terça-feira, 8 de março de 2016

Arthur Powell – La Magia de la Francmasonería Parte 4



CAPÍTULO IV 
LA INVESTIDURA 

El discurso de Investidura que pronuncia el P. V. en el primer grado es uno de los trozos más notables del ritual de la Masonería. 

El acontecimiento en sí dramático y de gran significación para el aprendiz recién iniciado va acompañado de palabras cuya belleza sobresale entre muchas cosas bellas seleccionadas para conjurar por asociación visiones repletas de intensas sugerencias emotivas, históricas, místicas y artísticas. 

Dramático momento aquel en que se ciñe la Insignia al nuevo hermano, investido por primera vez con el nombre de Francmasón. 

En el curso de la iniciación ha pasado simbólicamente él por numerosos peligros, pruebas y dificultades; y después de haber triunfado de todo, se aproxima al lugar de la L., y encuentra la luz. Una vez que ha sido él admitido por la Logia como miembro de la Antigua y Honorable Fraternidad y ha prestado el J. o solemne P., es debidamente. Aceptado y saludado como Hermano. El aprendiz aprende un S. S., un t. y una p., secretos con los que se podrá dar a conocer a todos los hermanos del mundo. Luego se pone el sello final a la obra, y se confía al aprendiz el signo externo de francmasón, siendo desde entonces un masón investido y perfecto. 

Muy obtusa ha de ser la imaginación del candidato que no se sienta conmovido profundamente cuando escuche las solemnes palabras que le dirige el Oficial investidor. El Águila romana, el Vellocino de Oro, la Orden de la Jarretera .... ¿ Existen en nuestro idioma otras frases más impregnadas que éstas con el aroma de la historia, con las glorias del pasado, con las insaciables aspiraciones de los místicos y de los videntes de todas las épocas, con el romance y la gentileza de la caballería, con los honores que conferían los reyes a los grandes del país? En los inolvidables momentos que ocupa la ceremonia de la Investidura, desfilan por nuestra imaginación tumultuosas imágenes, en las que oímos el rumor de las pisadas de las poderosas legiones romanas dando al viento sus banderas, en las que recordamos el espíritu aventurero de los caballeros que, en indomable búsqueda por la tierra toda, desafiaban peligros, pasaban privaciones y vencían dificultades, y tenemos la visión de cortes y tronos en donde se conceden con magna pompa honores y favores reales. 

Razón tiene el Aprendiz para sentirse tan orgulloso como cualesquiera de los que han recibido los dones supremos, pues oye que le dicen que no hay en el mundo cosa tan bella como ese sencillo distintivo, con el que se han honrado desde tiempo inmemorial los puros de corazón, los verdaderos masones. De esta forma el flamante hermano siéntese ligado a los siglos pasados, ver desfilar y ante sus ojos las generaciones que le precedieron en la escala masónica. 
"Nunca habéis de manchar su blancura." ¿Hay algún Aprendiz que no se haga en ese momento solemne voto de apartar de sí todo lo que pueda manchar su hermoso e inmaculado distintivo? "El distintivo de la Inocencia" ha de recordarle seguramente la inocencia de la niñez. "El vínculo de la amistad"..... no cabe duda que querrá llevarlo como tal. 

Y oyendo las palabras del V. M. hace voto de desterrar de sí todos los pensamientos de 
animosidad hacia sus hermanos. 

El contenido y el alcance de estas breves sentencias son inmensos. Ellas abarcan todas 
las etapas de la vida, con sus ideales: la bandera del soldado, el santuario del devoto, el honor del estadista, la inocencia del niño y la camaradería del hombre. La escena de la investidura es una joya dramática, un acabado triunfo del arte, un digno remate de una espléndida ceremonia. 
Muchos masones preguntan, por qué no es el V. M. el Oficial Investidor en vez del P. V. 
Este punto tiene mucha importancia, tanto desde el aspecto filosófico, como desde el punto de vista individual, y merece ser estudiado. 

No obstante es necesario que examinemos antes con detenimiento la relación exacta que existe entre el V. M. y el P. V., para poder apreciar debidamente el problema y comprender en todo su alcance esta parte de la ceremonia. 

Estudiemos primeramente las relaciones generales existentes entre estos dos Oficiales principales. Están situados en partes opuestas de la Logia; enfrente uno del otro. Uno de ellos mira hacia Occidente, y el otro, hacia Oriente; es decir, que uno dirige la mirada hacia la luz, y el otro la aparta. Se encuentran en los dos polos, entre los cuales se teje la trama de la vida. Son el Yo y el No-Yo, el Uno y su Reflejo; el espíritu y la materia, la vida y la forma, el alma y el cuerpo. El V. M. representa la Luz, el Sol naciente, la aurora, la mañana; el P. V. es el símbolo de las Tinieblas, del Sol poniente, de la Tarde. El uno es el principio; el otro, el fin; aquel abre el día, éste lo cierra anunciando la llegada de la noche. El V. M. es la vida desbordante e infinita; el P. V. es la fuerza o rigidez omnipotente que contiene y domina a la vida; aquel ilumina e instruye; éste refleja y distribuye. 

El V. M. es el centro; el P. V., la circunferencia: el primero es lo interno, y el segundo, lo externo. 
Ahora bien; el mandil, distintivo del francmasón, !es la prenda más usada de todas: es el signo visible y externo del miembro de la Orden, la representación exterior de la verdadera naturaleza del hombre interno. El Mandil no es en sí la realidad interna, ni la pureza, ni la inocencia, ni la fraternidad; sino, más bien, el símbolo de todas estas cosas, la representación en la forma y la materia de todas estas realidades espirituales. 

De ahí que el Distintivo, que es un objeto material y una forma exterior, sea ceñido por el Oficial que representa las cosas externas. 

El V. M. da la luz pura y blanca de la verdad y de la iluminación; pero el P. V. presenta la vasija que contiene luz. El V. M. comunica los s....s y dice la p.., pero el P. V. confiere el distintivo exterior que proclama que el A. posee todos estos s....s. La vida emana del V. M.; la forma, del P. V. El V. M. prepara al corazón; el P. V. viste al cuerpo. El V. M. abre las puertas de la vida al candidato; el P. V. otorga la forma que revela la naturaleza de la vida, dándola un medio para que pueda manifestarse. 
Basta ya de los aspectos generales del problema. Veámoslo ahora desde el punto de vista del individuo. 

El ceñimiento del Distintivo es el hito que señala una etapa definida en la vida del individuo; es un paso de avance dado en el progreso evolutivo, y un pórtico que da acceso a una vida nueva y más noble. Nadie puede llevar a un hombre a la Francmasonería si él no se presenta espontáneamente como candidato a los secretos y misterios de la Antigua Francmasonería en calidad de hombre libre movido por la luz secreta de su espíritu. 

Otros hombres pueden mostrarle la luz; pero no pueden hacer que la vea, ya que quien ha de dar los primeros pasos ha de ser él. El aspirante ha de apoyarse en su propia fuerza y no en la ajena. Los demás le señalan el camino; pero él ha de ser quien lo recorra. 
Su ser interno, su V. M., le otorga la luz; pero su propia Voluntad, su propia fuerza ha de impelerle a caminar en la luz y a difundirla para que sus hermanos participen de ella. 

De ahí que el P. V., quien en lo individual simboliza la Voluntad, ciña al A. el Distintivo que proclama el paso que el nuevo masón acaba de dar . 
La escena de la investidura es, pues, una de las más dramáticas, conmovedoras y significativas del primer grado. Impresiona de tal modo a quien se aproxima a la Francmasonería con pura intención, que jamás la olvida. 

El Mandil francmasónico, considerado filosóficamente, llena todos los requisitos de la clásica definición del sacramento: pues es "un signo sensible y exterior de una gracia espiritual e interna." El A. que comprende bien su significación reconoce que acepta y se viste este signo exterior y visible espontáneamente; sabe que ha tomado con entera libertad la determinación de recorrer el sendero de purificación que le ha de llevar a la iluminación, y comprende que, al aceptar el Distintivo, se compromete a realizar la obra que él mismo se ha impuesto. Ha hecho voto solemnísimo de caminar siempre adelante, y no puede retroceder, a menos que falte a su promesa. La suerte está echada; el primer paso está dado, y él ha de avanzar continuamente hasta unirse a la luz en que tiene puestos los ojos.