quarta-feira, 1 de fevereiro de 2023

Manly Palmer Hall - Farmacologia, Química y Terapêuticas Herméticas

 

El arte de la curación era, en un principio, una de las ciencias secretas de la clase sacerdotal y el misterio de sus orígenes se esconde tras el mismo velo que oculta la génesis de la creencia religiosa. Todas las formas superiores de conocimiento estaban, al comienzo, en poder de las castas sacerdotales. El templo fue la cuna de la civilización. Los sacerdotes, en ejercicio de su prerrogativa divina, dictaban las leyes y las hacían cumplir, nombraban a los gobernantes y los controlaban, se ocupaban de las necesidades de los vivos y guiaban el destino de los muertos. El clero monopolizaba todas las ramas del saber y solo admitía entre sus filas a quienes reunían las cualidades intelectuales y morales necesarias para perpetuar sus arcanos. La siguiente cita, tomada de El político de Platón, tiene que ver con esta cuestión: «[…] en Egipto, no se permite reinar al propio rey, a menos que tenga poderes sacerdotales, y si perteneciera a otra clase y hubiese llegado al trono mediante la violencia, debe formar parte del clero».
Los candidatos que aspiraban a ser miembros de las órdenes religiosas eran sometidos a duras pruebas —llamadas «iniciaciones»— para demostrar que eran dignos. Los sacerdotes aceptaban como hermanos a quienes lograban superarlas y los instruían en las enseñanzas secretas. Entre los antiguos, la filosofía, la ciencia y la religión nunca se consideraban por separado, sino que cada una se tomaba como una parte esencial del todo. La filosofía era científica y religiosa; la ciencia era filosófica y religiosa, y la religión era filosófica y científica. La sabiduría perfecta se consideraba inalcanzable, a menos que se armonizaran estas tres expresiones de la actividad mental y moral.
Si bien los médicos modernos reconocen a Hipócrates como padre de la medicina, los antiguos therapeutae atribuían al Hermes inmortal la distinción de ser el fundador del arte de curar. San Clemente de Alejandría, al describir los libros atribuidos a la pluma de Hermes, dividió los escritos sagrados en seis clasificaciones generales, una de las cuales, el Pastophorus, estaba dedicada a la ciencia de la medicina. La Smaradgine, o Tabla de Esmeralda, hallada en el valle del Hebro y en general atribuida a Hermes, en realidad es una fórmula química de una orden elevada y secreta. Hipócrates, el famoso médico griego, durante el siglo V antes de Cristo desvinculó el arte de curar de las demás ciencias del templo y estableció de este modo un precedente de separación, una de cuyas consecuencias es el extremo materialismo científico tan difundido en la actualidad. Los antiguos se daban cuenta de la interdependencia de las ciencias, pero los modernos no y, en consecuencia, unos sistemas de conocimiento incompletos procuran mantener el individualismo aislado. Los obstáculos con los que se enfrenta actualmente la investigación científica se deben, en gran medida, a las limitaciones sesgadas impuestas por quienes no están dispuestos a aceptar nada que trascienda de las percepciones concretas de los cinco sentidos humanos principales.

El Sistema de Filosofía Médica de Paracelso

Después de que se hiciera caso omiso de ellos durante mucho tiempo, durante la Edad Media se volvieron a reunir los axiomas y las fórmulas de la sabiduría hermética, se pusieron por escrito y se hicieron esfuerzos sistemáticos para comprobar su validez. A Theophrastus de Hohenheim, que respondía al nombre de Paracelso —que significa «más grande que Celso»—, debe el mundo gran parte del conocimiento que posee actualmente sobre los sistemas de medicina antiguos.
Paracelso dedicó toda su vida a estudiar y presentar la filosofía hermética. Aprovechó todas las nociones y todas las teorías y, si bien los miembros de la fraternidad médica menosprecian hoy su memoria, como se opusieron entonces a su sistema, el mundo oculto sabe que en algún momento será reconocido como el médico supremo de todos los tiempos. Aunque sus enemigos no le perdonan su carácter heterodoxo y exótico y, por sus ansias de viajar, lo han llamado vagabundo, la suya fue una de las pocas mentes que procuraron conciliar con inteligencia el arte de curar con los sistemas filosóficos y religiosos del paganismo y el cristianismo. Para defender su derecho a buscar el conocimiento en todas partes de la tierra y entre todas las clases sociales, Paracelso escribió lo siguiente: «Por lo tanto, considero que es para mí motivo de alabanza y no de culpa haber continuado hasta ahora y dignamente con mis vagabundeos. Por eso doy fe, con respecto a la naturaleza, de que quien la investigue deberá recorrer sus libros con los pies. Lo que está escrito no se ha investigado mediante sus cartas, sino en la naturaleza, de una tierra a otra, a veces en una tierra y otras veces en una hoja, puesto que así es el códice de la naturaleza y así hay que pasar sus páginas».
Paracelso fue un gran observacionista y quienes mejor lo conocieron lo llamaban «el segundo Hermes» y «el Trismegisto suizo». Recorrió Europa de cabo a rabo y es posible que penetrara en tierras orientales mientras buscaba supersticiones y descubría doctrinas supuestamente perdidas. Aprendió mucho de los gitanos acerca del uso de las plantas herbáceas con propiedades medicinales y, aparentemente, de los árabes sobre la fabricación de talismanes y sobre las influencias de los cuerpos celestes Para él era mucho más importante curar a los enfermos que mantener una postura médica ortodoxa, de modo que sacrificó una carrera médica que podría haber llegado a ser digna y fue perseguido toda la vida por atacar implacablemente los sistemas terapéuticos de su época. Su hipótesis fundamental era que todo lo que había en el universo era bueno para algo y por eso arrancaba hongos de las lápidas y recogía rocío en platillos de cristal a medianoche. Era un verdadero explorador de los arcanos de la naturaleza. Según muchos expertos, fue el descubridor del mesmerismo, que Mesmer desarrolló a partir del estudio de las obras de este gran médico suizo. Sus propias palabras extravagantes nos proporcionan la mejor manera de expresar el absoluto desprecio que Paracelso sentía por los limitados sistemas médicos que estuvieron en boga durante su vida y su convencimiento de que eran inadecuados: «Sin embargo, la cantidad de enfermedades debidas a causas desconocidas es muy superior a las que proceden de causas mecánicas y para aquellas nuestros médicos no conocen ninguna cura, porque, al no conocer sus causas, no pueden hacerlas desaparecer. Lo único que les permite la prudencia es observar al paciente y elucubrar sobre su estado, y el paciente puede sentirse satisfecho si los medicamentos que le administran no le ocasionan daños graves ni impiden su restablecimiento.
Los mejores de nuestros médicos populares son los que causan menos daño. Sin embargo, lamentablemente, algunos envenenan a sus pacientes con mercurio y otros los purgan o hacen que mueran desangrados. Algunos han aprendido tanto que su saber les ha hecho perder todo el sentido común, mientras que otros se preocupan mucho más de su propio provecho que de la salud de sus pacientes. Una enfermedad no cambia de estado para ajustarse a los conocimientos del médico, sino que el médico debería comprender las causas de la enfermedad. El médico debería estar al servicio de la naturaleza, en lugar de ser su enemigo; debe ser capaz de guiarla y dirigirla en su lucha por la vida, en lugar de ponerle, por su intromisión poco razonable, nuevos obstáculos en el camino de la recuperación».
La teoría de que casi todas las enfermedades tienen origen en la naturaleza invisible del hombre (el astrum) es un precepto fundamental de la medicina hermética, porque si bien los herméticos no despreciaban en absoluto el cuerpo físico, creían que la constitución material del hombre era una emanación o una objetivación de sus principios espirituales invisibles. A continuación presentamos una reseña breve, pero —creemos— bastante completa, de los principios herméticos de Paracelso.
Existe una sola sustancia vital en la naturaleza, en la cual subsiste todo. Se llama archaeus, o fuerza vital, y es sinónimo de la luz astral o el aire espiritual de los antiguos. Con respecto a esta sustancia, Éliphas Lévi ha escrito lo siguiente: «La luz, el agente creador, cuyas vibraciones son el movimiento y la vida de todas las cosas; la luz, latente en el éter universal y radiante en tomo a centros absorbentes, que, al saturarse de ella, proyectan a su vez movimiento y vida, formando así corrientes creativas; la luz, astralizada en las estrellas, animalizada en los animales, humanizada en los seres humanos; la luz, que vegeta en todas las plantas, reluce en los metales, produce todas las formas de la naturaleza y lo equilibra todo mediante las leyes de la simpatía universal: esta es la luz que muestra los fenómenos del magnetismo, que Paracelso descubrió, que tiñe la sangre, que se arroja desde el aire al ser inhalado y descargado por los fuelles herméticos de los pulmones».
Esta energía vital tiene origen en el cuerpo espiritual de la tierra. Todo objeto creado tiene dos cuerpos: uno visible y material y otro invisible y trascendente. Este último consiste en la contrapartida etérea de la forma física: constituye el vehículo del archaeus y lo podemos llamar «cuerpo vital». Esta funda etérica no desaparece con la muerte, sino que permanece hasta que la forma física se desintegra por completo.
Estos «dobles etéricos» que se ven en torno a los cementerios han dado lugar a la creencia en fantasmas. Como su sustancia es mucho más fina que la del cuerpo terrenal, el doble etérico es mucho más susceptible a los impulsos y a las disonancias. Las perturbaciones de este cuerpo de luz astral provocan buena parte de las enfermedades. Paracelso enseñaba que una persona con una actitud mental malsana puede envenenar su propia naturaleza etérica y que esta infección, al desviarse del flujo natural de la fuerza vital, aparece más adelante como una dolencia física. Todas las plantas y los minerales tienen una naturaleza invisible compuesta por este archaeus, pero cada uno la manifiesta de una forma diferente. Con respecto a los cuerpos de luz astral de las flores, en 1650 Jacques Gaffarel escribió lo siguiente: «Respondo que, aunque se corten en trocitos, se machaquen en un mortero e incluso se quemen hasta reducirlas a cenizas, mantienen —por algún poder secreto y maravilloso de la naturaleza —, tanto en el jugo como en las cenizas, la misma forma y figura que tenían antes y, aunque no sea visible en ese momento, un artista puede, con arte, volverlas visibles a los ojos. Es posible que algunos —aquellos que solo leen los títulos de los libros— encuentren ridícula esta historia, pero quienes así lo deseen pueden verla confirmada, si recurren a las obras de M. du Chesne, S. de la Violette, uno de los mejores químicos que han dado nuestros tiempos, quien afirma que él mismo vio a un excelente médico polaco de Cracovia que guardaba en frascos las cenizas de casi todas las plantas conocidas, de modo que si alguien por curiosidad tenía deseos de ver alguna de ellas, por ejemplo, una rosa, en uno de sus frascos, él cogía el que contenía las cenizas de una rosa y lo sostenía sobre una vela encendida; en cuanto las cenizas comenzaban a sentir el calor, uno podía ver cómo empezaban a moverse y después se levantaban y se dispersaban por el frasco y uno observaba enseguida una especie de nubecilla negra, que se dividía en muchas partea hasta que, finalmente, acababa por representar una rosa, pero tan bella, tan fresca y tan perfecta que uno habría pensado que era tan sólida y olorosa como las que crecen en un rosal».
Según Paracelso, los trastornos del doble etérico eran la causa principal de enfermedad, de modo que trataba de volver a armonizar sus sustancias, poniéndolas en contacto con otros cuerpos cuya energía vital pudiese suministrarles los elementos necesarios o que tuviesen la fuerza suficiente para superar la enfermedad existente en el aura del enfermo. Al eliminarse así su causa invisible, la dolencia no tardaba en desaparecer. Paracelso llamaba mumia al vehículo del archaeus, o fuerza vital. Un buen ejemplo de mumia física es la vacuna, que es el vehículo de un virus semiastral. Todo lo que sirviera como medio de transmisión del archaeus, ya sea orgánico o inorgánico, realmente físico o parcialmente espiritualizado, se denominaba mumia. La forma más universal de la mumia era el éter, que la ciencia moderna ha aceptado como una sustancia hipotética que actúa como medio entre el reino de la energía vital y el de la sustancia orgánica e inorgánica. Resulta prácticamente imposible controlar la energía universal si no es a través de alguno de sus vehículos (la mumia). Un buen ejemplo de esto es la comida. El hombre no se nutre de animales muertos ni de organismos vegetales, pero cuando incorpora a su cuerpo sus estructuras, lo primero que hace es adquirir control sobre la mumia, o doble etérico, del animal o la planta. Una vez logrado este control, el organismo humano dirige el flujo del archaeus hacia sus propios usos.
Paracelso afirma lo siguiente: «Lo que constituye la vida está dentro de la mumia y, al impartir la mumia, impartimos la vida». En esto consiste el secreto de las propiedades terapéuticas de los talismanes y los amuletos, porque la mumia de las sustancias de las cuales están compuestos actúa como un canal que conecta a la persona que los lleva con determinadas manifestaciones de la fuerza vital universal. Según Paracelso, así como las plantas purifican la atmósfera al incorporar a su constitución el anhídrido carbónico que exhalan los animales y los seres humanos, los vegetales y los animales aceptan los elementos de las enfermedades que les transmiten los seres humanos. Como estas formas de vida inferiores tienen organismos y necesidades diferentes de los humanos, a menudo son capaces de asimilar estas sustancias sin efectos negativos. Otras veces, la planta o el animal muere: se sacrifica para que sobreviva la criatura más inteligente y, por consiguiente, más útil. Paracelso descubrió que, en cualquiera de los dos casos, el paciente se iba aliviando poco a poco de su mal. Cuando la vida inferior había asimilado por completo la mumia ajena del paciente o, al no poder hacerlo, había muerto o se había desintegrado, se producía la recuperación completa.
Hicieron falta muchos años de investigación para determinar cuáles eran las plantas o los animales que mejor aceptaban la mumia de cada una de las distintas enfermedades. Paracelso descubrió que, muchas veces, la forma de las plantas indicaba los órganos del cuerpo humano para los que mejor servían. El sistema médico de Paracelso se basaba en la teoría de que, al extraer del organismo del paciente la mumia etérica enferma para incorporarla a la naturaleza de algún ser lejano e imparcial de un valor relativamente escaso, era posible desviar del paciente el flujo de los archaeus que habían estado revitalizando y nutriendo el mal sin cesar. Al transplantarse el vehículo de expresión, el archaeus se veía obligado a acompañar a su mumia y el paciente se recuperaba.

La teoría hermética sobre las causas de la enfermedad

Según los filósofos herméticos, había siete causas principales de enfermedad. La primera eran los malos espíritus: criaturas nacidas de acciones malas y que se alimentaban de la energía vital de aquellos a los que se adherían. La segunda causa era el trastorno de la naturaleza espiritual y la naturaleza material: cuando estas no se coordinaban, se producía una deficiencia mental y física. La tercera era una actitud mental malsana o anormal. La melancolía, las emociones morbosas, el exceso de sentimiento, como las pasiones, la lujuria, la codicia y el odio, afectaban a la mumia y desde allí provocaban una reacción en el cuerpo físico, donde producían úlceras, tumores, cánceres, fiebre y tuberculosis. Para los antiguos, el germen de la enfermedad era una unidad de mumia que se había impregnado de las emanaciones de las malas influencias con las que había estado en contacto. En otras palabras, los gérmenes eran criaturas minúsculas nacidas de los malos pensamientos y acciones del ser humano.
La cuarta causa de la enfermedad era lo que los orientales llamaban karma, es decir, la ley de la compensación, según la cual cada persona tiene que pagar por las indiscreciones y los delitos que ha cometido en el pasado. El médico tenía que tener mucho cuidado de no interferir con esta ley para no frustrar el plan de la justicia eterna. La quinta causa eran el movimiento y los aspectos de los cuerpos celestes. Las estrellas no imponían la enfermedad, sino, más bien, la incitaban. Según los herméticos, una persona fuerte y sabia gobernaba sus estrellas, mientras que una persona débil y negativa era gobernada por ellas. Estas cinco causas de enfermedad tienen una naturaleza que está por encima de lo físico y se tienen que valorar mediante un razonamiento inductivo y deductivo y un análisis meticuloso de la vida y el temperamento del paciente. La sexta causa de enfermedad era el mal uso de la facultad, órgano o función; por ejemplo, forzar demasiado un músculo o poner a prueba los nervios. La séptima causa era la presencia en el organismo de sustancias extrañas, impurezas u obstrucciones. Entran en esta categoría la alimentación, el aire, la luz solar y la presencia de cuerpos extraños. Esta lista no incluye las heridas accidentales, que no entran en la categoría de enfermedades. Con frecuencia, son métodos mediante los cuales se manifiesta la ley del karma. Según los herméticos, la enfermedad se podría prevenir o combatir con eficacia de siete maneras. 
En primer lugar, mediante hechizos e invocaciones, en los cuales el médico ordena al espíritu maligno que provoca el mal que salga del paciente. Es probable que este procedimiento se basase en el relato bíblico del hombre poseído por los demonios al que Jesús curó cuando les ordenó que salieran de él y entrasen en una manada de cerdos. Algunas veces, los espíritus malignos entraban en un paciente a petición de alguien que deseaba hacerle daño. En estos casos, el médico les ordenaba que regresasen a la persona que los había enviado. Se tiene constancia de que en algunos casos los espíritus malignos salieron por la boca en forma de nubes de humo y otras veces por la nariz en forma de llamas. Incluso se afirma que podían salir en forma de aves e insectos.
El segundo método de curación es a través de la vibración. La falta de armonía de los cuerpos se neutralizaba salmodiando hechizos y recitando los nombres sagrados o tocando instrumentos musicales y cantando. A veces se ponían delante del enfermo artículos de distintos colores, porque los antiguos reconocían, al menos en parte, el principio de la terapia del color, que actualmente está en vías de redescubrirse.
El tercer método consistía en usar talismanes y amuletos. Los antiguos creían que los planetas controlaban las funciones del cuerpo humano y que, fabricando amuletos con distintos metales, podían combatir las influencias malignas de los diversos astros. Por ejemplo, a una persona anémica le falta hierro. Se creía que el hierro estaba sometido al control de Marte; por consiguiente, para atraer hacia el paciente las influencias de Marte, se le colgaba al cuello un talismán hecho de hierro, que llevaba inscritas determinadas instrucciones secretas a las que se atribuía el poder de invocar al espíritu de Marte. Si el paciente tenía demasiado hierro en el organismo, se lo sometía a la influencia de un talismán compuesto del metal que correspondiese a algún planeta que se llevase mal con Marte, cuya influencia contrarrestaría, entonces, la energía de Marte y, por consiguiente, contribuiría a restaurar la normalidad.
El cuarto método consistía en recurrir a plantas medicinales. Si bien utilizaban talismanes metálicos, la mayoría de los médicos antiguos no estaban de acuerdo con el uso interno de ningún tipo de medicina mineral. Las plantas medicinales eran su remedio preferido. Como ocurría con los metales, cada planta tenía asignado uno de los planetas. Después de diagnosticar la enfermedad y su causa con ayuda de los astros, los médicos administraban el antídoto vegetal.
El quinto método para curar las enfermedades era la oración. Todos los pueblos antiguos creían en la intercesión compasiva de la divinidad para mitigar el sufrimiento humano. Según Paracelso, la fe podía curar todas las enfermedades. Sin embargo, son pocas las personas que poseen suficiente fe.
El sexto método —más prevención que cura— consistía en regular la alimentación y los hábitos de la vida cotidiana. Si el individuo evitaba lo que provocaba la enfermedad, se mantenía sano. Los antiguos creían que la salud era el estado normal del ser humano y que la enfermedad era consecuencia de que el hombre desobedeciera los dictados de la naturaleza. El séptimo método era la «medicina práctica», que consistía, fundamentalmente, en sangrar, purgar y aplicar líneas de tratamiento similares. Si bien estos procedimientos eran útiles cuando se usaban con moderación, su exceso era peligroso. Más de un ciudadano útil ha muerto veinticinco o cincuenta años antes de tiempo como consecuencia de una purga drástica o por haber perdido toda la sangre. Paracelso utilizaba los siete métodos de tratamiento y hasta sus peores enemigos reconocían que obtenía resultados casi milagrosos. Cerca de su antigua propiedad, en Hohenheim, cae mucho rocío en determinadas épocas del año y él descubrió que, si se recogía el rocío cuando los planetas presentaban una configuración determinada, el agua que obtenía poseía virtudes medicinales maravillosas, porque había absorbido las propiedades de los cuerpos celestes.
Fitoterapia y Farmacología herméticas Las hierbas silvestres eran sagradas para los primeros paganos, que creían que los dioses habían creado las plantas para curar las enfermedades humanas. Cuando se preparaban y se aplicaban correctamente, todas las raíces y todos los arbustos servían para aliviar el sufrimiento o para desarrollar las capacidades espirituales, mentales, morales o físicas. En The Mistletoe and Its Philosophy, P. Davidson rinde homenaje a las plantas con estas bellas palabras: «Se han escrito libros sobre el lenguaje de las flores y las plantas medicinales; desde los tiempos más remotos, el poeta ha mantenido con ellas la conversación más dulce y más amorosa y hasta los reyes se consideran afortunados cuando obtienen sus esencias de segunda mano para perfumarse; sin embargo, para el verdadero médico, el Sumo Sacerdote de la naturaleza, hablan en un tono mucho más elevado y exaltado. No hay planta ni mineral que haya revelado a los científicos hasta la última de sus propiedades. ¿Cómo pueden confiar en que, por cada una de las propiedades descubiertas, no queden muchos poderes ocultos en la naturaleza íntima de la planta? Se ha llamado a algunas flores “estrellas de la tierra” y ¿por qué no van a ser hermosas? ¿Acaso desde que nacieron no han sonreído bajo el esplendor del sol durante el día y no han dormido bajo el brillo de las estrellas por la noche? ¿Acaso no han venido a la tierra desde un mundo más espiritual que el nuestro, puesto que Dios hizo “todas las plantas del campo antes de que estuvieran en la tierra y todas las hierbas del campo antes de que este creciera?”». Numerosos pueblos primitivos han usado remedios a base de plantas y han obtenido muchas curaciones notables.
Los chinos, los egipcios y los indios americanos curaban con plantas algunas enfermedades para las cuales la ciencia moderna no tiene remedio. El doctor Nicholas Culpeper, cuya provechosa vida finalizó en 1654, fue, probablemente, el fítoterapeuta más famoso. Al ver que los sistemas médicos de su época eran sumamente insatisfactorios, dirigió su atención a las plantas silvestres y descubrió un medio de curación que le dio renombre en todo el país. Según la correlación del doctor Culpeper entre astrología y fitoterapia, cada planta quedaba bajo la jurisdicción de uno de los planetas o luminares. Creía que la enfermedad también estaba controlada por las configuraciones celestes. Resumía su sistema de tratamiento como sigue: «Se puede combatir la enfermedad con las plantas del planeta contrario al que las provoca; por ejemplo, las enfermedades de Júpiter, con las plantas de Mercurio y viceversa; las enfermedades de los luminares, con las plantas de Saturno y viceversa, y las enfermedades de Marte, con las plantas de Venus y viceversa. […] Hay un método para curar las enfermedades a veces por simpatía, con lo cual cada planeta cura su propia enfermedad; por ejemplo, el sol y la luna con sus plantas curan los ojos; Saturno cura el bazo; Júpiter, el hígado; Marte, la vesícula y las enfermedades de la cólera, y Venus, las enfermedades de los instrumentos de la procreación».
Los fitoterapeutas europeos medievales redescubrieron solo en parte los antiguos secretos herméticos de Egipto y Grecia, que fueron los países que desarrollaron los fundamentos de casi todas las ciencias y las artes modernas. En aquella época, los métodos que se empleaban para curar figuraban entre los secretos que se transmitían a los iniciados en los Misterios La preparación de ungüentos, colirios, filtros y pócimas iba acompañada de extraños ritos. De la eficacia de aquellos medicamentos hay constancia en los registros históricos. También se usaban muchos inciensos y perfumes. Barrett, en El mago, describe la teoría en la que basaba su trabajo de la siguiente manera: «Por consiguiente, dado que nuestro espíritu es el vapor puro, sutil, lúcido, etéreo y oleoso de la sangre, no hay nada más adecuado para los colirios que los vapores similares, que son mejores para nuestro espíritu en sustancia, porque entonces, a causa de su similitud, más lo remueven, atraen y transforman». Se han estudiado exhaustivamente los venenos y en algunas comunidades se administraban a los condenados a muerte extractos de plantas mortales, como en el caso de Sócrates. Los Borgia italianos, de infausta memoria, llevaron el arte del envenenamiento a su máxima perfección. Incontables hombres y mujeres brillantes fueron liquidados con rapidez y eficiencia gracias al conocimiento casi sobrehumano de la química que la familia Borgia conservó durante muchos siglos.
Los sacerdotes egipcios descubrieron extractos vegetales con los cuales se podía inducir temporalmente la clarividencia y los utilizaron durante los rituales de iniciación de sus Misterios. Algunas veces mezclaban estas drogas con los alimentos que daban a los candidatos y otras veces se presentaban en forma de pócimas sagradas y se les explicaba su naturaleza. Poco después de que se le administrara la droga, al neófito le daba un mareo. Se encontraba flotando en el espacio y, mientras su cuerpo físico estaba totalmente insensible —los sacerdotes lo protegían para que no sufriera daño alguno—, el candidato pasaba por una cantidad de experiencias extrañas que podía contar cuando recuperaba la conciencia. Con los conocimientos actuales, cuesta apreciar un arte tan desarrollado que, mediante bebedizos, perfumes e inciensos, logre inducir la actitud mental deseada de forma casi instantánea: sin embargo, existió sin duda un arte semejante entre la clase sacerdotal del mundo pagano primitivo. Con respecto a este tema, H. P. Blavatsky, la ocultista más destacada del siglo XIX, ha escrito lo siguiente: «Las plantas también tienen propiedades místicas similares en un grado de lo más maravilloso y el secreto de las plantas de los sueños y los hechizos solo se ha perdido para la ciencia europea y, aunque sea inútil decirlo, le resulta desconocido, salvo en muy pocos casos notorios, como el opio y el hachís. En cambio, los efectos parapsicológicos incluso de estas pocas sobre el organismo humano se consideran muestras de un trastorno mental transitorio. Las mujeres de Tesalia y Épiro, las sacerdotisas de los ritos de Sabazios, no se llevaron consigo sus secretos cuando sus santuarios desaparecieron, sino que todavía se conservan y quienes son conscientes de la naturaleza del soma conocen también las propiedades de otras plantas».
Se utilizaban compuestos a base de hierbas para producir una clarividencia transitoria en relación con los oráculos, sobre todo el de Delfos Las palabras pronunciadas durante aquellos trances provocados se consideraban proféticas. Los médiums modernos, si bien mantienen el control como consecuencia de la catalepsia que, en parte, se imponen ellos mismos, transmiten mensajes en cierto modo similares a los de los profetas antiguos, aunque en la mayoría de los casos sus resultados son mucho menos precisos, porque los adivinos actuales no conocen las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Los Misterios enseñaban que, durante los grados más elevados de iniciación, los propios dioses participaban en la instrucción de los candidatos o, como mínimo, estaban presentes, lo cual constituía, en sí, una bendición. Como las divinidades vivían en los mundos invisibles y solo se presentaban con su cuerpo espiritual, el neófito no podía conocerlos sin la ayuda de drogas que estimulasen el centro de clarividencia de su conciencia (probablemente, la glándula pineal). Muchos iniciados en los Misterios antiguos afirmaban categóricamente que habían hablado con los inmortales y que habían visto a los dioses. Cuando se corrompieron los principios paganos, se produjo una división en los Misterios. El grupo de los verdaderos iluminados se separó del resto y, conservando los secretos más importantes, desapareció sin dejar rastros. Los demás se mantuvieron lentamente a la deriva, como barcos sin timón, sobre las rocas de la degeneración y la desintegración. Algunas de las fórmulas secretas menos importantes cayeron en manos de los profanos, que las pervirtieron, como ocurrió con las bacanales, en cuyo transcurso se combinaban drogas con vino, que fue lo que dio lugar realmente a las orgías. En algunas partes de la tierra se sostenía que había pozos, manantiales o fuentes naturales cuyas aguas estaban teñidas de propiedades sagradas por los minerales a través de los cuales discurrían. A menudo se levantaban templos cerca de estos lugares y en algunos casos las cuevas naturales que había en sus proximidades se consagraban a alguna divinidad. «A los aspirantes a la iniciación y a quienes acudían a solicitar a los dioses sueños proféticos los preparaban mediante un ayuno más o menos prolongado, al cabo del cual consumían comidas preparadas expresamente y también bebidas misteriosas, como el agua de Lete y el agua de Mnemósine, en la gruta de Trofonio, o la del Ciceion, en los Misterios eleusinos. Se mezclaban directamente distintas drogas con las carnes o se introducían en las bebidas, según el estado mental o físico que hubiera que inducir en el receptor y el tipo de visión que este quisiese obtener.»
El mismo autor afirma que a algunas sectas de los primeros años del cristianismo se las acusaba de utilizar drogas con la misma finalidad general que los paganos. La secta de los asesinos, o los yezidis, como se suelen conocer, presentaba un aspecto bastante interesante del problema de la droga. En el siglo xi, esta orden capturó la fortaleza del monte Alamut y se instaló en Irak. Se sospecha que Hasan BenSabah, el fundador de la orden y conocido como «el viejo de la montaña», controlaba a sus seguidores usando narcóticos. Hasan les hacía creer que estaban en el Paraíso y que estarían allí para siempre si lo obedecían de forma implícita mientras estuvieran vivos. En su Confesiones de un inglés comedor de opio, De Quincey describe los peculiares efectos psicológicos que provoca este derivado de la amapola. Es posible que el uso de una droga similar diese origen a la idea del Paraíso que tenían los yezidis.
Los filósofos de todos los tiempos han enseñado que el universo visible no es más que una fracción del total y que, por analogía, el cuerpo físico del hombre en realidad es la parte menos importante de su compleja constitución. La mayoría de los sistemas médicos actuales pasan por alto casi por completo al hombre superfísico. Apenas prestan atención a las causas y concentran sus esfuerzos en mejorar los efectos Paracelso notó la misma propensión por parte de los médicos en su época y comentó acertadamente: «Existe una gran diferencia entre el poder que suprime las causas invisibles de la enfermedad —eso es magia— y el que hace desaparecer tan solo los efectos externos: eso es física, hechicería y curanderismo». La enfermedad es antinatural y es indicio de un desajuste interno o entre los órganos o los tejidos. No se puede recuperar la salud permanente mientras no se restablezca la armonía. La virtud más destacada de la medicina hermética era su reconocimiento de que los trastornos espirituales y psicofísicos eran, en gran medida, los causantes del estado denominado enfermedad física.
La sugestoterapia fue utilizada con notable éxito por los sacerdotes - médicos del mundo antiguo. Entre los indios americanos, los chamanes o curanderos hacían desaparecer la enfermedad con ayuda de danzas, invocaciones y amuletos misteriosos. Algo que habría que tener muy en cuenta es el hecho de que, a pesar de desconocer los métodos modernos de tratamiento médico, aquellos hechiceros efectuaron innumerables curas. Los rituales mágicos utilizados por los sacerdotes egipcios para curar la enfermedad se basaban en una comprensión muy avanzada del complejo funcionamiento de la mente humana y sus consecuencias en la constitución física. No cabe duda de que el mundo egipcio y el brahmán conocían el principio fundamental de la vibroterapia. Mediante salmodias y mantras, que hacían hincapié en un sonido vocal o consonántico determinado, producían reacciones vibratorias que disipaban las congestiones y ayudaban a la naturaleza a reconstituir los miembros rotos y los organismos agotados. También aplicaban su conocimiento de las leyes que regían la vibración a la constitución espiritual del ser humano; mediante sus salmodias, estimulaban los centros latentes de la conciencia y de este modo incrementaban muchísimo la sensibilidad de la naturaleza subjetiva.
En el Libro de los Muertos se han preservado hasta nuestra generación muchos de los secretos de los egipcios. Aunque está traducido, solo unos pocos comprenden la trascendencia secreta de los pasajes mágicos de este pergamino antiguo. Los orientales tienen una comprensión muy sutil de la dinámica del sonido. Saben que cada palabra que se pronuncia tiene un poder tremendo y que, si se disponen las palabras de una manera determinada, pueden crear vórtices de fuerza en el universo invisible que los rodea y, de este modo, ejercer una influencia profunda en la sustancia física. La palabra sagrada con la que se creó el mundo, la Palabra Perdida que la masonería sigue buscando y el triple nombre de dios, simbolizado por el Om (o Aum) de los hindúes, indican la veneración que sienten por el principio del sonido. Los llamados «nuevos descubrimientos» de la ciencia moderna a menudo no son más que redescubrimientos de secretos bien conocidos por los sacerdotes y los filósofos del paganismo antiguo. Como consecuencia de la crueldad del hombre para con el hombre se han perdido registros y fórmulas que, de haberse preservado, habrían resuelto muchos de los problemas principales de esta civilización. Con la espada y la tea, las razas destruyen por completo los registros de sus predecesores y después encuentran, inevitablemente, un destino extemporáneo, porque les falta precisamente la sabiduría que han destruido.

Manly Palmer Hall - El Pentáculo

 

Para el simbolismo, una figura invertida siempre significa un poder depravado. Una persona corriente ni siquiera sospecha las propiedades ocultas de los pentáculos emblemáticos. Al respecto ha escrito el gran Paracelso: «No cabe duda de que muchos se burlarán de los sellos, sus caracteres y sus usos, como se describen en estos libros, porque les resulta increíble que los metales y los caracteres, que están muertos, produzcan algún efecto. Sin embargo, nadie ha demostrado jamás que los metales y tampoco que los caracteres, como los conocemos, estén muertos, porque las sales, el azufre y las quintaesencias de los metales son lo que mejor conserva la vida humana y son muy superiores a todas las demás plantas herbáceas con propiedades medicinales».
El mago negro no puede usar los símbolos de la magia blanca sin atraer sobre sí las fuerzas de la magia blanca, lo cual resultaría fatal para sus planes, de modo que tiene que distorsionar los hierogramas para que tipifiquen el hecho oculto de que él mismo está distorsionando los principios que los símbolos representan. La magia negra no es un arte fundamental, sino el uso incorrecto de un arte. Por consiguiente, no tiene símbolos propios, sino que se limita a tomar las figuras emblemáticas de la magia blanca y, al invertirlas y darles vuelta, se entiende que es siniestra.
Encontramos un buen ejemplo de esta práctica en el pentáculo, o estrella de cinco puntas, compuesta por cinco líneas unidas. Esta figura es el símbolo consagrado de las artes mágicas y representa las cinco propiedades del Gran Agente Mágico, los cincos sentidos del hombre, los cinco elementos de la naturaleza y las cinco extremidades del cuerpo humano. Mediante el pentáculo que hay dentro de su propia alma, el hombre no solo puede dominar y gobernar a todas las criaturas inferiores a sí mismo, sino que puede pedir la consideración de las que son superiores a él.
El pentáculo se utiliza mucho en la magia negra, pero cuando se usa así, su forma siempre difiere en alguna de las tres formas siguientes: es posible que la estrella se interrumpa en algún punto, de modo que las líneas convergentes no se toquen, o que esté invertida, de modo que tenga una punta hacia abajo y dos hacia arriba, o que esté deformada y que las puntas tengan distinta longitud. Cuando se usa en magia negra, el pentáculo recibe el nombre de «signo de la pezuña hendida», o la huella del diablo. A la estrella con dos puntas hacia arriba se la llama también la «cabra de Mendes», porque la estrella invertida tiene la misma forma que la cabeza de una cabra. Cuando se gira la estrella vertical y la punta superior queda hacia abajo, representa la caída de la estrella de la mañana.

LOS ELEMENTOS Y SUS HABITANTES

La exposición más lúcida y completa sobre pneumatología (la rama de la filosofía que trata de la sustancia espiritual) que existe se debe a Philipus Aureolus Paracelsus (Theophrastus Bombastus von Hohenheim), príncipe de los alquimistas y de los filósofos herméticos y verdadero poseedor del secreto real (la piedra filosofal y el elixir de la vida). Paracelso creía que cada uno de los cuatro elementos primarios conocidos por los antiguos (la tierra, el fuego, el aire y el agua) estaba compuesto por un principio sutil y vaporoso y una sustancia corpórea basta.
Por consiguiente, el aire tiene una naturaleza doble: está compuesto por una atmósfera tangible y por un sustrato volátil intangible al que podemos llamar «aire espiritual». El fuego es visible e invisible, discernible e indiscernible: una llama espiritual y etérea que se manifiesta a través de una llama material y sustancial. Si continuamos con la analogía, el agua es un líquido denso y una esencia potencial de naturaleza fluida. La tierra también tiene dos partes esenciales: la inferior es fija, terrenal e inmóvil y la superior es enrarecida, móvil y virtual. En general se aplica el nombre de «elementos» a las fases inferiores o físicas de estos cuatro principios primarios y la expresión «esencias elementales», a sus correspondientes constituciones invisibles y espirituales. Los minerales, las plantas, los animales y los hombres viven en un mundo compuesto por el aspecto basto de estos cuatro elementos y a partir de sus distintas combinaciones construyen sus organismos vivos. Henry Drummond, en La ley natural en el mundo espiritual, describe este proceso de la siguiente manera: «Si analizamos este punto material en el que comienza toda la vida, veremos que consiste en una sustancia gelatinosa y amorfa, semejante a la albúmina, o la clara de huevo. Está compuesta de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, se llama “protoplasma” y no solo es la unidad estructural con la que empiezan en la vida todos los cuerpos vivos, sino aquella de la que se componen posteriormente. “El protoplasma —dice Huxley—, simple o con núcleo, es la base formal de toda la vida. Es la arcilla del alfarero”». El elemento agua de los filósofos antiguos se ha convertido en el hidrógeno de la ciencia moderna; el aire se ha convertido en oxígeno; el fuego, en nitrógeno, y la tierra, en carbono. Así como la naturaleza visible está poblada por una cantidad infinita de criaturas vivas, en el equivalente invisible y espiritual de la naturaleza visible (compuesta por los principios tenues de los elementos visibles) viven, según Paracelso, gran cantidad de seres peculiares, a los que ha dado el nombre de elementales y que posteriormente se han llamado espíritus de la naturaleza. Paracelso clasificaba a aquellos seres elementales en cuatro grupos distintos, que él llamaba gnomos, ondinas, silfos y salamandras. Enseñaba que en realidad eran seres vivos que muchos se parecían a los seres humanos por su forma y que habitaban sus propios mundos, desconocidos para el hombre, porque sus sentidos, como no estaban bien desarrollados, no podían funcionar más allá de las limitaciones de los elementos más bastos.
Las civilizaciones de Grecia, Roma, Egipto, China e India creían de forma implícita en sátiros, duendecillos y trasgos y poblaban el mar de sirenas, los ríos y fuentes de ninfas, el aire de hadas, el fuego de lares y penates y la tierra de faunos, dríadas y hamadríades. A estos espíritus de la naturaleza se los tenía en altísima estima y se les hacían ofrendas propiciatorias. De vez en cuando, como consecuencia de las condiciones atmosféricas o de la sensibilidad peculiar de los devotos, se volvían visibles. Muchos autores escribieron acerca de ellos en términos que demuestran que realmente habían visto a aquellos habitantes de los reinos más perfectos de la naturaleza. Varios expertos opinan que muchos de los dioses que los paganos adoraban eran elementales, porque se supone que algunos de aquellos seres invisibles tenían una estatura imponente y un porte magnífico. Los griegos llamaban dæmon a algunos de estos elementales, sobre todo a los de los órdenes superiores, y los adoraban. Es probable que el más famoso de aquellos dæmons fuese el espíritu misterioso que instruyó a Sócrates y del cual el gran filósofo hablaba en términos de lo más elevados. Los que han estudiado a fondo la constitución invisible del hombre se dan cuenta de que es bastante probable que el daemon de Sócrates y el ángel de Jakob Böhme en realidad no fueran elementales, sino la propia naturaleza divina que predominaba en aquellos filósofos. En sus notas al Apuleius on the God of Socrates, Thomas Taylor afirma lo siguiente:
«Como el dæmon de Sócrates pertenecía, sin duda, al máximo orden, por lo que se deduce de la superioridad intelectual de Sócrates con respecto a la mayoría de los hombres, se justifica que Apuleyo llame Dios a este dæmon. Que el dæmon de Sócrates era, efectivamente, divino, resulta evidente a partir del testimonio del propio Sócrates en el primer Alcibíades, porque, en el transcurso de aquel diálogo, dice con toda claridad: “Hace mucho que opino que el Dios todavía no me ha ordenado que mantenga ninguna conversación contigo”. Y en la Apología de Sócrates manifiesta, sin dejar lugar a dudas, que a su dæmon le corresponde una trascendencia divina y que considera que figura en el orden de los dæmons». En una época se pensaba que los elementos invisibles que rodeaban la tierra y se compenetraban con ella estaban poblados por seres vivos e inteligentes, pero la idea puede resultar ridícula para la prosaica mente actual. Sin embargo, algunos de los principales intelectos del mundo se han mostrado a favor de esta doctrina. Los silfos de Facius Cardane, el filósofo milanés; la salamandra que vio Benvenuto Cellini; la olla de san Antonio, y le petit homme rouge (el hombrecillo o gnomo rojo) de Napoleón Bonaparte han hallado un lugar en las páginas de la historia.
La literatura también ha perpetuado el concepto de los espíritus de la naturaleza. El travieso Puck de El sueño de una noche de verano, de Shakespeare; los elementales del poema rosacruz El bucle arrebatado, de Alexander Pope; las criaturas misteriosas del Zanoni, de lord Lytton; la inmortal Campanilla de James Barrie, y los famosos jugadores de bolos que Rip van Winkle encontró en las montañas Catskill son personajes conocidos para los literatos. En el folclore y en la mitología de todos los pueblos abundan las leyendas relacionadas con estas misteriosas figurillas que rondan viejos castillos, vigilan tesoros en las profundidades de la tierra y construyen su hogar bajo la vasta protección de los hongos. Las hadas son un placer para los niños, al que la mayoría de ellos renuncia a regañadientes. No hace mucho, las principales mentes del mundo creían en la existencia de las hadas y todavía se sigue discutiendo si Platón, Sócrates y Jámblico estaban equivocados cuando reconocieron su realidad. Para describir las sustancias que constituyen el cuerpo de los elementales, Paracelso dividía la carne en dos tipos: por un lado, la que todos hemos heredado de Adán, que es la carne visible y corpórea, y, por el otro, la que no desciende de Adán y que, al estar más atenuada, no estaba sujeta a las limitaciones de aquella. El cuerpo de los elementales estaba compuesto de esta carne transustancial. Paracelso afirmaba que hay tanta diferencia entre el cuerpo de los hombres y el de los espíritus de la naturaleza como la que hay entre la materia y el espíritu. «Sin embargo —añade—, los elementales no son espíritus, porque tienen carne, sangre y huesos; viven y tienen hijos; comen y hablan, actúan y duermen, etcétera, de modo que, en realidad, no podemos considerarlos “espíritus”, sino que son seres que ocupan un lugar intermedio entre los hombres y los espíritus, semejantes a los hombres y a los espíritus, semejantes a los hombres y las mujeres por su organización y su forma, y semejantes a los espíritus por la rapidez de sus movimientos» (De occulta philosophia, traducido por Franz Hartmann). Más adelante, el mismo autor llama a estas criaturas composita, por cuanto la sustancia de la que están hechas parece una mezcla de espíritu y materia. Emplea el color para explicar la idea. Por ejemplo, de la combinación de azul y rojo se obtiene el morado, un color nuevo que no se parece a ninguno de los otros dos y, sin embargo, está compuesto por ellos Lo mismo ocurre con los espíritus de la naturaleza: no se parecen a las criaturas espirituales ni a los seres materiales y, sin embargo, están compuestos de una sustancia que podemos llamar «materia espiritual», o éter. Paracelso añade también que, si bien el hombre está compuesto de varias naturalezas (espíritu, alma, mente y cuerpo) combinadas en una sola unidad, el elemental no tiene más que un solo principio: el éter del cual está compuesto y en el cual vive. Recuerde el lector que por éter se entiende la esencia espiritual de uno de los cuatro elementos. «Existen tantos éteres como elementos y tantas familias distintas de espíritus de la naturaleza como éteres. Estas familias están completamente aisladas en su propio éter y no tienen ninguna relación con los moradores de los demás éteres; sin embargo, como dentro de su propia naturaleza el hombre posee centros de conciencia sensibles a los impulsos de los cuatro éteres, cualquiera de los reinos elementales se puede comunicar con él, si se cumplen las condiciones adecuadas».
Los espíritus de la naturaleza no pueden ser destruidos por los elementos materiales más toscos, como el fuego, la tierra, el aire o el agua, porque actúan a una velocidad de vibración superior a la de las sustancias terrestres. Al estar compuestos de un solo elemento o principio (el éter en el cual funcionan), no poseen un espíritu inmortal y al morir se limitan a desintegrarse y a regresar al elemento del cual se habían diferenciado. Después de la muerte no se conserva una conciencia individual, porque no existe ningún vehículo superior que la contenga. Al estar hechos de una sola sustancia, no hay fricción entre los vehículos, con lo cual sus funciones corporales no producen demasiado desgaste, de modo que viven hasta una edad avanzada. Los que están compuestos del éter terrestre son los que menos viven y los compuestos del éter del aire, los que más. La duración media de la vida está entre los trescientos y los mil años. Paracelso sostenía que viven en condiciones similares a nuestros ambientes terrestres y que en cierto modo están sujetos a enfermedades. Se cree que estas criaturas no se pueden desarrollar espiritualmente, aunque la mayoría de ellas son de una moralidad elevada.
Con respecto a los éteres elementales en los que existen los espíritus de la naturaleza, Paracelso escribió: «Viven en los cuatro elementos: las ninfas en el elemento del agua, los silfos en el del aire, los pigmeos en la tierra y las salamandras en el fuego. También se los llama ondinas, silvestres, gnomos, vulcanos, etcétera. Cada especie se mueve solo en el elemento al que pertenece y ninguna de ellas puede salir del elemento correspondiente, que para ellos es como el aire para nosotros o el agua para los peces, y ninguna puede vivir en el elemento que corresponde a otra clase. Para cada ser elemental, el elemento en el que vive es transparente, invisible y respirable, como lo es la atmósfera para nosotros». El lector ha de procurar no confundir los espíritus de la naturaleza con las auténticas ondas de vida que se desenvuelven en los mundos invisibles. Mientras que los elementales están compuestos por una sola esencia etérica (o atómica), los ángeles, los arcángeles y otros seres superiores y trascendentales poseen organismos complejos, formados por una naturaleza espiritual y una cadena de vehículos para expresar dicha naturaleza, que no difiere demasiado de la humana, aunque sin incluir el cuerpo físico con sus correspondientes limitaciones. A la filosofía de los espíritus de la naturaleza se le suele atribuir un origen oriental, probablemente brahmánico, y Paracelso obtuvo su conocimiento de ellos de los sabios orientales con los que estuvo en contacto durante su vida de andanzas filosóficas. Los egipcios y los griegos recogieron información de la misma fuente. A continuación, vamos a considerar por separado las cuatro divisiones principales de los espíritus de la naturaleza según las enseñanzas de Paracelso y el abate de Villars y los escasos escritos disponibles de otros autores.

Los Gnomos

Los elementales que viven en el cuerpo atenuado de la tierra llamado el éter terrestre se agrupan bajo el título general de gnomos. Es probable que el nombre derive del griego genomus, que significa «habitante de la tierra». Así como en los elementos físicos objetivos de la naturaleza se desenvuelven seres humanos de muchas clases, en el cuerpo etéreo subjetivo de la naturaleza se desenvuelven muchos tipos de gnomos. Estos espíritus de la tierra trabajan en un elemento tan próximo a la tierra material en velocidad de vibración que tienen un poder inmenso sobre sus rocas y su flora y también sobre los elementos minerales del reino animal y el humano. Algunos, como los pigmeos, trabajan con las piedras, las gemas y los metales y se supone que son los guardianes de los tesoros escondidos. Viven en cuevas, bien abajo, en lo que los escandinavos llamaban la tierra de los nibelungos. En el magnífico ciclo operístico de Wagner. El anillo de los nibelungos, Alberico se proclama rey de los pigmeos y obliga a estas pequeñas criaturas a reunir para él los tesoros ocultos bajo la superficie de la tierra. Además de los pigmeos, hay otros gnomos, llamados duendecillos de los árboles y los bosques. A este grupo pertenecen los silvestres, los sátiros, los panes, las dríadas, las hamadríades, los durdalis, los elfos, los duendes y los viejos hombrecillos de los bosques.
Paracelso afirma que los gnomos construían sus casas de sustancias que, por su constitución, se asemejaban al alabastro, el mármol y el cemento, aunque se desconoce la verdadera naturaleza de estos materiales, ya que no tienen equivalentes en la naturaleza física. Algunas familias de gnomos se agrupan en comunidades, mientras que otras son inherentes a las sustancias con las cuales y en las cuales trabajan. Por ejemplo, las hamadríades viven y mueren en las plantas o los árboles de los que forman parte. Se dice que todos los arbustos y flores poseen su propio espíritu de la naturaleza, que a menudo usa el cuerpo físico de la planta como morada. Los antiguos filósofos reconocían el principio de inteligencia que se manifestaba por igual en cada aspecto de la naturaleza y creían que el tipo de selección natural que manifestaban unas criaturas que no poseían mentalidades organizadas en realidad expresaba las decisiones de los propios espíritus de la naturaleza. C. M. Gayley, en The Classic Myths, afirma lo siguiente: «Una característica agradable del paganismo antiguo era que le gustaba buscar en cada acción de la naturaleza la mano de la divinidad. La imaginación de los griegos poblaba las regiones de la tierra y el mar de divinidades, a cuya intervención atribuía los fenómenos que nuestra filosofía atribuye a la ley natural». Por consiguiente, en nombre de la planta con la que actuaba, el elemental aceptaba y rechazaba elementos comestibles, depositaba en ellos materia colorante, conservaba y protegía la semilla y realizaba muchas otras funciones beneficiosas. Cada especie era atendida por un tipo diferente, pero adecuado, de espíritu de la naturaleza. Por ejemplo, los que trabajaban con arbustos venenosos tenían aspecto desagradable. Se dice que los espíritus de la naturaleza de la tóxica cicuta se parecen mucho a pequeños esqueletos humanos, cubiertos por una capa fina de carne semitransparente. Viven dentro de la cicuta y gracias a ella y, si se corta la planta, permanecen con los brotes rotos hasta que los dos mueren, aunque, mientras haya la menor evidencia de vida en el arbusto, este manifiesta la presencia del guardián elemental. Los árboles grandes también tienen sus espíritus de la naturaleza, aunque su tamaño es mucho mayor que el de los elementales de las plantas más pequeñas. Las labores de los pigmeos incluyen el corte de los cristales en las rocas y la aparición de vetas en los minerales. Cuando los gnomos trabajan con animales o con seres humanos, su trabajo se limita a los tejidos correspondientes a su propia naturaleza; por consiguiente, trabajan con los huesos, que pertenecen al reino mineral, y los antiguos creían que era imposible reconstruir las extremidades rotas sin la colaboración de los elementales. Los gnomos pueden ser de distintos tamaños: la mayoría son mucho más pequeños que los seres humanos, aunque algunos pueden cambiar de estatura según les plazca, como consecuencia de la movilidad extrema del elemento en el que actúan. Con respecto a ellos, el abate de Villars escribió lo siguiente: «La tierra está llena hasta bien cerca del centro de gnomos, personas de escasa estatura, que son los guardianes de los tesoros, los minerales y las piedras preciosas. Son ingeniosos, amigos del hombre y fáciles de gobernar». No todos los expertos coinciden en cuanto a la amabilidad de los gnomos. Muchos afirman que son astutos y maliciosos, difíciles de manejar y traicioneros. No obstante, todos los autores reconocen que, cuando se gana su confianza, son fíeles y cumplidores. Los filósofos y los iniciados del mundo antiguo recibían instrucciones con respecto a estos hombrecillos misteriosos y se les enseñaba a comunicarse con ellos y a conseguir su colaboración para las empresas de importancia. Sin embargo, siempre se advertía a los magos que no debían traicionar jamás la confianza de los elementales, porque, si lo hacían, las criaturas invisibles, actuando a través de la naturaleza subjetiva del hombre, podían provocarles disgustos interminables y, probablemente, incluso la muerte. En la medida en que el místico ayudara a los demás, los gnomos lo salvarían, pero si pretendía usar su ayuda egoístamente para obtener poder temporal, se volvían contra él con furia implacable y lo mismo ocurría si trataba de engañarlos. Los espíritus de la tierra se reúnen en momentos determinados del año en grandes cónclaves, como sugiere Shakespeare en El sueño de una noche de verano, donde todos los elementales se congregan para manifestar su alegría por la belleza y la armonía de la naturaleza y la perspectiva de una cosecha excelente. Los gnomos están gobernados por un rey al que quieren y veneran; su nombre es Gob y por eso a sus súbditos los suelen llamar goblins. Los místicos medievales adjudicaban una esquina de la creación (uno de los puntos cardinales) a cada uno de los cuatro reinos de los espíritus de la naturaleza y, por su carácter terrenal, a los gnomos se les asignaba el Norte, el lugar que los antiguos consideraban el origen de la oscuridad y la muerte. También se asignaba a los gnomos una de las cuatro divisiones principales del temperamento humano y, como muchos de ellos vivían en la oscuridad de las cavernas y en la penumbra de los bosques, decían que su carácter era melancólico, sombrío y abatido, lo cual no significa que esta sea su manera de ser, sino, más bien, que tienen un control especial sobre elementos de una consistencia similar.
Los gnomos se casan y tienen familias y a las de sexo femenino se las llama «gnómidas». Algunos llevan ropas tejidas con los elementos en los que viven. En otros casos, su indumentaria forma parte de ellos mismos y crece con ellos, como el pelaje de los animales. Se dice que tienen un apetito insaciable y que pasan buena parte del día comiendo, pero que se ganan el pan trabajando con diligencia y a conciencia. La mayoría de ellos son bastante mezquinos y les gusta guardar cosas en lugares secretos. Existen muchas pruebas de que los niños pequeños los ven a menudo, porque su contacto con el aspecto material de la naturaleza todavía no es completo y siguen actuando más o menos conscientemente en los mundos invisibles. Según Paracelso, «el hombre vive en los elementos exteriores y los elementales viven en los elementos interiores. Estos tienen sus propias viviendas y prendas de vestir, modales y hábitos, lenguas y gobiernos, de la misma forma en que las abejas tienen a sus reinas y las manadas de animales tienen a sus líderes».
Paracelso difiere un poco de los místicos griegos en cuanto a las limitaciones medioambientales que impone a los espíritus de la naturaleza. Para el filósofo suizo, están hechos de éteres invisibles sutiles. Según esta hipótesis, no serían visibles más que en momentos determinados y solo para quienes estén en comunicación con sus vibraciones etéreas. Los griegos, por el contrario, aparentemente creían que muchos espíritus de la naturaleza tenían una constitución material que podía actuar en el mundo físico. A menudo, el recuerdo de un sueño es tan vívido que, al despertar, uno realmente cree que ha tenido una experiencia física. Es posible que estas diferencias de opinión se deban a la dificultad para determinar con precisión dónde acaba la visión física y dónde comienza la visión etérea. Sin embargo, ni siquiera esta explicación justifica satisfactoriamente el sátiro que, según san Jerónimo, fue capturado vivo durante el reinado de Constantino y expuesto al pueblo. Tenía forma humana y cuernos y patas de cabra. Después de su muerte, fue conservado en sal y fue llevado ante el emperador, para que fuera testigo de su existencia.

Las Ondinas

Así como los gnomos estaban limitados en su función al elemento tierra, las ondinas —nombre que se daba a la familia de los elementales del agua—actúan en la esencia invisible y espiritual llamada éter húmedo (o líquido). Su velocidad de vibración se aproxima a la del elemento agua y por eso las ondinas pueden controlar en gran medida el curso y la función de este líquido en la naturaleza. Parece que la belleza es la tónica de los espíritus del agua. Dondequiera que los encontremos representados en pinturas o esculturas, abundan en simetría y gracia. Como controlan el elemento agua, que siempre ha sido un símbolo femenino, resulta natural que los espíritus del agua se representen habitualmente con forma femenina. Hay numerosos grupos de ondinas. Algunas viven en las cascadas, donde se pueden ver entre el rocío; otras son autóctonas de los ríos que corren con rapidez; algunas tienen su hábitat en terrenos pantanosos o marismas que chorrean o rezuman, mientras que otros grupos viven en los lagos transparentes de las montañas. Según los filósofos de la Antigüedad, cada fuente tiene su ninfa y cada ola del océano, su oceánida. Los espíritus del agua se conocían con nombres tales como oréades, nereidas, limoníades, náyades sirenas y potámides. Las ninfas a menudo derivaban su nombre de los arroyos, lagos o mares en los que moraban.
En su descripción, los antiguos coincidían en determinadas características destacadas. Por lo general, casi todas las ondinas se parecían mucho a los seres humanos en aspecto y tamaño, aunque las que vivían en arroyos y fuentes pequeñas tenían, como corresponde, proporciones más reducidas. Se creía que aquellos espíritus del agua en ocasiones podían adoptar la apariencia de seres humanos normales y que llegaban a relacionarse con hombres y mujeres. Abundan las leyendas sobre estos espíritus y su adopción por parte de familias de pescadores, pero en casi todos los casos las ondinas oían la llamada de las aguas y regresaban al reino de Neptuno, el rey del mar.
No se sabe casi nada acerca de las ondinas masculinas. Los espíritus del agua no establecían hogares a la manera de los gnomos, sino que vivían en cavernas de coral debajo del agua o entre los juncos que crecen en las márgenes de los ríos o a orillas de los lagos. Entre los celtas hay una leyenda que dice que, antes de la llegada de sus habitantes actuales, Irlanda estaba poblada por una raza extraña de criaturas semidivinas que, al llegar los celtas modernos, se retiraron a las marismas y los terrenos pantanosos, donde permanecen hasta hoy. Unas ondinas diminutas vivían bajo las hojas de los nenúfares y en casitas de musgo salpicadas por las cascadas. Las ondinas trabajaban con las esencias vitales y los líquidos de las plantas, los animales y los seres humanos, y estaban presentes en todo lo que contuviera agua. Cuando se dejaban ver, por lo general se parecían a las diosas de la estatuaria griega. Surgían del agua envueltas en la neblina y no podían existir mucho tiempo lejos de ella. Existen muchas familias de ondinas, cada una con sus propias limitaciones. Es imposible hablar aquí de todas ellas en detalle. Aman y honran a su reina, Necksa, a la que sirven incansablemente. Se dice que son vitales y a ellas se ha dado como trono la esquina occidental de la creación. Son seres bastante emotivos, amistosos con la vida humana y aficionados a servir a la humanidad. A veces se representan a lomos de delfines o de otros peces grandes y parecen sentir un afecto especial por las flores y las plantas, a las que sirven casi con tanta devoción e inteligencia como los gnomos. Los poetas antiguos decían que los cantos de las ondinas sonaban en el viento del oeste y que su vida estaba consagrada al embellecimiento de la tierra material.

Salamandras

El tercer grupo de elementales es el de las salamandras, o espíritus del fuego, que viven en el éter espiritual atenuado que es el elemento fuego invisible de la naturaleza. Sin ellas no puede existir el fuego material; no se puede encender una cerilla y el pedernal o el acero no producen chispas sin la ayuda de una salamandra, que aparece enseguida —eso creían los místicos medievales—, evocada por la fricción. El hombre no se puede comunicar bien con las salamandras, debido al elemento abrasador en el que viven, porque todo se reduce a cenizas en su presencia. Con mezclas especiales de plantas aromáticas y perfumes, los filósofos del mundo antiguo fabricaban muchos tipos de incienso. Los vapores que surgían al quemar incienso eran especialmente adecuados como medio de expresión de estos elementales, que hacían sentir su presencia al tomar el efluvio etéreo del humo del incienso. Las salamandras son tan variadas en cuanto a sus agrupaciones y sus arreglos como las ondinas o los gnomos. Constituyen muchas familias, que difieren en su aspecto, su tamaño y su categoría. Algunas veces se las podía ver como bolitas de luz. Dice Paracelso: «Se han visto salamandras en forma de bolas ardientes o lenguas de fuego, corriendo por los campos o escudriñando en las casas».
En opinión de los investigadores medievales de los espíritus de la naturaleza, lo más habitual era que la salamandra tuviera forma de lagarto, de unos treinta centímetros de largo o algo más, y que se viera como una Urodela resplandeciente, retorciéndose y arrastrándose en medio del fuego. Otro grupo se describía como inmensos gigantes llameantes con ropas sueltas, protegidos con planchas de una armadura ardiente. Algunos expertos medievales, como el abate de Villars, sostenían que Zaratustra (Zoroastro) era hijo de Vesta —se suponía que había sido la esposa de Noé— y la gran salamandra Oromasis. Por eso, a partir de aquel entonces se han mantenido fuegos imperecederos en los altares persas en honor del padre llameante de Zaratustra. La subdivisión más importante de las salamandras era la de los Acthnici, unas criaturas que solo aparecían como globos poco definidos. Se suponía que flotaban sobre el agua por la noche y de vez en cuando aparecían como llamas ramificadas en los mástiles y las jarcias de los barcos (el fuego de san Telmo). Las salamandras eran los elementales más fuertes y más poderosos y estaban regidas por un espíritu llameante espléndido llamado Djin, que tenía un aspecto terrible e imponente. Las salamandras eran peligrosas y se advertía a los sabios que no se acercaran a ellas, ya que las ventajas derivadas de estudiarlas a menudo no compensaban el precio que había que pagar. Como los antiguos asociaban el calor con el Sur, esta esquina de la creación se asignaba a las salamandras como trono y ellas ejercían una influencia especial sobre todos los seres que tenían un temperamento fogoso o apasionado. Tanto en los animales como en el hombre, las salamandras actúan a través de la naturaleza emocional, por medio del calor corporal, el hígado y el torrente sanguíneo. Sin su ayuda, no habría calor.

Los Silfos

Aunque los sabios decían que la cuarta clase de elementales, o silfos, vivían en el elemento aire, no se referían con esto a la atmósfera natural de la tierra, sino al medio espiritual, invisible e intangible: una sustancia etérea con una composición semejante a la de nuestra atmósfera, pero mucho más sutil. En el último discurso de Sócrates, que Platón conserva en su Fedón, el filósofo condenado dice lo siguiente: «Y hay sobre la tierra animales y hombres, algunos en una región intermedia, mientras que otros [los elementales] viven en torno al aire, como nosotros vivimos en torno al mar; otros en islas alrededor de las cuales fluye el aire, cerca del continente; en una palabra, ellos usan el aire como nosotros usamos el agua y el mar y para ellos el éter es lo que el aire para nosotros. Además, gracias a la disposición de sus estaciones, no padecen enfermedades [Paracelso lo niega] y viven mucho más que nosotros y tienen la vista, el oído y el olfato y todos los demás sentidos mucho más desarrollados, en la misma medida en que el aire es más puro que el agua o el éter que el aire. También poseen templos y lugares sagrados en los que realmente viven los dioses y escuchan sus voces y reciben sus respuestas y son conscientes de ellos y mantienen conversaciones con ellos y observan el sol, la luna y las estrellas como realmente son y sus demás bienaventuranzas son del mismo estilo que esta». Aunque se creía que los silfos vivían entre las nubes y en el aire que los rodeaba, su verdadero hogar estaba situado en las cimas de las montañas.
En sus notas editoriales a Las ciencias ocultas de Salverte, Anthony Todd Thomson escribe lo siguiente: «Es evidente que las hadas son de origen escandinavo, aunque se supone que la palabra fairy deriva o, mejor dicho, es una variante del persa parí, un ser imaginario bienhechor, cuya misión consiste en proteger a los hombres de las maldiciones de los espíritus malignos; sin embargo, es más probable que remita al gótico fagur, así como los elfos derivan de alfa, la denominación general de toda la tribu. Si se admite tal derivación del nombre de las hadas, podemos datar el comienzo de la creencia popular en las hadas británicas en el período de la conquista danesa. Se creía que eran seres aéreos diminutos hermosos, vivaces y beneficiosos en su relación con los mortales y que vivían en una región llamada “el país de las hadas”, o Alfheinner; por lo general, aparecían de vez en cuando sobre la tierra y dejaban rastros de sus visitas, en forma de hermosos aros verdes, en los lugares donde habían pisado el césped cubierto de rocío en sus danzas a la luz de la luna». Los antiguos atribuían a los silfos la tarea de modelar los copos de nieve y de reunir las nubes; lograban esto último con la ayuda de las ondinas, que proporcionaban la humedad. Los vientos eran su vehículo particular y los antiguos los llamaban espíritus del aire. Son los más elevados de todos los elementales y su elemento original es el que tiene la velocidad de vibración más alta. Viven cientos de años y a menudo llegan a los mil, sin mostrar ninguna señal de envejecimiento. El jefe de los silfos se llama Paralda y de él se dice que vive en la montaña más alta de la tierra. Los silfos femeninos reciben el nombre de sílfides.
Se cree que los silfos, las salamandras y las ninfas tenían mucho que ver con los oráculos de los antiguos; en realidad, eran los únicos que hablaban desde las profundidades de la tierra y desde el aire. Algunas veces, los silfos adoptan forma humana, aunque parece que solo por poco tiempo. Su tamaño varía, si bien en la mayoría de los casos no son más grandes que los seres humanos y a menudo mucho más pequeños. Dicen que los silfos aceptan seres humanos en sus comunidades y que les permiten vivir en ellas bastante tiempo; de hecho, Paracelso escribió al respecto, aunque, evidentemente, no pudo haber ocurrido mientras el forastero humano conservaba su cuerpo físico. Algunos creen que las musas de los griegos eran silfos, porque se dice que estos espíritus se congregan en torno a la mente del soñador, el poeta y el artista y lo inspiran con su conocimiento profundo de la belleza y el funcionamiento de la naturaleza. Se adjudicaba a los silfos la esquina oriental de la creación. Su carácter es alborozado, cambiante y excéntrico. Parece que las peculiaridades que abundan entre los hombres geniales se deben a su colaboración con los silfos, cuya ayuda lleva implícita la falta de coherencia de estos seres. Los silfos actúan con los gases del cuerpo humano e, indirectamente, con el sistema nervioso, donde también se nota su inconstancia. No tienen domicilio fijo, sino que vagan de un lugar a otro: son nómadas elementales, poderes invisibles, pero siempre presentes en la actividad inteligente del universo.

Observaciones generales 

Algunos de los antiguos discrepaban de Paracelso y compartían la opinión de que los reinos elementales eran capaces de luchar entre ellos; además, reconocían en los enfrentamientos de los elementos los desacuerdos entre estos reinos de los espíritus de la naturaleza. Cuando caía un rayo sobre una roca y la partía, creían que las salamandras estaban atacando a los gnomos. Como no se podían atacar entre sí en el plano de su propia esencia etérica, porque no había correspondencia vibratoria entre los cuatro éteres de los que estaban compuestos estos reinos, tenían que atacar a través de un denominador común, es decir, la sustancia material del universo físico en el cual ejercían cierta cantidad de poder.
También se libraban guerras dentro de los propios grupos: un ejército de gnomos atacaba a otro y estallaba entre ellos una guerra civil. Los filósofos de antaño resolvían los problemas de las aparentes contradicciones de la naturaleza mediante la individualización y la personificación de todas sus fuerzas, a las que atribuían un carácter bastante parecido al humano, y a continuación esperaban que manifestaran las típicas contradicciones humanas. Se asignaban los cuatro signos fijos del Zodiaco a los cuatro reinos de los elementales. Se decía que los gnomos tenían la naturaleza de Tauro; las ondinas, la naturaleza de Escorpio; las salamandras eran ejemplos de la constitución de Leo, mientras que los silfos manipulaban las emanaciones de Acuario.
El cristianismo reunía a todos los seres elementales bajo el título de «demonio», un nombre poco apropiado que ha tenido consecuencias de gran alcance, porque para la persona corriente la palabra «demonio» quiere decir algo malo y los espíritus de la naturaleza no son, en esencia, más malignos que los minerales, los vegetales y los animales. Muchos de los primeros Padres de la Iglesia afirmaban que se habían reunido y habían debatido con los elementales.
Como ya hemos dicho, los espíritus de la naturaleza no tienen esperanza de conseguir la inmortalidad, aunque algunos filósofos han sostenido que, en casos aislados, les otorgaron la inmortalidad algunos adeptos e iniciados que conocían determinadas sutilezas de los mundos invisibles. Del mismo modo en que se produce la desintegración en el mundo físico, también existe en el equivalente etéreo de la sustancia física. En condiciones normales, al morir, un espíritu de la naturaleza se limita a regresar a la esencia primaria transparente de la cual se había diferenciado en un principio. Si se produce algún crecimiento evolutivo, solo queda registrado en la conciencia de esa esencia, o elemento, primario, y no en el ser diferenciado temporalmente del elemental. Por carecer del organismo complejo y de los vehículos espirituales e intelectuales del hombre, los espíritus de la naturaleza son infrahumanos en su inteligencia racional, pero de sus funciones —limitadas a un solo elemento— se obtiene un tipo de inteligencia especializada que supera considerablemente al hombre en las líneas de investigación peculiares al elemento en el cual existen.
Los Padres de la Iglesia han aplicado indiscriminadamente a los elementales los nombres de «íncubos» y «súcubos». Sin embargo, los íncubos y los súcubos son creaciones malvadas y antinaturales, mientras que «elementales» es un nombre genérico para todos los habitantes de las cuatro esencias elementales. Según Paracelso, los íncubos y los súcubos (que son masculinos y femeninos, respectivamente) son criaturas parásitas que subsisten en los pensamientos y las emociones negativos del cuerpo astral. Estos términos se aplican también a los organismos superfísicos de los hechiceros y los magos negros. Si bien estas larvae no tienen nada de seres imaginarios, son, a pesar de todo, fruto de la imaginación. Para los sabios antiguos eran la causa invisible del vicio, porque rondan en los éteres que rodean a las personas débiles moralmente y sin cesar las incitan a cometer excesos degradantes. Por este motivo, frecuentan el ambiente de antros, tugurios y burdeles, donde se aferran a los desventurados que se han entregado a la iniquidad. Al dejar que sus sentidos se insensibilicen como consecuencia del abuso de drogas que crean dependencia o de estimulantes alcohólicos, el individuo se pone en contacto temporalmente con estos habitantes del plano astral. Las huríes que ven los adictos al hachís o al opio y los monstruos horribles que atormentan a quienes padecen de delirium tremens son ejemplos de seres submundanos que solo son visibles para aquellos que, con sus prácticas maléficas, los atraen como un imán.
Quien difiere por completo de los elementales y también de los íncubos y los súcubos es el vampiro, al que Paracelso define como el cuerpo astral de alguien vivo o muerto (por lo general, este último estado). Para prolongar su existencia en el plano físico, el vampiro roba a los vivos su energía vital y la usa indebidamente para sus propios fines. En su De Ente Spirituali, Paracelso escribe lo siguiente acerca de estos seres malignos: «Ninguna persona sana y pura puede obsesionarse con ellos, porque tales larvae solo pueden afectar a los seres humanos si estos les hacen sitio en su mente. Una mente sana es un castillo que no se puede invadir si su amo no lo quiere: pero si se les permite entrar, despiertan las pasiones de hombres y mujeres, crean ansias en ellos, provocan malos pensamientos que causan perjuicios en el cerebro: agudizan el intelecto animal y ahogan el sentido moral. Los espíritus del mal solo obsesionan a aquellos seres humanos en los que predomina la animalidad. No se pueden poseer las mentes que están iluminadas por el espíritu de la verdad: solo se pueden someter a su influencia aquellas que habitualmente se rigen por sus propios impulsos inferiores». Un concepto extraño y que diverge en cierto modo de lo convencional es el desarrollado por el conde de Gabalis con respecto a la inmaculada concepción, es decir, que representa la unión de un ser humano con un elemental. Entre la prole que resulta de tales uniones menciona a Hércules, Aquiles, Eneas, Teseo, Melquisedec, el divino Platón, Apolonio de Tiana y el mago Merlín.

Manly Palmer Hall - La Teoría y la Práctica de la Magia Negra

 

A partir de un breve análisis de sus premisas básicas, podemos aclarar un poco la complejidad de la teoría y la práctica de la magia ceremonial.
Primera. El universo visible tiene una contrapartida invisible, cuyos planos superiores están poblados por espíritus buenos y hermosos, mientras que los planos inferiores, oscuros y ominosos, son la morada de los malos espíritus y los demonios dirigidos por el ángel caído y sus diez príncipes.
Segunda. Mediante los procesos secretos de la magia ceremonial es posible ponerse en contacto con estas criaturas invisibles y obtener su ayuda para algunas tareas humanas. Los espíritus buenos prestan ayuda de buen grado para cualquier empresa respetable; en cambio, los espíritus del mal solo sirven a aquellos que viven para corromper y destruir.
Tercera. Es posible establecer pactos con los espíritus, en virtud de los cuales el mago se convierte, por un tiempo determinado, en amo de un ser elemental.
Cuarta. La magia negra se celebra con la colaboración de un espíritu demoníaco, que sirve al hechicero durante toda su vida terrenal, con la condición de que, después de su muerte, el mago se convierta en siervo de su propio demonio. Por este motivo, el mago negro hará lo imposible por prolongar su existencia física, puesto que no le espera nada más allá de la tumba.
La forma más peligrosa de magia negra es la perversión científica del poder oculto para satisfacer un deseo personal. Su forma menos compleja y más universal es el egoísmo humano, porque el egoísmo es la causa fundamental de todo el mal terrenal. Un hombre es capaz de entregar su alma eterna a cambio del poder temporal y a lo largo de los siglos ha evolucionado un proceso misterioso que en realidad le permite hacer este intercambio. En sus diversas ramas, el arte negro incluye casi todas las formas de la magia ceremonial, la nigromancia, la brujería, la hechicería y el vampirismo. Dentro de la misma categoría general se incluyen también el mesmerismo y el hipnotismo, salvo cuando se utilizan exclusivamente con fines médicos, aunque incluso entonces existe un elemento de riesgo para todas las partes implicadas. Aunque parecería que el demonismo medieval ha desaparecido, existen pruebas en abundancia de que en muchas formas del pensamiento moderno —sobre todo en las llamadas psicología de la prosperidad, metafísica del fortalecimiento de la fuerza de voluntad y tácticas de venta agresiva— la magia negra no ha hecho más que experimentar una metamorfosis y, por más que su nombre haya cambiado, su naturaleza sigue siendo la misma. Un mago medieval muy famoso fue el doctor Johannes Faustus, más conocido como el doctor Fausto, que, mediante el estudio de obras mágicas, logró someter a su servicio a un elemental que le sirvió durante muchos años de diversas formas. Se cuentan extrañas leyendas acerca de los poderes mágicos del doctor Fausto. En una ocasión en la que, aparentemente, el filósofo estaba juguetón, arrojó su manto sobre un montón de huevos que había en la cesta de una vendedora en el mercado y de inmediato salieron de ellos los polluelos. En otra ocasión, después de haber caído por la borda de una barca, fue rescatado y devuelto a la embarcación con la ropa todavía seca. Sin embargo, como casi todos los demás magos, el doctor Fausto acabó finalmente en desastre: lo hallaron una mañana con un cuchillo clavado en la espalda y la opinión extendida fue que su espíritu familiar lo había asesinado. Si bien en general se considera que el doctor Fausto de Goethe no es más que un personaje ficticio, en realidad aquel viejo mago vivió durante el siglo XVI. El doctor Fausto escribió un libro en el cual describe sus experiencias con los espíritus, del cual copiamos a continuación un trozo.

Extracto del libro del Dr. Fausto, Wittenberg, 1524

Desde mi juventud he seguido las artes y las ciencias y he sido un lector de libros infatigable. Entre los que cayeron en mis manos figura un volumen que contenía todo tipo de invocaciones y fórmulas mágicas. Hallé en él información sobre la manera de obligar a un espíritu, ya sea de fuego, agua, tierra o aire, a cumplir la voluntad de un mago que sea capaz de controlarlo. Descubrí también que, como algunos espíritus son más poderosos que otros, cada uno se adapta para hacer algo diferente y cada uno es capaz de producir determinados efectos sobrenaturales. Después de leer aquel libro extraordinario, hice varios experimentos, porque deseaba poner a prueba la veracidad de sus afirmaciones. Al principio, tenía escasa fe en que se produjera lo prometido, pero, con la primera invocación que probé, se manifestó ante mí un espíritu poderoso, que quiso saber por qué lo había invocado. Su advenimiento me dejó tan atónito que casi no supe qué decir, aunque al final le pedí que me ayudara en mis investigaciones mágicas Respondió que lo haría si se cumplían determinadas condiciones. Las condiciones eran que hiciera un pacto con él. Yo no deseaba hacerlo, pero, como en mi ignorancia no me había protegido con un círculo, sino que estaba a merced del espíritu, no me atreví a rechazar su petición y me resigné a lo inevitable, pensando que lo más prudente era dejarme llevar por la corriente. Entonces le dije que, si se mostraba servicial conmigo, según mis deseos y necesidades, durante cierto tiempo, me pondría a su disposición. Una vez acordado el pacto, aquel espíritu poderoso, cuyo nombre era Astaroth, me presentó a otro espíritu, llamado Marbuel, que fue puesto a mi servicio. Interrogué a Marbuel, para ver si era adecuado para mis necesidades Le pregunté si era rápido y me respondió:
«Tan rápido como el viento». Su respuesta no me satisfizo, de modo que le repliqué: «No puedes ser mi siervo. Vuelve por donde has venido». No tardó en manifestarse otro espíritu, cuyo nombre era Aniguel. Le formulé la misma pregunta y me respondió que era rápido como las aves en el aire, de modo que le dije: «Tú también eres demasiado lento para mí. Vuelve por donde has venido». En el mismo instante se manifestó otro espíritu, de nombre Aziel. Por tercera vez formulé mi pregunta y él respondió: «Soy tan rápido como el pensamiento humano». «Me servirás», le dije, y aquel espíritu me fue fiel durante mucho tiempo, aunque no se puede contar cómo me sirvió en un documento de este tamaño y aquí me limitaré a indicar la manera de invocar a los espíritus y de preparar los círculos de protección. Hay muchos tipos de espíritus que se dejan invocar por el hombre y se convierten en siervos suyos De estos mencionaré algunos:
Aziel: el más poderoso de los que sirven al hombre. Se manifiesta con una forma humana agradable, de unos noventa centímetros de altura. Hay que invocarlo tres veces para que aparezca en el círculo que se ha preparado para él. Proporciona riquezas y trae cosas al instante desde grandes distancias, según la voluntad del mago. Es tan rápido como el pensamiento humano. 
Aniguel: servicial y sumamente útil, se presenta con la forma de un niño de diez años. Hay que invocarlo tres veces Está capacitado especialmente para descubrir tesoros y minerales ocultos en el suelo, que proporcionará al mago.
Marbuel: verdadero señor de las montañas y tan rápido como un pájaro volando. Es un espíritu hostil y problemático, difícil de controlar. Hay que invocarlo cuatro veces. Aparece en la persona de Marte [un guerrero con una armadura pesada]. Presentará al mago aquellas cosas que crecen por encima y por debajo de la tierra. Es en particular el señor de la raíz de primavera. [La raíz de primavera es una planta misteriosa, probablemente de color rojizo, que, según los magos medievales, tenía la propiedad de hacer salir o abrir todo lo que tocase. Si la ponían contra una puerta cerrada con llave, la puerta se abría. Los herméticos creían que el pájaro carpintero de cabeza roja estaba dotado especialmente de la facultad de descubrir la raíz de primavera, de modo que lo seguían hasta el nido y obturaban el agujero del árbol donde estaban sus crías. Entonces el pájaro carpintero partía enseguida a buscar la planta y, cuando la descubría, la llevaba hasta el árbol y con ella retiraba el tapón que obstruía la entrada al nido. Entonces el mago le quitaba la planta al ave. También se afirmaba que, debido a la estructura de la planta, algunos espíritus elementales que se manifestaban mediante la propensión a hacer salir o abrir cosas utilizaban el cuerpo etéreo de la raíz de primavera como medio de expresión.]
Azabel: un señor del mar poderoso, que controla lo que está tanto por encima como por debajo del agua. Recupera cosas que se han perdido o hundido en ríos, lagos y océanoa como barcos y tesoros hundidos. Cuanto más enérgica sea la invocación, más prisa se dará para cumplir su misión.
Machiel: se presenta en forma de una hermosa doncella y con su ayuda el mago consigue honor y dignidad. Ella convierte a aquellos a quienes sirve en dignos y nobles, refinados y gentiles y colabora en todo lo relacionado con los litigios y la justicia. No se presenta a menos que se la invoque dos veces.
Baruel: el maestro de todas las artes. Se manifiesta como un trabajador cualificado y se presenta con delantal. Puede enseñar más a un mago en un instante que todos los trabajadores cualificados del mundo juntos en veinte años. Hay que invocarlo tres veces. Estos son los espíritus más serviciales para el hombre, pero hay muchísimos más que, por falta de espacio, no puedo describir. Ahora bien, si alguien desea la ayuda de un espíritu para conseguir algo, primero tiene que dibujar el signo del espíritu al que desea invocar. El dibujo se tiene que trazar justo delante de un círculo hecho antes de la salida del sol, en el que se han de colocar el interesado y sus ayudantes. Si uno desea ayuda financiera, debe invocar al espíritu Aziel. Hay que dibujar su signo delante del círculo. Si uno quiere otras cosas, tiene que trazar el signo del espíritu capaz de proporcionarlas. En el lugar donde se va a trazar el círculo, primero hay que dibujar una cruz enorme con una espada grande con la que nadie haya sido herido. A continuación, hay que hacer tres círculos concéntricos. El central se hace con una tira larga de pergamino sin usar y se debe colgar encima de doce cruces hechas de madera de espino de la cruz. En el pergamino hay que escribir los nombres y los símbolos acordes con la figura que sigue. Por fuera de este primer círculo hay que trazar el segundo de esta forma: Primero se sujeta un hilo de seda roja que se haya hilado o retorcido hacia la izquierda, en lugar de hacia la derecha. A continuación se ponen en el suelo doce cruces hechas de hojas de laurel y también se prepara una tira larga de papel blanco intacto. Se escriben con una pluma sin usar los caracteres y los símbolos que se ven en el segundo círculo. Se enrolla esta tira de papel con el hilo de seda roja y se clava sobre las doce cruces de hojas de laurel. Por fuera de este segundo círculo se hace otro, también con pergamino sin usar, y se clava sobre doce cruces de palmera consagrada.
Después de hacer estos tres círculos, uno se introduce en ellos hasta quedar de pie en el centro sobre un pentáculo trazado en el medio de la gran cruz dibujada en primer lugar. Para que salga bien, hay que hacer todo según la descripción y, después de leer toda la invocación sagrada, se pronuncia el nombre del espíritu que uno desea que aparezca. Es fundamental que el nombre se pronuncie con toda claridad. También hay que tener en cuenta el día y la hora, porque cada espíritu solo puede ser invocado en determinados momentos.
Si bien en el momento de firmar su pacto con el demonio elemental es posible que el mago negro esté totalmente convencido de que tiene la fuerza suficiente para controlar de forma indefinida los poderes que se ponen a su disposición, no tarda mucho en desengañarse. Antes de que hayan transcurrido muchos años, tiene que volcar todas sus energías al problema de la autopreservación. Un mundo de horrores al que su propia codicia lo ha ido adaptando se le va acercando cada vez más, hasta que existe al borde de una vorágine, esperando ser arrastrado a sus turbias profundidades de un momento a otro. Con miedo a morir, porque entonces se convertirá en siervo de su propio demonio, el mago comete un delito tras otro para prolongar su desdichada existencia terrenal. Al darse cuenta de que la vida se mantiene gracias a una misteriosa fuerza vital universal que es común a todas las criaturas, el mago negro se convierte a menudo en un vampiro oculto que roba esta energía a los demás. Según la superstición medieval, los magos negros se convertían en hombres lobo que vagaban por la tierra durante la noche y atacaban a víctimas indefensas para conseguir la fuerza vital que contenía su sangre.

El modus operandi para la invocación de espíritus

El siguiente fragmento condensado, extraído de un manuscrito antiguo, se reproduce a continuación como ejemplo del ritualismo de la magia ceremonial.

Plegaria inicial

“Dios omnipotente y eterno que habéis ordenado toda la creación para vuestra gloria y alabanza y para la salvación del hombre, os suplico de todo corazón que enviéis a uno de vuestros espíritus de la orden de Júpiter, uno de los mensajeros de Zadkiel, a quien habéis designado gobernador de vuestro firmamento en este momento, para que fielmente, de buen grado y de inmediato me enseñe todo aquello que le pida, ordene o requiera. No obstante, oh, Santísimo Dios, que no se haga mi voluntad sino la vuestra, por medio de Jesucristo, vuestro único Hijo, nuestro Señor. Amén.
La invocación
[Después de consagrar como corresponde sus vestiduras y sus utensilios y de protegerse con su círculo, el mago invoca ahora a los espíritus para que aparezcan y accedan a sus demandas].
Espíritus cuya asistencia requiero, observad el signo y los nombres sagrados del Dios todopoderoso. Obedeced el poder de este pentáculo nuestro; salid de vuestras cavernas y de los lugares oscuros en los que os escondéis: interrumpid la ocupación dolorosa de los infelices mortales a los que torturáis sin cesar: venid a este lugar donde la bondad divina nos ha reunido; prestad atención a nuestras órdenes y conoced nuestras demandas justas; no penséis que vuestra resistencia nos hará cejar en nuestro empeño. Nada nos hará prescindir de vuestra obediencia. Os lo ordenamos por los nombres misteriosos de Elohe Agla Elohim Adonay Gibort. Amén. Apelo a vos Zadkiel, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, unidad inefable. Os invoco y os suplico, Zadkiel, que ahora atendáis las palabras y los conjuros que utilizaré en este día por los nombres sagrados de Dios Elohe El Elohim Elion Zebaoth Escerehie lah Adonay Tetragrammaton.
Os conjuro, os exorcizo, oh, espíritu de Zadkiel, por estos nombres sagrados Hagios O Theos Iscyros Athanatos Paracletus Agla orí Alpha el Omega lolh Aglanbroth Abiel Anathiel Tetragrammaton y por todos los demás nombres de Dios grandes y gloriosos, sagrados e inefables, misteriosos, poderosos e incomprensibles, para que escuchéis las palabras de mi boca y me enviéis a Pabiel o a algún otro de los espíritus que os sirven y velan por vos para que me enseñe lo que le pida en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Os suplico, Pabiel, por todos los espíritus del cielo, los serafines, querubines, tronos, dominaciones, principados, potestades, virtudes, arcángeles y ángeles, por los sagrados grandes y gloriosos ángeles Orphaniel Tetra-Oagiel Salamla Acimoy pastor poti, que os presentéis de inmediato, que os mostréis enseguida para que podamos veros y oíros, que nos habléis y cumpláis nuestros deseos y que por vuestra estrella, Júpiter, y por todas las constelaciones del cielo y por lo que sea que obedezcáis y por vuestro carácter que habéis dado, propuesto y confirmado, que me atendáis de acuerdo con la plegaria y las peticiones que he hecho a Dios Todopoderoso y que de inmediato me enviéis a uno de los espíritus que velan por vos para que de buen grado, de verdad y fielmente cumpla todos mis deseos y que le ordenéis que comparezca ante mí en la forma de un hermoso ángel, que se ponga en comunicación conmigo con delicadeza, cortesía, amabilidad y docilidad y que no permita que ningún espíritu maligno me ocasione ningún tipo de daño, me asuste ni me espante de ningún modo ni que me engañe en modo alguno. En virtud de Nuestro Señor Jesucristo, en cuyo nombre atiendo, espero y aguardo vuestra aparición. Que así sea, que así sea, que así sea. Amén, amén, amén. Interrogatorios [Después de convocar el espíritu a su presencia, el mago lo interroga de la siguiente manera:]
—¿Venís en paz en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo?
—Sí —responderá el espíritu.
—Me alegro de que estéis aquí, noble espíritu. ¿Cuál es vuestro nombre? —Pabiel. — responderá el espíritu.
—Os he invocado en el nombre de Jesús de Nazaret, ante cuyo nombre todos se arrodillan en el cielo, la tierra y el infierno y todas las bocas reconocen que no hay ningún nombre como el suyo, que ha dado poder a los hombres para atado y para desalarlo todo en su Santísimo Nombre, incluso a los que confían en su salvación. ¿Sois el mensajero de Zadkiel?
—Sí —responderá el espíritu.
—¿Me confirmáis que a partir de este momento me revelaréis todo lo que deseo saber y me enseñaréis a aumentar mi saber y mis conocimientos y me mostraréis todos los secretos de la magia y de todas las ciencias liberales para que así pueda manifestar la gloria de Dios Todopoderoso?
—Sí —responderá el espíritu.
—Entonces os suplico que vengáis a mí cada vez que os invoque y que me prestéis juramento y yo cumpliré religiosamente mi promesa y mi pacto con Dios Todopoderoso y os recibiré con amabilidad cada vez que comparezcáis ante mí.
Autorización para partir —Puesto que venís en paz y sosiego y habéis respondido a mis peticionea doy humildes y abundantes gracias a Dios Todopoderoso, en cuyo nombre os he invocado y habéis venido y ahora podéis partir en paz a cumplir vuestras órdenes para regresar a mí cada vez que os invoque por vuestro juramento o por vuestro nombre o por vuestra orden o por vuestro oficio, que os ha sido concedido por el Creador, y que el poder de Dios sea conmigo y con vos y con todos los hijos de Dios, amén. —Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Es conveniente que el invocador permanezca en el círculo unos cuantos minutos después de recitar la autorización y, si el lugar donde se ha llevado a cabo está al aire libre, que destruya todo rastro del círculo, etcétera, y que regrese tranquilamente a su casa. En cambio, si la invocación se desarrolla en un lugar apartado de una vivienda, etcétera, el círculo puede quedar, ya que puede servir para una invocación futura, aunque la habitación o el edificio se tiene que cerrar con llave, para que no entren extraños. El acuerdo que se acaba de presentar es pura magia ceremonial. En el caso de la magia negra, es el mago el que tiene que firmar el pacto, en lugar del demonio. Cuando el mago negro somete a un elemental a su servicio, se entabla una lucha de ingenios que acaba ganando el demonio. El mago firma el pacto entre él y el demonio con su propia sangre, porque en el arcano de la magia se declara que «quien controla la sangre de otro controla su alma». Mientras el mago no falle, el elemental cumplirá al pie de la letra su obligación en virtud del pacto, pero el demonio hará todo lo posible para que el mago no pueda cumplir su parte del acuerdo. Cuando el mago, situado dentro de su círculo, haya invocado el espíritu que desea controlar y le haya transmitido su intención, el espíritu responderá algo así como: «No puedo acceder a tu pedido ni satisfacerlo, a menos que dentro de cincuenta años te entregues a mí en cuerpo y alma, para que yo haga lo que me plazca».
Si el mago se niega, se discutirán otras condiciones. Es posible que el espíritu diga: «Estaré a tu servicio mientras todos los viernes por la mañana salgas a la calle a dar limosna en nombre de Lucifer. Serás mío la primera vez que dejes de hacerlo». Si el mago se sigue negando, porque se da cuenta de que el demonio hará que le resulte imposible atenerse al contrato, se discutirán otros términos, hasta llegar finalmente a un pacto, que podría ser como sigue: «Por el presente me comprometo ante el Gran Espíritu Lucífugo, príncipe de los demonios, a que todos los años le entregaré un alma humana para que haga con ella lo que le plazca y a cambio Lucífugo se compromete a otorgarme los tesoros de la tierra y a cumplir todos mis deseos mientras dure mi vida natural. Si no consigo entregarle todos los años la ofrenda mencionada, le entregaré mi propia alma. Firmado:…». [El invocador firma el pacto con su propia sangre.]

Manly Palmer Hall - La Magia Ceremonial y Brujeria

 

La magia ceremonial es el arte antiguo de invocar y controlar a los espíritus mediante la aplicación científica de determinadas fórmulas. Un mago, envuelto en vestiduras sagradas y con una varita que lleve inscritas figuras jeroglíficas, podía, por el poder que le conferían determinadas palabras y símbolos, controlar a los habitantes invisibles de los elementos y del mundo astral. Si bien la magia ceremonial compleja de la Antigüedad no era necesariamente mala, de su perversión surgieron varias escuelas falsas de brujería o magia negra. Egipto, un gran centro del saber y cuna de numerosas artes y ciencias, proporcionó un entorno ideal para la experimentación trascendental. Allí, los magos negros de la Atlántida siguieron ejerciendo sus poderes sobrehumanos hasta socavar y corromper por completo la moralidad de los Misterios primitivos. Mediante el establecimiento de una casta sacerdotal, usurparon el puesto que antes ocupaban los iniciados y tomaron las riendas del gobierno espiritual. De este modo, la magia negra dictaba la religión estatal y paralizaba las actividades intelectuales y espirituales del individuo, al exigir su conformidad total y decidida con el dogma formulado por la clase sacerdotal. El faraón se convirtió en un títere en las manos del Concilio Escarlata, un comité de archihechiceros que los sacerdotes habían puesto en el poder.
Aquellos hechiceros emprendieron entonces la destrucción sistemática de todas las claves de la Sabiduría Antigua, para que nadie pudiera tener acceso al conocimiento necesario para llegar a ser maestro sin haberse convertido antes en miembro de su orden. Mutilaron los rituales de los Misterios mientras presumían de preservarlos, de modo que, aunque el neófito pasara de un grado a otro, no pudiera obtener el conocimiento que le correspondía. Se introdujo la idolatría, al alentarse el culto a las imágenes que al principio los sabios habían erigido solo como símbolos para el estudio y la meditación. Se dieron falsas interpretaciones a los emblemas y las figuras de los Misterios y se crearon teologías complicadas para confundir la mente de sus devotos. Las masas, privadas de su derecho inalienable al saber y sumidas en la ignorancia, acabaron por convenirse en esclavos abyectos de los impostores espirituales. Se impuso en todo el mundo la superstición y los magos negros dominaban por completo los asuntos nacionales, como consecuencia de lo cual la humanidad sigue padeciendo las sofisterías de la clase sacerdotal de la Atlántida y Egipto. Plenamente convencidos de que sus Escrituras lo aprobaban, muchos cabalistas medievales dedicaron su vida a la práctica de la magia ceremonial. El trascendentalismo de los cabalistas se basa en la fórmula antigua y mágica del rey Salomón, a quien los judíos consideran desde hace mucho el príncipe de los magos ceremoniales.
Entre los cabalistas de la Edad Media había gran cantidad de magos negros, que se alejaron de los conceptos nobles del Sefer Yetzirah para enredarse en el demonismo y la brujería. Pretendían reemplazar con espejos mágicos, puñales consagrados y círculos desplegados en torno a postes de clavos de ataúdes la vida virtuosa que, sin la asistencia de complejos rituales ni de criaturas inframundanas conduce al hombre, indefectiblemente, a un estado de auténtica completitud individual. Quienes pretendían controlar a los espíritus elementales mediante la magia ceremonial esperaban obtener de los mundos invisibles conocimientos poco comunes o poderes sobrenaturales. El diablillo rojo de Napoleón Bonaparte y las cabezas oraculares de infausta memoria de los Medici son ejemplos de las desastrosas consecuencias que acarrea permitir que los seres elementales dicten el curso del proceder humano. Aunque parezca que el demonio erudito y divino de Sócrates ha sido una excepción, en realidad esto demuestra que la condición intelectual y moral del mago tiene mucho que ver con el tipo de elemental que es capaz de invocar; sin embargo, hasta el demonio de Sócrates lo abandonó cuando se dictó su sentencia de muerte.
El trascendentalismo y todas las formas de magia fenomenalista no son más que callejones sin salida, productos de la hechicería de los atlantes, y quienes abandonan el camino recto de la filosofía para deambular por allí casi siempre han sido víctimas de su imprudencia. Cuando el hombre es incapaz de controlar sus propios apetitos, tampoco es capaz de gobernar a unos espíritus elementales fogosos y apasionados.
Más de un mago ha perdido la vida por haberse internado por un camino en el cual las criaturas submundanas podían intervenir activamente en sus asuntos. ¿Qué esperaba conseguir Éliphas Lévi cuando invocaba al espíritu de Apolonio de Tiana? ¿Acaso satisfacer la curiosidad constituye motivo suficiente para justificar la dedicación de toda una vida a una empresa peligrosa e inútil? Si Apolonio, cuando estaba vivo, se negaba a divulgar sus secretos a los profanos, ¿existe alguna probabilidad de que, después de muerto, los revele a los curiosos? El propio Lévi no se atrevía a afirmar que el espectro que se le apareció fuese en realidad el gran filósofo, porque era muy consciente de la propensión de los elementales a hacerse pasar por los muertos. La mayoría de las modernas apariciones espiritistas no son más que criaturas elementales que se hacen pasar por cuerpos compuestos por la sustancia del pensamiento suministrada precisamente por las personas que desean contemplar aquellos espectros de seres incorpóreos.

Invocações e Evocações: Vozes Entre os Véus

Desde as eras mais remotas da humanidade, o ser humano buscou estabelecer contato com o invisível. As fogueiras dos xamãs, os altares dos ma...