quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - Los Mistérios y Sus Emisarios

Aquel conocimiento divino que constituía el bien supremo de la clase sacerdotal pagana, ¿sobrevivió a la destrucción de sus templos? ¿Sigue estando al alcance de la humanidad o yace enterrado bajo la hojarasca de los siglos, sepultado dentro de los mismos santuarios que en otro tiempo se iluminaron con su esplendor? «En Egipto —escribe Orígenes—, los filósofos poseen un conocimiento sublime y secreto con respecto a la naturaleza de Dios». ¿Qué quería decir Juliano cuando hablaba de las iniciaciones secretas en los Misterios sagrados del Dios de siete rayos, que elevaba las almas a la salvación a través de Su propia naturaleza? ¿Quiénes eran los benditos teúrgos que conocían aquellas profundidades sobre las cuales Juliano no se atrevía a hablar? Si aquella doctrina privada siempre se ocultó a las masas, para las cuales se había inventado un código más sencillo, ¿no es bastante probable que los exponentes de todos los aspectos de la civilización moderna —el filosófico, el ético, el religioso y el científico—ignorasen el verdadero significado de las teorías y los principios en los que se basan sus creencias? Las artes y las ciencias que la raza humana ha heredado de naciones más antiguas, ¿ocultan tras su exterior agradable un misterio tan grande que solo el intelecto más iluminado consigue captar su trascendencia? Así es, sin duda. Para apoyar sus afirmaciones, Albert Pike, que ha reunido pruebas más que suficientes para demostrar la excelencia de las doctrinas promulgadas por los Misterios, cita los escritos de san Clemente de Alejandría, Platón, Epícteto, Proclo, Aristófanes y Cicerón, todos los cuales coinciden en alabar los elevados ideales de estas instituciones.

Después del testimonio rotundo de expertos tan acreditados como estos, no cabe ninguna duda razonable de que los iniciados de Grecia, Egipto y otros países antiguos poseían la solución correcta para los grandes problemas culturales, intelectuales, morales y sociales a los que —por no tenerlos resueltos— se enfrenta la humanidad en el siglo XX. El lector no debe interpretar que esta afirmación significa que la Antigüedad había previsto y analizado todas las complejidades de la actual generación, sino, más bien, que los Misterios habían desarrollado un método por el cual se entrenaba tanto la mente en las verdades fundamentales de la vida que era capaz de hacer frente con discernimiento a cualquier emergencia que surgiera. Por consiguiente, el raciocinio se organizaba mediante un proceso sencillo de cultura mental, porque se afirmaba que, donde impera la razón, no puede haber incoherencia. Se sostenía que la sabiduría eleva al hombre a la condición de divinidad, un hecho que explica la afirmación enigmática de que los Misterios transformaban a las «bestias salvajes en divinidades».

La preeminencia de un sistema filosófico solo se puede determinar por la excelencia de sus productos. Los Misterios han demostrado la superioridad de su cultura al dar al mundo mentes de tan abrumadora grandeza, almas de tal visión beatífica y vidas tan impecables que, incluso después de siglos, las enseñanzas de aquellos individuos siguen constituyendo los principios espirituales, intelectuales y éticos de la estirpe. Los iniciados de las diversas escuelas mistéricas del pasado en verdad forman una cadena de oro de superhombres y supermujeres que vinculan el cielo con la tierra. Son los eslabones de la «cadena de oro» homérica con la que Zeus se jactaba de poder atar las distintas partes del universo con la cumbre del Olimpo. Sin duda, los hijos de Isis forman un linaje ilustre: fundadores de ciencias y filosofías y patronos de artes y oficios, que, gracias a la trascendencia del poder que les ha concedido la divinidad, apoyan las estructuras de las religiones del mundo erigidas para rendirles homenaje. Aquellos maestros-iniciados, fundadores de doctrinas que han moldeado las vidas de incontables generaciones, dan fe de una cultura espiritual que siempre ha existido y siempre existirá como institución divina en el mundo de los hombres. Quienes representan un ideal que escapa a la comprensión de las masas deben hacer frente a la persecución de la multitud irreflexiva, que carece del idealismo divino que inspira el progreso y del raciocinio que separa infaliblemente lo verdadero de lo falso. Por consiguiente, la suerte del maestroiniciado casi siempre es desdichada.

Pitágoras fue crucificado e incendiaron su universidad: a Hipatia la hicieron bajar de su carro y la descuartizaron; el recuerdo de Jacques de Molay sobrevive a las llamas que lo consumieron; Savonarola fue quemado en la plaza de Florencia: a Galileo lo obligaron a retractarse de rodillas; Giordano Bruno fue quemado por la Inquisición; Roger Bacon se vio obligado a llevar a cabo sus experimentos en la intimidad de su celda y a dejar su conocimiento oculto en clave; Dante Alighieri murió exiliado de la ciudad a la que amaba; Francis Bacon sobrellevó con paciencia el peso de la persecución; Cagliostro fue el hombre más vilipendiado de la era moderna: todo este linaje ilustre da fe interminable de la inhumanidad del hombre con el hombre. El mundo siempre ha sido propenso a aclamar a los imbéciles y a calumniar a sus pensadores. De vez en cuando se producen excepciones notables, como en el caso del conde de Saint Germain, un filósofo que sobrevivió a sus inquisidores y que, gracias a la mera trascendencia de su genialidad, alcanzó un puesto de relativa inmunidad. Sin embargo, ni siquiera tan ilustre conde —cuyo intelecto iluminado fue digno del homenaje del mundo— se libró de ser tildado de impostor, charlatán y aventurero. De esta larga lista de hombres y mujeres inmortales que han representado la Sabiduría Antigua ante el mundo, se han elegido tres como ejemplos destacados para estudiarlos en más detalle: la primera es la filósofa más ilustre de todos los tiempos; el segundo es el hombre más calumniado y perseguido desde el comienzo de la era cristiana, y el tercero es el exponente moderno mejor y más brillante de aquella Sabiduría Antigua.


Hipatia

Desde la cátedra de filosofía que antes había ocupado su padre, el matemático Teón, la inmortal Hipatia fue durante muchos años la figura principal de la escuela neoplatónica alejandrina. Famosa tanto por la profundidad de su saber como por el encanto de su personalidad, adorada por los habitantes de Alejandría y consultada con frecuencia por los magistrados de la ciudad, esta noble mujer destaca en las páginas de la historia como la más grande de los mártires paganos. Discípula particular del mago Plutarco y versada en las profundidades de la escuela platónica, Hipatia eclipsó con su argumentación y su estima pública a todos los defensores de las doctrinas cristianas del norte de Egipto. Aunque sus escritos desaparecieron cuando los musulmanes quemaron la biblioteca de Alejandría, de las declaraciones de otros autores contemporáneos se pueden extraer algunos indicios de su naturaleza. Resulta evidente que Hipatia escribió un comentario sobre Las aritméticas de Diofante, otro sobre el canon astronómico de Ptolomeo y otro más sobre el Tratado de las cónicas, de Apolonio de Perga. Sinesio, obispo de Ptolemaida y gran amigo suyo, le escribió para que lo ayudara a construir un astrolabio y un hidroscopio. Los eruditos de muchas naciones reconocían la trascendencia de su intelecto y acudían en tropel a la academia en la que ella enseñaba. Varios escritores han atribuido a las enseñanzas de Hipatia un espíritu cristiano; en realidad, ella disipó el velo de misterio del que se había rodeado el nuevo culto y disertaba con tanta claridad sobre sus principios más complicados que muchos de los nuevos conversos al cristianismo renunciaron a su fe para convertirse en discípulos suyos, Hipatia no solo demostró de forma categórica el origen pagano del cristianismo, sino que desenmascaró los supuestos milagros que los cristianos proponían como muestra del favor divino al demostrar las leyes naturales que controlaban tales fenómenos. En aquella época, el patriarca de Alejandría era Cirilo, que posteriormente se hizo famoso como fundador de la doctrina de la Trinidad cristiana y fue canonizado por su fervor.

Como veía en Hipatia una amenaza constante a la promulgación de la fe cristiana, él fue, al menos de forma indirecta, la causa de su trágico fin. A pesar de todos los esfuerzos posteriores por exonerarlo del estigma de su asesinato, no cabe duda de que no hizo ningún esfuerzo por impedir aquel crimen tan inmundo y brutal. El único atisbo de excusa que se podría ofrecer en su defensa es que, enceguecido por el fanatismo, Cirilo consideraba a Hipatia una hechicera aliada del demonio. En contraste con la excelencia general del resto de sus obras literarias, destaca la descripción pueril que hace Charles Kingsley del carácter de Hipatia en su libro homónimo. Sin excepción, las escasas referencias históricas a aquella filósofa virgen dan fe de su virtud, su integridad y su devoción absoluta a los principios de la Verdad y el Derecho.


EL MARTIRIO DE HYPATIA

Bien se ha dicho de Hypatia que fue la estrella más brillante en toda la constelación del NeoPlatonismo y la figura más entrañable de la Época Alejandrina de la filosofía.

Eliphas Levi escribe de Hypatia que sus virtudes la hubiesen llevado a la fuente bautismal, pero murió como mártir por la libertad de conciencia cuando allí atentaron y la arrastraron. Hypatia fue una de aquellos pocos pensadores que no pudieron dejar de estimar con precisión los valores comparativos tanto de los pensamientos como de las cosas. Su claridad de percepción forjó su ruina, ya que vivió en una generación que no tenía concepto de la sencillez de la Verdad. El mundo le teme a una mente que piensa más rápidamente y con más precisión que su propia mente: este intelecto se destruye en la autoprotección. Por lo tanto, pensar es ser perseguido por los que no piensan; tener visión es ser odiado por los que no la tienen; ser sabio es ser injuriado por los necios. Por miles de años los hombres han trabajado bajo la ilusión de que la Verdad puede destruirse asesinando a aquellos que buscan otorgársela al mundo. Pero las verdades sublimes de la filosofía están más allá del alcance de la mortalidad, y en cada época estas renacen en los héroes que se levantan para seguir promoviéndolas. Sin embargo, aunque la Escuela NeoPlatónica ha desaparecido como institución, ésta continúa viviendo como un espíritu y ahora domina las fuerzas que una vez buscaron destruirla. El método más seguro de perpetuar una idea es hacer un mártir de su primer promulgador, ya que en el corazón del hombre hay en el corazón del hombre hay algo que reconoce y respeta el valor y la convicción de aquellos que mueren por sus principios. Muchas de las más grandes religiones y filosofías del mundo habrían dejado de existir sisus fundadores no hubiesen tenido un trágico fin. Aunque ahora solo está disponible la información más escasa con relación a su vida y enseñanzas, Hypatia sobresale en las páginas de la historia como la mujer que ha sufrido una de las muertes más crueles e indignantes a las que se ha sometido cualquier mártir.

Si bien es cierto que se puede absolver a las mejores cabezas de la cristiandad de aquella época de la acusación de participes criminis, sin lugar a dudas el odio implacable de Cirilo se contagió a los miembros más fanáticos de su fe, en particular a un grupo de monjes del desierto de Nitria, que, encabezados por Pedro el Lector, un hombre salvaje e ignorante, atacaron a Hipatia en plena calle, cuando se dirigía de la academia a su casa; hicieron bajar a la mujer indefensa de su carro y la condujeron al Cesáreo, donde la desnudaron y la golpearon con palos hasta matarla; a continuación la despellejaron con conchas de ostras y llevaron sus restos mutilados a un lugar llamado Cinareo donde los quemaron hasta reducirlos a cenizas.

Así murió en el año 415 la mayor iniciada de la Antigüedad y con ella cayó también la escuela neoplatónica de Alejandría. Es probable que el recuerdo de Hipatia perdure en la hagiolatría de la Iglesia católica en la persona de santa Catalina de Alejandría.


El conde de Cagliostro

El «divino» Cagliostro, en un momento dado el ídolo de París y poco después un prisionero solitario en las mazmorras de la Inquisición, pasó como un meteorito por la faz de Francia. Según las memorias que escribió mientras estuvo confinado en la Bastilla, Alessandro Cagliostro nació en Malta de una familia noble pero desconocida. Se crió y estudió en Arabia bajo la tutela de Altotas, un hombre muy versado en diversas ramas de la filosofía y la ciencia y también un maestro de las artes trascendentales. Si bien los biógrafos de Cagliostro por lo general se burlan de esta versión, no proponen en su lugar ninguna solución lógica como origen de su magnífica provisión de conocimiento arcano.


EL «DIVINO» CAGLIOSTRO

El Conde de Cagliostro es descrito como un hombre no muy alto, pero de hombros anchos y pecho profundo. Su cabeza, que era grande, estaba abundantemente cubierta con cabello negro ondulado peinado hacia atrás desde su ancha y noble frente. Sus ojos eran negros y muy brillantes, y cuando hablaba con gran sentimiento sobre algún tema profundo, las pupilas se dilataban, sus cejas se elevaban y movía su cabeza como un león melenudo. Sus manos y pies eran pequeños —un indicativo de su noble nacimiento— y su total comportamiento era uno de dignidad y estudio. Estaba lleno de energía, y podía realizar una gran cantidad de trabajos. Vestía gran cantidad de trabajos. Vestía fantásticamente, daba tan libremente de un inagotable bolso que recibió el título de «Padre de los Pobres», no le aceptaba nada a cualquier persona y se mantenía en magnificencia en un templo y palacio combinado en la Rue de la Sourdière. Según su propia declaración, fue iniciado en los Misterios por nada menos que el Conde de St. Germain. Viajó por todo el mundo, y en las ruinas de la antigua Babilonia y Nínive, descubrió a hombres sabios que entendían todos los secretos de la vida humana.

Fue calificado de impostor y charlatán, decían que sus milagros eran juegos de manos y hasta de su generosidad se sospechaba que tenía segundas intenciones: no cabe duda de que el conde de Cagliostro ha sido la persona más calumniada de la historia moderna. «La desconfianza —escribe W. R. H. Trowbridge— que siempre inspiran el misterio y la magia convinieron a Cagliostro, con su personalidad fantástica, en blanco fácil de la calumnia. Tras haber sido acribillado a improperios hasta dejarlo irreconocible, digamos que el prejuicio —hijo adoptivo de la calumnia— se dedicó a lincharlo. Durante más de un centenar de años, su personalidad ha estado suspendida de la horca de la infamia y los sbirri de la tradición han lanzado una maldición sobre quienquiera que intentara bajarla de allí. Debe su fama a su destino. La historia no lo recuerda tanto por lo que hizo sino, más bien, por lo que le hicieron.»

Según la creencia popular, el verdadero nombre de Cagliostro era Giuseppe Bálsamo y había nacido en Sicilia. Sin embargo, recientemente ha surgido la duda de si esta creencia se ajusta a los hechos. Aún se podría demostrar, al menos en parte, que las diatribas acumuladas contra el desdichado conde iban dirigidas al hombre equivocado. Giuseppe Bálsamo nació en 1743 de padres honrados, pero humildes. Desde su infancia manifestó tendencias egoístas, despreciables e incluso criminales y, tras una serie de aventuras, desapareció. Trowbridge (loco citato) presenta pruebas suficientes de que Cagliostro no era Giuseppe Bálsamo, con lo cual se deshace de la peor acusación contra él. Tras haber pasado seis meses en prisión en la Bastilla, Cagliostro fue exonerado en el juicio de cualquier implicación en el robo del famoso «collar de la reina» y más adelante se demostró que en realidad había advertido al cardenal de Rohan del delito que se cometería. No obstante, a pesar de que el tribunal francés lo declaró inocente, con la intención de vilipendiar a Cagliostro, un pintor más talentoso que inteligente pintó un cuadro en el que aparecía con el collar fatídico en la mano. El juicio a Cagliostro ha sido llamado el prólogo de la Revolución francesa. La intensa animadversión contra María Antonieta y Luis XVI que originó aquel juicio estalló después como el desastre del reinado del terror. En su folleto titulado Cagliostro and His Egyptian Rite of Freemasonry, Henry R. Evans también defiende con habilidad a aquel hombre tan perseguido de las infamias vinculadas injustamente con su nombre.

Quienes han investigado con sinceridad los hechos en torno a la vida y la misteriosa «muerte» de Cagliostro defienden la opinión de que las mentiras que circulaban en su contra pueden tener su origen en las maquinaciones de la Inquisición, que de esa forma pretendía justificar su persecución. La acusación fundamental contra Cagliostro era que había intentado fundar una logia masónica en Roma; nada más. Todas las demás acusaciones son posteriores. Por algún motivo no revelado, el Papa conmutó la pena de muerte de Cagliostro por la de cadena perpetua, lo cual demuestra —por sí mismo— la consideración que le tenían incluso sus enemigos. Si bien se cree que su muerte se produjo varios años después en un calabozo de la Inquisición en el castillo de San Leo, es muy poco probable que así fuera. Se rumorea que huyó y, según una versión muy significativa, se refugió en India, donde sus talentos recibieron la apreciación que le negaron en una Europa tan politizada.

Después de crear su rito egipcio, Cagliostro anunció que, puesto que las mujeres habían sido admitidas en los Misterios antiguos, no había motivo para excluirlas de las órdenes modernas. La princesa de Lamballe aceptó gentilmente el cargo de maestra de honor de su sociedad secreta y en la velada de su iniciación estuvieron presentes los principales miembros de la corte francesa. La celebración fue tan brillante que llamó la atención de las logias masónicas de París, cuyos representantes manifestaron un deseo sincero por comprender los Misterios masónicog eligieron como portavoz al docto orientalista Court de Gébelin e invitaron al conde de Cagliostro a asistir a una conferencia para contribuir a clarificar una serie de cuestiones importantes con respecto a la filosofía masónica. El conde aceptó la invitación. El 10 de mayo de 1785. Cagliostro asistió a la conferencia convocada a tal fin y su fuerza y su sencillez le granjearon de inmediato la opinión favorable de toda la concurrencia.

Bastaron apenas unas cuantas palabras para que Court de Gébelin se diera cuenta de que no estaba hablando con un mero colega, sino con alguien muy superior a él. Enseguida Cagliostro pronunció un discurso que resultó tan inesperado, tan diferente de lo que habían escuchado los reunidos hasta entonces que todos enmudecieron de asombro. Cagliostro declaró que la Rosa Cruz era el símbolo antiguo y auténtico de los Misterios y, tras una breve descripción de su simbolismo original, se puso a analizar el significado simbólico de las letras y predijo ante la asamblea el futuro de Francia de una forma gráfica que no dejó lugar a dudas de que el orador era un hombre perspicaz y con un poder sobrenatural. Mediante una distribución curiosa de las letras del alfabeto, Cagliostro predijo en detalle los horrores de la inminente revolución y la caída de la monarquía y describió minuciosamente el destino de los distintos miembros de la familia real. También profetizó la llegada de Napoleón y el comienzo del Primer Imperio. Hizo todo esto para demostrar lo que se puede conseguir por medio de un conocimiento superior. Posteriormente, cuando fue arrestado y enviado a la Bastilla, Cagliostro escribió en el muro de su celda el siguiente mensaje críptico, que, cuando se interpreta, quiere decir: «En 1789, la Bastilla asediada será demolida por vosotros el 14 de julio de arriba abajo».

Cagliostro fue el representante misterioso de los Caballeros Templarios, el iniciado rosacruz de cuya espléndida sabiduría da fe la profundidad del rito egipcio de la masonería. Por consiguiente, el conde de Cagliostro sigue siendo uno de los personajes más extraños de la historia: sus amigos creen que ha vivido desde siempre y que participó en las bodas de Caná, mientras que sus enemigos lo acusan de ser el diablo en persona. Alejandro Dumas describe con habilidad su capacidad profética en El collar de la reina. El mundo al que pretendía servir a su extraña manera no lo aceptó, sino que, a lo largo de los siglos, ha seguido persiguiendo de forma implacable hasta la memoria de aquel adepto ilustre que, incapaz de llevar a cabo la gran labor que tenía entre manos, se hizo a un lado para favorecer a un compatriota suyo, que lo consiguió: el conde de Saint Germain.


El conde de Saint Germain

Durante la primera parte del siglo XVIII apareció en los círculos diplomáticos europeos la personalidad más desconcertante de la historia: un hombre cuya vida se acercaba tanto a ser sinónimo de misterio que el enigma de su verdadera identidad resultaba tan insoluble para sus contemporáneos como lo ha sido para los investigadores posteriores. El conde de Saint Germain era reconocido como el erudito y lingüista más destacado de su época. Sus logros versátiles abarcan desde la química y la historia hasta la poesía y la música. Tocaba varios instrumentos musicales con gran maestría y entre sus numerosas composiciones figura una ópera breve. También fue un pintor de una habilidad poco común y se cree que los notables efectos luminosos que creaba en el lienzo se debían a que mezclaba madreperla en polvo con sus pigmentos. Se ha distinguido en todo el mundo por su aptitud para reproducir en sus pinturas el brillo original de las piedras preciosas que aparecen en los trajes de sus modelos. Sus conocimientos lingüísticos rondaban lo sobrenatural. Hablaba alemán, inglés, italiano, portugués, español, francés con acento piamontés, griego, latín, sánscrito, árabe y chino con tanta fluidez que en cada país que visitaba lo tomaban por autóctono. Era ambidiestro hasta tal punto que podía escribir el mismo artículo con las dos manos al mismo tiempo. Cuando después se ponían los dos trozos de papel con una luz por detrás, lo escrito en una hoja cubría con exactitud, letra por letra, lo escrito en la otra.

Como historiador, el conde de Saint Germain poseía un conocimiento asombroso de todo lo que había ocurrido en los dos mil años anteriores y en sus recuerdos describía con gran lujo de detalles acontecimientos de siglos anteriores en los que había desempeñado un papel importante. Colaboró con Mesmer en el desarrollo de la teoría del mesmerismo y es muy probable que en realidad fuese el descubridor de dicha ciencia. Sus conocimientos de química eran tan profundos que era capaz de suprimir las fallas de los diamantes y otras piedras preciosas y en realidad asilo hizo, a petición de Luis XV, en 1757.También era reconocido como un crítico de arte sin parangón y a menudo lo consultaban acerca de pinturas atribuidas a los grandes maestros. Madame de Pompadour dio fe de que poseía el legendario elixir de la vida, porque ella descubrió —declaraba— que él había regalado a una dama de la corte cierto líquido inestimable que había tenido el efecto de conservar le su vivacidad juvenil y su belleza veinticinco años más de lo habitual. La extraordinaria precisión de sus profecías lo hizo acreedor de no poca fama. Predijo para María Antonieta la caída de la monarquía francesa y también fue consciente del desdichado destino de la familia real varios años antes de que se produjera la revolución. Sin embargo, la prueba suprema del genio del conde fue su perspicacia para captar la situación política europea y la habilidad consumada con la que eludió las ofensivas de sus adversarios diplomáticos Trabajó como agente secreto para varios gobiernos europeos —incluido el francés— y en todo momento llevaba cartas credenciales que le daban acceso a los círculos más exclusivos.

En su excelente monografía The Comte de St.-Germain, the Secret of Kings, la señora Cooper-Oakley enumera los principales nombres por los que se hizo pasar esta persona increíble entre 1710 y 1822. «Durante este período —escribe la autora—, tenemos a monsieur de Saint Germain como el marqués de Montferrat, el conde Bellamarre o Aymar en Venecia, el Chevalier Schoening en Pisa, el Chevalier Weldon en Milán y Leipzig, el conde Soltikoff en Génova y Leghorn, Graf Tzarogy en Schwalbach y Triesdorf, el Prinz Ragoczy en Dresde y el conde de Saint Germain en París, La Haya, Londres y San Petersburgo». Resulta evidente que monsieur de Saint Germain adoptó todos estos nombres para poder cumplir su labor de agente secreto político, que fue —suponen los historiadores— la principal misión de su vida.

Se ha descrito al conde de Saint Germain como de mediana estatura, cuerpo bien proporcionado y facciones regulares y agradables. Tenía la tez algo morena y el cabello oscuro, aunque a menudo se lo empolvaba. Vestía con sencillez, por lo general de negro, pero la ropa le sentaba bien y era de calidad inmejorable. Aparentemente, le obsesionaban los diamantes y los llevaba no solo en anillos, sino también en el reloj y la cadena, la caja de rapé y en sus hebillas. En una ocasión, un joyero calculó que las hebillas de sus zapatos valían doscientos mil francos.

En general se representa al conde como un hombre de mediana edad, sin arrugas y sin ningún trastorno físico. No comía carne ni bebía vino; en realidad, pocas veces comía en presencia de terceros. Aunque algunos nobles de la corte francesa lo consideraban un charlatán y un impostor, Luis XV reprendió con severidad a un cortesano que hizo un comentario despreciativo acerca de él. La elegancia y la dignidad que caracterizaban su conducta, junto con su perfecto control de cada situación, daban fe del refinamiento y la cultura innatos de alguien que estaba en su ambiente. Aquella persona extraordinaria tenía, además, la sorprendente e impresionante habilidad de adivinar, hasta los más mínimos detalles, las preguntas que le harían incluso antes de que se formularan. Mediante algo similar a la telepatía, también era capaz de sentir cuándo era necesaria su presencia en alguna ciudad o estado lejanos y también se tiene constancia de que tenía el hábito asombroso no solo de aparecer en sus propios aposentos y en los de sus amigos sin recurrir al formalismo de usar la puerta, sino también de salir de ellos de la misma forma. En sus viajes, monsieur de Saint Germain recorrió numerosos países. Durante el reinado de Pedro III estuvo en Rusia y entre los años 1737 y 1742 estuvo en la corte del sah de Persia como invitado de honor. Acerca de sus correrías, Una Birch escribe lo siguiente: «Los viajes del conde de Saint Germain abarcaban un período de muchos años y una gran variedad de países. De Persia a Francia y de Calcina a Roma, era conocido y respetado. Horace Walpole habló con él en Londres en 1745: Clive lo conoció en India en 1756: madame d’Adhémar afirma que lo vio en París en 1789, cinco años después de su supuesta muerte, mientras que otras personas pretenden haber conversado con él a principios del siglo XIX. Gozaba de confianza e intimidad con los monarcas europeos y tenía el honor de ser amigo de muchas personas distinguidas de todas las nacionalidades.

Hasta se lo menciona en las memorias y las cartas de aquella época y siempre como un hombre misterioso. Federico el Grande. Voltaire, madame de Pompadour, Rousseau, Chatham y Walpole —todos ellos lo conocieron en persona— compiten entre sí en cuanto a la curiosidad sobre sus orígenes Sin embargo, durante las numerosas décadas en las que estuvo delante del mundo, nadie logró descubrir por qué apareció como agente jacobita en Londres, como conspirador en San Petersburgo, como alquimista y entendido en cuadros en París o como general ruso en Nápoles […] Una y otra vez se levanta el telón que envuelve sus acciones y se nos permite verlo tocando el violín en la sala de música de Versalles, cotilleando con Horace Walpole en Londres, sentado en la biblioteca de Federico el Grande en Berlín o dirigiendo reuniones iluministas en cuevas a orillas del Rin».

En general, el conde de Saint Germán ha sido considerado una figura importante en las primeras actividades de los masones, a pesar de los esfuerzos reiterados —probablemente con segundas intenciones— por desacreditar su filiación masónica, de los cuales encontramos un ejemplo en un relato que se publicó en The Secret Tradition in Freemasonry, de Arthur Edward Waite.

Este autor, después de hacer varios comentarios despectivos sobre él, añade a su artículo la reproducción de un grabado del otro conde de Saint Germain: aparentemente, no podía distinguir al gran iluminista del general francés. Falta aún determinar, fuera de toda duda, que el conde de Saint Germain no solo era masón, sino también templario; de hecho, en sus memorias, Cagliostro declara directamente que fue iniciado por Saint Germain en la orden de los Caballeros Templarios. Muchos de los personajes ilustres con los que se relacionaba el conde de Saint Germain eran masones distinguidos y se han conservado suficientes documentos acerca de las discusiones celebradas para demostrar que era un maestro de la tradición masónica. También resulta bastante seguro que estaba relacionado con los rosacruces y es posible que en realidad fuera el director de esta orden. El conde de Saint Germain estaba muy familiarizado con los principios del esoterismo oriental. Practicaba el sistema de meditación y concentración oriental y en muchas ocasiones se lo había visto sentado con los pies cruzados y las manos flexionadas en la postura de un Buda hindú. Tenía un refugio en pleno Himalaya al que se retiraba de vez en cuando para alejarse del mundo. Una vez anunció que permanecería en India ochenta y cinco años y que después regresaría al ámbito de sus labores europeas. En varias oportunidades reconoció que obedecía las órdenes de un poder superior y mayor que él mismo. Lo que no dijo es que aquel poder superior era la escuela mistérica que lo había enviado al mundo para cumplir una misión determinada. El conde de Saint Germain y sir Francis Bacon son los dos principales emisarios enviados al mundo por la Hermandad Secreta en los últimos mil años.

El escritor teosófico E. Francis Udny cree que el conde de Saint Germain no era hijo del príncipe Rákóczy de Transilvania, sino que, por su edad, no podía ser otro que el propio príncipe, del cual se sabía que era de naturaleza mística y profundamente filosófica. El mismo autor cree que el conde de Saint Germain pasó por la «muerte filosófica», como Francis Bacon en 1626, como François Rákóczy en 1735 y como conde de Saint Germain en 1784. También piensa que el conde de Saint Germain era el famoso conde de Gabalis y, como conde Hompesch, fue el último Gran Maestro de los Caballeros de Malta. Es bien sabido que muchos miembros de las sociedades secretas europeas han fingido la muerte por diversos motivos. El mariscal Ney, miembro de la Sociedad de Filósofos Desconocidos, se libró del pelotón de fusilamiento y, con el nombre de Peter Stuart Ney vivió y dio clases en un colegio de Carolina del Norte durante más de treinta años. En su lecho de muerte, P. S. Ney le contó al doctor Locke, el médico que lo atendía, que él era el mariscal Ney de Francia. Al concluir un artículo sobre la identidad del inescrutable conde de Saint Germain, Andrew Lang escribió:

«¿Murió de verdad Saint Germain en el palacio del príncipe Carlos de Hesse alrededor de 1780 o 1785? Por el contrario, ¿habrá huido de la prisión francesa en la que Grosley creyó haberlo visto durante la Revolución francesa? ¿Lo conoció lord Lytton en tomo a 1860? […] ¿Será él el misterioso asesor moscovita del Dalai Lama? ¿Quién sabe? Es una quimera de los autores de memorias del siglo XVII.


Episodios de la historia de Estados Unidos

Muchas veces se ha planteado la pregunta de si la visión de la «Nueva Atlántida» de Francis Bacon habrá sido un sueño profético de la gran civilización que no tardaría en surgir en el Nuevo Mundo. No cabe duda de que las sociedades secretas europeas conspiraron para establecer en el continente americano «una nueva nación, concebida en libertad y consagrada al principio de que todos los hombres son iguales al nacer». En los primeros años de la historia de Estados Unidos tuvieron lugar dos incidentes que demuestran la influencia de aquel órgano silencioso que durante tanto tiempo ha dirigido los destinos de los pueblos y las religiones. Gracias a ellos se crean naciones como medios para promulgar ideales y, mientras las naciones son fieles a estos ideales, sobreviven, pero cuando se apartan de ellos, desaparecen como la vieja Atlántida, que había dejado de «conocer a los dioses».

En su tratado breve pero admirable titulado Our Flag, Robert Allen Campbell revive los detalles de un episodio oscuro pero sumamente importante de la historia estadounidense: el diseño de la bandera de las colonias en 1775. Interviene en el relato un hombre misterioso, acerca del cual lo único que se sabe es que era conocido tanto del general George Washington como del doctor Benjamín Franklin. Del tratado de Campbell se extrae la siguiente descripción:

Aparentemente, era poco lo que se sabía con respecto a este anciano caballero y en el material a partir del cual se ha compilado esta narración su nombre no se menciona ni una sola vez, sino que siempre se lo nombra o se hace referencia a él como «el Profesor». Era evidente que superaba los setenta años y a menudo hablaba de acontecimientos históricos que habían ocurrido más de un siglo antes como si hubiera sido testigo de ellos, a pesar de lo cual se lo veía erguido, vigoroso y activo, fuerte como un roble y lúcido, tan robusto y lleno de energía en todo sentido como si estuviera en la flor de la vida. Era alto, de buena figura, desenvuelto y de modales elegantes y era, al mismo tiempo, cortés, refinado y autoritario. Para aquella época y teniendo en cuenta las costumbres de los colonos, tenía una forma de vivir bastante peculiar: no comía carne, aves ni pescado; no se alimentaba de nada que fuera verde, de ninguna raíz ni de nada que no estuviera maduro; no bebía bebidas alcohólicas, vino ni cerveza, sino que limitaba su dieta a los cereales y sus productos a frutas que hubiesen madurado en la planta al sol, frutos secos, té suave y, para endulzar, miel, azúcar o melaza.

Era muy educado, sumamente culto, dotado de amplia y variada información y muy estudioso. Dedicaba buena parte de su tiempo al estudio de una serie de libros viejos y manuscritos antiguos muy excepcionales, que parecía estar descifrando, traduciendo o reescribiendo. Jamás enseñaba a nadie aquellos libros y manuscritos ni tampoco sus propios escritos y ni siquiera los mencionaba en sus conversaciones con la familia, salvo de manera muy informal, y siempre los guardaba con cuidado bajo llave en un gran arcón pesado y anticuado de roble, de forma cúbica y recubierto de hierro, cada vez que salía de su habitación, aunque fuera para comer. A menudo daba largos paseos solo, se sentaba en la cima de las colinas vecinas o cavilaba en medio de los prados verdes y salpicados de flores. Gastaba su dinero —del que disponía en abundancia— con generosidad, pero sin derroche. Era un miembro de la familia tranquilo, aunque muy simpático e interesante, y en apariencia le gustaban todos los temas que surgían en la conversación. Era, en síntesis, una persona que no pasaba desapercibida y a la que todos respetaban, pocos conocían bien y a la que nadie se atrevía a interrogar acerca de sí misma, para averiguar de dónde procedía, cuánto tiempo se quedaría ni hacia dónde iría después.

Por algo más que mera coincidencia, el comité designado por el Congreso de las colonias para diseñar una bandera aceptó la invitación de la misma familia en cuya casa se alojaba el Profesor, en Cambridge. Fue allí donde el general Washington se reunió con ellos para elegir un emblema apropiado. Por los signos que intercambiaron entre ellos, era evidente que tanto el general Washington como el doctor Franklin reconocieron al Profesor, que fue invitado por unanimidad a participar activamente en el comité. Durante la reunión posterior, el Profesor fue tratado con el máximo respeto y de inmediato se hizo todo lo que él sugirió. Presentó un modelo que consideraba adecuado simbólicamente para la nueva bandera, que fue aceptado sin dudar por los otros seis miembros del comité, que votaron para que la propuesta del Profesor fuera adoptada de inmediato. Después del episodio de la bandera, el Profesor desapareció discretamente y ya no se supo nada más de él.

¿Acaso el general Washington y el doctor Franklin reconocieron en el Profesor a un emisario de la escuela mistérica que durante tanto tiempo ha controlado los destinos políticos de nuestro planeta? Benjamín Franklin era filósofo y masón y, posiblemente, iniciado rosacruz. Él y el marqués de Lafayette —otro hombre misterioso—constituyen dos de los principales eslabones de la cadena de circunstancias que culminaron con el establecimiento de las primeras trece colonias americanas como una nación libre e independiente. Da buena fe de los logros filosóficos del doctor Franklin el Poor Richard’s Almanac, publicado por él mismo durante muchos años con el nombre de Richard Saunders. También demuestra su interés por la causa de la masonería el hecho de que volviera a publicar la Constitución de 1723 de Anderson, una obra peculiar y muy controvertida sobre el tema. El segundo de estos episodios misteriosos se produjo durante la tarde del 4 de julio de 1776. En el viejo edificio de la legislatura estatal de Filadelfia se había reunido un grupo de hombres para la tarea memorable de cortar el último vínculo entre el país viejo y el nuevo. Era un momento serio y no pocos de los presentes temían que pagarían aquel atrevimiento con su vida.

En pleno debate, resonó una voz fortísima: todos callaron y se volvieron a mirar al desconocido. ¿Quién era aquel hombre que de pronto había aparecido entre ellos y los había dejado paralizados con su oratoria? Nunca lo habían visto hasta entonces y nadie se había dado cuenta de su entrada, pero su elevada estatura y la palidez de su rostro los llenaron de un respeto reverencial. Con el fervor sagrado que resonaba en su voz, el desconocido los conmovió hasta el alma. Sus últimas palabras se oyeron en todo el edificio: «¡Dios ha concedido a América la libertad!».

Cuando el desconocido se hundió exhausto en un sillón, estalló un entusiasmo desenfrenado. Se volcaron en el pergamino un nombre tras otro y así se firmó la declaración de la independencia, pero ¿dónde estaba el hombre que había precipitado la consecución de aquella tarea inmortal, que por un momento había alzado el velo de los ojos de los reunidos y les había revelado al menos una parte del gran propósito para el cual fue concebida la nueva nación? Había desaparecido y jamás se lo volvió a ver ni se pudo determinar su identidad. Aquel episodio es comparable con otros similares mencionados por los historiadores antiguos con respecto a la fundación de todas las naciones nuevas. ¿Son meras coincidencias o demuestran que la sabiduría divina de los Misterios antiguos sigue presente en el mundo para servir a la humanidad como antes?


Conclusión

Filipo, rey de Macedonia, con la ambición de conseguir un maestro capaz de impartir las ramas superiores del conocimiento a su hijo de catorce años, Alejandro, y con el deseo de que el príncipe tuviera por mentor al más famoso y erudito de los grandes filósofos decidió ponerse en contacto con Aristóteles y envió al sabio griego la carta siguiente: «Muchas gracias, no tanto por su nacimiento como porque haya nacido en vuestro tiempo, porque espero que, si es educado e instruido por vos, será digno de nosotros dos y del reino que heredará». Aristóteles aceptó la invitación de Filipo, viajó a Macedonia en el cuarto año de la centésima octava olimpiada y permaneció ocho años como tutor de Alejandro. El afecto del joven príncipe por su instructor llegó a ser tan grande como el que sentía por su padre. Decía que su padre le había dado el ser, pero que Aristóteles le había enseñado a saber ser.

Aristóteles transmitió a Alejandro Magno los principios básicos de la Sabiduría Antigua y a los pies del filósofo el joven macedonio se dio cuenta de la trascendencia del conocimiento griego, personificado en el discípulo inmortal de Platón. Elevado por su maestro iluminado al umbral de la esfera filosófica, contempló el mundo de los sabios, un mundo que no llegaría a conquistar por culpa del destino y de las limitaciones de su propia alma. En sus horas libres, Aristóteles corrigió y agregó notas explicativas a la Ilíada de Homero, y presentó el volumen acabado a Alejandro. El joven conquistador apreciaba tanto aquel libro que lo llevaba consigo en todas sus campañas. Cuando derrotó a Darlo, descubrió en medio del botín un espléndido cofre de ungüentos tachonado de piedras preciosas; arrojó al suelo su contenido y declaró que por fin había encontrado un estuche digno de la edición de la Ilíada de Aristóteles.

Durante su campaña en Asia, Alejandro se enteró de que Aristóteles había publicado uno de sus discursos más preciados y aquello apenó mucho al joven rey. En consecuencia, a Aristóteles, el conquistador de lo desconocido, Alejandro, el conquistador de lo conocido, envió una carta desafortunada y llena de reproches en la que reconocía que la pompa y el poder mundanos no eran suficientes:

«Alejandro saluda a Aristóteles Has hecho mal en publicar aquellas ramas de la ciencia que hasta ahora no se podían adquirir si no era por instrucción oral.

¿Cómo aventajaré a los demás si el conocimiento más profundo que he obtenido de ti está al alcance de cualquiera? Por mi parte, prefiero superar a la mayoría de la humanidad en las ramas más sublimes del saber que en el alcance del poder y el dominio. Adiós». La recepción de esta carta asombrosa no tuvo consecuencias en la apacible vida de Aristóteles, quien respondió que, a pesar de haber comunicado el discurso a las multitudes, nadie que no lo hubiera escuchado pronunciarlo (que careciera de comprensión espiritual) podría captar su verdadera importancia. Pocos años después, Alejandro Magno pasó a mejor vida y junto con su cuerpo se desmoronó la estructura del imperio erigido en torno a su personalidad. Un año después, Aristóteles también entró en aquel mundo superior sobre cuyos misterios tanto había conversado con sus discípulos en el Liceo. Sin embargo, así como Aristóteles superaba a Alejandro en vida, también lo superó en la muerte, porque, aunque su cuerpo se descompuso en una tumba ignota, el gran filósofo siguió vivo en sus logros intelectuales Siglo tras siglo le rindieron un homenaje agradecido y todas las generaciones reflexionaron sobre sus teoremas hasta que, por la mera trascendencia de su raciocinio, Aristóteles —«el maestro de los que saben», como le decía Dante— llegó a ser el verdadero conquistador del mundo que Alejandro había tratado de someter con la espada. De este modo queda demostrado que para apoderarse de un hombre no basta con esclavizar su cuerpo, sino que es necesario conseguir su razón, y que para liberar a un hombre no basta con abrir los grilletes que le sujetan las extremidades, sino que hay que liberar su mente de la esclavitud de su propia ignorancia. La conquista física siempre fracasa, porque, al generar odio y disensión, alienta a la mente a vengar al cuerpo ultrajado; sin embargo, todos los hombres se ven obligados, ya sea voluntaria o involuntariamente, a obedecer al intelecto en el cual reconocen cualidades y virtudes superiores a las propias. Que la cultura filosófica de la antigua Grecia, Egipto e India superaba a la del mundo moderno es algo que todos deben admitir, hasta los modernistas más empedernidos. La época dorada de la estética, el intelectualismo y la ética griega jamás ha sido igualada desde entonces. El verdadero filósofo pertenece al orden más noble de seres humanos y la nación o raza que haya sido bendecida con la posesión de pensadores iluminados es, sin duda, afortunada y su nombre se recordará gracias a ellos. En la famosa escuela pitagórica de Crotona, la filosofía se consideraba indispensable para la vida del hombre. Si alguien no comprendía la dignidad del raciocinio, no se podía decir que estuviera vivo de verdad; por eso, cuando por su perversidad innata algún miembro se retiraba voluntariamente o era expulsado de la fraternidad filosófica, se le ponía una lápida en el cementerio comunitario, porque quien abandonase las actividades intelectuales y éticas para volver a ingresar en la esfera material, con sus ilusiones de los sentidos y su falsa ambición, se consideraba muerto para la esfera de la realidad. La vida representada por la esclavitud de los sentidos era, para los pitagóricos, la muerte espiritual, mientras que para ellos la vida espiritual era la muerte en el mundo de los sentidos.

La filosofía otorga vida, porque revela la dignidad y el propósito de la vida. El materialismo otorga muerte, porque embota o nubla las facultades del alma humana que deberían responder a los impulsos vivificantes del pensamiento creativo de la virtud enaltecedora. ¡Cuán por debajo de estos principios están las leyes por las que nos regimos los hombres en el siglo XX! Hoy el hombre, una criatura sublime con una capacidad infinita de autosuperación, en su esfuerzo por ser fiel a principios falsos, se aparta de su derecho inalienable al conocimiento —sin darse cuenta de las consecuencias—y cae en la vorágine de la ilusión material. Dedica el período precioso de sus años terrenales al esfuerzo penosamente inútil de establecerse como un poder imperecedero en un reino de cosas perecederas. Poco a poco va desapareciendo de su mente objetiva el recuerdo de su vida como ser espiritual y concentra todas sus facultades parcialmente despiertas en el hervidero de la colmena de la laboriosidad, que, en un momento dado, llega a ser para él la única realidad. Desde las elevadas alturas de su egoísmo, se hunde poco a poco en las sombrías profundidades de la fugacidad. Cae al nivel de las bestias y de forma animal masculla los problemas que surgen de su conocimiento insuficiente del plan divino. Aquí. en la confusión chillona de un gran infierno industrial, político y comercial, los hombres se retuercen en medio del dolor que se provocan ellos mismos y, tendiendo las manos hacia las nieblas que se arremolinan, tratan de agarrar y de sujetar los fantasmas grotescos del éxito y el poder.

Desconocedor de la causa de la vida, desconocedor de la finalidad de la vida y desconocedor de lo que hay más allá del misterio de la muerte, aunque posee en su interior la respuesta a todas estas preguntas, el hombre está dispuesto a sacrificar lo hermoso, lo verdadero y lo bueno que hay dentro y fuera de sí mismo sobre el altar sangriento de la ambición mundana. El mundo de la filosofía —aquel jardín hermoso del pensamiento en el cual viven los sabios, unidos por el vínculo de la fraternidad— desaparece de la vista y en su lugar surge un imperio de piedra, acero, humo y odio, un mundo en el cual millones de criaturas potencialmente humanas corretean de aquí para allá en un esfuerzo desesperado por existir y, al mismo tiempo, mantener la inmensa institución que han levantado y que, como un poderoso gigante, retumba inevitablemente hacia un fin desconocido. En este imperio material que el hombre erige con la vana creencia de que puede eclipsar el reino de los celestiales, todo se convierte en piedra. Fascinado por el oropel del triunfo, el hombre contempla fijamente el rostro de la codicia, que, cual Medusa, lo deja petrificado.

En este período comercial, lo único que interesa a la ciencia es clasificar el conocimiento físico e investigar las partes temporales e ilusorias de la naturaleza. Los descubrimientos que considera prácticos se limitan a sujetar más estrechamente al hombre con los lazos de la limitación física. Hasta la religión se ha vuelto materialista: la belleza y la dignidad de la fe se miden mediante pilas inmensas de mampostería, la cantidad de propiedades inmobiliarias o el balance financiero. La filosofía, que conecta el cielo con la tierra como una escalera imponente, cuyos peldaños han subido los iluminados de todos los tiempos hasta llegar a la presencia viva de la Realidad… Hasta la filosofía se ha convertido en un cúmulo prosaico y heterogéneo de nociones contradictorias. Ya nada queda de su belleza, su dignidad ni su trascendencia. Como otras ramas del pensamiento humano, se ha vuelto materialista —«práctica»— y sus actividades están tan controladas que tal vez hasta contribuyan a levantar este mundo moderno de piedra y acero. En las filas de los llamados eruditos está surgiendo un nuevo orden de pensadores, que mejor habría que llamar la Escuela de los Sabios Mundanos.

Después de llegar a la increíble conclusión de que ellos eran la sal intelectual de la tierra, estos hombres de letras se han designado los jueces definitivos de todo conocimiento, tanto humano como divino. Este grupo sostiene que todos los místicos debían de ser epilépticos y la mayoría de los santos, neuróticos. Declara que Dios es una invención de la superstición primitiva, que el universo se creó sin ninguna intención determinada, que la inmortalidad es producto de la imaginación y que un individuo excepcional no es más que una combinación fortuita de células Según ellos, Pitágoras estaba mal de la cabeza, Sócrates tenía fama de borracho, a san Pablo le daban ataques, Paracelso era un curandero infame, el conde de Cagliostro, un embaucador y el conde de Saint Germain, el mayor sinvergüenza de la historia.

¿Qué tienen en común los conceptos elevados de los redentores y los sabios iluminados del mundo con estos productos atrofiados y distorsionados del «realismo» de este siglo? En todo el mundo, los hombres y las mujeres oprimidos por los sistemas culturales desalmados del presente piden a gritos el regreso de la época desterrada de la belleza y la ilustración, de algo práctico en el sentido más elevado del término. Unos pocos empiezan a darse cuenta de que la llamada civilización en su forma actual está en su punto de fuga, que la frialdad, lo despiadado, el comercialismo y la eficacia material no son prácticos y que lo único que vale realmente la pena es lo que brinda la oportunidad de expresar amor e idealismo. Todo el mundo busca la felicidad, pero nadie sabe dónde buscarla. Los hombres deben aprender que la felicidad corona la búsqueda de conocimiento del alma. Solo en la realización de la infinita bondad y la infinita consecución se puede garantizar la paz interior. A pesar del egocentrismo humano, hay algo en la mente del hombre que quiere llegar a la filosofía; no a este o a aquel código filosófico, sino simplemente a la filosofía en su sentido más amplio y completo. Tienen que resurgir las grandes instituciones filosóficas del pasado, porque son las únicas que pueden rasgar el velo que separa el mundo de las causas del de los efectos. Solo los Misterios —aquellas escuelas sagradas de sabiduría— pueden revelar a una humanidad luchadora un universo más grande y más glorioso que es el verdadero hogar del ser espiritual llamado hombre. La filosofía moderna ha fracasado, porque para ella el pensamiento no es más que un proceso intelectual. El pensamiento materialista es un código de vida tan desesperado como el propio comercialismo. La capacidad de pensar certeramente es lo que redime a la humanidad. Los redentores mitológicos e históricos de todos los tiempos fueron personificaciones de dicha capacidad. Quien tiene un poco más de racionalidad que su prójimo está mejor que este. Al que actúa en un plano más elevado de racionalidad que el resto del mundo lo llaman el pensador más grande. Al que actúa en un plano inferior lo consideran bárbaro. Por consiguiente, el desarrollo racional relativo es el verdadero indicador del estado evolutivo del individuo.

En síntesis, la verdadera finalidad de la filosofía antigua era descubrir un método que permitiera acelerar la evolución de la naturaleza racional, para no tener que esperar los procesos naturales que son más lentos. Aquella fuente suprema de poder, aquella obtención de conocimiento, aquel despliegue del dios interior queda oculto bajo la afirmación epigramática de la vida filosófica. Aquella era la clave de la Gran Obra, el misterio de la piedra filosofal, porque significaba que se había conseguido la transmutación alquímica. Por consiguiente, la filosofía antigua era, en primer lugar, la forma de vivir la vida: en segundo lugar, un método intelectual. El único que puede llegar a convenirse en filósofo en el sentido supremo es aquel que vive la vida filosófica. Lo que el hombre vive es lo que llega a conocer. Por consiguiente, un gran filósofo es aquel que dedica por entero los tres aspectos de su vida —el físico, el mental y el espiritual— a su racionalidad, que está presente en todos ellos.

La naturaleza física, la emocional y la mental del hombre brindan medios de provecho o detrimento recíprocos entre ellas. Como la naturaleza física es el entorno inmediato de la mental, la única mente capaz de un pensamiento racional es la que está entronizada en una constitución material armoniosa y sumamente refinada. Por consiguiente, la acción correcta, el sentimiento correcto y el pensamiento correcto son requisitos previos para el conocimiento correcto y la obtención del poder filosófico es algo que solo está al alcance de los que han armonizado su pensamiento con su manera de vivir. Los sabios, por lo tanto, declaran que nadie puede llegar al máximo en la ciencia del conocimiento hasta que no ha llegado al máximo en la ciencia del vivir. El poder filosófico es el producto natural de la vida filosófica. Así como una existencia física intensa hace hincapié en la importancia de los objetos físicos o el ascetismo metafísico monástico establece la conveniencia del estado de éxtasis, la total concentración filosófica conduce la conciencia del pensador hacia la más elevada y noble de las esferas: el mundo filosófico o racional puro.

En una civilización preocupada fundamentalmente por conseguir los extremos de la actividad temporal, el filósofo representa el intelecto equilibrador que puede evaluar y conducir el desarrollo cultural. Establecer un ritmo filosófico en la naturaleza de un individuo por lo general requiere entre quince y veinte años. Durante todo este período, los discípulos de antaño eran sometidos constantemente a la disciplina más severa. Cada actividad de la vida se iba desconectando poco a poco de otros intereses y se focalizaba en la parte racional. En el mundo antiguo había otro factor más vital, que intervenía en la producción de intelectos racionales y que escapa por completo a la comprensión de los pensadores modernos; a saber: la iniciación en los Misterios filosóficos. Un hombre que hubiese demostrado su peculiar aptitud mental y espiritual era aceptado en el conjunto de los cultos y se le revelaba la herencia inestimable de la tradición arcana, preservada de generación en generación. Aquella herencia de la verdad filosófica es el tesoro incomparable de todos los tiempos y cada uno de los discípulos admitidos en aquellas hermandades de sabios hacía, a su vez, su aportación individual a aquella reserva del conocimiento secreto.

La única esperanza del mundo es la filosofía, porque todas las penas de la vida moderna se deben a la falta de un código filosófico adecuado. Los que perciben al menos en parte la dignidad de la vida no pueden por menos que darse cuenta de la superficialidad aparente en las actividades de esta época. Bien se ha dicho que nadie triunfará mientras no desarrolle su filosofía de vida. Tampoco alcanzará la verdadera grandeza ninguna raza ni ninguna nación, mientras no formule una filosofía adecuada ni dedique su existencia a una política coherente con ella. Durante la guerra mundial, cuando la llamada civilización arrojó la mitad de sí misma contra la otra mitad en un arrebato de odio, los hombres destruyeron sin piedad algo más precioso incluso que la vida humana: borraron los recuerdos del pensamiento humano que pueden dirigir la vida con inteligencia. En verdad declaró Mahoma que la tinta de los filósofos era más preciosa que la sangre de los mártires. Documentos inestimables, constancias de logros inapreciables, conocimientos basados en siglos de observación y experimentación pacientes por los elegidos de la tierra: todos fueron destruidos, casi sin el menor reparo. ¿Qué era el conocimiento, qué eran la verdad, la belleza, el amor, el idealismo, la filosofía o la religión, en comparación con el deseo del hombre de controlar un punto infinitesimal en los campos del cosmos durante un fragmento de tiempo inestimablemente diminuto?

Tan solo por la ambición de satisfacer algún capricho o impulso, el hombre arrancaría de raíz el universo, aun sabiendo que al cabo de pocos años deberá partir y dejar para la posteridad todo lo que ha tomado, como una vieja causa que será objeto de nuevas discusiones. La guerra, prueba irrefutable de la irracionalidad, sigue ardiendo en el corazón de los hombres y no puede morir hasta que no se supere el egoísmo humano. Armada con invenciones variopintas y elementos destructivos, la civilización continuará su lucha fratricida en los siglos venideros; sin embargo, en la mente del hombre está naciendo un gran temor: el temor de que, con el tiempo, la civilización se destruya en una gran lucha catastrófica. Entonces habrá que volver a representar el drama eterno de la reconstrucción. De las ruinas de la civilización que desapareció al morir su idealismo, algún pueblo primitivo que sigue todavía en el vientre del destino deberá construir un nuevo mundo. En previsión de las necesidades de ese momento, los filósofos de todos los tiempos desean que, en la estructura del nuevo mundo, se incorpore lo más verdadero y lo mejor de todo lo que ha habido antes. Es una ley divina que la suma de los logros anteriores sea la base de cada nuevo orden de cosas. Hay que preservar los grandes tesoros filosóficos de la humanidad. Podemos dejar que se deteriore lo que es superficial, pero lo que es fundamental y esencial debe permanecer, a cualquier precio.

Los platónicos distinguían dos formas fundamentales de ignorancia: la simple y la compleja. La ignorancia simple no es más que la falta de conocimiento y es común a todas las criaturas que existieron después de la primera causa, la única que tiene la perfección del conocimiento. La ignorancia simple es un factor que está siempre activo y que empuja al alma para seguir tratando de conseguir más conocimientos Del estado virginal de desconocimiento surge el deseo de tomar conciencia, que da como resultado la mejora del estado mental. El intelecto humano siempre está rodeado de formas de existencia que van más allá de la valoración de sus facultades desarrolladas solo en parte. En este ámbito de objetos no comprendidos hay una fuente infalible de estímulos mentales Por consiguiente, del esfuerzo de hacer frente de forma racional al problema de lo desconocido con el tiempo acaba surgiendo la sabiduría. En este análisis, la causa última es la única que se puede considerar sabia, o, para decirlo en términos más sencillos, solo Dios es bueno. Sócrates decía que el conocimiento, la virtud y la utilidad eran uno con la naturaleza innata de la bondad. El conocimiento es una condición del saber; la virtud es una condición del ser, y la utilidad es una condición del hacer. Si para nosotros la sabiduría es sinónimo de completitud mental, resulta evidente que un estado así solo puede existir en la totalidad, porque lo que es menos que el Todo no puede poseer la plenitud de la Totalidad. Ninguna parte de la creación está completa; por consiguiente, todas las partes son imperfectas en la medida en que no llegan a la totalidad. Cuando hay incompletitud, se deduce que debe de haber ignorancia, porque cada parte, aunque sea capaz de conocerse a sí misma, no puede ser consciente del Yo de las demás partes. Filosóficamente, el crecimiento desde el punto de vista de la evolución humana es un proceso que va de lo heterogéneo a lo homogéneo. Con el tiempo, por consiguiente, la conciencia aislada de los fragmentos individuales se vuelve a unir para convenirse en la conciencia completa del Todo. Entonces y solo entonces, la condición de lo omnisciente se vuelve una realidad absoluta.

De este modo, todas las criaturas son relativamente ignorantes y, al mismo tiempo, relativamente sabias; relativamente nada y, sin embargo, relativamente todo. El microscopio revela al hombre su significancia y el telescopio, su insignificancia. Por medio de las eternidades de la existencia, el hombre va aumentando poco a poco tanto su sabiduría como su comprensión:

su conciencia creciente va incluyendo más de lo externo dentro de la zona del ser. Incluso en su estado actual de imperfección, el hombre se va dando cuenta de que nunca puede ser verdaderamente feliz mientras no sea perfecto y que de todas las facultades que contribuyen a su autoperfección ninguna iguala en importancia al intelecto racional. A través del laberinto de la diversidad, solo la mente iluminada puede y debe conducir el alma hacia la luz perfecta de la unidad. Además de la ignorancia simple, que es el factor más potente del desarrollo mental, hay otra ignorancia mucho más peligrosa y sutil. Esta segunda forma, llamada ignorancia doble o compleja, se puede definir brevemente como la ignorancia de la ignorancia. Al adorar al sol, la luna y las estrellas y al ofrecer sacrificios a los vientos, el salvaje primitivo trataba de propiciar a sus dioses desconocidos con fetiches rudimentarios. Vivía en un mundo lleno de maravillas que no comprendía. Ahora se alzan grandes ciudades en los lugares por donde antes deambulaban los hombres primitivos La humanidad ya no se considera rudimentaria ni aborigen.

El espíritu de la maravilla y el sobrecogimiento ha sido sustituido por el de la sofisticación. En la actualidad, el hombre adora sus propios logros y, o bien relega al fondo de su conciencia las inmensidades del tiempo y el espacio, o no las tiene en cuenta en absoluto. El siglo XX convierte la civilización en su fetiche y se abruma con sus propias invenciones; hasta se inventa sus propios dioses. La humanidad ha olvidado lo infinitesimal, lo efímera y lo ignorante que es en realidad. Se ha burlado de Ptolomeo, porque para él la tierra era el centro del universo, y la civilización moderna parece basarse en la hipótesis de que el planeta tierra es la más permanente e importante de todas las esferas celestes y que los dioses contemplan fascinados, desde sus tronos estelares, los acontecimientos monumentales y excepcionales que ocurren en este hormiguero esférico y caótico.

A lo largo de las épocas, el hombre ha trabajado sin descanso para construir ciudades que pueda gobernar con pompa y poderío, como si una cinta de oro o diez millones de vasallos pudieran elevarlo por encima de la dignidad de sus propios pensamientos y hacer que el brillo de su cetro sea visible hasta las estrellas más lejanas. Mientras este planeta diminuto gira en su órbita en el espacio, lleva consigo alrededor de dos mil millones de seres humanos que viven y mueren ajenos a la existencia inconmensurable que hay más allá del bulto en el que viven. En comparación con la infinitud del tiempo y el espacio, ¿qué son los magnates de la industria o los amos de las finanzas? Si uno de estos plutócratas prosperara hasta gobernar toda la tierra, ¿qué sería sino un déspota insignificante sentado en un grano de polvo cósmico?

La filosofía revela al hombre su similitud con la Totalidad. Le enseña que es hermano de los soles que salpican el firmamento y, de ser un contribuyente sobre un átomo que gira, lo eleva a ciudadano del cosmos. Le enseña que, aunque físicamente esté vinculado a la tierra (de la cual forman parte su sangre y sus huesos), existe en su interior un poder espiritual, un Yo más divino, a través del cual se unifica con la sinfonía del Todo. La ignorancia de la ignorancia, pues, es el estado autosatisfecho de inconsciencia en el cual el hombre, que no sabe nada fuera de la zona limitada de sus sentidos físicos, declara, todo engreído, que no hay nada más que conocer. Quien no conoce más vida que la física solo es ignorante, pero quien declara que la vida física es lo más importante y la eleva al puesto de la realidad suprema es ignorante de su propia ignorancia. Si el Infinito no hubiese querido que el hombre se volviera sabio, no le habría otorgado la facultad de conocer. Si no hubiese querido que el hombre fuera virtuoso, no habría sembrado en el corazón humano las semillas de la virtud. Si hubiese predestinado al hombre a limitarse a su pobre vida física, no le habría proporcionado percepciones ni sensibilidades que le permitiesen captar, al menos en parte, la inmensidad del universo exterior. Los que proclaman la filosofía convocan a todos los hombres a una camaradería espiritual, a una fraternidad de pensamiento, a una asamblea del Yo. La filosofía invita a todos los hombres a salir de la inutilidad del egoísmo, de la pesadumbre de la ignorancia y de la desesperación de la mundanalidad, de la parodia de la ambición y de las crueles garras de la codicia, del infierno rojo del odio y de la tumba fría del idealismo improductivo.

La filosofía conduciría a todos los hombres hacia las perspectivas amplias y serenas de la verdad, porque el mundo de la filosofía es una tierra de paz, en la cual tienen oportunidad de expresarse las mejores cualidades acumuladas dentro de cada alma humana. Aquí se enseñan a los hombres las maravillas de las briznas de hierba; cada palo y cada piedra están dotados de palabra y revelan el secreto de su ser. Toda la vida, bañada en el resplandor del entendimiento, se conviene en una realidad hermosa y maravillosa. De las cuatro esquinas de la creación brota un cántico fortísimo de júbilo, porque aquí, a la luz de la filosofía, se revela la finalidad de la existencia: la sabiduría y la bondad que impregnan el Todo se vuelven evidentes hasta para el intelecto imperfecto del hombre. El corazón anhelante de la humanidad encuentra aquí la camaradería que extrae de los lugares más recónditos del alma esa gran reserva de bondad que allí reside, como el metal precioso en una veta escondida en las profundidades.


Manly Palmer Hall - El Popol Vuh

Ningún otro libro sagrado expresa de forma tan completa como el Popol Vuh los rituales iniciáticos de una gran escuela de filosofía mística. Basta con este volumen para establecer indiscutiblemente la excelencia filosófica de la raza cobriza o piel roja. «Los “hijos del Sol” rojos —escribe James Morgan Pryse— no adoran al Único Dios. Para ellos, el Único Dios es totalmente impersonal y todas las Fuerzas que emanaban del Único Dios son personales. Es exactamente lo opuesto de la concepción popular occidental de un Dios personal y de las fuerzas impersonales que actúan en la naturaleza. Cada uno ha de decidir por sí mismo cuál de estas creencias es más filosófica. Aquellos hijos del Sol adoran a la serpiente emplumada, que es la mensajera del sol. Era el dios Quetzalcóatl en México, Gucumatz para los quichés y en Perú lo llamaban Amaru. De este último nombre procede nuestra palabra “América”. Amaruca quiere decir, literalmente, “la tierra de la serpiente emplumada”. Hubo un tiempo en el cual los sacerdotes de este Dios de la Paz gobernaron las dos Américas desde su centro principal en las cordilleras. Todos los pieles rojas que se han mantenido fieles a la antigua religión siguen bajo su influjo. Uno de sus centros fuertes estaba en Guatemala y a su Orden pertenecía el autor del libro llamado Popol Vuh. En lengua quiché, Gucumatz es el equivalente exacto de Quetzalcóatl en lengua náhuatl: quetzal, ave del Paraíso; coatl, serpiente: “la serpiente velada con plumas del ave del Paraíso”».

El Popol Vuh fue descubierto por el padre Ximénez en el siglo XVII: fue traducido al francés por Brasseur de Bourbourg y se publicó en 1861. La única traducción completa al inglés es la de Kenneth Sylvan Guthrie, publicada en los primeros números de la revista The Word, que se utilizó como referencia para escribir este artículo. Una parte del Popol Vuh fue traducida al inglés por James Morgan Pryse, con comentarios sumamente valiosos, pero lamentablemente nunca la acabó. El segundo libro del Popol Vuh se dedica en su mayor parte a los rituales de iniciación de la nación quiché. Estas ceremonias son de la máxima importancia para los estudiosos del simbolismo masónico y la filosofía mística, porque establecen fuera de toda duda la existencia de escuelas mistéricas antiguas y de origen divino en el continente americano.

Lewis Spence, en su descripción del Popol Vuh, propone unas cuantas traducciones del título del propio manuscrito. Tras pasar por alto las versiones «El libro de la alfombra» y «El registro de la comunidad», le parece probable que el título correcto sea «La colección de hojas escritas», porque popol significa «corteza preparada» y vuh, «papel» o «libro», y procede del verbo uoch, que quiere decir «escribir».

Según la interpretación del doctor Guthrie, las palabras Popol Vuh significan «El libro del Senado» o «El libro de la Asamblea Sagrada»; Brasseur de Bourbourg lo llama «El libro sagrado» y el padre Ximénez llama al volumen «El libro nacional». En sus artículos sobre el Popol Vuh publicados en el decimoquinto volumen de Lucifer, James Morgan Pryse encara el tema desde el punto de vista del místico y llama a esta obra «El libro del velo azul celeste». En el propio Popol Vuh se hace referencia a los documentos antiguos de los cuales obtuvo el material el indio cristianizado que lo compiló como «El relato de la existencia humana en la tierra de penumbras y de cómo el hombre vio la luz y la vida».

Los escasos documentos indígenas disponibles contienen abundantes pruebas de que las civilizaciones posteriores de América Central y del Sur estuvieron totalmente dominadas por la magia negra de su clase sacerdotal. En las convexidades de sus espejos magnetizados, los hechiceros indios captaban la inteligencia de los seres elementales y, mirando fijamente el fondo de aquellos dispositivos espantosos, acabaron por subordinar el cetro a la varita mágica. En su búsqueda de la verdad, los neófitos, vestidos con prendas de color negro azabache, eran conducidos por sus guías torvos a través de los pasillos confusos de la nigromancia. Por el camino siniestro descendían a las profundidades sombrías del mundo infernal, donde aprendían a dotar a las piedras del poder del habla y a atrapar sutilmente la mente de los hombres con sus salmodias y sus fetiches Una de las típicas perversiones predominantes era que nadie podía acceder a los Misterios mayores mientras no hubiese inmolado con sus propias manos a un ser humano y no hubiese elevado el corazón sangrante de la víctima hasta el rostro provocador del ídolo de piedra fabricado por una clase sacerdotal cuyos miembros eran más conscientes de lo que osaban reconocer de la verdadera naturaleza del demonio creado por el hombre. Es posible que los ritos sanguinarios e indescriptibles que practicaban muchos de los indios de América Central representasen vestigios de la perversión, por parte de los últimos atlantes, de los antiguos Misterios del sol. Según la tradición secreta, durante la época atlante tardía la magia negra y la hechicería dominaron las escuelas esotéricas, lo cual trajo como consecuencia los sangrientos ritos expiatorios y la idolatría horripilante que acabaron por derrocar al imperio atlante y hasta llegaron a introducirse en el mundo religioso ario.


Los misterios de Xibalbá

Los príncipes de Xibalbá —así lo cuenta el Popol Vuh— enviaron a sus cuatro lechuzas a Hun Hunahpú y a Vucub Hunahpú con la orden de que se presentaran de inmediato en el lugar de iniciación, situado en lo más recóndito de las montañas de Guatemala. Al no poder superar las pruebas a las que los sometieron los príncipes, los dos hermanos —según la antigua costumbre — pagaron su deficiencia con la vida.

Los enterraron juntos, pero colocaron la cabeza de Hun Hunahpú entre las ramas del árbol sagrado de las calabazas que crecía en medio del camino que conducía a los espantosos Misterios de Xibalbá. El árbol se llenó de frutos de inmediato y la cabeza de Hun Hunahpú «se perdió de vista, porque se mezcló con los demás frutos del árbol de las calabazas». Xquiq era una doncella, hija del príncipe Cuchumaquiq, al que oye hablar del maravilloso árbol de las calabazas y, como desea poseer uno de sus frutos, viaja sola hasta el lugar sombrío en el que crece. Cuando Xquiq alarga la mano para coger el fruto del árbol, le cae encima un poco de saliva de la boca de Hun Hunahpú y la cabeza le habla y le dice: «Esta saliva y espuma es mi posteridad, que acabo de entregarte. Mi cabeza ya no volverá a hablar, porque no es más que la cabeza de un cadáver, que no tiene más carne».

Siguiendo las recomendaciones de Hun Hunahpú, la joven regresa a su casa. Cuando su padre, Cuchumaquiq, descubre que está a punto de ser madre, le pregunta quién es el padre de su hijo. Xquiq le responde que engendró al niño mientras miraba la cabeza de Hun Hunahpú en el árbol de las calabazas y que no había conocido hombre alguno. Cuchumaquiq se niega a creer su historia y, a instancias de los príncipes de Xibalbá, pide el corazón de su hija en una urna. Cuando sus verdugos la van a buscar, Xquiq les suplica que le perdonen la vida; ellos acceden y sustituyen su corazón por el fruto de cierto árbol (el caucho), cuya resina es roja y tiene la consistencia de la sangre. Cuando los príncipes de Xibalbá pusieron el supuesto corazón sobre las brasas del altar para que se consumiera, todos quedaron atónitos por el perfume que emanaba de él, porque nadie sabía que estaban quemando el fruto de una planta aromática.

Xquiq dio a luz a gemelos, que recibieron los nombres de Hunahpú y Xbalanqué y dedicaron sus vidas a vengar la muerte de Hun Hunahpú y la de Vucub Hunahpú. Pasaron los años y los dos muchachos se convirtieron en adultos y hacían grandes cosas. Destacaban en particular en cierto juego llamado tenis, aunque algo parecido al hockey. Al oír hablar de la destreza de los jóvenes, los príncipes de Xibalbá preguntaron: «¿Quiénes son estos que otra vez comienzan a jugar sobre nuestra cabeza y que no vacilan en sacudir (la tierra)? ¿Acaso no han muerto Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú, los que querían elevarse a sí mismos delante de nuestras narices?». Conque los príncipes de Xibalbá mandaron a buscar a los dos jóvenes, Hunahpú y Xbalanqué, para poder destruirlos también en los siete días de los Misterios. Antes de partir, los dos hermanos se despidieron de su abuela y cada uno plantó en el medio de la casa una caña y le dijo que, mientras la planta viviera, ellos estañan vivos. «Oh, abuela nuestra, oh, madre nuestra, no lloréis: observad la señal de nuestra palabra que queda con vosotras» Hunahpú y Xbalanqué partieron entonces, cada uno con su sabarcan (cerbatana), y durante muchos días recorrieron el camino peligroso, descendieron por barrancos tortuosos y caminaron junto a precipicios escarpados y pasaron junto a extrañas aves y manantiales hirviendo, hacia el santuario de Xibalbá.

Las duras pruebas de los Misterios de Xibalbá en realidad eran siete. A título preliminar, los dos aventureros tuvieron que cruzar un río de lodo y a continuación uno de sangre: consiguieron las dos proezas usando sus sabarcans como puentes Siguieron andando hasta llegar a la confluencia de cuatro caminos: uno negro, uno blanco, uno rojo y uno verde. Entonces Hunahpú y Xbalanqué se dieron cuenta de que la primera prueba consistiría en ser capaces de distinguir a los príncipes de Xibalbá de las efigies de madera que iban vestidas para parecerse a ellos y que también debían llamar a cada príncipe por su nombre, sin que nadie se los hubiera dicho. Para conseguir aquella información, Hunahpú se arrancó un pelo de la pierna y el pelo se convirtió en un insecto extraño llamado Xan, que fue zumbando por el camino negro, entró en la sala del consejo de los príncipes de Xibalbá y picó la pierna de la figura más próxima a la puerta: así descubrió que se trataba de un maniquí. Con el mismo artificio descubrió que la segunda figura era de madera, pero, cuando picó a la tercera, de inmediato obtuvo respuesta. Picando por orden a todos los príncipes reunidos, el insecto averiguó cómo se llamaba cada uno, porque los príncipes fueron diciendo sus nombres en voz alta al analizar la causa de las misteriosas picaduras. Después de conseguir la información deseada de aquella manera tan original, el insecto regresó a donde estaban Hunahpú y Xbalanqué, que, reconfortados de este modo, se acercaron sin temor a las puertas de Xibalbá y se presentaron ante la asamblea de los doce príncipes. Cuando les indicaron que adoraran al rey, Hunahpú y Xbalanqué rieron, porque sabían que la figura que les habían señalado era el maniquí inerte.

Los jóvenes aventureros se dirigieron entonces a los doce príncipes, llamándolos por su nombre, de esta manera: «Salve, Hun Carne: salve, Vucub Carne: salve, Xiquiripat; salve, Cuchumaquiq; salve, Ahal Puh; salve, Ahal Cana; salve, Chamia Bac; salve, Chamia Holom; salve, Quic Xic: salve, Patan; salve, Quix Re: salve, Quix Rix Cae». Cuando los de Xibalbá los invitaron a sentarse sobre un gran banco de piedra, Hunahpú y Xbalanqué se excusaron, porque ya sabían que la piedra estaba caliente y que, si se sentaban en ella, morirían asados. EntonceS los príncipes de Xibalbá ordenaron a Hunahpú y a Xbalanqué que descansaran durante la noche en la Casa de las Sombras con lo cual finalizó el primer grado de los Misterios de Xibalbá.

La segunda prueba tuvo lugar en la Casa de las Sombras, donde se entregó a cada candidato una antorcha de pino y un cigarro y les dijeron que tenían que mantener los dos encendidos durante toda la noche, a pesar de lo cual debían devolverlos a la mañana siguiente sin que se hubiesen consumido. Sabiendo que, si fracasaban en la prueba, la muerte era la alternativa, los jóvenes quemaron plumas de guacamayo en lugar de las astillas de pino —se les parecen mucho— y también pusieron luciérnagas en el extremo de los cigarros. Al ver las luces, los que los vigilaban estaban seguros de que Hunahpú y Xbalanqué habían caído en la trampa, pero, al hacerse de día, las antorchas y los cigarros fueron devueltos a los guardias sin consumirse y todavía encendidos. Los príncipes de Xibalbá contemplaron con asombro y sobrecogimiento las astillas y los cigarros, porque era la primera vez que les eran devueltos intactos.

Se supone que la tercera prueba tuvo lugar en una cueva llamada la Casa de las Lanzas, donde, hora tras hora, los jóvenes se veían obligados a defenderse de los guerreros más fuertes y más hábiles, amados con lanzas. Hunahpú y Xbalanqué calmaron a los lanceros —que entonces dejaron de atacarlos— y concentraron su atención en la segunda parte de la prueba, que era la más difícil: presentar cuatro floreros con las flores más singulares, a pesar de que no les permitían salir del templo para recogerlas. Como los guardias no los dejaban pasar, los dos jóvenes pidieron ayuda a las hormigas: aquellas criaturas diminutas entraron en los jardines del templo y volvieron con las flores, de modo que a la mañana siguiente los floreros estaban llenos. Cuando Hunahpú y Xbalanqué presentaron las flores a los doce príncipes, estos, asombrados, se dieron cuenta de que les habían birlado las flores de su propio jardín particular. Consternados, los príncipes de Xibalbá se reunieron para encontrar la manera de destruir a aquellos neófitos intrépidos y de inmediato prepararon para ellos la prueba siguiente. Para la cuarta prueba, hicieron entrar a los dos hermanos en la Casa del Frío, donde permanecieron toda la noche. Para los príncipes de Xibalbá, el frío de aquella cueva helada era insoportable y se la describe como «la morada de los vientos helados del Norte». No obstante, para protegerse de la influencia insensibilizadora del aire helado, Hunahpú y Xbalanqué encendieron fuegos con piñas, cuyo calor hizo huir de la cueva al espíritu del frío, de modo que, cuando amaneció, los jóvenes no estaban muertos, sino llenos de vida. Mayor incluso que antes fue el asombro de los príncipes de Xibalbá cuando Hunahpú y Xbalanqué volvieron a entrar en la sala de reuniones custodiados por sus guardianes.

La quinta prueba también fue de índole nocturna. Condujeron a Hunahpú y a Xbalanqué a una gran cámara, que de inmediato se llenó de tigres feroces, y los obligaron a permanecer allí durante toda la noche. Los jóvenes arrojaron huesos a los tigres, que los animales destrozaron con sus poderosas mandíbulas. Cuando los príncipes de Xibalbá miraron el interior de la Casa de los Tigres y vieron a los animales masticando los huesos, se dijeron los unos a los otros: «Por fin han aprendido (a conocer el poder de Xibalbá) y se han entregado a las bestias». Sin embargo, cuando al amanecer Hunahpú y Xbalanqué salieron ilesos de la Casa de los Tigres, los de Xibalbá exclamaron: «¿A qué raza pertenecen?», porque no comprendían cómo era posible que alguien se librara de la furia de los tigres. Entonces los príncipes de Xibalbá prepararon para los dos hermanos otra prueba. La sexta prueba consistía en permanecer en la Casa del Fuego desde la puesta hasta la salida del sol. Hunahpú y Xbalanqué entraron en un aposento enorme dispuesto como un horno. Por todos lados surgían las llamas y el aire era sofocante: hacía tanto calor que los que entraban en la cámara solo sobrevivían unos momentos. Sin embargo, al amanecer, cuando se abrieron las puertas del horno, Hunahpú y Xbalanqué salieron sin que la furia de las llamas los hubiese chamuscado. Los príncipes de Xibalbá, al ver que aquellos dos jóvenes intrépidos habían sobrevivido a todas las pruebas que habían preparado para destruirlos, temieron que todos los secretos de Xibalbá cayeran en manos de Hunahpú y Xbalanqué, de modo que prepararon la última prueba, más terrible aún que todas las anteriores, seguros de que los jóvenes no resistirían aquella experiencia crucial. La séptima prueba tuvo lugar en la Casa de los Murciélagos, donde, en un oscuro laberinto subterráneo, acechaban numerosas criaturas destructivas extrañas y detestables. Murciélagos inmensos aleteaban con tristeza por los corredores y colgaban con las alas plegadas de las esculturas de las paredes y los techos Allí también vivía Camazotz, el Dios Murciélago, un monstruo horrible con cuerpo humano y alas y cabeza de murciélago. Camazotz llevaba una gran espada y, elevándose en la penumbra, decapitaba de un solo golpe de su hoja a los que vagaban desprevenidos tratando de atravesar aquellas cámaras aterradoras. Xbalanqué logró superar aquella prueba espantosa, pero Camazotz pilló a Hunahpú por sorpresa y le cortó la cabeza.

Posteriormente, Hunahpú recuperó la vida gracias a la magia y los dos hermanos, después de frustrar todos los intentos de acabar con su vida que hicieron los de Xibalbá, para vengar mejor el asesinato de Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú, se dejaron quemar en una pira funeraria. Entonces, sus huesos pulverizados fueron arrojados a un río y de inmediato se convirtieron en dos grandes peces-hombres. Posteriormente cobraron la forma de unos ancianos vagabundos, bailaron para los habitantes de Xibalbá e hicieron extraños milagros. Por ejemplo, podían cortarse el uno al otro en pedazos y después, con una sola palabra, resucitarse, o quemaban casas por arte de magia y a continuación, en un instante, las reconstruían. La fama de los dos bailarines —en realidad se trataba de Hunahpú y Xbalanqué— finalmente llegó a oídos de los doce príncipes de Xibalbá, que, acto seguido, quisieron que los dos taumaturgos hicieran sus extrañas proezas frente a ellos. Hunahpú y Xbalanqué dieron muerte al perro de los príncipes y le devolvieron la vida, incendiaron el palacio real y lo reconstruyeron enseguida y dieron más muestras de sus poderes mágicos: entonces, el monarca de Xibalbá pidió a los magos que lo destruyeran y lo resucitaran a él también, de modo que Hunahpú y Xbalanqué asesinaron a los príncipes de Xibalbá, pero no los volvieron a la vida, con lo cual vengaron el asesinato de Hun Hunahpú y de Vucub Hunahpú. Aquellos héroes subieron después al cielo, donde se convirtieron en las luces celestiales.


Las claves de los misterios de Xibalbá

«¿Acaso estas iniciaciones — escribe Le Plongeon— no nos recuerdan vívidamente lo que Henoch decía que veía en sus visiones? Aquella casa de cristal encendido, ardiente y fría como el hielo: aquel lugar donde estaban el arco de fuego, el carcaj con las flechas, la espada de fuego; aquel otro por el que tuvo que atravesar el arroyo murmurador y el río de fuego, y los extremos de la tierra, llenos de todo tipo de animales y aves inmensos o la morada en la que apareció uno de gran gloria sentado en la esfera del sol y, por último, aquel tamarindo situado en medio de la tierra, que —según le dijeron— era el árbol del Conocimiento, ¿no era similar al árbol de las calabazas que crecía en medio del camino en el cual los de Xibalbá colocaron la cabeza de Hun Hunahpú después de sacrificarlo por no haber superado la primera prueba de la iniciación? […] Estas eran las pruebas atroces que los candidatos tenían que superar para iniciarse en los misterios sagrados en Xibalbá. ¿No parecen un equivalente exacto de lo que ocurría de forma más leve en la iniciación en los misterios eleusinos y también en los mayores misterios de Egipto, de los que eran una copia? ¿No recuerda acaso la enumeración de lo que los candidatos a los misterios de Xibalbá tenían que saber para ser admitidos […], de las maravillosas proezas similares que — según decían— tenían que realizar los mahatmas, los hermanos en India, y varios de los pasajes del Libro de Daniel, que había sido iniciado en los misterios de los caldeos, o los magos, que, según Eubulo, se dividían en tres clases o géneros, el máximo de los cuales era el de los más eruditos?»

En sus notas introductorias al Popol Vuh, el doctor Guthrie presenta unos cuantos paralelismos importantes entre este libro sagrado de los quichés y las escrituras sagradas de otras grandes civilizaciones En las pruebas que Hunahpú y Xbalanqué se ven obligados a superar encuentra la siguiente analogía con los signos del Zodiaco, según se utilizan en los Misterios de los egipcios, los caldeos y los griegos:

Aries al cruzar el río de lodo. Tauro, al cruzar el no de sangre. Géminis, al descubrir los dos muñecos disfrazados de reyes. Cáncer, la Casa de la Oscuridad, Leo, la Casa de las Lanzas. Virgo, la Casa del Frío (el habitual viaje al infierno). Libra. la Casa de los Tigres (la elegancia felina). Escorpio, la Casa del Fuego. Sagitario, la Casa de los Murciélagos, donde el dios Camazotz decapita a uno de los héroes. Capricornio, la quema en el cadalso (el fénix dual). Acuario, al arrojar sus cenizas a un río. Piscis, al convertirse sus cenizas en peceshombres y recuperar después la forma humana.

Parecería más adecuado asignar el río de sangre a Aries y el de lodo a Tauro y no es en absoluto improbable que en la forma antigua de la leyenda el orden de los ríos estuviera invertido. La conclusión más asombrosa del doctor Guthrie es su intento de identificar a Xibalbá con el antiguo continente de la Atlántida. Para él, los doce príncipes de Xibalbá son los gobernantes del imperio atlante y en la destrucción de aquellos príncipes mediante la magia de Hunahpú y Xbalanqué encuentra una alegoría del final trágico de la Atlántida. Sin embargo, para el iniciado resulta evidente que la Atlántida no es más que una figura simbólica en la cual se presenta el misterio de los orígenes. Preocupado fundamentalmente por los problemas de la anatomía mística, Pryse asocia los diversos símbolos que se describen en el Popol Vuh con los centros ocultos de la conciencia en el cuerpo humano. Por consiguiente, encuentra en la bola elástica la glándula pineal y en Hunahpú y Xbalanqué la doble corriente eléctrica que circula a lo largo de la columna vertebral. Lamentablemente, Pryse no tradujo la parte del Popol Vuh que trata directamente del ceremonial iniciático. Para él, Xibalbá es la esfera oscura o etérica que, según las enseñanzas de los Misterios, estaba situada dentro del cuerpo del propio planeta. El cuarto libro del Popol Vuh concluye con la narración de la construcción de un templo majestuoso, completamente blanco, donde se conservaba una piedra adivinatoria negra y secreta, de forma cúbica. Gucumatz (o Quetzalcóatl) comparte muchos de los atributos del rey Salomón: el relato de la construcción del templo en el Popol Vuh recuerda la historia del Templo de Salomón y no cabe duda de que tiene un significado similar. Lo primero que impulsó a Brasseur de Bourbourg a estudiar los paralelismos religiosos del Popol Vuh fue el hecho de que el templo, junto con la piedra negra que contenía, se llamaba la Caabaha, un nombre con un parecido asombroso con el del Templo, o Kaaba, que contiene la piedra negra sagrada del islam.

Las hazañas de Hunahpú y Xbalanqué tienen lugar antes de que en realidad se cree la raza humana y, por ende, hay que considerarlas, fundamentalmente, misterios espirituales. Xibalbá representa, sin duda, el universo inferior de la filosofía caldea y la pitagórica; los príncipes de Xibalbá son los doce gobernantes del universo inferior, y los dos maniquíes que hay entre ellos se pueden interpretar como los dos signos falsos del Zodiaco, insertados en los cielos para que los Misterios astronómicos resulten incomprensibles para los profanos. El descenso de Hunahpú y Xbalanqué al reino subterráneo de Xibalbá, para lo cual cruzaron los ríos mediante puentes hechos con sus cerbatanas, presenta una leve analogía con el descenso de la naturaleza espiritual del hombre al cuerpo físico mediante determinados canales superfísicos que se pueden comparar con las cerbatanas o los tubos. La sabarcan también es un símbolo adecuado de la columna vertebral y el poder que reside dentro de su diminuta abertura central. Se invita a los dos jóvenes a jugar al «juego de la vida» con los dioses de la muerte y solo gracias a la ayuda del poder sobrenatural que les confieren los «sabios» pueden derrotar a aquellos señores sombríos. Las pruebas representan el alma que deambula por los reinos subzodiacales del universo creado, y que al final logren derrotar a los señores de la muerte representa el ascenso de la conciencia espiritual e iluminada desde la naturaleza inferior que se ha consumido por completo en el fuego de la purificación espiritual. Si analizamos los símbolos que aparecen en las imágenes de sus sacerdotes y sus dioses, resulta evidente que los quichés poseían las claves del misterio de la regeneración. En el Volumen II de los Anales del Museo Nacional de México se reproduce la cabeza de una imagen que, según se cree en general, representa a Quetzalcóatl. La forma de esculpir tiene un carácter oriental inconfundible y en la coronilla aparecen tanto el sol de mil pétalos de la iluminación espiritual como la serpiente del fuego liberado de la columna. El chakra hindú es inconfundible y aparece a menudo en el arte religioso de las tres Américas. Uno de los monolitos esculpidos de América Central está adornado con la cabeza de dos elefantes con sus conductores. No han existido animales así en el hemisferio occidental desde tiempos prehistóricos y, evidentemente, las tallas son consecuencia del contacto con el lejano continente asiático. Entre los Misterios de los indios centroamericanos existe una doctrina sorprendente acerca de los mantos consagrados o —como les dicen en Europa— las capas mágicas. Como su esplendor era fatal para la vista humana, cuando los dioses se aparecían ante los sacerdotes iniciados se envolvían con aquellos mantos. La alegoría y la fábula son, asimismo, los mantos con los que se envuelve siempre la doctrina secreta. Una de estas capas mágicas de ocultación es el Popol Vuh y en lo más profundo de sus pliegues se encuentra el dios de la filosofía quiché. Las inmensas pirámides, templos y monolitos de América Central se pueden comparar también con los pies de los dioses, cuya parte superior se cubre con mantos mágicos de invisibilidad.

En su artículo sobe «La topografía del mundo espiritual de Dante», Charles Allen Dinsmore escribe lo siguiente:

«[Dante] mantenía que la tierra es redonda, con un hemisferio de tierra, en cuyo centro está Jerusalén. El otro hemisferio al principio contenía tierra, pero, cuando Lucifer, al ser expulsado del cielo, estaba a punto de caer sobre él el suelo “se disimuló en el mar” y llegó al otro lado del globo, de modo que quedó un hemisferio de tierra y otro de agua. El interior de la tierra también se retiró ante el Lucifer que descendía, dejando una gran cavidad cónica, que iba desde el centro del globo hasta la superficie del hemisferio deshabitado. El vacío que creó el mal en el mundo es la morada de las almas perdidas y se divide en nueve círculos, el séptimo de los cuales se subdivide en tres círculos más pequeños; el octavo, en diez zanjas, y el noveno, en cuatro franjas. En el centro de la tierra y, por consiguiente, en el punto más alejado de Dios, está Lucifer, con la cabeza y el cuerpo en uno de los hemisferios y las piernas en el otro, de modo que, cuando Virgilio y Dante dieron la vuelta sobre sus caderas, cruzaron el centro de gravedad y pasaron de un hemisferio al otro». En el medio del hemisferio del agua hay una montaña cónica, el Purgatorio, que se eleva en siete escalones. En su cima está el Paraíso terrestre o Jardín del Edén, donde Dante encontró a Beatriz. Según La divina comedia, cuando el alma sube los siete escalones del Purgatorio, queda libre de los siete pecados mortales y a continuación asciende a través de las siete esferas del universo ptolemaico. A cada uno de los planetas se asigna una de las siete virtudes. En la octava esfera, el alma recibe el conocimiento de las verdades espirituales y en la novena, que es la más elevada, se incorpora a los misterios celestiales.


Manly Palmer Hall - El Simbolismo De Los Indios Americanos

El indio americano es simbolista, místico y filósofo por naturaleza. Como ocurría con la mayoría de los pueblos aborígenes, su alma estaba en comunicación con las manifestaciones cósmicas que lo rodeaban. Sus manidos no solo controlaban la creación desde sus tronos elevados por encima de las nubes, sino que también descendían al mundo de los hombres y se mezclaban con sus hijos rojos. Las nubes grises que colgaban por encima del horizonte eran el humo de los calumets de los dioses, que podían encender fuego con madera petrificada y usar un cometa como llama. Los indios americanos poblaron los bosques, los ríos y el cielo con millares de seres superfísicos e invisibles. Hay leyendas de tribus enteras de indios que vivían en el fondo de los lagos: de razas que no se veían jamás a la luz del día, pero que, por la noche, salían de sus cuevas escondidas, deambulaban por la tierra y atacaban a los viajeros desprevenidos; también de indios murciélago, con cuerpo humano y alas de murciélago, que vivían en bosques sombríos y precipicios inaccesibles y dormían colgados cabeza abajo de grandes ramas y afloramientos rocosos. La filosofía de los pieles rojas con respecto a las criaturas elementales es, aparentemente, fruto de su contacto íntimo con la naturaleza, cuyas maravillas inexplicables se convierten en la causa que origina tales especulaciones metafísicas.

Al igual que los escandinavos primitivos, los indios de América del Norte consideraban la tierra (la Gran Madre) un plano intermedio, limitado por arriba por la esfera celestial (la morada del Gran Espíritu) y, por abajo, por un mundo subterráneo oscuro y aterrador (la morada de las sombras y los poderes submundanos). Como los caldeos, dividían el intervalo entre la superficie de la tierra y el cielo en varias capas: una formada por nubes; otra, por los caminos de los cuerpos celestes, y así sucesivamente. El infierno estaba dividido de la misma forma y, al igual que en el sistema griego, representaba para el iniciado la Casa de los Misterios Menores. Las criaturas que podían funcionar en dos o más elementos se consideraban mensajeros entre los espíritus de aquellos planos diversos. Se suponía que la morada de los muertos estaba en un lugar alejado: arriba en los cielos, bajo la tierra, en los confines del mundo o allende el ancho mar. A veces corre un río entre el mundo de los muertos y el de los vivos, como ocurre también en la teología egipcia, la griega y la cristiana. Para los indios, el número cuatro tiene una santidad especial, se supone que porque el Gran Espíritu creó Su universo en un marco cuadrado; esto nos recuerda la veneración que sentían los pitagóricos por la tétrada, a la que consideraban un símbolo apropiado del Creador. Las narraciones legendarias de las extrañas aventuras de héroes intrépidos que, estando en su cuerpo físico, penetraban en los reinos de los muertos demuestran sin duda la presencia de cultos mistéricos entre los pieles rojas norteamericanos. Dondequiera que se establecieran, los Misterios se reconocían como los equivalentes filosóficos de la muerte, porque todos los que pasaban por los rituales experimentaban condiciones posteriores a la muerte cuando todavía conservaban su cuerpo físico. Al consumarse el ritual, el iniciado adquiría la capacidad de entrar y salir de su cuerpo físico a voluntad. Este es el fundamento filosófico de las alegorías de las aventuras en la Tierra de Penumbra o el Mundo de Fantasmas de los indios. «De una costa a otra —escribe Hartley Burr Alexander—, el calumet sagrado es el altar de los indios y su humo es la verdadera ofrenda al cielo».

En las Notas de dicha obra aparece la siguiente descripción de la ceremonia de la pipa: El maestro de ceremonias volvía a ponerse en pie y llenaba y encendía la pipa de la paz con su propio fuego. Echaba tres bocanadas, una después de otra: la primera hacia el cenit, la segunda hacia el suelo y la tercera hacia el Sol. Con la primera daba las gracias al Gran Espíritu por haber preservado su vida durante el año anterior y por permitirle estar presente en aquella asamblea: con la segunda daba las gracias a su Madre, la Tierra, por los diversos productos que habían contribuido a su sustento, y con la tercera daba las gracias al Sol por su luz inagotable, que siempre lo iluminaba lodo. Los indios tenían que conseguir la piedra roja para el calumet en la cantera de arcilla roja en la que había estado el Gran Espíritu en un pasado remoto y, tras haber creado una gran pipa con Sus propias manos, la había fumado en dirección a las cuatro esquinas de la creación y así había instituido aquella ceremonia tan sagrada. Montones de tribus indias —algunas tenían que recorrer miles de kilómetros— obtenían la piedra sagrada solo de aquella cantera, donde, por orden del Gran Espíritu, reinaba la paz eterna. Los indios no adoran al sol, sino que consideran aquella esfera brillante un símbolo adecuado del espíritu grande y bueno que siempre irradia vida para sus hijos rojos. En el simbolismo indio, la serpiente —sobre todo la Gran Serpiente— corrobora otras pruebas que apuntan a la presencia de los Misterios en el continente norteamericano. La serpiente voladora es el distintivo que daban los atlantes a los iniciados; la serpiente de siete cabezas representa las siete grandes islas de la Atlántida (¿las ciudades de Cibola?) y también las siete grandes escuelas prehistóricas de filosofía esotérica. Además, ¿cómo dudar de la presencia de la doctrina secreta en el continente americano después de ver el gran montículo de la serpiente del condado de Adams, en Ohio, en el cual se representa al inmenso reptil como si estuviera arrojando el huevo de la existencia? Muchas tribus de indios americanos creen en la reencarnación y algunas creen en la transmigración. Hasta ponían a sus hijos los nombres que supuestamente habían tenido en una vida anterior. Se cuenta el caso de un padre que, sin querer, había puesto a su hijo un nombre incorrecto, por lo cual la criatura estuvo llorando sin parar hasta que se corrigió el error. Creer en la reencarnación también es muy frecuente entre los esquimales. No es raro que los esquimales ancianos se suiciden para reencarnarse en la familia de algún ser querido recién casado.

Los indios americanos distinguen entre el fantasma y el alma en sí de un difunto, un conocimiento restringido a los iniciados en los Misterios. Al igual que los platónicos, también comprendían los principios de una esfera arquetípica en la cual existen los modelos de todas las formas que se manifiestan en el plano de la tierra. Asimismo, comparten la teoría de las almas de grupos o de ancianos que supervisan las especies animales. La creencia de los pieles rojas en los espíritus guardianes habría entusiasmado a Paracelso. Cuando adquieren la importancia de ser protectores de clanes o tribus enteras, aquellos guardianes reciben el nombre de tótems. En algunas tribus, unas ceremonias imponentes marcan el momento en que se envía a los jóvenes para que ayunen y oren en el bosque, donde permanecen hasta que se les manifiesta su espíritu guardián. La criatura que se les aparece se convierte en su genio particular, al que recurren cuando tienen dificultades.

El héroe extraordinario del folclore indígena norteamericano es Hiawatha, cuyo nombre, según Lewis Spence, significa «el que busca el cinturón de abalorios». Corresponde a Hiawatha el honor de haberse anticipado varios siglos al sueño de una Liga de Naciones que tanto valoraba el difunto Woodrow Wilson. Siguiendo los pasos de Schoolcraft, Longfellow confundía al Hiawatha histórico de los iroqueses con Manabozho, un héroe mitológico de los algonquinos y los ojibwas Hiawatha, un jefe de los iroqueses, logró, tras muchos reveses y decepciones, unificar las cinco grandes naciones de los iroqueses en la «liga de las cinco naciones». El objetivo original de la liga —crear consejos arbitrales para evitar las guerras— no se consiguió del todo, pero el poder de la «cadena de plata» brindó a los iroqueses una solidaridad que no alcanzó ninguna otra confederación de indios norteamericanos. De todos modos, Hiawatha tropezó con la misma oposición que todos los grandes idealistas de la época o la raza que fueran. Los chamanes dirigieron su magia contra él y, según una leyenda, crearon un ave malvada que se abatió sobre su única hija y la destrozó delante de él. Cuando Hiawatha, tras cumplir su misión, se alejó remando en su canoa en dirección al crepúsculo, su pueblo se dio cuenta de la verdadera grandeza de su benefactor y lo elevó a la dignidad de semidiós. En El canto de Hiawatha, Longfellow ha rodeado al gran estadista indio de un ambiente encantador de magia y embeleso; sin embargo, a través del laberinto de símbolos y alegorías, siempre se vislumbra la figura de Hiawatha, el Iniciado, la personificación misma del piel roja y su filosofía.


Jacques Bergier - Melquisedeque

  Melquisedeque aparece pela primeira vez no livro Gênese, na Bíblia. Lá está escrito: “E Melquisedeque, rei de Salem, trouxe pão e vinho. E...