en la píldora de pan uno de sus más potentes medicamentos, pues cuando fracasaban las drogas legítimas y la sangría no era conveniente, la inofensiva píldora de miga, suministrada con toda seriedad, tocaba el punto psicológico del mal, produciendo una cura casi milagrosa. Los médicos también saben que aproximadamente todos los enfermos tienen un relato de infortunios para contar. "Contemplé un mar tan inmenso de dificultades que atravesarlo a nado parecía imposible". (Eurípides). Este relato de calamidades abarca el catálogo completo de males, reales o imaginarios, que si bien no son considerados por el gremio médico como causas verdaderas de la enfermedad, ciertamente se les reconoce su índole de factores contribuyentes. Por lo tanto, el médico se resigna a este interminable relato, y puede prescribir algún remedio sencillo que ejerza efecto psicológico. Inmediatamente el paciente se siente mejor, no por la cucharada de agua coloreada que toma después de cada comida, sino por el alivio o descarga que le significa el dar expresión a los pensamientos y emociones reprimidos que son la causa verdadera de la enfermedad. Puede el médico agonizar por la prueba a la que lo somete el enfermo, pero es indudable que el paciente mejorará. Es acertado el adagio que afirma que abrirse a la confesión resulta beneficioso para el alma, y un crónico hepático puede ensayar esta fórmula con éxito. Si analizamos una persona consumida por un mal insidiosamente devorador, descubriremos que su mente y su corazón han sido corroídos por un oculto pesar real, o imaginario: un amor no correspondido, un agravio que quedó sin venganza. Una vida ocupada en alimentar rencores, o simplemente en recordarlos, es una vida perdida para mejores causas. No hay corazón más bloqueado que aquél torturado por los remordimientos o consagrado a buscar venganza, y, sin embargo, cuan común es incluso entre los llamados sabios, hallar esta lamentable intemperancia. Muchos consideran que la vida es tan endeble que no puede sobrevivir al más simple contratiempo, y frustrados por algún detalle, se martirizan echándose cenizas en el pelo y entregándose a lamentos inútiles. Tampoco debemos engañarnos pensando que hemos superado totalmente los errores de la gente común, ya que es raro el hombre que no alimente algún rencor interno o que no le permita a su memoria hacer estragos en la paz de su mente. Desdichado de aquel que, en su ascenso hacia las estrellas, olvide - aunque sólo sea por un instante - que es todavía un mortal sujeto a todas las imperfecciones del hombre; pues, a medida que ascienda, un dardo disparado por algún oculto arquero lo derribará de pronto, y ni los dioses mismos podrán convencer al vencido que él mismo ha inventado el proyectil y lo ha disparado. Durante mi larga práctica de labor pública he recibido y gozado de las confidencias de numerosas personas, muchas de las cuales se consideraban superiores de alguna manera. Por supuesto que nos es común a todos la insignificante egolatría, pero, son tan pocas las cosas que hacemos bien, que quizás tengamos el derecho a engreírnos cuando accidentalmente logramos algo plausible. La mayoría eran personas escrupulosas, abnegadas, y de acuerdo con las normas convencionales, sumamente plausibles, si bien resultaba difícil convivir con ellas. Estaban consagradas a sus ideales, y eran consecuentes con sus alcances cognocitivos. Desgraciadamente, sin embargo, sus mentes les hacían trampas, incapacitándolas para hacer una estimación exacta de su propia integridad. Entre estas valiosas personas que conocí, había escasamente una sola que no tuviera su talón de Aquiles. Todas tenían alguna secreta pena, algún salvaje impulso, contra el que constantemente debían luchar, algún odio profundamente arraigado, negado pero dolorosamente evidente; y, finalmente, todos se habían desarrollado a imagen de su idea obsesiva. Algunos lograban ocultar su secreto al común de la gente, pero pese a sus esfuerzos no estaban bien ni eran felices, y no lograban acercarse a la meta por la que luchaban. Lloran diciendo: "Oh, ¿por qué busco en vano?", pero al decir esto se sonrojan porque en su fuero interno se han contestado su propia pregunta. Unos pocos, por supuesto, se han atrincherado tan fuertemente en sus ideas, que desafían sus propias mentes retándolas a indagar el hecho. Pero llegado el momento, incluso estas personas resultan humilladas al tener que enfrentarse, por fin, cara a cara consigo mismas y conocerse en la justa medida de lo que son. Con toda seguridad, el temor mismo de este inevitable reconocimiento es de por si, un poderoso alimento para las enfermedades. ¿No han observado ustedes cuán pocos individuos gozan de la soledad? ¿Y no se han preguntado ustedes el por qué? Casi todos nosotros no buscamos la soledad, porque ella nos enfrenta con la honestidad que, incluso para quienes el mundo considera justos, es, frecuentemente una molesta visitante. Si usted esta enfermo, entonces busque los motivos ocultos detrás de cada pensamiento y detrás de cada acto. Si no lo está, lo mismo analice su personalidad interna para prevenir la aparición de tales enfermedades. El odio y la salud no pueden coexistir dentro del mismo organismo; la normalidad es irreconciliable con la anormalidad, y el conflicto resultante incapacitará al miembro físico para el cumplimiento de sus funciones. El orden del mundo se mantiene en virtud de la armonía con su esfera divina. A través de la felicidad del plano racional, los dioses sostienen el globo terrestre, preservando las generaciones e impidiendo la perpetuación de las monstruosidades. Lo que sucede en el Macrocosmo, acontece en el Microcosmo, porque lo de arriba y lo de abajo están ligados tan estrechamente como lo están los huesos craneanos por medio de sus suturas. Si la naturaleza superior del hombre (el alma y las facultades racionales) conviven en la verdad y la belleza, y cooperan al servicio del bien supremo, entonces la naturaleza inferior (el cuerpo) también vivirá en paz, reflejando la sabiduría y armonía del alma. Partiendo de esta premisa los filósofos antiguos encaraban la cura de las enfermedades, no de acuerdo con los sutiles métodos de la metafísica, sino con medios tan simples que pudiera emplearlos todo aquel que buscara la salud, y que anhelara cambiar las angustias del exceso por las comodidades de la moderación. 

Manly Palmer Hall - El Recto Pensamiento II

  SEGUNDA PARTE  LA CURA DE LA ENFERMEDAD  Si con el avance de los años usted se descubre víctima de aquellos achaques que agotan el vigor n...