quinta-feira, 5 de dezembro de 2024

Edouard Schuré - Irradiación del Verbo Solar

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

Tal es la leyenda del Krishna, reconstruida en su conjunto orgánico y colocada en la perspectiva de la historia.

Ella arroja una viva luz sobre los orígenes del Brahmanismo. Claro que es imposible probar por documentos positivos que tras del mito de Krishna se oculta un personaje real. El triple velo qué cubre el embrión de todas las religiones orientales, es más espeso en la India que en parte alguna, porque los brahmanes, dueños absolutos de la sociedad india, únicos guardianes de sus tradiciones, las han modelado y reformado con frecuencia en el curso de las edades. Pero es justo añadir que han conservado fielmente todos los elementos constitutivos, y que, si su doctrina sagrada se ha desarrollado con los siglos, su centro no se ha desplazado jamás. No podemos, pues, como lo hace la mayor parte de los sabios europeos, explicar una figura como la de Krishna, diciendo: “Es un cuento de nodriza injertado en un mito solar, con una fantasía filosófica hilvanada sobre el conjunto”.

No es así, creemos, como se funda una religión que dura miles de años, engendra una poesía maravillosa, varias grandes filosofías, resiste al ataque formidable del buddhismo, a las invasiones mongolas, mahometanas, a la conquista inglesa, y conserva hasta en su decadencia profunda el sentimiento de su inmemorial y alto origen[1]. No: siempre hay un grande hombre en el origen de una gran institución. Considerando el papel predominante del personaje Krishna en la tradición épica y religiosa, sus aspectos humanos por una parte, y por la otra, su identificación constante con Dios manifestado o Vishnú, fuerza nos es creer que él fue el creador del culto Vishnuita, que dio al Brahmanismo su virtud y su prestigio. Es, pues, lógico admitir que en medio del caos religioso y social que creaba en la India primitiva la invasión de los cultos naturalistas y apasionados, apareció un reformador luminoso que renovó la pura doctrina aria por la idea de la Trinidad y del Verbo divino manifestado, que puso el sello a su obra por el sacrificio de su vida, y dio así a la India su alma religiosa su forma nacional y su organización definitiva.

La importancia de Krishna nos parecerá aun mayor y de un carácter realmente universal, si notamos que su doctrina encierra dos ideas madres, dos principios organizadores de las religiones y de la filosofía esotérica. Estos son: la doctrina orgánica de la inmortalidad del alma o de las existencias progresivas por la reencarnación, la que corresponde a la Trinidad o Verbo divino revelado en el hombre. No he hecho más que indicar[2]  el alcance filosófico de esta concepción central, que, bien comprendida, tiene su repercusión animadora en todos los dominios de la ciencia, del arte y de la vida. Debo limitarme, para concluir, a una nota histórica.

La idea de que Dios, la Verdad, la Belleza y la Bondad infinitas se revelan en el hombre consciente con un poder redentor que resalta hacia las profundidades del cielo por la fuerza del amor y del sacrificio, esa idea fecunda entre todas, aparece por primera vez en Krishna. Ella se personifica en el momento en que, saliendo de su juventud aria, la humanidad va a hundirse más y más en el culto de la materia. Krishna le revela la idea del Verbo divino; ella no lo olvidará ya. Y tendrá tanta más sed de redentores y de hijos de Dios cuanto más profundamente sienta su descenso. Después de Krishna, hay como una poderosa irradiación del verbo solar a través de los templos de Asia, de África y de Europa. En Persia, es Mithras, el reconciliador del luminoso Ormuzd y del sombrío Ahrimán; en Egipto, es Horus, el hijo de Osiris y de Isis; en Grecia, es Apolo, el Dios del Sol y de la Tierra; es Dionisos, el resucitador de las almas. En todas partes el dios solar es un dios mediador, y la luz es también la palabra de vida. ¿No es de ella también de donde brotó la idea mesiánica?. Sea de ello lo que quiera, por Krishna entró esa idea en el mundo antiguo; por Jesús irradiará sobre toda la Tierra.

Mostraré en lo que sigue de esta historia secreta de las religiones, cómo la doctrina del ternario divino se liga a la del alma y de su evolución, cómo y por qué ellas se suponen y se completan recíprocamente. Digamos ante todo que su punto de contacto forma el centro vital, el foco luminoso de la doctrina esotérica. A no considerar las grandes religiones de la India, del Egipto, de Grecia y de Judea más que por el lado exterior, no se ve otra cosa que discordia, superstición, caos. Pero sondead los símbolos, interrogad a los misterios, buscad la doctrina madre de los fundadores y de los profetas, y la armonía se hará en la luz. Por diversos caminos, con frecuencia tortuosos, se llegará al mismo punto; de suerte que penetrar en el arcano de una de esas religiones, es también penetrar en los de las otras. Entonces sé produce un fenómeno extraño. Poco a poco, pero en una esfera creciente, se ve brillar la doctrina de los iniciados en el centro de las religiones, como un sol que disipa su nebulosa. Cada religión aparece como un planeta distinto. Con cada una de ellas cambiamos de atmósfera y de orientación celeste, pero siempre el mismo Sol nos ilumina. La India, la gran soñadora, nos sumerge con ella en el sueño de la eternidad. El Egipto grandioso, austero como la muerte, nos invita al viaje de ultratumba. La Grecia encantadora nos arrastra a las fiestas mágicas de la vida, y da a sus misterios la seducción de las formas, tan pronto encantadoras como terribles, de su alma siempre apasionada. Pitágoras, en fin, formula científicamente la doctrina esotérica, le da quizá la expresión más completa y más sólida que haya jamás tenido; Platón y los Alejandrinos no fueron más que sus vulgarizadores. Acabamos de remontarnos hasta su fuente en los juncares del Ganges y las soledades del Himalaya.

[1] (La grandeza de Sakhia Muni reside en su caridad sublime, en su reforma moral, y en la revolución social que trajo por la caída de las castas osificadas. El Buddha dio al Brahmanismo envejecido una sacudida semejante a la que el protestantismo dio al catolicismo de hace trescientos años: le obligó a prepararse para la lucha y a regenerarse. Pero Sakhia Muni no añadió nada a la doctrina esotérica de los brahmanes, y divulgó solamente algunas de sus partes. Su psicología es, en el fondo, la misma, aunque siga un camino diferente. (Véase mi artículo sobre la Leyenda de Budha. Revue des Deux-Mondes, 1º de julio de 1885. Si el Budha no figura en este libro, no es porque desconozcamos su lugar en la cadena de los grandes iniciados, sino a causa del plan especial de esta obra. Cada uno de los reformadores o filósofos que hemos elegido, está destinado a mostrar a la doctrina de los misterios bajo una nueva faz, y en cierta etapa de su evolución. Desde este punto de vista, el Budha hubiera resultado duplicado: por una parte con Pitágoras, a través de quien he desarrollado la teoría de la reencarnación y de la evolución de las almas; por otra, con Jesucristo, que promulgó, tanto para el Occidente como para el Oriente, la fraternidad y la caridad universales.

En cuanto al libro, muy interesante por otra parte y muy digno de ser leído; “El Budhismo Esotérico”, de Sinnett, cuyo origen algunas personas atribuyen a pretendidos adeptos que viven actualmente en el Tibet, me es imposible hasta nueva orden, ver en él otra cosa que una muy hábil compilación del Brahmanismo y del Budhismo, con ciertas ideas de la Kábala, de Paracelso, y algunos datos de la ciencia moderna).

[2] (Véase la nota sobre Devaki a propósito de la visión de Krishna),

Edouard Schuré - El Triunfo y la Muerte

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

Después de haber instruido a sus discípulos en el monte Meru, Krishna fue con ellos a las orillas del Djamuna y del Ganges, para convertir al pueblo.

Entraba en las cabañas y se detenía en las poblaciones. Al atardecer, en los alrededores de las aldeas, la multitud se agrupaba a su alrededor. Lo que predicaba ante todo el pueblo era la caridad hacia el prójimo.

“Los males con que afligimos a nuestros semejantes, decía, nos persiguen como la sombra al cuerpo. Las obras que tienen como base el amor al prójimo, son las que deben ser ambicionadas por el justo, pues serán las que pesen más en la balanza celeste. Si acompañas a los buenos, tus ejemplos serán inútiles; no temas el vivir entre los malos para conducirlos hacia el bien. El hombre virtuoso es semejante al árbol gigantesco, cuya bienhechora sombra da a las plantas que le rodean la frescura de la vida”.


 A veces, Krishna, cuya alma desbordaba ahora un perfume de amor, hablaba de la abnegación y del sacrificio con suave voz e imágenes seductoras:

“Como la tierra soporta a quienes la pisotean y desgarran su seno al labrarla, así debemos devolver el bien por el mal. El hombre honrado debe caer bajo los golpes de los perversos como el árbol sándalo, que cuando se le corta, perfuma el hacha que le ha herido”.

 Cuando los semisabios, los incrédulos, le pedían les explicara la naturaleza de Dios, respondía con sentencias como ésta:

“La ciencia del hombre sólo es vanidad: todas sus buenas acciones son ilusorias cuando no sabe relacionarlas a Dios. El que es humilde de corazón y de espíritu, es amado por Dios y no tiene necesidad de otra cosa. El infinito y el espacio pueden únicamente comprender lo infinito; sólo Dios puede comprender a Dios”.

No eran esas las únicas cosas nuevas de sus enseñanzas. Embelesaba y arrastraba a la multitud, sobre todo por lo que decía del Dios vivo, de Vishnú.

Enseñaba que el señor del universo se había encarnado ya más de una vez entre los hombres; se había manifestado sucesivamente en los siete rishis, Vyasa y en Vasichta, y se manifestaría aún de nuevo. Pero Vishnú, al decir de Krishna, gustaba a veces de hablar por boca de los humildes: en un mendigo, en una mujer arrepentida, en un niño. Contaba al pueblo la parábola del pobre pescador Durga, que había encontrado a un niño medio muerto de hambre bajo un tamarindo. El buen Durga, aunque abrumado por la miseria y cargado de numerosa familia, que no sabía cómo alimentar, se emocionó de piedad por el pobre niño y le llevó a su casa. El sol se había puesto, la luna subía sobre el Ganges, la familia había pronunciado la oración de la noche, cuando el niño murmuró a media voz: “El fruto del kataca purifica el agua; de igual modo las buenas acciones purifican el alma. Toma tus redes, Durga; tu barca flota sobre el Ganges”. Durga echó sus redes y cuando las retiró se rompían bajo el peso del pescado. El niño había desaparecido. Así, decía Krishna, cuando el hombre olvida su propia miseria por la de los demás, Vishnú se manifiesta y le hace dichoso en su corazón. Por medio de tales ejemplos, Krishna predicaba el culto de Vishnú. Todos se maravillaban de encontrar a Dios tan cerca de su corazón cuando hablaba el hijo de Devaki.

El renombre del profeta del monte Meru se difundió por la India. Los pastores que le habían visto crecer y habían asistido a sus primeras hazañas, no podían creer que aquel santo personaje fuera el héroe impetuoso que habían conocido. Él viejo Nanda había muerto. Pero sus dos hijas Sarasvati y Nichdali, que Krishna amaba, vivían aún. Diverso había sido su destino.

Sarasvati, irritada por la partida de Krishna, había buscado el olvido en el matrimonio; había sido la mujer de un hombre de casta noble, que la tomó por su belleza, pero en seguida la había repudiado y vendido a un wayshia o comerciante. Sarasvati había dejado por desprecio a aquel hombre, para convertirse en una mujer de mala vida. Luego, un día, desolada en su corazón, llena de remordimientos y de asco, volvió hacia su país y fue a buscar secretamente a su hermana Nichdali.

Ésta, pensando siempre en Krishna como si estuviera presente, no se había casado, y vivía con un hermano como sirvienta. Sarasvati le contó sus infortunios y su vergüenza, y Nichdali le respondió:

— ¡Pobre hermana mía!. Te perdono; pero mi hermano no te perdonará. Sólo Krishna podría salvarte.

Una llama brilló en los apagados ojos de Sarasvati.

— ¡Krishna! —dijo—. ¿Qué ha sido de él?.

— Es un santo, un gran profeta. Ahora predica en las orillas del Ganges.

— Vamos a buscarle —dijo Sarasvati— Y las dos hermanas se pusieron en camino: la una agostada por las pasiones, la otra perfumada de inocencia, y, sin embargo, las dos consumidas por un mismo amor.

Krishna se disponía a enseñar su doctrina a los guerreros o kchatryas. Porque por turno predicaba a los brahmanes, a los hombres de la casta militar y al pueblo. A los brahmanes les explicaba, con la calma de la edad madura, las verdades profundas de la ciencia divina; ante los rajas celebraba las virtudes guerreras y familiares con el fuego de la juventud; al pueblo le hablaba, con la sencillez de la infancia, de caridad, de resignación y de esperanza.

Krishna estaba sentado a la mesa de un festín, en casa de un jefe renombrado, cuando dos mujeres pidieron ser presentadas al profeta. Las dejaron entrar a causa de su traje de penitentes. Sarasvati y Nichdali fueron a postrarse ante los pies de Krishna. Sarasvati exclamó con emoción e inundada en lágrimas:

— Desde que nos dejaste, he pasado mi vida en el error y el pecado; pero si tú lo quieres, Krishna, puedes salvarme…

Nichdali añadió:

— ¡Oh Krishna!. Cuando te oí en otro tiempo, supe que te amaba para siempre; ahora que te vuelvo a encontrar en tu gloria, sé que eres el hijo de Mahadeva.

Y las dos besaron sus pies. Las rajas dijeron: — ¿Por qué, santo rishi, dejas a esas mujeres del pueblo insultarte con sus palabras insensatas?.

Krishna les respondió:

— Dejadlas expansionar su corazón: valen ellas más que vosotros. Porque ésta tiene la fe y la otra el amor. Sarasvati, la pecadora, queda salvada desde este momento, porque ha creído en mí, y Nichdali, en su silencio, ha amado más a la verdad que vosotros con todos vuestros gritos. Sabed, pues, que mi madre radiante, que vive en el sol de Mahadeva, le enseñará los misterios del amor eterno, cuando todos vosotros estéis aún sumergidos en las tinieblas de las vidas inferiores.

A partir de aquel día, Sarasvati y Nichdali siguieron los pasos de Krishna con sus discípulos. E inspiradas por él, enseñaron a las otras mujeres.

Kansa reinaba aún en Madura. Después del asesinato del anciano Asichta, el rey no había encontrado paz sobre su trono. La profecía del anacoreta se había realizado: el hijo de Devaki vivía. El rey le había visto, y ante su mirada había sentido fundirse su fuerzo y su reinado. Temblaba por su vida como una hoja seca, y frecuentemente, a pesar de sus guardias, se volvía bruscamente, esperando ver al joven héroe, terrible y radiante, ante su puerta.

Por su parte, Nysumba, acostada en su lecho, en el fondo del gineceo, pensaba en sus poderes perdidos. Guando supo que Krishna profeta predicaba en las orillas del Ganges, persuadió al rey a que enviara contra él una tropa, para que lo trajeran atado. Cuando Krishna vio a los soldados, sonrió y les dijo:

— Sé quienes sois y por qué venís. Presto estoy a seguiros ante vuestro rey; pero antes dejadme hablaros del rey del cielo, que es el mío.

Y comenzó a hablar de Mahadeva, de su esplendor y de sus manifestaciones. Cuando terminó, los soldados rindieron sus armas a Krishna, diciendo:

— No te llevaremos prisionero ante nuestro rey, sino que te seguiremos ante el tuyo.

Y quedaron con él. Kansa, al saber esto, quedó aterrado. Nysumba le dijo:

— Envíale los personajes principales del reino. Así se hizo. Fueron a la población en que Krishna predicaba. Habían prometido no escucharle. Pero cuando vieron el brillo de su mirada, la majestad de su aspecto, y el respeto que le tenía la muchedumbre, no pudieron privarse de escucharle. Krishna les habló de la servidumbre interior de los que hacen el mal, y de la libertad celeste de los que hacen el bien.

Los kchatryas quedaron sobrecogidos de gozo y de sorpresa, porque se sintieron como libertados de un peso enorme.

— En verdad, eres un gran mago —dijeron—, porque habíamos jurado conducirte ante el rey con cadenas de hierro; pero nos es imposible hacerlo, puesto que nos has libertado de las nuestras.

Fueron, pues, ante Kansa y le dijeron:

— No podemos traerte ese hombre. Es un profeta muy grande, y no tienes nada que temer de él.

El rey, viendo que todo era inútil, hizo triplicar sus guardias y poner férreas cadenas a todas las puertas de su palacio. Sin embargo, un día oyó un gran ruido en la ciudad, gritos de alegría y de triunfo. Los guardias vinieron a decirle: “Es Krishna, que entra en Madura. El pueblo hunde las puertas y rompe las cadenas de hierro”. Kansa quiso huir, pero los guardias mismos le obligaron a permanecer en su trono.

En efecto: Krishna, seguido de sus discípulos y de un gran número de anacoretas, hacía su entrada en Madura, empavesada con estandartes, en medio de una multitud nutrida de hombres, que parecía un mar agitado por el viento. Entraba bajo una lluvia de guirnaldas y de flores. Todos le aclamaban. Ante los templos, los brahmanes se agrupaban bajo los plátanos sagrados, para saludar al hijo de Devaki, al vencedor de la serpiente, al héroe del monte Meru; pero sobre todo al profeta de Vishnú. Seguido de brillante cortejo, y saludado como un libertador por el pueblo y los kchatryas, Krishna se presentó ante el rey y la reina.

— Sólo has reinado por la violencia y el mal — dijo Krishna a Kansa y has merecido mil muertes, porque has matado al santo anciano Vasichta. Sin embargo, no morirás aún. Quiero probar al mundo que no es quitándoles la vida como se triunfa de los enemigos vencidos, sino perdonándoles.

— Mago malvado —dijo Kansa— me has robado mi corona y mi reino. Mátame.

— Hablas como un insensato —dijo Krishna— Porque si murieras en tu estado de locura, de endurecimiento y de crimen, serías irremediablemente perdido en la otra vida. Si, al contrario, comienzas a comprender tu locura y a arrepentirte de ella, tu castigo será menor, y por la intercesión de los espíritus puros, Mahadeva te salvará un día.

Nysumba, inclinada al oído del rey, murmuró:

— ¡Insensato!, aprovecha la locura de su orgullo. En tanto que se vive, queda la esperanza de vengarse.

Krishna comprendió lo que había dicho, sin haberlo oído, y la lanzó una mirada severa, de penetrante piedad.

— ¡Ah, desgraciada!; siempre tu veneno. Corruptora, maga negra, tú no tienes ya en tu corazón más que el veneno de las serpientes. Extírpatelo, o algún día me veré obligado a aplastar tu cabeza. Y ahora irás con el rey a un lugar de penitencia para expiar tus crímenes, bajo la vigilancia de los brahmanes.

Después de estos acontecimientos, Krishna, con el consentimiento de los grandes del reino y del pueblo, consagró a Arjuna, su discípulo, el más ilustre descendiente de la raza solar, como rey de Madura, y dio la autoridad suprema a los brahmanes, que se convirtieron en instructores de los reyes.

Krishna continuó siendo el jefe de los anacoretas, que formaron el conjunto superior de los brahmanes. A fin de substraer este consejo a las persecuciones, hizo construir para ellos y para sí una ciudad fuerte en medio de las montañas, defendida por una alta muralla y por población escogida. Se llamaba Dwarka. En el centro de esta ciudad se encontraba el templo de los iniciados, cuya parte más importante estaba oculta en los subterráneos[1].

Entre tanto, cuando los reyes del culto lunar supieron que un rey del culto solar había subido al trono de Madura y que los brahmanes iban a ser los dueños de la India, formaron entre sí una poderosa liga para arrojarle del trono. Arjuna, por su parte, agrupó a su alrededor todos los reyes del culto solar, de la tradición blanca, aria, védica. Desde el fondo del templo de Dwarka, Krishna les seguía, les dirigía. Los dos ejércitos se encontraban en presencia, y la batalla decisiva era inminente. Sin embargo, Arjuna, al faltarle a su lado el maestro, sentía turbarse su espíritu y debilitarse su valor. Una mañana, al romper el día, Krishna apareció ante la tienda del rey, su discípulo.

— ¿Por qué —dijo severamente el maestro— no has comenzado el combate que ha de decidir si los hijos del sol o los de la luna van a reinar sobre la Tierra?.

— Sin ti no puedo hacerlo —dijo Arjona— Mira esos dos ejércitos inmensos y esas multitudes que van a perecer.

Desde la eminencia en que estaban colocados, el señor de los espíritus y el rey de Madura contemplaron los dos ejércitos innumerables, alineados en orden, uno frente al otro. Se veían brillar las cotas de malla dorada de los jefes; millares de guerreros, caballos y elefantes, esperaban la señal del combate. En este momento, el jefe del ejército enemigo, el más anciano de los Kuravas, sopló en su caracola marina, en la gran caracola cuyo sonido parecía el rugido de un león. A este ruido pronto se oyó sobre el vasto campo de batalla un inmenso rumor, el relinchar de los caballos, un ruido confuso de armas, de tambores y de trompas. Arjuna no tenía más que montar sobre su carro arrastrado por caballos blancos y soplar en su caracola azulada, de un azul celeste, para dar la señal de combate ‘a los hijos del Sol. Pero, he ahí que el rey sintió fundirse su corazón, sumergido en la piedad, y dijo muy abatido:

— Al ver esta multitud venir a las manos, siento decaer mis miembros: mi boca se seca, mi cuerpo tiembla, mis cabellos se erizan sobre mi cabeza, mi piel arde, mi espíritu gira en torbellinos. Veo malos augurios. Ningún bien puede venir de esta matanza. ¿Qué haremos con reinos, placeres, y aun con la misma vida?. Aquellos para quienes deseamos reinos, placeres y alegrías, en pie están ahí para batirse, olvidando su vida y sus bienes. Preceptores, padres, hijos, abuelos, nietos, tíos, parientes, van a degollarse. No tengo gana de hacerlos morir para reinar sobre los tres mundos, y mucho menos aun para reinar sobre esta tierra. ¿Qué placer experimentaría yo en matar a mis enemigos?. Una vez muertos los traidores el pecado recaerá sobre nosotros.

— ¿Cómo te ha sorprendido —dijo Krishna— ese azote del miedo, indigno del sabio, fuente de infamia que nos arroja del cielo?. No seas afeminado. ¡En pie!.

Pero Arjuna, descorazonado, se sentó en silencio y dijo:

— No combatiré.

Entonces Krishna, el rey de los espíritus, replicó con ligera sonrisa:

— ¡Oh, Arjuna!. Te he llamado el rey del sueño para que tu espíritu esté siempre en vela. Pero tu espíritu se ha dormido, y tu cuerpo ha vencido a tu alma. Lloras sobre lo que no se debiera llorar, y tus palabras están desprovistas de sabiduría. Los hombres instruidos no se lamentan ni por los vivos ni por los muertos. Yo y tú y esos conductores de hombres, siempre hemos existido, y jamás dejaremos de ser en el futuro. De igual modo que el alma experimenta la infancia, la juventud y la vejez en este cuerpo, así también las sufrirá en otros cuerpos. Un hombre de discernimiento no se turba por ello. ¡Hijo de Bhárata!, soporta la pena y el placer con ecuanimidad. Aquellos a quienes estas cosas no alcanzan ya, merecen la inmortalidad. Los que ven la esencia real, ven la verdad eterna que domina al alma y al cuerpo. Sábelo, pues: lo que impregna todas las cosas, está por encima de la destrucción. Nadie puede destruir lo Inagotable. Todos esos cuerpos no durarán: tú lo sabes. Pero los videntes saben también que el alma encarnada es eterna, indestructible e infinita. Por tal razón, ¡Ve al combate, descendiente de Bhárata!. Los que creen que el alma mata o muere, se engañan igualmente. Ni mata, ni puede ser muerta. Ella no ha nacido y no muere, y no puede perder el ser que siempre ha tenido. Al modo como una persona se quita vestidos viejos para tomar otros nuevos, así el alma encarnada rechaza su cuerpo para tomar otros. Ni la espada la corta, ni el fuego la quema, ni el agua la moja, ni el aire la seca. Es impermeable e incombustible. Duradera, firme, eterna, ella atraviesa todo. Tú no debieras, pues, inquietarte del nacimiento ni de la muerte, ¡Oh Arjuna!, porque para el que nace, la muerte es cierta, y para el que muere, lo es el renacimiento. Da frente a tu deber sin pestañear; porque para un kchatrya nada hay mejor que un combate justo. ¡Dichosos los guerreros que consideran la batalla como una puerta abierta para el cielo!. Pero si no quieres combatir en este justo combate, caerás en el pecado, abandonando tu deber y tu fama. Todos los seres hablarán de tu infamia eterna, y la infamia es peor que la muerte para el que ha sido elevado a los hombres[2].

A estas palabras del maestro, Arjuna quedó sobrecogido de vergüenza, y sintió hervir su sangre real con su valor. Entonces se lanzó sobre su carro y dio la señal del combate. Krishna dijo adiós a su discípulo y dejó el campo de batalla, porque estaba seguro de la victoria de los hijos del Sol.

Krishna había comprendido que, para hacer aceptar su religión a los vencidos, le era preciso ganar sobre su alma una última victoria, más difícil que la de las armas. De igual modo que el santo Vasichta había muerto atravesado por una flecha por revelar la verdad suprema a Krishna, así Krishna debía morir voluntariamente bajo los golpes de su enemigo mortal, para implantar hasta en el corazón de sus adversarios la fe que él había predicado a sus discípulos y al mundo. Sabía que el antiguo rey de Madura, lejos de hacer penitencia, se había refugiado en casa de su suegro Kalayeni, el rey de las serpientes. En su odio, siempre excitado por Nysumba, hacía vigilar a Krishna por espías, acechando la hora propicia para matarle. Krishna sentía, por otra parte, que su misión había terminado, y no pedía para ser completa más que el sello supremo del sacrificio. Por esta razón, cesó de evitar y de paralizar a su enemigo por el poder de su voluntad. Sabía que, si cesaba de defenderse por esta fuerza oculta, el golpe por largo tiempo meditado le alcanzaría en la sombra. Pero el hijo de Devaki quería morir lejos de los hombres, en las soledades del Himavat. Allí se sentiría más cerca de su madre radiante, del sublime anciano, y del sol de Mahadeva.

Krishna partió, pues, para una ermita que se encontraba en un lugar silvestre y desolado, al pie de las altas cimas del Himavat. Ninguno de sus discípulos había penetrado sus designios. Sólo Sarasvati y Nichdali los leyeron en los ojos del maestro por la adivinación que reside en la mujer y en el amor. Cuando Sarasvati comprendió que él quería morir, se echó a sus pies, los besó con fuerza, y exclamó:

— ¡Maestro, no nos dejes!.

Nichdali le miró, y le dijo sencillamente:

— Sé a donde vas. Puesto que te hemos amado, déjanos seguirte.

Krishna respondió:

— En mi cielo, nada se rehusará al amor. Venid.

Después de un largo viaje, el profeta y las santas mujeres llegaron a unas cabañas agrupadas alrededor de un gran cedro sin hojas, sobre una montaña amarillenta y rocosa. Por un lado, las inmensas cúpulas de nieve del Himavat.

Del otro, en la profundidad, un dédalo de montañas; a lo lejos, la llanura, la India perdida como un sueño en una bruma dorada. En aquella ermita vivían algunos penitentes vestidos con cortezas de árbol, con los cabellos en desorden y la barba larga sobre un cuerpo lleno de fango y de polvo, con miembros desecados por el soplo del viento y el calor del sol. Algunos sólo tenían su piel seca sobre el esqueleto. Viendo aquel lugar triste, Sarasvati exclamó:

— La tierra está lejos y el cielo es mudo. Señor, ¿Por qué nos has conducido a este desierto abandonado de Dios y de los hombres?.

— Ora —respondió Krishna—, si quieres que la tierra se acerque y  que el cielo te hable.

— Contigo el cielo siempre está presente —dijo Nichdali—; pero, ¿Porqué el cielo quiere abandonarnos?.

— Es preciso —dijo Krishna— que el hijo de Mahadeva muera atravesado por una flecha, para que el mundo crea en su palabra.

— Explícanos ese misterio.

— Ya lo comprenderéis después de mi muerte. Oremos.

Durante siete días hicieron rezos y abluciones. El semblante de Krishna se transfiguraba y parecía más radiante. El séptimo día, hacia la puesta del sol, las dos mujeres vieron a unos arqueros subir hacia la ermita.

— Ahí están los arqueros de Kansa que te buscan —dijo Sarasvati— Maestro, defiéndete.

Pero Krishna, de rodillas al lado del cedro, no salía de su oración. Los arqueros llegaron y miraron a las mujeres y a los penitentes. Eran soldados rudos, de caras amarillas y negras. Al ver la figura extática del santo, se detuvieron. Al pronto, trataron de sacarle de su éxtasis dirigiéndole preguntas, injuriándole y arrojándole piedras. Pero nada pudo hacerle salir de su inmovilidad. Entonces se arrojaron sobre él y le ataron al tronco del cedro.

Krishna dejó hacer todo esto como en un sueño. Luego, los arqueros, colocándose a distancia, se pusieron a tirar sobre él, excitándose los unos a los otros. A la primera flecha que le atravesó, brotó la sangre, y Krishna exclamo: “Vasichta, los hijos del Sol han vencido”. Cuando la segunda flecha vibró en su carne, dijo: “Madre mía radiante, que los que me aman entren conmigo en tu luz”. A la tercera, dijo solamente: “¡Mahadeva!” Y luego, con el nombre de Brahma, entregó el espíritu.

Se había puesto el Sol. Un gran viento se elevó, una tempestad de nieve bajó del Himavat sobre la tierra. El cielo se veló. Un torbellino negro barrió las montañas. Aterrados de lo que habían hecho, los asesinos huyeron, y las dos mujeres, heladas de espanto, rodaron desvanecidas sobre el suelo, como bajo una lluvia de sangre. El cuerpo de Krishna fue quemado por sus discípulos en la ciudad santa de Dwarka. Sarasvati y Nichdali se arrojaron a la hoguera para unirse a su dueño y maestro, y la multitud creyó ver al hijo de Mahadeva lleno de luz, con sus dos esposas.

Después de esto, una gran parte de la India adopto el culto de Vishnú, que conciliaba los cultos solares y lunares en la religión de Brama.

[1] (El Vishnu-Purana, libro Y, capítulos XXII y XXX, habla en términos bastante transparentes de esta ciudad: “Krishna decidió, pues, construir una ciudadela donde la tribu Yada encontraría un refugio seguro, y que fuera tan fuerte, que las mismas mujeres pudiesen defenderla. La ciudad de Dwarka estaba protegida por elevadas murallas, embellecida por jardines y estanques, y era tan espléndida como Amaravati, la ciudad de Indra”.

En aquella ciudad plantó el árbol Parijata “cuyo suave olor perfuma a lo lejos la tierra. Todos los que se aproximaban a él se encontraban en disposición de acordarse de su existencia anterior”. Ese árbol es evidentemente el símbolo de la ciencia divina y de la iniciación: el que volvemos a encontrar en la tradición caldea, y que pasó desde ella al Génesis hebraico. Después de la muerte de Krishna, la ciudad queda sumergida, el árbol sube al cielo; pero el templo queda. Si todo ello tiene un sentido histórico, quiere decir, para quien conozca el lenguaje ultrasimbólico y prudente de los indios, que un sicario cualquiera arrasó la ciudad, y que la iniciación fue cada vez más secreta).


[2] (Principio del Bhagavad Gita).

Edouard Schuré - La Doctrina de los Iniciados

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

Krishna fue saludado por los anacoretas como el sucesor esperado y predestinado de Vasichta. Se celebró el srada, o ceremonia fúnebre del santo anciano, en la selva sagrada, y el hijo de Devaki recibió el bastón de siete nudos, signo de mando, después de haber hecho el sacrificio del fuego en presencia de los más antiguos anacoretas, de los que saben de memoria los tres Vedas. En seguida, Krishna se retiró al monte Meru para meditar allí su doctrina y el camino de salvación para los hombres. Sus meditaciones y sus austeridades duraron siete años. Entonces sintió que había dominado a su naturaleza terrestre por medio de su naturaleza divina, y que se había identificado suficientemente, con el Sol de Mahadeva para merecer el nombre de hijo de Dios. Entonces llamó a su lado a los anacoretas jóvenes y ancianos para revelarles su doctrina. Encontraron ellos a Krishna purificado y engrandecido: el héroe se había transformado en santo; no había perdido la fuerza de los leones, pero había ganado la dulzura de las palomas. Entre los que acudieron en primer término se encontraba Arjuna, un descendiente de los reyes solares, uno de los Pandavas destronados por los Kuravas o reyes lunares.

El joven Arjuna era apasionado, lleno de fuego, pero pronto a descorazonarse y caer en la duda, y se entusiasmó apasionadamente con las doctrinas de Krishna.

Sentado bajo los cedros del monte Meru, frente al Himavat, Krishna comenzó a hablar a sus discípulos de las verdades inaccesibles a los hombres que viven en la esclavitud de los sentidos. Les enseñó la doctrina del alma inmortal, de sus renacimientos y de su unión mística con Dios. “El cuerpo —decía —, envoltura del alma que en él mora, es una cosa finita; pero el alma que le habita es invisible, imponderable, incorruptible, eterna[1]. El hombre terrestre es triple como la divinidad que refleja: inteligencia, alma y cuerpo. Si el alma se une a la inteligencia, alcanza Satwa, la sabiduría y la paz; si el alma permanece incierta entre la inteligencia y el cuerpo, entonces está dominada por Raja, la pasión, y va de objeto a objeto en un círculo fatal; si, finalmente, el alma se abandona al cuerpo, entonces cae en Tama, la sinrazón, la ignorancia y la muerte temporal. He ahí lo que cada hombre puede observar en sí mismo y a su alrededor[2].

— Pero —preguntó Arjuna— ¿Cuál es el destino del alma después de la muerte?. ¿Obedece siempre a la misma ley, o puede escapar de ella?.

— Jamás la escapa y obedece siempre —respondió Krishna—. He ahí el misterio de los renacimientos. Como las profundidades del cielo se abren a los rayos de las estrellas, así las profundidades de la vida se iluminan a la luz de esta verdad. “Cuando el cuerpo se disuelve, y Satwa (la sabiduría) domina, el alma se eleva a las regiones de esos seres puros que tienen el conocimiento del Altísimo. Cuando el cuerpo experimenta esta disolución, mientras Raja (la pasión) reina, el alma vuelve a habitar de nuevo entre los que están apegados a las cosas de la tierra. Del mismo modo, si el cuerpo es destruido cuando Tama (la ignorancia) predomina, el alma oscurecida por la materia es de nuevo atraída por alguna matriz de seres irracionales”[3].

— Eso es justo —dijo Arjuna—. Pero enséñanos ahora lo que es, en el curso de los siglos, de los que han seguido la sabiduría y van a habitar después de su muerte en los mundos divinos.

— El hombre sorprendido por la muerte en la devoción —respondió Krishna—, luego de haber gozado durante varios siglos de las recompensas debidas a sus virtudes, en las regiones superiores, vuelve a habitar en una familia santa y respetable. Pero esta clase de regeneración en esta vida es muy difícil de obtener. El hombre así nacido de nuevo, se encuentra con el mismo grado de aplicación y de progreso, en cuanto al entendimiento, que los que tenía en su primer cuerpo, y comienza otra vez a trabajar para perfeccionarse en devoción

— De modo —dijo Arjuna— que aun los buenos se ven forzados a renacer y recomenzar la vida del cuerpo. Pero enséñanos, ¡Oh señor de la vida!, si para aquel que desea la sabiduría no hay fin a los eternos renacimientos.

— Escuchad, pues —dijo Krishna—, un grandísimo y profundo secreto, el misterio soberano, sublime y puro. Para alcanzar la perfección hay que conquistar la ciencia de la unidad, que está por encima de la sabiduría; hay que elevarse al ser divino que está por encima del alma, sobre la inteligencia misma. Mas este ser divino, este amigo sublime, está en cada uno de nosotros. Porque Dios reside en el interior de todo hombre, pero pocos saben encontrarle. He ahí la vía de salvación. Una vez que hayas presentido al ser perfecto que está sobre el mundo y en ti mismo, decídete a abandonar al enemigo, que toma la forma del deseo. Domad vuestras pasiones. Los goces que procuran los sentidos son como las matrices de los sufrimientos que han de venir. No hagáis solamente el bien: sed buenos.

Que el motivo esté en el acto y no en sus frutos. Renunciad al fruto de vuestras obras, pero que cada una de vuestras acciones sea como una ofrenda al Ser supremo. El hombre que hace sacrificio de sus deseos y de sus obras al ser del que proceden los principios de todas las cosas y por quien el universo ha sido formado, obtiene por este sacrificio la perfección. Unido espiritualmente, alcanza esa sabiduría espiritual que está por encima del culto de las ofrendas, y siente una felicidad divina. Porque el que encuentra en si mismo su felicidad, su gozo, y al mismo tiempo también su luz, es Uno con Dios. Y, sabedlo: el alma que ha encontrado a Dios, queda liberada del renacimiento y de la muerte, de la vejez y del dolor, y bebe el agua de la inmortalidad[4].

De este modo, Krishna explicaba su doctrina a sus discípulos y por la contemplación interna les elevaba, poco a poco, a las sublimes verdades que se le habían revelado bajo el relámpago de la visión. Cuando hablaba de Mahadeva, su voz se volvía más grave, sus facciones se iluminaban. Un día, Arjuna, lleno de curiosidad y de audacia, le dijo:

 — Haznos ver a Mahadeva en su forma divina. ¿No pueden nuestros ojos contemplarle?.

Entonces Krishna, levantándose, comenzó a hablar del ser que respira en todos los seres, el de las cien mil formas, el de innumerables ojos, el de caras vueltas hacia todos lados, y que, sin embargo, las sobrepasa con toda la altura del infinito; el que, en su cuerpo inmóvil y sin límites, encierra al universo moviente con todas sus divisiones.

“Si en los cielos brillara al mismo tiempo el resplandor de mil soles, dijo Krishna, esto se parecería apenas al resplandor del único Todopoderoso”. Mientras hablaba así de Mahadeva, un rayo tal brotó de los ojos de Krishna, que los discípulos no pudieron sostener su brillo y se prosternaron a sus pies. Los cabellos de Arjuna se erizaron sobre su cabeza y encorvándose dijo, juntando las manos:

“Maestro, tus palabras nos espantan y no podemos sostener la vista del gran Ser que tú evocas ante nuestros ojos. Ella nos abruma

Krishna continuó: “Escuchad lo que él nos dice por mi boca: Yo y vosotros hemos tenido varios renacimientos. Los míos sólo de mí son conocidos, pero vosotros no conocéis ni tan siquiera los vuestros. Aunque yo no estoy, por mi naturaleza, sujeto al nacimiento y a la muerte y soy el dueño de todas las criaturas, sin embargo, como mando en mi naturaleza, me hago visible por mi propia potencia y cuantas veces la virtud declina en el mundo y el vicio y la injusticia dominan, me hago visible, y así me encuentro de edad en edad, para la salvación del justo, la destrucción del malvado y el restablecimiento de la virtud. El que conoce, según la verdad, mi naturaleza y mi obra divina, al dejar su cuerpo no vuelve a renacer de nuevo, sino que viene a mí[5]

Hablando así, Krishna miró a sus discípulos con dulzura y benevolencia.

Arjuna exclamó:

— ¡Señor!, tú eres nuestro dueño, tú eres el hijo de Mahadeva. Lo veo en tu bondad, en tu encanto inefable aun más que en tu resplandor terrible. No es en los vértigos del infinito donde los Devas te buscan y te desean; es bajo la forma humana como te quieren y te adoran. Ni la penitencia, ni las limosnas, ni los Vedas, ni el sacrificio valen lo que una sola de tus miradas. Tú eres la Verdad. Condúcenos a la lucha, al combate, a la muerte. A dondequiera que sea, te seguiremos.

Sonrientes y encantados, los discípulos se agrupaban alrededor de Krishna, diciendo:

— ¿Cómo no lo hemos visto antes?. Es Mahadeva quien habla en ti.

Él respondió:

— Vuestros ojos no estaban abiertos. Os he comunicado el gran secreto. No lo digáis más que a quienes puedan comprenderlo. Sois mis elegidos; vosotros veis el objetivo; la multitud no ve más que una pequeña porción del camino. Y ahora vamos a predicar al pueblo la vía de la salvación.
[1](El enunciado de esta doctrina, que fue más tarde la de Platón, se encuentra en el libro I del Bhagavad Gita en forma de diálogo entre Krishna y Arjuna).

[2] (Libros XIII a XVIII Bhagavad Gita).

[3] . (Ibid, libro Y).

[4] (Bhagavad Gita, passim).

[5]  (Véase esta transfiguración de Krishna en el Libro XI del Bhagavad Gita. Se la puede comparar con la transfiguración de Jesús, XVI, San Mateo. Véase el libro VIII de esta obra).

Edouard Schuré - Iniciación

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

Entre tanto, el rey Kansa, al saber que su hermana Devaki había vivido con los anacoretas, sin haberla podido descubrir, empezó a perseguirlos como a bestias feroces, teniendo aquéllos que refugiarse en la parte más recóndita y más salvaje de la selva. Entonces su jefe, el viejo Vasichta, el centenario, se puso en camino para hablar al rey de Madura. Los guardias vieron con admiración aparecer ante las puertas del palacio a un anciano ciego, guiado por una gacela que llevaba atada. Llenos de respeto al rishi, le dejaron pasar.

Vasichta se aproximó al trono, donde Kansa estaba sentado al lado de Nysumba, y le dijo:

— Kansa, rey de Madura, desgraciado de ti, hijo del Toro, que persigues a los solitarios de la selva santa. Desgraciada de ti, hija de la Serpiente, que le inspiras el odio. Vuestro castigo está próximo. Sabed que el hijo de Devaki vive. Vendrá cubierto con una armadura invulnerable y te arrojará desde tu trono a la ignominia. Ahora, temblad y temed; es el castigo que los Devas os asignan.

Los guerreros, los guardias, los servidores, se habían prosternado ante el santo centenario, que volvió a salir conducido por su gacela, sin que nadie se atreviera a tocarle. Pero a partir de aquel día, Kansa y Nysumba pensaron en los medios de hacer morir secretamente al rey de los anacoretas. Devaki había muerto, y nadie aparte de Vasichta sabía que Krishna era su hijo. El ruido de las hazañas de éste había llegado a oídos del rey. Kansa pensó: “Tengo necesidad de un hombre fuerte para defenderme!. El que ha matado a la gran serpiente de Kalayeni, no tendrá miedo del anacoreta”.

Kansa mandó decir al patriarca Nanda: “Envíame al joven héroe Krishna para que sea el conductor de mi carro y mi primer consejero”[1]. Nanda comunicó a Krishna la orden del rey y Krishna respondió: “Iré.” Aparte pensaba: “¿El rey de Madura será Aquel que no cambia jamás?. Por él sabré dónde está mi madre”.

Kansa, viendo la fuerza, la destreza y la inteligencia de Krishna, le estimaba mucho y le confió la guardia de su reino. Nysumba, al ver al héroe del monte Meru, se estremeció en su carne con un deseo impuro, y su espíritu sutil tramó un proyecto tenebroso a la luz de un pensamiento criminal.

Sin que el rey lo supiera, llamó a su gineceo al conductor del carro. Como maga que era, poseía el arte de rejuvenecerse momentáneamente por medio de filtros poderosos. El hijo de Devaki encontró a Nysumba, la de los senos de ébano, casi desnuda, sobre un lecho de púrpura: anillos de oro ceñían sus tobillos y sus brazos; una diadema de piedras preciosas chispeaba sobre su cabeza. A sus pies ardía un pebetero de cobre, del que se escapaba una nube de perfumes.

—Krishna —dijo la hija del rey de las serpientes—, tu frente es más tranquila que la nieve del Himavat y tu corazón es como la punta del rayo. En tu inocencia resplandeces sobre los reyes de la Tierra. Aquí, nadie te ha reconocido; tú te ignoras a ti mismo. Yo solo sé quién eres; los Devas han hecho de ti el dueño de los hombres; yo sola puedo hacer de ti el dueño del mundo. ¿Quieres?.

— Si Mahadeva habla por tu boca —dijo Krishna con grave acento— me dirás, dónde está mi madre y dónde encontraré al gran anciano que me habló bajo los cedros del monte Meru.

— ¿Tu madre? —dijo Nysumba con desdeñosa sonrisa—; no soy yo ciertamente quien te lo enseñará; en cuanto a tu anciano, no le conozco. ¡Insensato!, persigues sueños y no ves los tesoros de la tierra que yo te ofrezco. Hay seres que llevan la corona y que no son reyes. Hay hijos de pastores que llevan la realeza en su frente y que no conocen su fuerza. Tú eres fuerte, joven, bello; los corazones están contigo. Mata al rey durante su sueño y yo pondré la corona sobre tu cabeza y serás el dueño del mundo. Porque yo te amo y me estás predestinado. Lo quiero, lo ordeno.

Mientras hablaba así, la reina se, había levantado imperiosa, fascinante, terrible como una hermosa serpiente. En pie sobre su lecho, lanzó con sus ojos negros una llama tan sombría en los ojos límpidos de Krishna, que éste se estremeció espantado. En aquella mirada, el infierno se le apareció. Vio el abismo del templo de Kali, diosa del Deseo y de la Muerte, y las serpientes que allí se retorcían en una agonía eterna. Entonces, repentinamente, los ojos de Krishna parecieron como dos dagas. Sus miradas traspasaron a la reina de parte a parte, y el héroe del monte Meru exclamó:

— Soy fiel al rey que me ha tomado por defensor; pero tú, sábelo: morirás.

Nysumba lanzó un grito penetrante, y rodó sobre su cama, mordiendo la púrpura. Toda su juventud ficticia se había desvanecido, volviéndose vieja y arrugada. Krishna, dejándola con su cólera, salió.

Perseguido noche y día por las palabras del anacoreta, el rey de Madura dijo a su conductor de carro:

— Desde que el enemigo ha puesto el pie en mi palacio, no duermo ya en paz sobre mi trono. Un mago infernal llamado Vasichta, que vive en una profunda selva, ha venido a lanzarme su maldición. Desde entonces, no respiro: el anciano ha emponzoñado mis días. Pero contigo no temo nada, no le temo. Ven conmigo a la selva maldita. Un espía que conoce todos los senderos nos conducirá. En cuanto lo veas, corre hacia él y hiérelo, sin darle tiempo a decirte una palabra o lanzarte una mirada. Cuando esté herido mortalmente, pregúntale dónde está el hijo de mi hermana Devaki, y cuál es su nombre. La paz de mi reino depende de este misterio”.

— En verdad —respondió Krishna—, no he tenido miedo de Kalayeni ni de la serpiente de Kali. ¿Quién podría hacerme temblar ahora?. Por poderoso que sea ese hombre, sabré lo que te oculta.

Disfrazados de cazadores, marchaban sobre un carro tirado por caballos fogosos; el espía que había explorado la selva iba detrás. Era el principio de la estación de lluvias. Los ríos se henchían, las plantas recubrían los caminos, y la línea blanca de las cigüeñas surcaba las brumas. Cuando se aproximaron al bosque sagrado, el horizonte se ensombreció, el sol se veló, la atmósfera se llenó de una niebla cobriza. Del cielo tempestuoso pendían nubes como trombas, sobre la cabellera asustada de los bosques.

— ¿Por qué —dijo Krishna al rey— el cielo se ha oscurecido de repente, y la selva se pone negra?.

— Lo sé — dijo el rey de Madura —; es Vasichta, el malvado solitario, que ensombrece el cielo y eriza contra mí el bosque maldito. Pero, Krishna, ¿tienes miedo?.

— Aunque el cielo cambie de aspecto y la tierra de color, nada temo.

— Entonces, avanza.

Krishna fustigó a los caballos, y el carro entró bajo la sombra espesa de los baobabs, corriendo algún tiempo con velocidad maravillosa. Pero la selva se volvía cada vez más salvaje y más terrible. Los relámpagos la iluminaron; el trueno retumbó.

— Jamás —dijo Krishna— he visto el cielo tan negro ni retorcerse así los árboles. ¡Bien poderoso es tu mago!.

— Krishna, matador de serpientes, héroe del monte Meru, ¿Tienes miedo?.

— Aunque la tierra tiemble y el cielo se hunda, no tengo miedo.

— Entonces, ¡adelante!.

De nuevo el intrépido conductor fustigó a los caballos, y el carro continuó su carrera. Entonces, la tempestad se volvió tan espantosa que los árboles gigantes se inclinaron. La selva sacudida gimió como estremecida por el alarido de mil demonios. El rayo cayó al lado de los viajeros; un boabab roto obstruyó el camino; los caballos se detuvieron, y la tierra tembló.

— ¿Es, pues, un dios tu enemigo? —dijo Krishna—. Porque Indra mismo le protege.

— Tocamos al objetivo —dijo el espía al rey—. Mira este sendero entre el césped. Al final se ve una cabaña miserable. Allí habita Vasichta, el gran muni, el que alimenta a los pájaros, temido por las fieras y protegido por una gacela, Pero ni por una corona de rey daré un paso más.

A estas palabras, el rey de Madura se había puesto lívido. “¿Es allí realmente, detrás de aquellos árboles?”. Y cogiéndose tembloroso a Krishna, murmuró en voz baja, estremeciéndose todos sus miembros:

— Vasichta, Vasichta, el que medita mi muerte, está allí. Me ve desde el fondo de su retiro… Su ojo me persigue. ¡Líbrame de él!.

— Sí, por Mahadeva —dijo Krishna, bajando del carro y saltando por encima del tronco del baobab— quiero ver al que te hace temblar así.

El muni centenario Vasichta vivía hacía un año en aquella cabaña escondida en lo más profundo de la selva santa, esperando la muerte. Antes de morir el cuerpo, se había libertado de la prisión de la materia. Sus ojos se habían extinguido, pero veía por el alma. Su piel percibía apenas el calor y el frío, pero su espíritu vivía, en una unidad perfecta con el Espíritu soberano.

No veía ya las cosas de este mundo más que a través de la luz de Brahma, rezando, meditando sin cesar. Un discípulo fiel le llevaba diariamente a la ermita los granos de arroz de que vivía. La gacela que comía en su mano, le advertía bramando de la proximidad de las fieras. Entonces las alejaba murmurando un mantra, y extendiendo su bastón de bambú de siete nudos. En cuanto a los hombres, quienesquiera que fuesen, los veía por medio de su mirada interna, desde varias leguas de distancia.

Krishna, marchando por el estrecho sendero, se, encontró de repente frente a Vasichta. El rey de los anacoretas estaba sentado, las piernas cruzadas sobre una estera, apoyado contra el poste que sostenía su cabaña, en una paz profunda. De sus ojos de ciego salía un resplandor interno de vidente. En cuanto Krishna le vio, reconoció que era “¡el sublime anciano!”. Sintió una conmoción de alegría, y el respeto inclinó hacia él su alma entera. Olvidando al rey, su carro y su reino, se arrodilló ante el santo y le adoró.

Vasichta parecía verle. Su cuerpo, apoyado en la cabaña, se enderezó por una ligera oscilación, extendió los dos brazos para bendecir a su huésped y sus labios murmuraron la sílaba sagrada: ¡AUM!. [2] El rey Kansa, al no oír nada, ni ver volver a su conductor, se deslizó con furtivo paso por el sendero y quedó petrificado de asombro viendo a Krishna arrodillado ante el santo anacoreta. Éste dirigió a Kansa sus ojos de ciego y, levantando su bastón, dijo:

— Rey de Madura, vienes a matarme; está bien. Porque vas a libertarme de la miseria de este cuerpo. ¿Quieres saber dónde está el hijo de tu hermana Devaki, que ha de destronarte?. Helo aquí, inclinado ante mí y ante Mahadeva, y es Krishna, tu propio conductor. Considera cuán insensato eres y cuán maldito, puesto que tu enemigo más terrible es ese mismo. Me lo has traído para que yo le diga que es el predestinado. ¡Tiembla!. Estás perdido, pues tu alma infernal va a ser la presa de los demonios.

Kansa escuchaba estupefacto. No osaba mirar al anciano cara a cara; pálido de ira y viendo a Krishna de rodillas, cogió su arco, y tendiéndolo con toda su fuerza, lanzó una flecha contra el hijo de Devaki. Pero el brazo había temblado, y la flecha se desvió, yéndose a clavar en el pecho de Vasichta, que, con los brazos en cruz, parecía esperarla como en éxtasis.

Un grito se oyó, un grito terrible, no del pecho del anciano, sino del de Krishna. El había sentido vibrar la flecha en su oído, la había visto en la carne del santo… y le parecía que se había clavado en su propio corazón; de tal modo su alma en ese instante se había identificado con la del rishi. Con esta flecha aguda, todo el dolor del mundo traspasó el alma de Krishna, la desgarró hasta sus profundidades.

Entre tanto, Vasichta con la flecha en su pecho, sin cambiar de postura, agitaba aún los labios y murmuró:

— Hijo de Mahadeva, ¿Por qué lanzar ese grito?.

Matar es vano. La flecha no puede herir al alma, y la víctima es el vencedor del asesino. Triunfa, Krishna; el destino se cumple; yo vuelvo a Aquel que no cambia jamás. Que Brahma reciba mi alma. Pero tú, su elegido, salvador del mundo, ¡en pie!, ¡Krishna!, ¡Krishna!.

Krishna se levantó con la mano en su espada; quiso volverse contra el rey. Pero Kansa había huido.

Entonces un resplandor hendió el negro cielo, y Krishna cayó a tierra como herido por el rayo bajo una luz deslumbradora. Mientras su cuerpo permanecía insensible, su alma, unida a la del anciano, por el poder de la simpatía, subió en los espacios. La tierra, con sus ríos, sus mares, sus continentes, desapareció como una negra esfera y los dos se levantaron al séptimo cielo de los Devas, hasta el Padre de los seres, el sol de los soles, Mahadeva, la inteligencia divina. Ambos se sumergieron en un océano de luz que se abría ante ellos. En el centro de la esfera, Krishna vio a Devaki, su madre radiante, su madre glorificada, que con sonrisa inefable, le tendía los brazos, le atraía a su seno. Millares de Devas venían a beber en la radiación de la Virgen-Madre, como en un foco incandescente. Y Krishna se sintió reasorbido en una mirada de amor de Devaki. Entonces, del corazón de la madre luminosa, su ser irradió a través de todos los cielos. Sintió que él era el Hijo, el alma divina de todos los seres, la Palabra de Vida, el Verbo creador superior a la vida universal; él la penetraba, sin embargo por la esencia del dolor, por el fuego de la oración y la felicidad de un divino sacrificio.

Cuando Krishna volvió en sí, el trueno retumbaba aún en el cielo, la selva estaba sombría y torrentes de lluvia caían sobre la cabaña. Una gacela lamía la sangre sobre el cuerpo del asceta atravesado. “El anciano sublime” ya no era más que un cadáver. Pero Krishna se levantó como resucitado. Un abismo le separaba del mundo y de sus vanas apariencias. El había percibido la gran verdad y comprendido su misión. En cuanto al rey Kansa, lleno de espanto, huía sobre su carro perseguido por la tempestad, y sus caballos se encabritaban como fustigados por mil demonios[3].

[1] (En la India antigua, esas dos funciones estaban con frecuencia reunidas en una misma persona. Los conductores de los carros de los reyes eran grandes personajes y frecuentemente los ministros de los monarcas. Los ejemplos son numerosísimos en la poesía indostánica).

[2] (En la iniciación brahmánica significa: el Dios supremo, el Dios Espíritu. Cada una de estas letras corresponde a una de las facultades divinas, popularmente hablando a una de las personas de la Trinidad).

[3] (La leyenda de Krishna nos lleva a la fuente misma de la idea de la Virgen-Madre, el Hombre-Dios y de la Trinidad. En la India, esta idea aparece, desde el origen, en su simbolismo transparente, con su profundo sentido metafísico. En el libro Y, capítulo II, él Vishnu-Purana, después de contar la concepción de Krishna por Devaki, añade: “Nadie podía mirar a Devaki a causa de la luz que la envolvía, y los que contemplaban su esplendor sentían su espíritu turbado; los dioses, invisibles a los mortales, celebraban continuamente sus alabanzas desde que Vishnú estaba encerrado en su persona”. Ellos decían: “Tú eres esa Prakriti infinita y sutil y que llevó antes a Brahma en su seno; tú fuiste luego la diosa de la Palabra, la energía del Creador del universo y la madre de los Vedas. ¡Oh, tú!, ser eterno, que comprendes en tu substancia la esencia de todas las cosas creadas, tú eres idéntica con la creación, tú eres el sacrificio de donde procede cuanto produce la tierra; tú eres la madera que por el frotamiento engendra el fuego. Como Aditi, eres la madre de los dioses; como Diti, eres la de los Daytas, sus enemigos. Tú eres la luz de donde nace el día, eres la humildad, madre de la verdadera sabiduría, tú eres la política de los reyes, madre del orden; tú eres el deseo de que nace el amor; tú eres la satisfacción de donde la resignación deriva; tú eres la inteligencia, madre de la ciencia; tú eres la paciencia, madre del valor; todo el firmamento y las estrellas son tus hijos; de ti procede todo cuanto existe… Tú has descendido a la tierra para la salvación del mundo. Ten compasión de nosotros, ¡Oh Diosa!, y muéstrate favorable al universo; sé orgullosa de llevar en ti al Dios que sostiene al mundo”. Este pasaje prueba que los brahmanes identificaban a la madre de Krishna con la substancia universal y el principio femenino de la Naturaleza. De éste hicieron ellos la segunda persona de la Trinidad divina, de la tríada inicial  y no manifestada. El Padre, Nara (Eterno-Masculino); la Madre, Nari (Eterno-Femenino) y el hijo, Viradi (Verbo-Creador), tales son las facultades divinas. En otros términos: el principio intelectual, el principio plástico, el principio productor. Los tres juntos constituyen la natura naturans, para emplear un término de Spinoza. El mundo organizado, el universo vivo, natura naturata, es el producto del verbo creador, que se manifiesta a su vez bajo sus formas: Brahma, el Espíritu, corresponde al mundo divino; Vishnú, el alma, responde al mundo humano; Siva, el cuerpo, se refiere al mundo natural. En estos tres mundos, el principio masculino y el principio femenino (esencia y substancia) son igualmente activos, y el Eterno femenino se manifiesta a la vez en la naturaleza terrestre, humana y divina. Isis es triple, Cibeles también. Se ve, así concebida, que la doble trinidad, la de Dios y la del Universo, contiene los principios y el cuadro de una teodicea y de una cosmogonía. Es justo reconocer que esta idea-madre ha salido de la India. Todos los templos antiguos, todas las grandes religiones y varias filosofías célebres, la han adoptado. Desde el tiempo de los apóstoles y en los primeros siglos del cristianismo, los iniciados cristianos reverenciaban el principio femenino de la naturaleza visible e invisible, bajo el nombre de Espíritu Santo, representado por una paloma, signo de la potencia femenina en todos los templos de Asia y de Europa. Si después la Iglesia ha ocultado y perdido la clave de sus misterios, su sentido se halla aún escrito en sus símbolos.

Edouard Schuré - La Juventud de Krishna

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

Cuando Devaki, vestida de cortezas de árbol, que ocultaban su hermosura, entró en las vastas soledades de los bosques gigantescos, vacilaba, rendida por la fatiga y el hambre. Mas apenas hubo sentido la sombra de aquellos bosques admirables, gustado los frutos del mango y respirado la frescura de un manantial, se reanimó como una flor. Al principio penetró bajo bóvedas enormes, formadas por troncos macizos, cuyas ramas se replantaban en el suelo y multiplicaban al infinito sus arcadas. Durante largo tiempo marchó por allí al abrigo del sol, como a través de una pagoda sombría y sin salida. El zumbido de las abejas, el grito de los pavos reales en celo, el canto de los kokilas y de mil pájaros, la atraían y animaban más y más. Los árboles aparecían más inmensos, la selva más profunda y más enmarañada. Los troncos se sucedían, los follajes se combaban en cúpulas, en portadas más y más grandes. A veces Devaki se deslizaba por verdes senderos, por donde el sol penetraba en torrentes de luz y donde yacían troncos derribados por la tempestad. A veces se detenía bajo glorietas de mangos y de asokas, de las que pendían guirnaldas de lianas y lluvias de flores. Los gamos y las panteras saltaban en la maleza; con frecuencia también los búfalos rompían las ramas, o bien una horda de monos pasaba por los follajes, lanzando gritos. Marchó ella así durante todo el día. Hacia la noche, sobre un bosquecillo de bambúes, advirtió la cabeza inmóvil de un prudente elefante que miró a la virgen con aire inteligente y protector, y levantó su trompa como para saludarla. Entonces el bosque se llenó de luz y Devaki vio un paisaje lleno de paz profunda, de un encanto celeste y paradisíaco.
Ante ella se extendía un estanque sembrado de lotos y nenúfares azules: su reflejo azulado se abría paso en la gran selva como otro cielo. Púdicas cigüeñas dormitaban inmóviles en sus orillas y dos gacelas bebían en sus aguas.
Al otro lado se veía, al abrigo de las palmeras, la ermita de los anacoretas. Una luz rosada y tranquila bañaba el lago, los bosques y la morada de los santos rishis. En el horizonte, la cima blanca del monte Meru dominaba el océano de las selvas. El aliento de un río invisible animaba a las plantas, y el estruendo atenuado de una catarata lejana vagaba en la brisa como una caricia o como una melodía.
Al borde del estanque, Devaki vio una barca. En pie y a su lado, un hombre de edad madura, un anacoreta, parecía esperar. Silenciosamente hizo señal a la virgen de entrar en la barca y cogió los remos. Mientras la canoa partía, rozando a los nenúfares, Devaki vio nadar en el estanque a la hembra de un cisne; con vuelo atrevido un cisne macho llegado por los aires empezó a describir grandes círculos a su alrededor y luego se metió en el agua al lado de su compañera, estremeciendo su plumaje de nieve. Al ver esto. Devaki se inmutó profundamente sin saber por qué. Entre tanto, la barca había tocado la orilla opuesta, y la virgen de ojos de loto se encontró ante el rey de los anacoretas: Vasichta. Sentado sobre una piel de gacela y vestido con otra de antílope negro, tenía el aire venerable de un dios más bien que de un hombre.
Desde la edad de sesenta años sólo se alimentaba de frutos silvestres. Su cabellera y su barba eran blancas como la: cimas del Himavat, su piel transparente, la mirada de sus ojos vagos vuelta hacia sí por la meditación. Al ver a Devaki se levantó y la saludó con estas palabras:

“Devaki, hermana del ilustre Kansa, sé bienvenida entre nosotros. Guiada por Mahadeva, el maestro supremo, has dejado el mundo de las miserias para venir al de las delicias. Porque ahora estás al lado de los santos rishis, dueños de sus sentidos, dichosos con su destino y deseosos del camino del cielo. Hace largo tiempo que te esperábamos como la noche a la aurora. Nosotros somos el ojo de los Devas, fijo sobre el mundo; nosotros que vivimos en lo más profundo de las selvas. Los hombres no nos ven, mas nosotros vemos a los hombres y seguimos sus acciones. La edad sombría del deseo, de la sangre y del crimen se cierne sobre la Tierra. Te hemos elegido para la obra de liberación, y los Devas te han escogido por mediación nuestra. En el seno de una mujer el rayo del esplendor divino debe recibir una forma humana”.

En este momento, los rishis salían de la ermita para la oración de la tarde. El viejo Vasichta les ordenó que se inclinaran hasta tierra ante Devaki. Así lo hicieron, y Vasichta dijo:

“Ésta será nuestra madre, porque de ella nacerá el espíritu que debe regenerarnos.” Después, volviéndose hacia ella, prosiguió:

“Vete, hija mía: los rishis te llevarán al estanque vecino donde viven las hermanas penitentes. Vivirás entre ellas y los misterios se cumplirán”.

Devaki fue a vivir a una ermita rodeada de lianas, entre mujeres piadosas que alimentan a las gacelas domesticadas, dedicando su vida a las abluciones y a la oración. Tomaba ella parte en sus sacrificios: una mujer de edad madura le daba las instrucciones secretas. Aquellas penitentes habían recibido la orden de vestirla como a una reina, con telas exquisitas y perfumadas, y dejarla vagar sola en pleno bosque. La selva, llena de perfumes, de voces y de misterios, atraía a la joven. A veces encontraba cortejos de viejos anacoretas que volvían del río.
Al verla, se arrodillaban ante ella, y después proseguían su camino. Un día, al lado de una fuente velada por lotos rosados, vio a un joven anacoreta que oraba. Él se levantó cuando se aproximaba, lanzó sobre ella una mirada triste y profunda, y se alejó en silencio. Las figuras graves de los viejos, la imagen de los cisnes y la mirada del joven anacoreta, eran el tema de los sueños de la virgen. Cerca del manantial había un árbol de edad inmemorial y grandes ramas, que los santos rishis llamaban “el árbol de vida”. Devaki gustaba de sentarse a su sombra. Con frecuencia dormitaba allí, visitada por visiones extrañas. Tras de las ramas, oía coros que cantaban: “¡Gloria a ti, Devaki!.
Vendrá, coronado de luz, ese fluido puro emanado de la grande alma, y las estrellas palidecerán ante su esplendor. Vendrá, y la vida desafiará a la muerte, y él rejuvenecerá la sangre de todos los seres. Vendrá, más dulce que la miel y el amrita, más puro que el cordero sin mancha y la boca de una virgen, y todos los corazones se sentirán transportados de amor. ¡Gloria, gloria, gloria a ti. Devaki!. (Atharva Veda). ¿Eran los anacoretas?. ¿Eran los Devas quienes cantaban así?. A veces, le parecía que una influencia lejana o una presencia misteriosa, como una mano invisible extendida sobre ella, la obligaba a dormir. Entonces caía en un sueño profundo, suave, inexplicable, del que salía confusa y turbada. Se volvía como para buscar a alguien, pero a nadie veía. Solamente encontraba, a veces, rosas sembradas sobre su lecho de hojas, o una corona de loto entre sus manos.
Un día, Devaki cayó en un éxtasis más profundo. Oyó ella una música celeste, como un océano de arpas y de voces divinas. De repente, el cielo se abrió en abismos de luz. Miles de seres espléndidos la miraban, y en el fulgor de un rayo deslumbrante, el sol de los soles, Mahadeva, se le apareció en forma humana. Iluminada por el Espíritu de los mundos, perdió el conocimiento, y en el olvido de la tierra, en una felicidad sin límites, concibió al niño divino[1].
Cuando siete lunas hubieron descrito sus círculos mágicos alrededor de la selva sagrada, el jefe de los anacoretas llamó a Devaki. “La voluntad de los Devas se ha cumplido —dijo—. Has concebido en la pureza del corazón y en el amor divino. Virgen y madre, te saludamos. Un hijo nacerá de ti, que será el salvador del mundo. Tu hermano Kansa te busca para matarte, con el tierno fruto que llevas en tu seno. Es necesario escapar a su persecución. Los hermanos van a guiarte a las viviendas de los pastores que habitan al pie del monte Meru, bajo los cedros olorosos, en el aire puro del Himavat. Allí darás a luz tu hijo divino, y le llamarás Krishna, el consagrado. Que él ignore su origen y el tuyo; no le hables de ello nunca. Ve sin temor, pues velaremos por ti”.
Y Devaki se fue a vivir con los pastores del monte Meru.

[1] (Una nota es indispensable acerca del sentido simbólico de la leyenda y sobre el origen real de aquellos que han llevado en la historia el nombre de hijos de Dios. Según la doctrina secreta de la India, que fue también la de los iniciados de Egipto y de Grecia, el alma humana es hija el cielo, puesto que, antes de nacer sobre la tierra, ha tenido una serie de existencias corporales y espirituales. El padre y la madre no engendran, pues, más que el cuerpo del niño, porque su alma viene de otra parte. Esta ley universal se impone a todos, y los más grandes profetas no escapan a ella. Lo que importa creer es que el profeta viene de un mundo divino, y eso, los verdaderos hijos de Dios lo prueban por su vida y por su muerte. Pero los iniciados antiguos no han creído deber comunicar tales cosas al vulgo. Algunos de los que han aparecido en el mundo como enviados divinos fueron hijos de iniciados).

Edouard Schuré - La Virgen Devaki

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

Cuando Devaki, vestida de cortezas de árbol, que ocultaban su hermosura, entró en las vastas soledades de los bosques gigantescos, vacilaba, rendida por la fatiga y el hambre. Mas apenas hubo sentido la sombra de aquellos bosques admirables, gustado los frutos del mango y respirado la frescura de un manantial, se reanimó como una flor. Al principio penetró bajo bóvedas enormes, formadas por troncos macizos, cuyas ramas se replantaban en el suelo y multiplicaban al infinito sus arcadas. Durante largo tiempo marchó por allí al abrigo del sol, como a través de una pagoda sombría y sin salida. El zumbido de las abejas, el grito de los pavos reales en celo, el canto de los kokilas y de mil pájaros, la atraían y animaban más y más. Los árboles aparecían más inmensos, la selva más profunda y más enmarañada. Los troncos se sucedían, los follajes se combaban en cúpulas, en portadas más y más grandes. A veces Devaki se deslizaba por verdes senderos, por donde el sol penetraba en torrentes de luz y donde yacían troncos derribados por la tempestad. A veces se detenía bajo glorietas de mangos y de asokas, de las que pendían guirnaldas de lianas y lluvias de flores. Los gamos y las panteras saltaban en la maleza; con frecuencia también los búfalos rompían las ramas, o bien una horda de monos pasaba por los follajes, lanzando gritos. Marchó ella así durante todo el día. Hacia la noche, sobre un bosquecillo de bambúes, advirtió la cabeza inmóvil de un prudente elefante que miró a la virgen con aire inteligente y protector, y levantó su trompa como para saludarla. Entonces el bosque se llenó de luz y Devaki vio un paisaje lleno de paz profunda, de un encanto celeste y paradisíaco.
Ante ella se extendía un estanque sembrado de lotos y nenúfares azules: su reflejo azulado se abría paso en la gran selva como otro cielo. Púdicas cigüeñas dormitaban inmóviles en sus orillas y dos gacelas bebían en sus aguas.
Al otro lado se veía, al abrigo de las palmeras, la ermita de los anacoretas. Una luz rosada y tranquila bañaba el lago, los bosques y la morada de los santos rishis. En el horizonte, la cima blanca del monte Meru dominaba el océano de las selvas. El aliento de un río invisible animaba a las plantas, y el estruendo atenuado de una catarata lejana vagaba en la brisa como una caricia o como una melodía.
Al borde del estanque, Devaki vio una barca. En pie y a su lado, un hombre de edad madura, un anacoreta, parecía esperar. Silenciosamente hizo señal a la virgen de entrar en la barca y cogió los remos. Mientras la canoa partía, rozando a los nenúfares, Devaki vio nadar en el estanque a la hembra de un cisne; con vuelo atrevido un cisne macho llegado por los aires empezó a describir grandes círculos a su alrededor y luego se metió en el agua al lado de su compañera, estremeciendo su plumaje de nieve. Al ver esto. Devaki se inmutó profundamente sin saber por qué. Entre tanto, la barca había tocado la orilla opuesta, y la virgen de ojos de loto se encontró ante el rey de los anacoretas: Vasichta. Sentado sobre una piel de gacela y vestido con otra de antílope negro, tenía el aire venerable de un dios más bien que de un hombre.
Desde la edad de sesenta años sólo se alimentaba de frutos silvestres. Su cabellera y su barba eran blancas como la: cimas del Himavat, su piel transparente, la mirada de sus ojos vagos vuelta hacia sí por la meditación. Al ver a Devaki se levantó y la saludó con estas palabras:

“Devaki, hermana del ilustre Kansa, sé bienvenida entre nosotros. Guiada por Mahadeva, el maestro supremo, has dejado el mundo de las miserias para venir al de las delicias. Porque ahora estás al lado de los santos rishis, dueños de sus sentidos, dichosos con su destino y deseosos del camino del cielo. Hace largo tiempo que te esperábamos como la noche a la aurora. Nosotros somos el ojo de los Devas, fijo sobre el mundo; nosotros que vivimos en lo más profundo de las selvas. Los hombres no nos ven, mas nosotros vemos a los hombres y seguimos sus acciones. La edad sombría del deseo, de la sangre y del crimen se cierne sobre la Tierra. Te hemos elegido para la obra de liberación, y los Devas te han escogido por mediación nuestra. En el seno de una mujer el rayo del esplendor divino debe recibir una forma humana”.

En este momento, los rishis salían de la ermita para la oración de la tarde. El viejo Vasichta les ordenó que se inclinaran hasta tierra ante Devaki. Así lo hicieron, y Vasichta dijo:

“Ésta será nuestra madre, porque de ella nacerá el espíritu que debe regenerarnos.” Después, volviéndose hacia ella, prosiguió:

“Vete, hija mía: los rishis te llevarán al estanque vecino donde viven las hermanas penitentes. Vivirás entre ellas y los misterios se cumplirán”.

Devaki fue a vivir a una ermita rodeada de lianas, entre mujeres piadosas que alimentan a las gacelas domesticadas, dedicando su vida a las abluciones y a la oración. Tomaba ella parte en sus sacrificios: una mujer de edad madura le daba las instrucciones secretas. Aquellas penitentes habían recibido la orden de vestirla como a una reina, con telas exquisitas y perfumadas, y dejarla vagar sola en pleno bosque. La selva, llena de perfumes, de voces y de misterios, atraía a la joven. A veces encontraba cortejos de viejos anacoretas que volvían del río.
Al verla, se arrodillaban ante ella, y después proseguían su camino. Un día, al lado de una fuente velada por lotos rosados, vio a un joven anacoreta que oraba. Él se levantó cuando se aproximaba, lanzó sobre ella una mirada triste y profunda, y se alejó en silencio. Las figuras graves de los viejos, la imagen de los cisnes y la mirada del joven anacoreta, eran el tema de los sueños de la virgen. Cerca del manantial había un árbol de edad inmemorial y grandes ramas, que los santos rishis llamaban “el árbol de vida”. Devaki gustaba de sentarse a su sombra. Con frecuencia dormitaba allí, visitada por visiones extrañas. Tras de las ramas, oía coros que cantaban: “¡Gloria a ti, Devaki!.
Vendrá, coronado de luz, ese fluido puro emanado de la grande alma, y las estrellas palidecerán ante su esplendor. Vendrá, y la vida desafiará a la muerte, y él rejuvenecerá la sangre de todos los seres. Vendrá, más dulce que la miel y el amrita, más puro que el cordero sin mancha y la boca de una virgen, y todos los corazones se sentirán transportados de amor. ¡Gloria, gloria, gloria a ti. Devaki!. (Atharva Veda). ¿Eran los anacoretas?. ¿Eran los Devas quienes cantaban así?. A veces, le parecía que una influencia lejana o una presencia misteriosa, como una mano invisible extendida sobre ella, la obligaba a dormir. Entonces caía en un sueño profundo, suave, inexplicable, del que salía confusa y turbada. Se volvía como para buscar a alguien, pero a nadie veía. Solamente encontraba, a veces, rosas sembradas sobre su lecho de hojas, o una corona de loto entre sus manos.
Un día, Devaki cayó en un éxtasis más profundo. Oyó ella una música celeste, como un océano de arpas y de voces divinas. De repente, el cielo se abrió en abismos de luz. Miles de seres espléndidos la miraban, y en el fulgor de un rayo deslumbrante, el sol de los soles, Mahadeva, se le apareció en forma humana. Iluminada por el Espíritu de los mundos, perdió el conocimiento, y en el olvido de la tierra, en una felicidad sin límites, concibió al niño divino[1].
Cuando siete lunas hubieron descrito sus círculos mágicos alrededor de la selva sagrada, el jefe de los anacoretas llamó a Devaki. “La voluntad de los Devas se ha cumplido —dijo—. Has concebido en la pureza del corazón y en el amor divino. Virgen y madre, te saludamos. Un hijo nacerá de ti, que será el salvador del mundo. Tu hermano Kansa te busca para matarte, con el tierno fruto que llevas en tu seno. Es necesario escapar a su persecución. Los hermanos van a guiarte a las viviendas de los pastores que habitan al pie del monte Meru, bajo los cedros olorosos, en el aire puro del Himavat. Allí darás a luz tu hijo divino, y le llamarás Krishna, el consagrado. Que él ignore su origen y el tuyo; no le hables de ello nunca. Ve sin temor, pues velaremos por ti”.
Y Devaki se fue a vivir con los pastores del monte Meru.

[1] (Una nota es indispensable acerca del sentido simbólico de la leyenda y sobre el origen real de aquellos que han llevado en la historia el nombre de hijos de Dios. Según la doctrina secreta de la India, que fue también la de los iniciados de Egipto y de Grecia, el alma humana es hija el cielo, puesto que, antes de nacer sobre la tierra, ha tenido una serie de existencias corporales y espirituales. El padre y la madre no engendran, pues, más que el cuerpo del niño, porque su alma viene de otra parte. Esta ley universal se impone a todos, y los más grandes profetas no escapan a ella. Lo que importa creer es que el profeta viene de un mundo divino, y eso, los verdaderos hijos de Dios lo prueban por su vida y por su muerte. Pero los iniciados antiguos no han creído deber comunicar tales cosas al vulgo. Algunos de los que han aparecido en el mundo como enviados divinos fueron hijos de iniciados).

Taumaturgia

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