quinta-feira, 14 de novembro de 2019

Dion Fortune Las Piedras de la Abadía


Los viejos planos de la Abadía, dibujados con una peculiar perspectiva, muestran el extenso territorio que una vez estuvo dentro de sus límites. La caseta de entrada, con su techo empinado y su cámara sobre la entrada, todavía mira hacia la amplia extensión de Magdalene Street. Desde la hilera de casas de beneficencia con sus soleados jardines, los pensionados de los monjes aún pueden observar todo el movimiento de la Abadía. Parte de la gran pared que cercaba el jardín de los monjes aún está en pie; se eleva muy alto por sobre las estrechas callejuelas detrás de la calle principal, y en sus grietas crecen plantas: conejitos y valerianas. La mayor parte de esa pared ya no está, pero aún pueden rastrearse las bases, incluso hasta el Granero de la Abadía, el magnífico granero cruciforme, bellamente construido en piedra gris con manchas de liquen, con las estatuas de los cuatro evangelistas muy arriba en sus nichos mirando hacia abajo, a los carretones y el ganado.
Los monjes le dieron un toque eclesiástico a todo lo que construyeron; no hay modo de confundir la obra hecha por sus manos. Hasta las oficinas internas fueron construidas con la misma cuidada belleza de la gran iglesia. La Cocina del Abad, aún en pie, es testigo de su amor por la belleza y la verdadera artesanía.
La Cocina del Abad es un edificio octogonal con un empinado techo en forma de pirámide. Dentro de ella hay cuatro enormes hornos, cada uno concebido para asar un buey entero. A su lado hay hornos más pequeños, construidos dentro del espesor de la pared, probablemente para la pastelería. Nada pudo haber sido mejor planificado que el alto techo de la cocina para expulsar el calor y el humo de estos cuatro hornos, ya que no hay palabras para describirlos, tan enormes son. Para atizar el fuego en ellos deben haberse empleado troncos de árboles enteros.
No es necesario poseer una gran imaginación para ver en la vieja cocina gris al cocinero monástico y sus ayudantes, pues las grandes lajas del piso preservan las marcas de sus pies.
Hay algo extrañamente impresionante en la piedra gastada por las pisadas. No hay nada que humanice más un antiguo edificio que las superficiales depresiones producidas en sus baldosas por los pies humanos.
Entre los pilares rotos de la cripta todavía pueden verse los canales de piedra que sirvieron de desagüe a la Abadía. Fueron construidos con el mismo sistema que utilizaron los romanos en sus casas de campo, y aún hoy funcionan, manteniendo el suelo seco y sano.
También hay pozos que proveían de agua a los numerosos monjes. Hoy nos parecen extrañamente situados, ya que están dentro de la iglesia. Uno de ellos, del que se dice que es alimentado por el famoso manantial de Sangre al pie del Peñasco, se encuentra bajo la Capilla de San José. El arco de baja altura que oficia de techo, en la profunda oscuridad al pie de una escalera sinuosa y estrecha, está bellamente labrado mediante el uso de un hacha, cortado a imitación de la madera trabajada con cincel. En estas islas este fue el prototipo de la ornamentación arquitectónica. La técnica de un material fue imitada en otro antes del descubrimiento de que las obras de calado podían trabajarse en piedra tan fácilmente como los ángulos de la talla con hacha.
Para nosotros, que estamos acostumbrados a oficinas interiores puramente utilitarias, es materia de reflexión que los monjes emplearan semejante riqueza artesanal en las partes no visibles de sus edificios. Esto prueba que trabajaban para la gloria de Dios y no para las alabanzas de los hombres, ya que, ¿quién más que aquel que sacaba agua del pozo iba a ver las finas tallas de la fuente en medio del sótano de la Abadía?
Fuera de la pared que marca el límite de la Abadía hay otros edificios íntimamente relacionados con la vida monástica. Mirando hacia la ancha Magdalene Street. hacia la cual se abre la puerta de la Abadía, se encuentra la antigua y admirable Posada del Peregrino -conocida hoy como "The George"- uno de los mejores ejemplos de arquitectura Tudor en el país, y que originalmente fue la posada de la Abadía donde se daba hospedaje a los viajeros, según la costumbre de las casas monásticas. Muchos peregrinos se sentían atraídos a Glastonbury por la fama de sus reliquias. Sin duda. el Abad encontraba que éstas eran una distracción de los deberes sagrados, de modo que la posada fue construida fuera de las paredes de la Abadía, donde ni el espíritu mundano ni las fiebres de los visitantes pudieran infectar a los monjes.
El peligro de la infección era muy grande durante las devastadoras epidemias de la Edad Media; y fue durante la Peste Negra cuando se construyó el Tribunal, el hermoso y antiguo edificio gris en High Street, a mitad de camino entre la Posada del Peregrino y la iglesia de San Juan. Los presos se podían vengar de los jueces infectándolos con las enfermedades que se originaban en las fétidas cárceles; los monjes eran suficientemente astutos para darse cuenta de que dejar entrar a un preso a la Abadía, por más que desearan su detención, podía no ser algo bueno, así que se mantenía a presos y peregrinos a una prudente distancia y la Abadía conservó un continuo estado de salud.
Se dice que hay calabozos bajo el Tribunal, pero nunca han sido explorados; no es seguro excavar en los cimientos de casas antiguas. Sin embargo, en los canales triangulares que están debajo de los aleros todavía pueden verse los antiguos juncos como los que se usaron en la construcción de la iglesia circular levantada por San José y sus doce compañeros; la primera iglesia en estas islas, y, así afirma la tradición, la primera iglesia que se construyó en la superficie de toda Europa.
El Tribunal y la Posada del Peregrino han sido utilizados ininterrumpidamente desde su construcción. El Tribunal ha sido muchas cosas en su momento. Una vez, una hermandad de monjas lo convirtió en su hogar, y sus cortinajes negros podían verse al pasar por las calles estrechas y al entrar por las puertas de arcos bajos de las antiguas casas de campo,llevando la imaginación a la Edad Media y a la Glastonbury de los monjes. Hoy el Tribunal es un negocio de artesanías donde se venden los fascinantes productos de los artistasartesanos que abundan en esta parte del mundo. Las viejas habitaciones de piedra son un ambiente perfecto para los lienzos hilados a mano y los metales trabajados artesanalmente;nunca hubo tanta armonía entre un negocio y sus mercaderías.
La Posada del Peregrino se encuentra también en buenas manos; las habitaciones, con sus ventanas de piedra divididas por parteluces y pisos irregulares de enormes tablas cortadas de árboles enteros, sus entablados en las paredes y sus pretendidos fantasmas, están amuebladas con hermosos muebles antiguos que armonizan con el espíritu de la casa.
El patio, donde solían entrar los carruajes, ha sido techado y convertido en salón; pero debajo de las alfombras que cubren el piso, nuestros pies pueden sentir irregularidades, y si retiramos las alfombras, podemos ver los profundos surcos que las ruedas de los carruajes dejaron en las lajas que cubren el piso.
Los elevados pilares de la Abadía parecen ajenos a la vida humana. Han estado bajo el cielo tanto tiempo, que la atmósfera humana ha desaparecido de ellos; pero las antiguas piedras que muestran señales del uso diario de gente ocupada con las tareas en que nosotros mismos nos ocupamos cada día de la semana -los dormitorios, los lugares donde cocinaban los hombres que ya se fueron- estas cosas nos tocan el corazón, y sentimos que la línea ininterrumpida de nuestra vida nacional se extiende hacia atrás, hacia el pasado remoto, y sabemos que llegará al lejano futuro y que nosotros mismos somos una parte de él.

Dion Fortune La Abadía


Un gran portal mira hacia la anchura de Magdalene Street. A su lado está la hermosa fachada de una casa, con ventanas de piedra divididas por parteluz, de cuyos aleros gradualmente se va destiñendo la leyenda del "León Rojo". Esta es la casa-portal de la Abadía, y se dice que en la cámara que está sobre la puerta, el pobre y anciano Abad Whiting, el martirizado Abad de Glastonbury, durmió su última noche en la tierra después de haber sido llevado a Wells "para ser juzgado y ejecutado", como decían las instrucciones oficiales, con involuntaria ironía.
Bajo la entrada, entre las modernas paredes, el sendero conduce al recinto de la Abadía,y después de pasar la valla, pisamos "la tierra más sagrada de Inglaterra".
Un gran campo de césped se extiende ante nosotros, césped perfecto sin mancha alguna,verde como una esmeralda hasta en los calores del verano, y desde el césped se elevan rotas paredes grises. Arcos enormes se remontan al cielo, se apoyan mutuamente, pero no se encuentran. La dovela ya no está, pero los poderosos pilares del campanario aún permanecen.
En épocas pasadas, antes de que el Brue fuera utilizado como recurso natural, el suelo de Glastonbury se anegaba y era traicionero, y para los abades era muy difícil encontrar una base segura para las paredes de los edificios; algunos de ellos, además, no tuvieron escrúpulos en utilizar escombros en vez de piedra sólida. De modo que el gran campanario fue una fuente de gran ansiedad para los monjes, y pusieron bajo aquel unos hermosos arcos con forma de reloj de arena, como los que pueden verse hoy en la Catredral de Wells. Esos arcos han caído, pero los pilares que se elevan al cielo siguen en pie. El largo contorno de la nave está limitado al Sur por la gran pared gris con sus espacios para ventanas, vacíos donde una vez los cristales pintados relucían como gemas; hacia el Norte no queda pared alguna, pero su lugar está tomado por una hilera de magnífico canto rodado a cuyos pies las bases de las capillas perdidas están trazadas en piedra, pues las bases reales se encuentran a muchos metros bajo tierra. Estas son las capillas perdidas que fueron redescubiertas a través de esa curiosa escritura automática que llegó a manos de Mr.Bligh Bond, quien estuvo una vez a cargo de las excavaciones en la Abadía.
Al final de esta iglesia, la más larga de Inglaterra, están las bases de la Capilla Edgar, cuya existencia fue revelada por primera vez por las comunicaciones en esa escritura automática, y cuyo descubrimiento debajo de un alto talud de arcilla fue la primera confirmación de un experimento psíquico extraordinariamente interesante. En su extremo oeste está la hermosa Capilla de San José que, según dice la leyenda, se construyó originalmente alrededor de la pequeña iglesia de junco erigida por las manos venerables del anciano santo y sus compañeros. Pero unos grandes incendios han devastado a la Abadía de Glastonbury, y muchas reliquias sagradas han desaparecido en ellos. La pequeña iglesia de junco, la más preciosa de las reliquias, ya no existe.
Hasta que uno de los abades tuvo la dudosa inspiración de construirle una cripta a esta capilla, el piso de esta estaba adornado con un piso de mosaicos que representaba los doce signos del zodíaco con el Sol exaltado en el centro, del cual se dice es una referencia a los doce compañeros de San José de Arimatea, que construyeron sus celdas solitarias de esa misma manera, alrededor de la iglesia circular.
La puerta norte de la capilla está ornamentada con las tallas más exquisitas; cuentan la historia de la Masacre de los Inocentes. En un panel vemos a los Tres Reyes Magos arropados en sus camas, demasiado cortas para ellos, con un ángel administrándoles un sueño. En otro, los soldados de Herodes, vestidos con la armadura de los caballeros normandos, tienen niños muertos atravesados en sus lanzas, como haces de heno en una horquilla. Todo muy espeluznante y convincente para la gente de la época, pero raro y pintoresco como un libro de cuento infantil para las personas sofisticadas de hoy.
Al sur de la gran iglesia se encuentra el soleado patio del claustro y la cripta del aposento de los calígrafos donde se hacía el copiado de los manuscritos.
Esto es todo lo que queda de las pasadas glorias de la Abadía de Glastonbury, cuyos abades eran a menudo de sangre real, que dio innumerables estadistas y eruditos al servicio del reino, cuya gran biblioteca era la maravilla de su tiempo, cuyas reliquias eclipsaban incluso a las de Canterbury y Westminster, y cuyo suelo era tan sagrado -por los huesos de los santos que albergaba- que un antiguo historiador lo llamó, "la tierra más sagrada de Inglaterra".
¿Hacia dónde se fue su gloria? Año tras año, los abades, sabiamente elegidos,construyeron esta institución tan antigua. No hay registro alguno de desmoralización o de corrupción en Glastonbury. Los reyes la enriquecieron con sus regalos, y los nobles enviaban allí a sus hijos para ser educados. Desde todas partes de Inglaterra, los peregrinos la visitaban para rezar ante sus altares y adorar las reliquias que contenían. ¿Por qué están rotos los arcos? ¿Por qué cayó el gran techo, y se fue toda la gloria?
La historia de esto es demasiado conocida como para contarla nuevamente. Llegó un día en que unos hombres enviados desde Londres visitaron la Abadía de Glastonbury e hicieron una lista de todos sus tesoros. El santo y anciano abad fue llevado a la rastra, como un reo más, hasta la cima del Peñasco donde se lo ahorcó, y los tesoros fueron enviados al rey. Los monjes fueron dispersados, se sacó el emplomado del techo, se quemó la pantalla con el crucifijo tallado para fundir las campanas, y la mitad de Somerset utilizó las paredes como cantera. Se dice que el camino a Wells fue pavimentado con piedra de la Abadía, y en muchas casas de campo podemos ver hoy las ventanas de piedra divididas por maineles, con sus gráciles arcos góticos ojivales, que salieron de la Abadía. Cuando las viejas casas son derribadas, constantemente se encuentra que las piedras de que estaban hechas están exquisitamente labradas, con sus caras talladas vueltas hacia adentro y ocultas con yeso y escombros y sus alisados dorsos expuestos a la vista.
¿Y por qué se llevó a cabo la destrucción de algo tan hermoso y venerable? ¿Por qué unos hombres que estaban dedicados al servicio de Dios, que vivían en paz con sus vecinos, fueron dispersados y expulsados, y condenados al hambre y la miseria? Porque un rey pagano con principios cristianos deseaba conciliar su conciencia con sus deseos. 
La Abadía no languideció ni murió debido a la corrupción interna; murió como se hunde un gran navío, que en un momento navega hacia su destino, y al siguiente se precipita a la destrucción con todos sus tripulantes.
Por eso, en la Abadía tenemos una sensación tan clara de nuestro pasado espiritual, no corrompido por el deterioro. El espíritu de la Abadía sigue vivo, así como según se dice, sigue vivo el espíritu del hombre que ha muerto violentamente antes de tiempo. Cuando la muerte viene gradualmente a través de la enfermedad, el alma se prepara para su partida mucho antes de qué esta suceda; afloja su aferramiento poco a poco, y a menudo parte antes que empiece la agonía. En el cuerpo no permanece más que una vida química, y cuando esta cesa, la carne vuelve silenciosamente a la tierra. No es así cuando un hombre es derribado mediante la violencia mientras está en el cenit de su poder: el alma no irá a su lugar y no descansará, porque su tiempo no había llegado.
Y la Abadía de Glastonbury es como un hombre derribado en la flor de la vida. Su espíritu se mueve. En esa nave verde, que nos rodea completamente, sentimos el movimiento de la vida. El espíritu de la Abadía está allí, vivo y energizante. Todo lo que debemos hacer es cerrar los ojos, para sentir que nos rodea la atmósfera de una iglesia magnífica.
Hay fuerza espiritual en Glastonbury. Estar en el centro de la gran nave, mirando hacia el altar mayor, es como estar en medio de un rápido arroyo de montaña con el agua hasta la cintura. Una fuerza invisible se precipita fluyendo a torrentes. Sólo en otro lugar y otra ocasión he experimentando una fuerza similar: en la comunión de Navidad en la Abadía de Westminster, cuando al salir de la nave transversal hacia la lenta fila de los comulgantes llegué al pasillo central, fue como si desde la orilla de un río yo hubiese entrado en sus rápidas aguas.
¿En qué consiste este poder torrencial de los lugares sagrados? ¿Acaso no perdemos mucho al abandonar la antigua costumbre de la peregrinación? La Reforma, sin duda,eliminó muchos abusos en una era que había caído en la corrupción, pero con los abusos se destruyeron también bastantes cosas buenas. Algunas grandes verdades de la vida espiritual fueron olvidadas cuando cada persona se convirtió en su propio sacerdote. Cualquiera que sea la explicación, la experiencia demuestra que hay poder en los lugares sagrados, poder para estimular la vida espiritual y vigorizar el alma con un nuevo entusiasmo e inspiración. Donde sucesivas generaciones de dedicados hombres o mujeres han sentido emociones espirituales durante largos períodos de tiempo -sobre todo si han tenido entre ellos a quienes pueden haber sido considerados como santos, por su genio para la devoción- la atmósfera mental del lugar se impregna de fuerzas espirituales, y las almas sensibles con la capacidad de responder se conmueven profundamente cuando se ponen en contacto con ellas.
Todos tenemos la desafortunada tendencia a olvidar que en nuestras islas hay lugares sagrados de poder espiritual que han sido santificados por las vidas y muertes de nuestros santos ingleses. lona, Avalon, Lindisfarne, ¿no son acaso sus nombres "tres dulces sinfonías"? Y de estas tres, nuestra Avalon es, según la opinión unánime, la más grande.
Primero fue santificada por la llegada de José de Arimatea quien traía el Grial, y desde ese día en adelante los hombres y mujeres de vida santa hicieron allí su hogar. San Patricio de Irlanda vivió y murió en Avalon. Santa Brígida llegó también allí desde Irlanda e hizo su hogar en Beckary, durante muchos años, aunque finalmente volvió a Irlanda para terminar allí su vida. San David y siete obispos de Gales viajaron a Glastonbury para consagrar la primera piedra de la iglesia que se construyó en ese lugar; pero en su viaje, San David fue visitado por Nuestra Señora en un sueño, quien le dijo que el suelo de Avalon era tan sagrado que la iglesia allí construida no necesitaba más consagración, y que ella ya la había aceptado. De modo que San David llegó a Glastonbury como un peregrino más, hizo allí su plegaria y volvió a Gales. La tradición afirma que el grupo de monjes peregrinos que fueron masacrados por las tribus en Shapwick mientras se dirigía a Glastonbury eran esos mismos galeses.
La tradición tiene también una historia muy hermosa, que debemos amar por el relato en sí, aun cuando no sea creíble desde el punto de vista histórico. Se dice que el Sagrado Niño vino a Glastonbury cuando era joven, viajando con los barcos de estaño, y que predicó el Evangelio a los rústicos mineros de Mendip, quienes lo escucharon con alegría. Es a esta leyenda a la que se refiere William Blake, el gran místico, en su poema:
¿ Y caminaron esos Pies en los tiempos antiguos sobre las verdes montañas de Inglaterra?
¿ Y los hombres vieron al Sagrado Cordero de Dios  paciendo en los amables campos de Inglaterra?
Pero aunque esta sea una bella fábula cuando se la aprecia desde el punto de vista de la historia, considerado desde el punto de vista de la vida interior es una realidad espiritual.
En Avalon está la esencia de nuestra vida espiritual en tanto estirpe. Aquí se custodió al Grial, el último y el más alto premio de los caballeros entrenados en la perfección caballeresca en la Tabla Redonda del Rey Arturo. En las leyendas del Ciclo Artúrico y del Grial tenemos la Tradición de Misterio de nuestra Raza.Arturo y su esposa, la Reina Ginebra, fueron enterrados en la Abadía de Glastonbury -según la tradición-, y Eduardo I y su esposa la Reina Elinor (Chere Reine) visitaron la Abadía para asistir al traslado de sus restos desde el cementerio de los monjes a una tumba debajo del altar mayor. Se hicieron excavaciones en el lugar indicado por la tradición, y cuando los monjes ya estaban desesperados, pues habían excavado hasta una profundidad de poco más de cuatro metros sin encontrar nada, se encontraron con un gran ataúd de roble, enterrado boca abajo, y cuando lo dieron vuelta encontraron sobre la tapa la inscripción: "Aquí yace Arturo, Rey de Gran Bretaña". En el ataúd estaba el esqueleto de un hombre muy alto y poderoso, y en el cráneo había cinco heridas, todas las cuales, menos una, se habían curado. Al pie del ataúd había otro sin nombre alguno, que, al ser abierto, contenía el esqueleto de una mujer y una gran trenza de cabello dorado muy hermoso. Esto era de esperar, pues la tradición afirmaba que la Reina Ginebra, después de separarse del Rey, entró en el convento de Amesbury, que no está muy lejos de Glastonbury. El cabello le había sido cortado al convertirse en monja, y no es extraño que la gran trenza de cabello rubio fuera colocada en el ataúd junto a su cuerpo cuando este fue traído, atravesando el páramo, desde algunas millas de distancia, para ser puesto, no al lado, sino a los pies del esposo al que había amado y ofendido.
San Dustan nació en Baltonsborough, a algunas millas de Glastonbury, y pasó su niñez en la Abadía; allí también San Hugo de Lincoln cumplió su noviciado, y cuando necesitó albañiles para la excelente obra de mampostería de la gran catedral, trajo para ello a hombres de Somerset.
Así pasan ante nosotros en procesión los santos de Avalon, hasta que llegamos a la conmovedora figura del último abad, Richard Whiting, con cuya desdichada muerte en el Peñasco termina la historia de la Abadía.
Desde entonces, todo fue dispersado y destruido, y las ruinas cayeron, piedra a piedra. La hierba cubrió la acera, los árboles crecieron en las capillas sin techo. Verano e invierno, siembra y cosecha continuaron inalterados, hasta que una vez más, en el ciclo del tiempo, se venera a Avalon como un lugar sagrado, y otra vez los peregrinos bendicen el templo con sus plegarias.

Dion Fortune La Glastonbury de los Monjes


Existen muchas Glastonburys, y aunque sus antiguas murallas nunca han sido derribadas, como las murallas de Troya, su espíritu tiene niveles ocultos, hondura sobre hondura, como las rocas de una cadena de montañas, y en diferentes lugares emergen a la superficie. Los antiguos patios y simples puertas de sus casas son de la Edad Media, y el espíritu de la Iglesia medieval se cierne sobre el centro del pueblo. El abad gobernaba todas las tierras a su alrededor, ya que las tierras de la Abadía se extendían hasta muy lejos, y las granjas y alquerías reconocían su dominio y pagaban tributos a su granero. El escudo de armas de la Abadía puede aún verse sobre la puerta de muchas granjas grises, en el páramo.
Era el abad quien otorgaba la tosca caridad y aún más tosca justicia de cada día, como lo atestiguan las piedras de Glastonbury. En el pueblo hay dos hileras de casas de campo, de techos bajos y pisos de piedra, en cuya construcción se empleó mucha madera, una para ancianos, y otra para ancianas, y cada una tiene su pequeña capilla, pues los monjes cuidaban del alma de sus pensionistas tanto como de los cuerpos. Las ancianas pasan el resto de su vida bajo la sombra de la Abadía; sus alegres jardines se extienden hasta los límites, y el Espino Sagrado se inclina sobre su muralla. Al final de los pequeños jardines está la Capilla de San Patricio, con su altar de áspera mampostería. Cuando las manos airadas de la Reforma derribaron la noble iglesia, la capilla pequeña y humilde que atendía las almas de las ancianas no fue perturbada. Las grandes torres que le hacían sombra cayeron, pero la campana de San Patricio llama aún a la plegaria hasta el día de hoy.
La gran nave de la Abadía se yergue sin techo hacia el cielo, sus arcos quebrados se elevan y sus paredes grises permanecen en pie. Donde las paredes decaen, antiguas piedras asumen la carga. El piso es de un verde perfecto, de un verde como sólo se puede ver en el césped inglés. El cielo del West Country tiene un azul de hondura italiana. y con el verde abajo y el azul arriba y las piedras grises remontándose para fundirse con él, Glastonbury tiene una magia para el alma, que no se encuentra en las iglesias que se yerguen intactas.
Los abades constructores glorificaron a Dios en la belleza de su Abadía, agregando una capilla, un pórtico y unos arcos. Los edificios de la Abadía iban desde el hermoso granero en forma de cruz, en el Sudeste, hasta la entrada con arcos que da a la cruz del mercado en el Noroeste. Hasta hoy, dentro de la gran muralla pasta el ganado y maduran las manzanas para la sidra. El césped es verde, espeso y suave, como conviene al césped de un suelo que se pisa. Hay líneas débiles, incorpóreas, de bordes y huecos, que muestran donde pasaban los antiguos senderos. En un campo abierto se encuentra la Cocina del Abad, reliquia de pasadas glorias. En cada uno de sus cuatro grandes hornos se podría asar un buey entero.
El diseño y la mampostería de la cocina son tan hermosos como los de la iglesia, y aún se ven sin daño alguno, no tocados por el tiempo. Sus constructores eran hombres íntegros, y en su estructura utilizaron piedra sólida. No ocurrió lo mismo con la Abadía.
Lamentablemente, la ambición de algunos abades les hizo construir más allá de sus recursos, y la armazón de juncos quebrada hoy muestra el falso ripio de los grandes pilares; donde una sólida mampostería debía llevar la carga, se pusieron arcilla y pedazos de ladrillo entre revestimientos de piedra labrada. Aunque la estructura parecía sólida a la vista, se necesitaba un constante apuntalamiento, y sus sucesores heredaron una pesada carga. Les fue imposible dejar sus nombres grabados en la piedra, y se encontraban incesantemente ocupados en mantener intacto, por miedo a que cayera sobre ellos, el trabajo por el cual otros hombres habían recibido reconocimiento. Finalmente, los prodigiosos arcos invertidos, como se pueden ver en la Catedral de Wells, fueron introducidos bajo el gran campanario. Es un ejemplo maravilloso de mampostería esta gran figura de un ocho en piedra, surgiendo sin apoyo y sin apuntalamiento desde el piso al techo, y asumiendo la tensión y el peso de la torre y sus campanas.
Al sur de la gran iglesia estaban los claustros, resguardados del Norte por las altas paredes del presbiterio, abiertos al sol y al Sur, pues a los monjes les gustaba calentar sus viejos huesos mientras caminaban de un lado a otro en los claustros, preparando su apetito para el buen pollo castrado que debía alimentar sus honradas barrigas redondas, si es que Shakespeare está en lo cierto. Sin duda, había muchos buenos pollos castrados para un monasterio que poseía una parte tan extensa del fértil suelo de Westland, pero no se oyen acusaciones de descuido o negligencia contra los monjes de Glastonbury. Parecían vivir en paz con todos sus vecinos, salvo el Obispo de Bath y Wells, que tenía su propia opinión sobre la independencia y privilegios de los monjes, y las gentes del pueblo no manifestaban mala voluntad hacia ellos ni les guardaban rencor.
Los monjes eran notables eruditos, y los hijos de muchas casas de la nobleza eran enviados al monasterio para ser educados por ellos. Al sur del jardín del claustro estaba el aposento de los calígrafos, donde se llevaba a cabo el copiado de los manuscritos, con cuidadoso esmero y habilidad artística. A la Abadía, en la isla entre los pantanos, llegaban exóticos pigmentos desde todas partes del mundo entonces conocido. El múrice del Mediterráneo que daba el púrpura de Tiro, los rojos del Este, y hasta ingredientes tan raros como polvo de momias, eran pigmentos muy utilizados por nuestros antepasados. El liquen de sus propios manzanos les daba un buen amarillo, como lo sigue haciendo hasta hoy para muchos de los artesanos de la región.
Fue Peter Lightfoot, un monje de la Abadía, quien hizo el prodigioso reloj que hoy se encuentra en la Catedral de Wells. Este reloj no sólo da la hora y los minutos, sino el día de la semana y las fases de la luna. A cada hora, un grupo de caballeros sale de su maquinaria y pelea en un torneo con gran estruendo y choque de armas, y los antepasados de Gag y Magog son responsables por el carillón. Este maravilloso reloj era un magnífico juguete, y nos dice mucho sobre la mentalidad del hombre que lo hizo y del abad que le permitió hacerla.
Más allá de la Cocina del Abad, en el campo, hay una pequeña alberca redonda de piedras gastadas, con hojas del lirio de agua que flotan en su superficie. Aquí se ponía a los peces vivos para conservarlos para el Viernes. En los pantanos, hacia Meare, hay una antigua estructura de piedra, de carácter eclesiástico, parecida a una pequeña capilla. Esta era la casa de pesca del abad, donde se llevaba a los peces pescados en las corrientes lentas de los pantanos, para ser ahumados y almacenados. Poco más allá están los campos con los bajos montículos redondos que señalan las viviendas de un pueblo antiguo, que también obtenía pescado en esas lentas corrientes.
Así es que, una capa tras otra de memorias yace dormida en esta tierra buena. Los monjes vivieron sus vidas, ricas y llenas de muchos intereses. El tiempo de sembrar y las cosechas nunca les fueron esquivos, como así también los innumerables manantiales. Las granjas y las haciendas y las distantes albercas enviaban sus tributos al granero de diezmos del abad. Aún cortamos piedra del lugar donde se extrajeron las piedras para la Abadía. Los carromatos de madera con sus caballos todavía transitan por los caminos estrechos. Aún hoy se curten cueros entre las praderas acuáticas, y las mimbreras siguen produciendo material para el trabajo de cestería. Sólo los peces han desaparecido con el drenado de los pantanos.
La devoción y la erudición medievales están en el aire mismo de Glastonbury. Las piedras de la Abadía han caído, pero su espíritu sigue vivo como una presencia inquietante,y muchos han visto a sus fantasmas. Soñando a solas en el silencio de la gran iglesia sin techo, los pilares espectrales se vuelven a formar en el ojo de la imaginación; el gran altar resplandece con sus luces y un cántico se acerca por los huecos pasillos. Entonces el sueño desaparece, disipado por la luz del sol, y no queda más que una nube de incienso que vaga a la deriva. Muchos han olido el incienso de Glastonbury, que llega súbitamente, en un gran hálito de dulzura. El espíritu de la Abadía sigue viviendo, oculto bajo la superficie del pequeño y prosaico pueblo con su mercado, y a veces emerge de repente a la superficie,precedido por las nubes de incienso; entonces, el alma del que observa se remonta lejos, a otro mundo, donde los hombres valoran el cielo y la belleza.

Dion Fortune El Espino Sagrado


Apenas se entra en la Abadía, cerca de una vieja pared gris calentada por el sol, se yergue un espino nudoso, con escaso follaje y ramas delgadas, viejo y débil. A este árbol de aspecto miserable y desgastado por el tiempo, vienen a rendirle homenaje peregrinos de todas partes del mundo, porque es el vástago del báculo de San José. No es, por cierto, el Báculo mismo, ya que este fue cortado por un fanático puritano como un acto de fervor religioso durante el gobierno del Regente; de todos modos, es un descendiente inmediato,ya que del famoso árbol se sacó un vástago y fue plantado en el jardín de los monjes, dentro de la Abadía. Existe de ese mismo tronco un árbol hermano, que luce más floreciente y que, se supone, es más joven, en el patio de la bella iglesia de San Juan y de este árbol vienen cada año las flores que, nacidas fuera de su estación, adornan el altar para la Navidad.
Sobre estos dos viejos árboles distintos a los demás, se cuenta una rara historia. Es muy cierto que en la primavera se llenan de follaje y de flores, junto con los otros espinos ingleses, pero en mitad del invierno, en medio de los vientos helados y los fríos cielos grises, aparece otra florescencia, y entre las bayas secas y las ramas desnudas cuelgan nudos de flores de color crema.
Los botánicos nos dicen que estos viejos árboles son forasteros en nuestro medio; no pertenecen a la trinidad inglesa de "roble, fresno, y espino", sino que son exiliados al lado de las lagunas tranquilas de los páramos del Westland. Sin embargo, estos árboles no se olvidan de Sión, y cuando llega la primavera en la Tierra Santa producen yemas y flores, pues son espinos del Levante, y la historia de su llegada a Glastonbury se remonta a la bruma de la leyenda: Salvo estos dos árboles de Avalon y sus vástagos, no se conoce ningún otro árbol similar en Occidente.
La tradición no tiene dudas sobre su origen. Su padre fue el báculo en que se apoyaba el anciano José de Arimatea, nuestro primer misionero. Después de la muerte de Nuestro Señor, cuando la cristiandad comenzaba a difundirse por el cercano Oriente y por la cuenca del Mediterráneo, la Palabra le fue dicha al anciano santo de que debía llevar el mensaje de Cristo a las Islas del Oeste. Y él siguió el camino de los barcos de hojalata, con la proa siempre hacia el Noroeste, hasta que vio ante sí un 'cerro como el Monte Tabor, el Cerro de la Visión, y allí desembarcó e hizo su hogar, y contó su historia a las tribus salvajes de los enmarañados bosques y pantanos, las que, sin embargo, no eran tan salvajes como para no poder comprender la historia del Cristo Niño, cuando la escucharon; y al hombre anciano que vino en nombre del Príncipe de la Paz le dieron cinco hectáreas de tierra fértil y bien regada, y permitieron que él y sus hermanos pudieran vivir entre ellos y contarles la Buena Nueva. 
En el cerro Wearyall, el largo, bajo espolón que se proyecta hacia los pantanos, el primer suelo firme entre Avalon y el mar en esos días, San José pisó suelo inglés, y clavó su báculo en la cálida y roja tierra de Westland, al tomar posesión de nuestras islas para el reino espiritual de su Señor, un reino no hecho con la manos, eterno en los cielos.
Y la bondadosa tierra de Westland recibió el viejo báculo amorosamente, de modo que la vida despertó de nuevo en las fibras resecas; y he aquí que el báculo se llenó de yemas y floreció, aparecieron las hojas verdes y las flores mostraron su color blanco cremoso entre los pastos grises de invierno de las praderas de Somerset. De modo que el fatigado santo tuvo allí su primera Navidad, con la promesa del báculo para alegrar su corazón entre nuestros campos grises y nieblas densas y bajos cielos invernales. El Espino de Glastonbury fue el primer árbol de Navidad en nuestras islas.
Por el milagro del Báculo en Flor, Dios puso Su sello en la misión de San José. La señal del cerro como el Monte Tabor había sido cumplida, y ahora este último milagro no podía dejar duda alguna en la mente del pequeño grupo; con alegría construyeron la primera iglesia en Gran Bretaña, hecha de mimbres cortados en las riberas del lento Brue y fijados con barro de las zanjas que drenaban las tierras de pastoreo a los pies del Peñasco.
Y sus grandes esperanzas fueron justificadas, porque los hombres del pantano y de Mendip, y hasta los pescadores del Severn, se alegraron con la Buena Nueva y les dieron la bienvenida como mensajeros muy amados y largamente esperados.
Aquí también se levantó una de las primeras y más nobles iglesias de piedra en estas islas, pues los hombres de Westland, aprendiendo la Verdad de labios de uno de los que la había aprendido de Nuestro Señor, fueron bien enseñados, y nunca volvieron a los Viejos Dioses otra vez, sino que amaron y adoraron a Cristo en sus corazones y Lo veneraron con sus manos. Se dice que un hombre puede viajar a lo largo y a lo ancho del West Country y jamás dejará de ver las hermosas torres durante el día ni dejará de oír el sonido de sus dulces campanas, por la noche. Realmente, en los días antiguos, la costumbre afable y bondadosa era poner un faro en la torre de la iglesia, al anochecer; de modo que los viajeros en el pantano pudieran ver el camino, y las ventanas de ese faro se pueden ver aún hoy en muchas torres; hay incluso algunas iglesias en las que la ancestral y amable costumbre se mantiene aún, y algunos tañidos de la campana en la oscuridad permiten que los viajeros puedan llegar a su casa sin peligro.
En algunos de estos cementerios de iglesia hay antiguos espinos, retoños de los vástagos del báculo del viejo santo. Los hombres de Somerset de hoy en día, que entierran a sus muertos en medio de sus raíces enmarañadas, no saben la historia del viajero de tierras remotas que reside temporalmente entre los tejas, pues los árboles, apartados de la "tierra más sagrada de Inglaterra", no conservan su hábito de florecer en Navidad; pero sus hojas anchas y suaves, de un verde más oscuro que nuestro espino inglés, hace que se destaquen de entre los árboles del seto, aun cuando los ojos oscuros y la piel olivácea del viejo santo y de sus camaradas deben haber contrastado con la piel blanca y los ojos grises de los hombres de las tribus.
Pero en otros cementerios de iglesia hay espinos jóvenes y esbeltos, tiernamente custodiados y venerados, traídos como reliquias sagradas por los modernos peregrinos que van en tren o en automóvil a la antigua Avalon. Y aunque puedan no cumplir con la tradición de florecer en Navidad, lejos del benévolo valle de la isla de Avalon,Donde no cae nieve ni granizo ni lluvia, y el viento jamás sopla fuerte,son sin embargo testigos de un cuidado renovado por los hermosos símbolos de las cosas sagradas. Glastonbury, la Isla de los Santos, es una vez más nuestra Jerusalén inglesa, y desde sus profundos pozos se extrae un agua dulce para refrescar el alma. Una vez más comprendemos el regalo, que no tiene precio, de los lugares sagrados, y los dos viejos árboles oyen el canto de los himnos cuando los sacerdotes y la gente caminan en procesión de un árbol al otro atravesando las calles del pueblo de techos rojos. Una vez más, el incienso se cuela entre las ramas nudosas y las capas consistoriales, y las vestiduras resplandecen gloriosas contra sus hojas oscuras, pues la iglesia recuerda su herencia.

quarta-feira, 13 de novembro de 2019

Dion Fortune Wearyall


Desde las afueras de Glastonbury, una larga y elevada lengua de tierra se extiende hacia los pantanos. En su flanco norte hay un pequeño plantío famoso por sus serpientes; en su extremo más distante se yergue un solo roble; el resto está cubierto de hierba fragante y espesa, verde como sólo puede serlo la hierba de Westland. Por su lado sur, serpentea un estrecho camino que se hunde y eleva, ajustándose al contorno del suelo con la perversa falta de atención por la comodidad humana que es tan característica de los caminos antiguos, hechos antes de que el hombre dominara por fin a la Naturaleza en estas islas.
Hacia el Norte, a lo largo del llano, se encuentra el moderno camino a Street, el pueblo cuáquero industrial que se halla en medio de las verdes praderas acuáticas. Los dos caminos se encuentran en la cima de la colina de Wearyall, donde yace el antiguo cruce del río, el Pons Perilis de la leyenda de Arturo.
Entre ambos, estos dos caminos nos cuentan la historia inglesa, un cuento escrito en los mapas de caminos de nuestra tierra, si nos interesáramos en leerlo. ¿Por qué el antiguo camino serpentea alrededor de las tierras altas, y el camino moderno bordea los campos? ¿Por qué se encuentran en el puente, y desde ahí van juntos -moderno pavimento sostenido por antiguos pilotes- hacia las lejanas Polden Hills, para desde allí trepar a las tierras altas nuevamente y seguir sus declives y sinuosidades hasta Bridgwater?
En el pasado, las verdes praderas alrededor de Glastonbury eran pantanos. Hasta hoy dependen de los diques en la Bahía de Bridgwater, para su protección de las mareas altas en la primavera. Entre uno y otro campo hay profundas rías que descargan en los ríos. A través de estos lugares pantanosos y traicioneros, un camino podría construirse sólo sobre un terraplén; por lo tanto, dentro de lo posible, los antiguos caminos seguían el suelo firme, ya que el duro ascenso por la empinada cuesta es menos pesado que intentar cruzar las cenagosas tierras bajas. Hoy los pantanos están desecados por sus rías, las acequias están cuidadas como un jardín, y las malolientes salinas donde los hombres del lago tenían sus viviendas son ricas tierras de pastoreo.
El camino moderno va derecho a través de los campos llanos, pero el sinuoso camino serrano custodia sus memorias. Al lado del camino moderno surgen las casas de campo de ladrillo, las estaciones de servicio y las confiterías. Al lado del tortuoso camino serrano están las antiguas casas campesinas, hechas con pesadas piedras de Mendip cortadas en grandes bloques, algunas de ellas de un suave color azul de Reckitt, ocre y rosa. Sus puertas de poca altura se abren directamente a un sendero de lajas inmensas, seis veces más grandes que las piedras del pavimento de Londres. Estas casas son muy antiguas. No hay rastros aquí de las piedras de la Abadía en su estructura; estaban allí y albergaban a su gente mientras la Abadía era el centro de la vida de Glastonbury y los hombres pensaban que existiría siempre.
En una doble hilera, las casas se suceden a los lados del camino antiguo, a medida que este trepa trabajosamente por la colina. Antiguamente, los hombres buscaban las tierras altas para huir de las fiebres de los pantanos y de los estrechos callejones y plazoletas del pueblo medieval. Al cabo, las casas se convierten en una sola hilera, y luego cesan, y el camino sigue solo, bajando y subiendo sobre los espolones de la sierra, hasta que cae abruptamente hasta la cabecera de puente. Aquí se encuentran el camino antiguo y el moderno, ya que por muchas millas es el único suelo firme. En alguna otra parte, un puente tendría que ser construido con grandes estribos, y así como el primer escollo de arena en el Támesis decidió la situación de Londres, así los detritos de Wearyall deciden dónde el moderno camino y el antiguo sendero para caballos de carga cruzarán el Brue. Cada camino cuenta su historia, si nos preocupáramos por leerla; nunca se construye un camino por casualidad -siempre hay una necesidad humana por detrás- y en los senderos abandonados y en las modernas arterias podemos leer la historia de la Inglaterra industrial.
El río y el camino hacen de la cabecera de Wearyall un lugar rico en historia. Los veleros que suben por el río encuentran allí el primer lugar, donde es posible desembarcar, y así José de Arimatea golpea con su báculo en la tierra de Wearyall. El camino, sostenido por pilotes a través de los pantanos, es un sendero desolado y sin casas hasta que llega a tierra firme en la cima de una larga colina de baja altura. Aquí, por lo tanto, debe estar el primer hospedaje para los viajeros, después de las millas fatigosas por el desolado camino del pantano. Aquí, por lo tanto, es que los Caballeros de Arturo -en la búsqueda del Grialpasan la última noche de su peregrinación, ya que los pueblos medievales cierran sus puertas cuando anochece, y los viajeros tienen que pernoctar fuera de sus murallas si llegan a ellas demasiado tarde. ¿Acaso no podemos imaginar cómo los peregrinos, fatigados por ese último tramo por los pantanos, deben haber observado las luces de la Ciudad Santa de Inglaterra fulgurando entre sus colinas, mientras esperaban la apertura de las barreras al amanecer?
Se dice que en Wearyall, las santas -atraídas por la santidad de Glastonbury- hicieron su hogar, lejos del conflicto ruidoso y alborotador de las estrechas calles del pueblo. Ellas, por lo tanto, fueron las que sirvieron en el albergue que atendía las necesidades de los viajeros.
Fuera y más allá de la cabecera de Wearyall, en una isleta baja entre los pantanos, estaba la ermita para quienes deseaban completa soledad. El pantano las protegía de la invasión de los extraños; los hombres del lugar las veneraban. Allí, bajo la protección de su propia pureza, Santa Brígida y sus bondadosas acompañantes servían y amaban a Dios en el silencio de las tranquilas y pardas aguas de turba de las lagunas.
Al lado del Pons Perilis había una capilla, que dio nombre a ese puente. No fueron los peligros del cruce del río los que hicieron temible este lugar, sino los terrores espirituales que aquí acosaban al peregrino en la etapa final de su viaje. Aquí estaba el último lugar donde el Diablo podía atacarlo, pues más allá estaba el suelo sagrado, y aquí debía esperar forzosamente durante las horas de oscuridad cuando el Diablo estaba afuera. Los Caballeros del Grial no dormían después de su viaje a través de los pantanos; velaban ante el altar hasta que el viejo sacerdote venía a dar la misa de medianoche: la misa que parecía convertirse en una orgía diabólica ante sus ojos. Es la antigua historia de las pruebas del alma del peregrino, y la última de ellas es la aparente transformación de las cosas sagradas en archidiabólicas.
Pero si los caballeros resistían sin retroceder, y mantenían la larga vigilia sin caer dormidos, al amanecer se realizaba una misa en la que el Hijo de Dios se manifestaba realmente ante sus ojos. Entonces proseguían su viaje hacia la tierra sagrada de Avalon, para ser homenajeados por el Rey Pescador y ver el Grial con su custodia de vírgenes. Y algunos morían de éxtasis ante esa visión, y ninguno volvió jamás a caminar como hombre entre los hombres. El camino en Wearyall es la última etapa de la peregrinación al Grial.
Fue aquí, en esta cabecera de Wearyall, que el Rey Arturo recibió la cruz de cristal de las manos de Nuestra Señora, la cruz que grabó en su escudo y que lució en su estandarte y a cuyo amparo, peleó con los idólatras y los conquistó; la cruz que más tarde fue inscripta por los abades de Glastonbury en su gran sello.
Dicen que una noche, el Rey Arturo, mientras era agasajado por las monjas de Wearyall en su hospedaje, fue convocado en un sueño, a ir a la capilla en el Pons Perilis, y allí estuvo presente en la misa de medianoche donde Nuestra Señora sirvió en el altar y entregó a su Niño al sacerdote, para el sacrificio.
Al término de esa comida mística, tomó de su cuello la cruz de cristal y se la dio al rey para que con su poder y pureza pudiera conquistar a los paganos. De modo que Arturo ya no luchó más bajo el dragón escarlata de Wessex, sino bajo la clara cruz blanca de Nuestra Señora. Esta fue su más íntima aproximación a la Visión del Grial.
Allí, de pie en la cima de Wearyall, y mirando hacia atrás el pueblo de techos rojos entre sus árboles y estrechos valles, está toda la historia de nuestra Jerusalén inglesa a nuestros pies; el lento río que custodia al pueblo de los habitantes del lago; el lugar donde desembarcó José; la capilla de la vigilia de los caballeros; toda la historia de Avalon se esboza en la larga, estrecha lengua de tierra con forma de ballena que se interna en los pantanos, pues, mucho más que la voluntad de los reyes, son la tierra y sus caminos los que hacen historia.

Dion Fortune La Avalon de los Santos Célticos


Hay otra atmósfera dentro de los alrededores de la Abadía, parecida a la de las iglesias medievales, que impregna al pueblo como la fragancia del incienso. Ir de la gran nave hasta la Capilla de St. Joseph es ir de un mundo a otro. La tradición nos dice que esta capilla hermosa e intrincada se construyó alrededor de la antigua iglesia de mimbre de los primeros misioneros cristianos que llegaron a nuestras islas, y no hay razón para dudar de la verdad de la tradición.
En estas islas hubo una cristiandad antes de que Roma empleara su mano organizadora en ellas. Hubo una iglesia céltica que no reconoció al Papa, salvo como uno entre muchos obispos. Hubo tres centros sagrados en Gran Bretaña desde donde se diseminó la Luz del Oeste, y el más grande de ellos fue Glastonbury. La historia nos dice que la cristiandad llegó primero a estas islas desde Irlanda, la Isla de los Santos, pero la leyenda nos dice que vino directamente de Palestina. Sea como fuere, fue en Avalon que la cristiandad vio primero la luz del día en estas islas, y la antigua iglesia de mimbre fue su cuna.
Tantos hombres santos han rezado y muerto en Glastonbury que la atmósfera espiritual está viva y llena de luminosidad. El polvo de sus restos, al mezclarse con la tierra, santifica el suelo que se halla bajo nuestros pies.
Aquí no hubo mártires hasta que Enrique VIII eligió sus víctimas: hombres santificados por su vida, no por su muerte.
San Patricio cruzó el Mar de Irlanda en su frágil embarcación y llegó aquí, organizando a los solitarios ermitaños bajo una disciplina. También Santa Brígida, la más amada de las solitarias, tuvo su celda en Beckary, apenas una elevación del suelo que está más allá de Wearyall. Allí dejó sus instrumentos de tejido, y hace algunos años un pastor encontró allí una campana de bronce de la más antigua hechura y la entregó al Pozo del Cáliz para la capilla, donde sus dos dulces notas solían llamar a los feligreses, a la mañana y a la tarde.
Que se trataba de la campana de una mujer es indudable, pues los agujeros para los dedos de los cuales se sostiene son tan pequeños que sólo los dedos de una mujer podrían usarlos. Se dice que San David llegó aquí desde Gales, junto con otros siete obispos, a fin de poder dedicar la iglesia recientemente construida, a la Virgen María; pero Nuestra Señora se le apareció en un sueño y le dijo que la iglesia ya le había sido dedicada a ella por la santidad del suelo, de modo que el buen santo bendijo a los venerables hombres de la isla y partió, dando gloria a Dios.
Fue en Beckary donde el Rey Arturo, convocado por un sueño mientras dormía en el convento de monjas en Wearyall, vio el prodigioso sacramento en que el Niño Santo era el sacrificado en el altar, dejado allí por Su Madre. Fue allí, en la Isla de Bridget, llamada "Pequeña Irlanda", donde Nuestra Señora dio a Arturo la maravillosa cruz de cristal que, a su vez, fue dada por él a la Abadía de Glastonbury. Arturo grabó esta cruz de cristal en su escudo, plata sobre verde, en memoria de la gracia de la Reina del Cielo, y más tarde los monjes de la Abadía la hicieron también su blasón, y hasta hoy puede verse como parte de su escudo de armas.
En esos días, no había verdaderas reglas monásticas. Los santos vivían como ermitaños en lugares sagrados, y cada uno era la ley para sí mismo. Gradualmente, debido a la cercanía, empezó a aparecer un cierto código de disciplina. Por los peligros de la época,raramente las mujeres eran anacoretas; forzosamente tenían que vivir detrás de sólidas paredes para su protección. Las santas parecen haber tenido para sí la tierra distante y más elevada de Wearyall, con su isla de Beckary, pues antes de que se construyeran los grandes diques a lo largo de la Bahía de Bridgewater la marea llegaba hasta el pie de Wearyall, y todos los páramos actuales eran una salina llena de los chillidos de las aves marinas.
En Glastonbury no hubo una vida monástica regular hasta que los benedictinos trajeron sus enseñanzas y sus reglas. La primera cristiandad en estas islas no fue romana sino céltica, y para los cristianos célticos, el Papa no era sino un obispo más entre muchos otros.
Los devotos, hombres y mujeres, llevaron la luz de la fe a las tribus salvajes del Norte y del Oeste, y para su inspiración miraban hacia la sagrada Irlanda, no hacia Roma. Pero poco a poco, la influencia de Roma se afirmó en todas las iglesias, y las primitivas costumbres y tradiciones locales fueron absorbidas y unificadas, hasta que hubo una sola iglesia en la cristiandad.
Las personas contemplativas que se reunían alrededor del Pozo Sagrado en Glastonbuy fueron organizadas bajo las reglas de San Benedicto, y las paredes de la Abadía empezaron a construirse. La Capilla de San José se levantó, en realidad, para cercar la humilde iglesia de mimbre de los primeros ermitaños.
El arte y el saber vinieron a Glastonbury, y se empezó a construir la gran propiedad que los mantenía; muy lejos, sobre los páramos, encontramos el escudo de armas de la Abadía, sobre las puertas de los antiguos y grises graneros de piedra, que aún hoy siguen en pie. Lejos de Londres y de las turbulentas plazas fuertes de los magnates, protegida por pus pantanos, Glastonbury se convirtió en un jardín de vida cristiana. Ningún otro lugar en estas islas podía competir con ella en cuanto a antigüedad de tradición, pues en su primer santo tenía un vínculo con Nuestro Señor. Siglo tras siglo, la vida espiritual del lugar creció como una gran enredadera, y esa vida según toda evidencia, parece haber sido de una pureza singular.
Glastonbury está santificada por las plegarias y el polvo de los hombres y mujeres santos. Muchas generaciones de ingleses recorrieron el sendero de los peregrinos a través de los pantanos, y los ojos de toda Europa se volvían hacia esa ciudad como hacia un refugio sagrado. Es esta intensa vida espiritual la que construyó a la Avalon invisible; es el fuego de este hogar de fe el que da calor hoya nuestros corazones cuando estamos en "la tierra más sagrada de Inglaterra". Sus piedras están tan llenas de recuerdos que no podemos sino recordar, y el alma se conmueve y piensa en Dios.
Porque en esta isla, en los pantanos, se ha pensado tanto en Dios, ha sido tan amado y servido en ella, que El se encuentra muy cerca, y el velo que oculta el santuario es muy sutil. Si Dios se acercó o no a Glastonbury, ¿quién puede decirlo? Pero Glastonbury se acercó mucho a Dios, y la fragancia de esa Presencia aún persiste.

Dion Fortune La Isla de Avalon


No hace tanto tiempo que Avalon dejó de ser una isla. Una anciana, sentada a la puerta de su casa, me dijo que su abuela podía recordar cómo el agua subió hasta la iglesia de San Benigno cuando los grandes diques reventaron y el agua invadió Bridgwater Bay, a cuarenta kilómetros de distancia. Todas las tierras en los alrededores de Avalon son bajas, a poco más de un metro por debajo de la marea alta, y eran salinas hasta que se construyeron los diques en la bahía. El Brue, un arroyo desagradable y lento, que fluye entre altos terraplenes, puede desaguar sólo en el Bristol Channel cuando baja la marea, a través de grandes compuertas que impiden que el mar avance. Las rías están por todos lados, desaguando las praderas, cada una con su hilera de sauces podados. En esta parte del mundo se los llama Rhines, nombre que apareció con los ingenieros de las tierras bajas quienes, criados en un encalladero, conocían el arte del diques y acequias, y ganaron muchas tierras al mar para nuestros antepasados.
Hay una historia que cuenta que un astrólogo le dijo al duque de Monmouth que se cuidara del Rin, pues allí encontraría la muerte. La noche anterior a la batalla de Bridgwater recordó en son de broma la antigua profecía, y afirmó que, por el momento, no corría peligro. Pero fue una de esas rías la que confundió a su ejército y lo llevó a la derrota.
Las praderas acuáticas son de ese verde esmeralda que sólo puede verse donde el subsuelo se encuentra cerca de la superficie. Viajando por tierras resecas en medio del verano, uno sabe que Avalon está cerca, por el verdor de la tierra. Por todos lados hay flores en los árboles, arbustos y hierbas. Las flores mismas son una guía para el viajero.
Dime lo que has arrancado, y te diré dónde te encuentras y hacia dónde está Avalon. Los ranúnculos y las cardenchas y los grandes juncos con colas como gatos enojados pertenecen a las praderas acuáticas. La alegría del viajero flota como el humo sobre la gredosa escarpa de las Polden Hills, y los Mendips tienen pinos y brezos en sus cúspides. Las sierras de Devon, grises en el horizonte, tienen tierra tan roja como la sangre, ¡y helechos, helechos, y más helechos! Y siempre, en todas partes, están los endrinos, blancos de flores o rojos con sus bayas. Realmente, esta es una tierra agradable y bondadosa.
Pero existe un lugar que parece el infierno a la luz de la luna, y que es donde cortan la turba en los pantanos. El suelo es azabache, y el verde brillante del frondoso follaje parece maligno y siniestro. El camino se eleva entre las grandes rías, y a cada lado marcha el ejército de las negras y altas pirámides de turba, apiladas para su secado. Sin embargo, mucho se le puede perdonar a la turba, ya que huele muy dulcemente cuando se la quema.
A la noche, las espirales de pálido humo azul se elevan desde las chimeneas de las cabañas y el aire se llena de incienso. La turba es un custodio de los archivos. Preserva todo lo que se le encomienda a su cuidado. Afuera, entre las tierras bajas, donde un arroyo lento se arrastra hacia el mar, los montículos verdes de poca altura salpicaban los campos. El ganado pastaba sobre ellos y a nadie le importaba. Siempre habían estado allí. Nadie pensó jamás preguntar cómo fue que esos montículos puntuaran las verdes praderas que alguna vez habían sido una laguna. Un día el arado los abrió, y así quedó revelada la dura tierra horneada de los hogares de los hombres de la antigüedad. A su vez, aquella fue horadada y se encontró otro hogar. Y así yacían, hogar sobre hogar, a medida que esos hombres iban reparando sus viviendas o que las aguas de la laguna cambiaban su nivel.
En la antigüedad, cuando los canales que se mantenían abiertos por las lentas corrientes eran los únicos caminos a través del pantano, los hombres construían sus pueblos sobre grandes pilotes metidos en el suave fango. La turba los mantenía a salvo del deterioro, y las aguas protegían a la tribu de sus enemigos y les proveía su alimento.
En esa época, los hombres podían vivir sólo donde encontraran medios naturales de defensa. En los bosques las bestias podían sorprenderlos desprevenidos, y en la llanura el peligro provenía de sus semejantes. Así que construyeron sus hermosos pueblos. con sus grandes altares de piedra en los puntos bajos, donde nadie podía acercarse sin ser observado, o, si no, en los pantanos, donde sólo aquellos que conocían los canales podían traer desde la rebalsa los pequeños botes de mimbre y cuero, difíciles de maniobrar, a través del laberinto de arroyos cubiertos de cañas.
La civilización empezó temprano en la cálida y amable tierra del Oeste, y por todos lados encontramos rastros del hombre primitivo, de sus altares y sus hogares.
Pero otros hombres también buscaron el abrigo de los pantanos:
Cuando Roma se había hundido en un yermo de esclavos, y el sol se ahogaba en el mar.
Los monjes fueron los únicos que custodiaron los libros antiguos, en la era en que todos los hombres que luchaban tuvieron que convertirse en bárbaros a fin de enfrentar a los bárbaros. A semejanza de los hombres que juntaron los primeros granos en recipientes de barro, ellos también tenían que buscar refugio de un mundo de rapiña. Del mismo modo, encontraron su camino por las antiguas vías fluviales hacia los pantanos que los protegían de sus enemigos.
Pero los monjes amaban las buenas huertas y el agua potable; querían algo más que los charcos salobres que habían servido a los habitantes del lago. Conocían las fiebres que hacían temblar a los hombres del pantano. Y así eligieron hacer su hogar en la isla de forma de manzana de Avalon, el grupo de colinas suavemente redondas que se amontonan y rodean la base del Peñasco que se eleva como una llama en medio de ellas.
Allí vivían los monjes en un buen suelo, lleno de saludables manantiales, y su influencia civilizadora y humanizante se extendió por los pantanos hasta las sierras lejanas de donde extraían la piedra. Allí escribieron y dibujaron sus maravillosos libros:

Labrados en la forma lenta del monje,
En plata y sanguínea madreperla,
Donde las escenas son pequeñas y terribles,
Ojos de cerradura de cielo e infierno.

Aquí vivió lo poco que había de civilización en esos días oscuros. Aquí se cultivaban las huertas, se atendía a los enfermos y se enseñaba a los niños. La gran pared gris aún señala el límite de la tierra solariega de los monjes; el antiguo granero todavía guarda la cosecha, y los cuatro Evangelistas aún miran hacia los cuatro ángulos del cielo desde su techo, vigilando los diezmos.
Glastonbury no sólo tiene sus profundas raíces en el pasado, sino que el pasado sigue vivo en Glastonbury. A nuestro alrededor todo respira y se mueve, en silencio, pero viviendo y observando. Aquí podemos oír cómo late su corazón, si apoyamos nuestro oído en la tierra. Su sangre vital se mueve en los claros manantiales de Avalon y en los lentos arroyos de los pantanos. El espíritu del pasado de Avalon yace bajo una y otra capa, así como los hogares de un pueblo antiguo yacen entre los charcos de Meare. Nosotros, que amamos, podemos escuchar, y Avalon nos habla.