Que los primeros patriarcas judíos creían que los cuerpos celestes participaban en los asuntos de los hombres resulta evidente para cualquier estudioso de la literatura bíblica, como, por ejemplo, el Libro de los Jueces: «Desde los cielos lucharon las estrellas desde sus órbitas lucharon contra Sísara». Los caldeos, los fenicios, los egipcios, los persas, los hindúes y los chinos tenían zodiacos bastante parecidos, en términos generales, y distintos expertos han atribuido a cada una de estas naciones el mérito de ser la cuna de la astrología y la astronomía. Los indios de América Central y del Norte también conocían el Zodiaco, aunque los modelos y la cantidad de los signos diferían en muchos detalles de los de Oriente.
La palabra «zodiaco» deriva del griego ζωδιακός que significa «círculo de animales» o, según creen algunos, «animalillos». Es el nombre que daban los antiguos astrónomos paganos a un conjunto de estrellas fijas, de unos dieciséis grados de ancho, que aparentemente rodeaban la tierra. Robert Hewitt Brown, del grado 32, afirma que la palabra griega zodiakós procede de zo-on, que significa «animal», y añade que «esta palabra se compone directamente de los primitivos radicales egipcios zo, “vida”, y on, “ser”». Los griegos y, posteriormente, otros pueblos en los que tuvo influencia su cultura, dividían la zona del Zodiaco en doce sectores, cada uno de dieciséis grados de ancho y treinta grados de largo. Estas divisiones se llamaban «las casas del Zodiaco» y, durante su recorrido anual, el sol iba pasando, por turnos, por cada una de ellas. Se buscaron formas de criaturas imaginarias en los grupos de estrellas limitados por aquellos rectángulos y, como la mayoría de ellos tenían forma de animales —al menos en parte—, posteriormente se conocieron como las constelaciones, o los signos, del Zodiaco.
Según una teoría popular con respecto al origen de las criaturas zodiacales, fueron producto de la imaginación de los pastores, que, mientras vigilaban sus rebaños por la noche, entretenían la mente buscando formas de animales y de aves en los cielos. Esta teoría es insostenible, a menos que se entienda por «pastores» a los sacerdotes-pastores de la Antigüedad. Es poco probable que los signos del Zodiaco deriven de los grupos de estrellas que representan en la actualidad. Es mucho más probable que las criaturas asignadas a las doce casas simbolicen la calidad y la intensidad del poder del sol mientras ocupa las distintas partes del cinturón zodiacal. Sobre este tema, Richard Payne Knight escribe lo siguiente: «El significado emblemático que se atribuía a ciertos animales no era más que la generalización de alguna característica determinada y, por consiguiente, algo que la mente puede inventar o descubrir con facilidad; en cambio, las colecciones de estrellas que llevan el nombre de determinados animales no se parecen en absoluto a ellos y, por lo tanto, no se trata más que de meros signos convencionales adoptados para diferenciar ciertas porciones del cielo que, probablemente, estaban consagradas a los atributos personificados que representaba cada uno de ellos».
Algunos expertos opinan que al principio el Zodiaco estaba dividido en diez casas, o mansiones solares, en lugar de doce. En la época primitiva, había dos métodos distintos —uno solar y el otro lunar— para calcular los meses, los años y las estaciones. El año solar estaba compuesto por diez meses de treinta y seis días cada uno y cinco días más, consagrados a los dioses. El año lunar estaba compuesto por trece meses de veintiocho días cada uno y sobraba un día. El zodiaco solar de aquella época estaba compuesto por diez casas de treinta y seis grados cada una. Los seis primeros signos del Zodiaco de doce se consideraban benéficos, porque el sol los ocupaba mientras atravesaba el hemisferio norte, y representaban los seis mil años durante los cuales, según los persas, Ahura-Mazda gobernó su universo en paz y armonía. Los seis siguientes se consideraban malignos, porque mientras el sol recorría el hemisferio sur era invierno para los griegos, los egipcios y los persas. Por consiguiente, aquellos seis meses simbolizaban los seis mil años de pobreza y sufrimiento provocados por el dios del mal de los persas, Ahrimán, que pretendía derrocar el poder de Ahura-Mazda. Quienes defienden la opinión de que antes de que lo revisaran los griegos el Zodiaco solo contenía diez signos alegan pruebas que demuestran que Libra (la balanza) se insertó en el Zodiaco dividiendo en dos la constelación de Virgo-Escorpio (que en aquella época era un solo signo) y de este modo se estableció «la balanza» en el punto de equilibrio entre los signos ascendentes del norte y los descendentes del sur. Sobre esta cuestión, Isaac Myer sostiene lo siguiente: «Pensamos que al principio las constelaciones zodiacales eran diez y representaban un hombre o una divinidad andrógina inmensa; posteriormente, esto se modificó: se separaron Escorpio y Virgo y fueron once; después, de Escorpio salió Libra, la balanza, con lo cual ahora son doce».
Todos los años, el sol da una vuelta entera al Zodiaco y regresa al punto de partida —el equinoccio vernal— y ningún año alcanza —por muy poco— a completar el círculo de los cielos en el plazo que le corresponde, de modo que cruza el ecuador un poco por detrás del punto del signo del Zodiaco por el que lo había cruzado el año anterior. Todos los signos del Zodiaco constan de treinta grados y, como el sol pierde alrededor de un grado cada setenta y dos años, de cabo de aproximadamente 2160 años experimenta un retroceso de toda una constelación (o signo) y, en alrededor de 25 920 años, de todo el Zodiaco. (Los expertos no se ponen de acuerdo con respecto a estas cifras). Tal retroceso se denomina «precesión de los equinoccios». Esto significa que, en el transcurso de unos 25 920 años, que constituyen un Gran Año Solar o Platónico, cada una de las doce constelaciones ocupa un puesto en el equinoccio vernal durante casi 2160 años y después deja paso al signo precedente. Entre los antiguos, el sol casi siempre se simbolizaba mediante la figura y la naturaleza de la constelación por la que pasaba en el equinoccio vernal. Durante prácticamente los últimos dos mil años, el sol ha atravesado el ecuador en el equinoccio vernal en la constelación de Piscis (los dos peces). Durante los 2160 años previos, lo había cruzado por la constelación de Aries (el carnero) y, antes de eso, el equinoccio vernal estaba en el signo de Tauro (el toro). Es probable que se asignaran a esta constelación la forma del toro y sus tendencias porque los antiguos lo usaban para arar los campos y la estación dedicada a arar y hacer surcos coincidía con la época en la que el sol llegaba al segmento del cielo llamado Tauro.
Albert Pike describe con estas palabras la veneración que sentían los persas por este signo y el método de simbolismo astrológico que estaba de moda entre ellos: «En lo alto de la cueva de iniciación de Zaratustra estaban representados el Sol y los Planetas con oro y piedras preciosas, así como también el Zodiaco. El Sol aparecía por detrás de Tauro». En la constelación del Toro también se hallaban las «siete hermanas» —las sagradas Pléyades—, famosas para la masonería como las siete estrellas que aparecen en el extremo superior de la escalera sagrada. En el antiguo Egipto, precisamente durante este período —cuando el equinoccio vernal estaba en el signo de Tauro—, el buey Apis se consagraba al Dios Sol, al que se adoraba por medio del animal equivalente al signo celestial que había impregnado con su presencia en el momento de entrar en el hemisferio norte. Este es el significado del antiguo dicho según el cual el toro celestial «rompía el huevo del año con los cuernos».
En The Mythological Astronomy of the Ancients Demonstrated, Sampson Arnold Mackey destaca dos puntos muy interesantes con respecto al toro en el simbolismo egipcio. Mackey opina que el movimiento de la tierra que conocemos como la alternancia de los polos ha provocado un gran cambio en la posición relativa del ecuador y la banda zodiacal. Cree que en un principio la banda del Zodiaco formaba un ángulo recto con el ecuador y que el signo de Cáncer quedaba frente al Polo Norte y el signo de Capricornio frente al Polo Sur. Es posible que el símbolo órfico de la serpiente enroscada en el huevo intente demostrar el movimiento del sol con respecto a la tierra en estas condiciones Para corroborar su teoría, Mackey menciona, entre otras cosas, el laberinto de Creta, el nombre de Abraxas y la fórmula mágica «abracadabra». Con respecto a «abracadabra», afirma lo siguiente: «Sin embargo, la lenta y progresiva desaparición del Toro se conmemora felizmente en la serie de letras que desaparecen y que expresan categóricamente el gran hecho astronómico. Porque Abracadabra es el Toro, el único Toro. La antigua frase descompuesta en las partes que la componen sería: Ab’r-achad-ab’ra, es decir Ab’r, el Toro; achad, el único, etc. Achad es uno de los nombres del Sol, que se le otorga porque brilla solo —es la única estrella que brilla cuando lo vemos—, y el ab’ra que queda hace que el todo signifique: el Toro, el único Toro; mientras que la repetición del nombre con una letra menos, hasta que todo desaparece, es el método más sencillo y, sin embargo, el más satisfactorio que se podría haber imaginado para preservar la memoria del hecho; y el nombre de Sorápis, o Serapis, que se da al Toro en la ceremonia mencionada despeja toda duda. […] Esta palabra, “abracadabra”, desaparece en once etapas decrecientes, como en la figura. Y lo más sorprendente es que un cuerpo con tres cabezas queda plegado por una serpiente con once vueltas y puesta por Sorapis: y las once vueltas de la serpiente forman un triángulo similar al que forman las once líneas decrecientes del “abracadabra”».
En casi todas las religiones del mundo hay indicios de influencia astrológica. El viejo Testamento de los judíos, en cuyos escritos se nota la sombra de la cultura egipcia, está lleno de alegorías astrológicas y astronómicas. Casi toda la mitología de Grecia y de Roma se puede rastrear en grupos de estrellas. Algunos escritores opinan que las veintidós letras originales del alfabeto hebreo derivaban de grupos de estrellas y que en el muro del cielo se podían leer palabras escritas con estrellas, con las estrellas fijas como consonantes y los planetas o luminares como vocales. Como las combinaciones eran infinitas, representaban palabras que, cuando se interpretaban adecuadamente, permitían conocer el futuro. A medida que la banda zodiacal va trazando el recorrido del sol a través de las constelaciones, produce los fenómenos de las estaciones. Los sistemas antiguos para medir el año se basaban en los equinoccios y los solsticios. El año comenzaba siempre con el equinoccio vernal, celebrado con júbilo el 21 de marzo para marcar el momento en el cual el sol atravesaba el ecuador hacia el Norte, siguiendo el arco zodiacal. El solsticio de verano se celebraba cuando el sol alcanzaba su posición más septentrional y el día señalado era el 21 de junio. A partir de entonces el sol comenzaba a descender hacia el ecuador y lo volvía a cruzar cuando se dirigía hacia el sur en el equinoccio otoñal, el 21 de septiembre. El sol alcanzaba su punto más meridional en el solsticio de invierno, el 21 de diciembre.
Cuatro de los signos del Zodiaco siempre han estado dedicados a los equinoccios y los solsticios y, si bien los signos ya no corresponden con las antiguas constelaciones a las que estaban asignados y de las cuales obtuvieron el nombre, los astrónomos modernos se basan en ellos para hacer sus cálculos. Por consiguiente, se dice que el equinoccio vernal se produce en la constelación de Aries (el carnero). Resulta adecuado que, de todos los animales, el carnero ocupe el lugar a la cabeza del rebaño celestial que forma la banda zodiacal. Los paganos ya reverenciaban esta constelación siglos antes de la era cristiana. Godfrey Higgins afirma lo siguiente: «A esta constelación la llamaban “el Cordero de Dios” y también el “Salvador” y decían que salvaría a la humanidad de sus pecados. Siempre le hacían el honor de dirigirse a él con el apelativo de Dominus o “Señor”. Lo llamaban “el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” y los devotos, cuando se dirigían a él en su letanía, repetían constantemente las palabras: “Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo ten piedad de nosotros y danos tu paz”». Por consiguiente, “Cordero de Dios” es un título que se da al sol, que, según dicen, renace todos los años en el hemisferio norte bajo el signo del carnero, aunque, debido a la discrepancia actual entre los signos del Zodiaco y los grupos de estrellas, en realidad sale en el signo de Piscis. Se considera que el solsticio de verano ocurre en Cáncer (el cangrejo); los egipcios lo llamaban «el escarabajo», un insecto de la familia Lamellicornes, situada a la cabeza del reino de los insectos, y lo consideraban sagrado, como símbolo de la vida eterna. Resulta evidente que la constelación del cangrejo está representada por esta criatura peculiar, porque el sol, después de pasar por su casa, empieza a caminar hacia atrás o a descender por el arco zodiacal. Cáncer es el símbolo de la generación, porque es la casa de la Luna, la gran madre de todas las cosas y patrona de las fuerzas vitales de la Naturaleza. A Diana, la diosa de la luna de los griegos la llaman «la madre del mundo». Con respecto al culto del principio femenino o maternal, Richard Payne Knight escribe lo siguiente: «Como atraía o levantaba las aguas del océano, naturalmente parecía que era la soberana de la humedad y, como aparentemente ejercía tanta influencia en la constitución de las mujeres, asimismo parecía ser la patrona y la reguladora de la nutrición y la generación pasiva, porque se dice que recibió a sus ninfas, o personificaciones subordinadas, del océano; a menudo se representa con el símbolo del cangrejo marino, un animal que tiene la propiedad de separar espontáneamente de su propio cuerpo cualquier extremidad que se haya hecho daño o mutilado y reproducir otra en su lugar». Este signo de agua, al ser simbólico del principio maternal de la Naturaleza y reconocido por los paganos como el origen de toda la vida, siempre se consideraba la morada natural de la luna.
El equinoccio otoñal se produce, aparentemente, en la constelación de Libra (la balanza). Cuando la balanza se inclinaba, el globo solar comenzaba su peregrinación hacia la morada del invierno. La constelación de la balanza estaba situada en el Zodiaco como símbolo de la capacidad de elegir, que permite al hombre comparar un problema con otro. Hace millones de años, cuando la raza humana estaba en ciernes, el hombre era como los ángeles: no conocía el bien ni el mal. Cayó en el estado de conocer el bien y el mal cuando los dioses le dieron la semilla de la naturaleza mental. A partir de sus reacciones mentales frente a sus entornos, destila el producto de la experiencia, que a continuación le ayuda a recuperar su posición perdida, además de una inteligencia individualizada. Decía Paracelso: «El cuerpo procede de los elementos; el alma, de las estrellas, y el espíritu, de Dios. Todo lo que el intelecto puede concebir procede de las estrellas [los espíritus de las estrellas, más que las constelaciones materiales]».
La constelación de Capricornio, en la cual, teóricamente, se produce el solsticio de invierno, era llamada «la casa de la muerte», porque en invierno toda la vida en el hemisferio norte pasa por su peor momento. Capricornio es una criatura compuesta: tiene la cabeza y la parte superior del cuerpo de cabra y la cola de pescado. En esta constelación, el sol está más débil en el hemisferio norte y, después de pasar por ella, de inmediato empieza a crecer. Por eso decían los griegos que Júpiter (un nombre de la divinidad solar) era amamantado por una cabra. John Cole, en A Treatise on the Circular Zodiac of Tentyra, in Egypt, brinda una nueva perspectiva del simbolismo zodiacal: «El símbolo de la cabra saliendo del cuerpo de un pez [Capricornio] representa, por consiguiente y con la máxima propiedad, los edificios descomunales de Babilonia, que surgen de su situación baja y pantanosa; los dos cuernos de la cabra son emblemas de las dos ciudades: Nínive y Babilonia; la primera construida a orillas del Tigris y la segunda, a orillas del Éufrates, aunque las dos estaban sometidas al mismo soberano». El período de 2160 años necesario para la regresión del sol a través de una de las constelaciones del Zodiaco se suele denominar «era». Según este sistema, la era recibía el nombre del signo que atravesaba el sol, año tras año, al cruzar el ecuador en el equinoccio vernal. Así, podemos hablar de la era de Tauro, la era de Aries, la era de Piscis y la era de Acuario.
Durante estos períodos, o eras, el culto religioso adopta la forma del signo celeste correspondiente, el que se dice que el sol adopta como personalidad, del mismo modo en que un espíritu asume un cuerpo. Estos doce signos son las joyas de su peto y su luz reluce desde ellas, una después de otra. Después de analizar este sistema, se comprende enseguida por qué se adoptaron determinados símbolos religiosos durante diferentes etapas de la historia del mundo, porque, durante los 2160 años en los que el sol estuvo en la constelación de Tauro, dicen que la divinidad solar asumió el cuerpo de Apis y el toro se convirtió en sagrado para Osiris. Durante la era de Aries, se consideraba sagrado el cordero y a los sacerdotes los llamaban «pastores».
En los altares se sacrificaban ovejas y cabras y se designó un chivo expiatorio para descargar en él los pecados de Israel. Durante la era de Piscis, el pez fue el símbolo de lo divino y la divinidad solar alimentó a la multitud con dos pececillos. En el frontispicio de Ancient Faiths Embodied in Ancient Names de Inman se puede ver a la diosa Isis con un pez en la cabeza: además, el Dios Redentor de India, Christna, en una de sus encarnaciones salió de la boca de un pez. No solo se alude a menudo a Jesús como el «pescador de hombres», sino que, como señala John P. Lundy, «la palabra “pez” es una abreviación de todo su título: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador y cruz; o, como dice san Agustín: “Si unimos las iniciales de las cinco palabras griegas, Ἰησοῦς Χριστος Θεου Υιὸσ Σωτήρ, que significan Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, obtenemos ΙΧΘΥΣ, ‘pez’, una palabra que, desde un punto de vista místico, representa a Cristo, que pudo vivir en el abismo de esta mortalidad como en la profundidad de las aguas, es decir, sin pecado”».
Muchos cristianos guardan el viernes, el día consagrado a la Virgen (Venus), y ese día comen pescado, en lugar de carne. El signo del pez fue uno de los primeros símbolos del cristianismo y, cuando se dibujaba en la arena, informaba a un cristiano que había cerca otra persona de la misma fe. Llaman a Acuario «el signo del aguador» o del hombre que lleva sobre los hombros un cántaro con agua, como se menciona en el Nuevo Testamento.
Algunas veces aparece como una figura angelical, supuestamente andrógina, vertiendo agua de un recipiente o llevándolo sobre los hombros. Entre los pueblos orientales, a menudo solo se usa el recipiente con agua. Edward Upham, en The History and Doctrine of Budhism, describe a Acuario con estas palabras: «Tiene forma de vasija y un color entre azul y amarillo; este signo es la única casa de Saturno». Cuando Herschel descubrió el planeta Urano (que a veces recibe el nombre de su descubridor), la segunda mitad del signo de Acuario se adjudicó a aquel nuevo miembro de la familia planetaria. El agua que sale del recipiente de Acuario, que recibe el nombre de «las aguas de la vida eterna», aparece muchas veces en el simbolismo y lo mismo ocurre con todos los signos. Por consiguiente, el sol, en su camino, controla todas las formas de culto que el hombre ofrece a la divinidad suprema. Existen dos sistemas diferenciados de filosofía astrológica. Uno de ellos, el ptolemaico, es geocéntrico: la tierra se considera el centro del sistema solar y en tomo a ella giran el sol, la luna y los planetas. Desde un punto de vista astronómico, el sistema geocéntrico es incorrecto, pero, durante miles de años, había demostrado su exactitud cuando se aplicaba a la naturaleza material de las cosas terrestres. De un análisis meticuloso de los escritos de los grandes ocultistas y del estudio de sus diagramas se desprende que muchos de ellos conocían otra manera de disponer los cuerpos celestes.
El otro sistema de filosofía astrológica se denomina «heliocéntrico» y coloca al sol en el centro del sistema solar, al que pertenece por naturaleza, con los planetas y sus lunas girando a su alrededor. Sin embargo, el gran inconveniente del sistema heliocéntrico es que, al ser relativamente nuevo, no ha habido tiempo suficiente para experimentarlo bien ni para catalogar los efectos de sus diversos aspectos y relaciones La astrología geocéntrica, como su nombre indica, se limita al aspecto terrenal de la naturaleza, mientras que la heliocéntrica se puede usar para analizar las facultades intelectuales y espirituales superiores del hombre. Es muy importante recordar que, cuando se decía que el sol estaba en un signo determinado del Zodiaco, en realidad los antiguos querían decir que el sol ocupaba el signo opuesto y proyectaba su largo rayo sobre la casa en la que lo entronizaban. Por consiguiente, cuando se dice que el sol está en Tauro, significa (astronómicamente) que el sol está en el signo opuesto a Tauro, que es Escorpio.
Esto trajo como consecuencia dos escuelas filosóficas diferentes: una geocéntrica y exotérica y la otra heliocéntrica y esotérica. Mientras las multitudes ignorantes adoraban la casa en la que se reflejaba el sol —en este caso, la del Toro—, los sabios reverenciaban la casa en la que vivía de verdad, que sería la de Escorpio o la serpiente, el símbolo del misterio espiritual oculto. Este signo tiene tres símbolos diferentes. El más común es el escorpión, al que los antiguos llamaban «murmurador», y era el símbolo del engaño y la perversión; el segundo símbolo (y el menos frecuente) es la serpiente, que los antiguos usaban a menudo para representar la sabiduría.
Es probable que la forma más rara de Escorpio sea el águila. La disposición de las estrellas de la constelación se parece tanto a un ave volando como a un escorpión. Al ser Escorpio el signo de la iniciación oculta, el águila —la reina de las aves — en vuelo representa el tipo supremo y más espiritual de Escorpio, que le permite trascender del insecto venenoso de la tierra. Como Escorpio y Tauro están en posiciones opuestas en el Zodiaco, a menudo su simbolismo está estrechamente interrelacionado. En Ancient Calendars and Constellations, la honorable E. M. Plunket dice lo siguiente: «El escorpión (la constelación de Escorpio en el Zodiaco, opuesta a Tauro) se une con Mitra para atacar al toro y siempre están presentes los genios de los equinoccios de primavera y otoño en actitudes gozosas y lastimeras». Para los egipcios, los asirios y los babilonios que conocían al sol como un toro, el Zodiaco era una serie de surcos, a través de los cuales el gran buey celestial arrastraba el arado del sol. Por eso, el pueblo ofrecía sacrificios y conducía por las calles magníficos bueyes, adornados con flores y rodeados de sacerdotes, bailarinas del templo y músicos. Los elegidos no participaban en aquellas ceremonias idólatras, pero las consideraban apropiadas para el tipo de mente que constituía la masa de la población. Aquel grupo reducido poseía un conocimiento mucho más profundo y así lo demostraba la serpiente de Escorpio que llevaban en la frente: el uraeus.
El sol se representa a menudo con sus rayos formando una melena enmarañada. Con respecto a la importancia masónica de Leo, Robert Hewitt Brown, del grado 32, ha escrito lo siguiente: «El 21 de junio, cuando el sol llega al solsticio de verano, la constelación de Leo —que está 30° adelantada con respecto al sol— parece llevar la delantera y contribuir, con su poderosa garra, a levantar el sol hasta lo más alto del arco zodiacal. […] Aquella relación visible entre la constelación de Leo y el regreso del sol a su puesto de poder y de gloria, en lo más alto del arco real del cielo, era la razón fundamental por la cual aquella constelación era tan estimada y venerada por los antiguos. Los astrólogos distinguían a Leo como la única casa del sol y enseñaban que el mundo había sido creado cuando el sol estaba en ese signo. “El león era adorado en Oriente y en Occidente, por los egipcios y los mexicanos. El principal druida de Gran Bretaña se representaba como un león”».
Cuando se establezca del todo la era de Acuario, el sol estará en Leo, como se observa en la explicación que ya se ha dado en este capítulo acerca de la distinción entre la astrología geocéntrica y la heliocéntrica. Entonces, sin duda, las religiones secretas del mundo volverán a hablar del paso a la iniciación mediante la garra del león. (Lázaro resucitará).
La antigüedad del Zodiaco es objeto de controversia. Sostener que se originó apenas unos pocos miles de años antes de la era cristiana es un error colosal por parte de aquellos que han tratado de reunir información con respecto a su origen. Necesariamente ha de ser lo bastante antiguo como para poder retroceder hasta aquel período en el cual sus signos y sus símbolos coincidían exactamente con las posiciones de las constelaciones, cuyas diversas criaturas en sus funciones naturales ejemplificaban los rasgos más destacados de la actividad solar durante cada uno de los doce meses. Al cabo de muchos años de estudios profundos sobre el tema, un autor pensó que el concepto humano del Zodiaco tenía, como mínimo, cinco millones de años de antigüedad. Con toda probabilidad, esta es una de las numerosas razones por las cuales el mundo actual está en deuda con la civilización de la Atlántida o la de Lemuria. Alrededor de diez mil años antes de la era cristiana, hubo un período de muchos años en los que se suprimió el conocimiento de todo tipo, se destruyeron tablillas, se derribaron monumentos y todo vestigio del material disponible acerca de las civilizaciones anteriores se borró por completo. Tan solo se conservan unos cuantos cuchillos de cobre, algunas puntas de flecha y unas tallas toscas en las paredes de las cuevas como testigos mudos de las civilizaciones que precedieron aquella etapa de destrucción. Aquí y allá, existen todavía unas cuantas estructuras gigantescas que, como los extraños monolitos de la isla de Pascua, dan testimonio de las artes, las ciencias y las razas perdidas. La raza humana es sumamente antigua. La ciencia moderna calcula su antigüedad en decenas de miles de años; el ocultismo, en decenas de millones. Según un antiguo proverbio, «la Madre Tierra se ha sacudido de la espalda muchas civilizaciones» y no es ilógico pensar que los principios de la astrología y la astronomía surgieron millones de años antes de la aparición del primer hombre blanco.
Los ocultistas del mundo antiguo tenían un conocimiento muy sorprendente del principio de la evolución. Para ellos, toda la vida atravesaba distintas etapas de transformación. Creían que los granos de arena estaban en proceso de transformarse en humanos en la conciencia, aunque no necesariamente en la forma; que las criaturas humanas estaban en proceso de transformarse en planetas; que los planetas estaban en proceso de transformarse en sistemas solares, y que los sistemas solares estaban en proceso de transformarse en cadenas cósmicas, y así sucesivamente hasta el infinito. Una de las etapas entre el sistema solar y la cadena cósmica se llamaba el «Zodiaco»; por consiguiente, enseñaban que, en un momento determinado, un sistema solar se descompone en un Zodiaco. Las casas del Zodiaco se convierten en los tronos de las doce jerarquías celestiales o, como afirman algunos de los antiguos, los diez Órdenes divinos. Pitágoras enseñaba que el diez, o la unidad en el sistema decimal, era el número más perfecto de todos y lo representaba mediante la tetractys menor, un conjunto de diez puntos que forman un triángulo vertical.
Los primeros observadores de las estrellas, después de dividir el Zodiaco en casas, designaron las tres estrellas más brillantes de cada constelación para gobernar conjuntamente aquella casa. A continuación dividieron la casa en tres secciones de diez grados cada una, a las que llamaron decanatos. A su vez, dividieron estos por la mitad, con lo cual el Zodiaco quedó dividido en setenta y dos divisiones de cinco grados cada una. Sobre cada una de estas divisiones de cinco grados, los hebreos colocaron una inteligencia celestial, o ángel, y de este sistema ha salido la disposición cabalística de los setenta y dos nombres sagrados, que corresponden a las setenta y dos flores, botones y almendras del candelabro de setenta y dos brazos del Tabernáculo y a los setenta y dos hombres que fueron elegidos de las doce tribus para representar a Israel.
Los dos únicos signos que no se han mencionado aún son Géminis y Sagitario. La constelación de Géminis se suele representar en forma de dos niños pequeños, que, según los antiguos, nacieron de huevos, posiblemente aquellos que el toro rompió con sus cuernos. Las historias acerca de Cástor y Pólux y Rómulo y Remo pueden ser consecuencia de la ampliación de los mitos de aquellos gemelos celestiales. Los símbolos de Géminis han sufrido numerosas modificaciones. El que usaban los árabes era el pavo real. Dos de las estrellas principales de la constelación de Géminis siguen llevando los nombres de Cástor y Pólux. Se supone que el signo de Géminis era el patrono del culto fálico y los dos obeliscos o pilares que había delante de los templos y las iglesias transmiten el mismo simbolismo que los gemelos. El signo de Sagitario es lo que los antiguos griegos llamaban un centauro: una criatura que tenía la parte inferior del cuerpo con forma de caballo y la mitad superior con forma humana. Por lo general se lo muestra con un arco y una flecha en las manos, apuntando una saeta hacia las estrellas. Por consiguiente, Sagitario representa dos principios distintos: en primer lugar, la evolución espiritual del hombre, porque la forma humana surge del cuerpo del animal, y en segundo lugar es el símbolo de la aspiración y la ambición, porque, así como el centauro apunta con su flecha a las estrellas, toda criatura humana apunta a un objetivo superior al que puede alcanzar.
Albert Churchward, en The Signs and Symbols of Primordial Man, sintetiza la influencia del Zodiaco en el simbolismo religioso con las siguientes palabras: «La división [se hace] aquí en doce partes, los doce signos del Zodiaco, las doce tribus de Israel, las doce puertas del cielo que se mencionan en el Apocalipsis y las doce entradas o portales que hay que atravesar en la Gran Pirámide antes de llegar al grado máximo, los doce apóstoles de las doctrinas cristianas y los doce puntos originales y perfectos de la masonería». Los antiguos creían que la teoría de que el hombre había sido hecho a imagen y semejanza de Dios se tenía que entender al pie de la letra. Sostenían que el universo era un gran organismo semejante al cuerpo humano y que cada una de las fases y funciones del cuerpo universal tenía una correspondencia en el hombre. La clave de la sabiduría más preciosa que los sacerdotes transmitían a los nuevos iniciados era lo que ellos llamaban «la ley de la analogía». Por consiguiente, para los antiguos, el estudio de las estrellas era una ciencia sagrada, porque veían en los movimientos de los cuerpos celestes la actividad omnipresente del Padre Infinito.
A menudo se ha criticado inmerecidamente a los pitagóricos por promulgar la llamada doctrina de la metempsicosis, o la transmigración de las almas, aunque este concepto, tal como circulaba entre los no iniciados, no era más que una pantalla para ocultar una verdad sagrada. Los místicos griegos creían que la naturaleza espiritual del hombre descendía hacia la existencia material desde la Vía Láctea, el semillero de las almas, a través de una de las doce puertas de la gran banda zodiacal. Por consiguiente, se decía que la naturaleza espiritual se encamaba en la forma de la criatura simbólica creada por los magos observadores de las estrellas para representar las diversas constelaciones zodiacales. Si el espíritu se encamaba a través del signo de Aries, se decía que nacía en el cuerpo de un carnero; si en el de Tauro, en el cuerpo del toro celestial. De este modo, todos los seres humanos se simbolizaban mediante doce criaturas misteriosas a través de cuya naturaleza se podían encarnar en el mundo material. La teoría de la transmigración no se aplicaba al cuerpo material visible del hombre, sino al espíritu inmaterial invisible que vagaba por el camino de las estrellas y en el curso de la evolución iba adoptando, de forma consecutiva, la forma de los animales zodiacales sagrados.
En el Libro III de Mathesis, de Julius Firmicus Maternus, aparece el siguiente fragmento con respecto a las posiciones de los cuerpos celestes en el momento de establecerse el universo inferior: «Según Esculapio, por consiguiente, y Anublo, al cual la divinidad Mercurio confió especialmente los secretos de la ciencia astrológica, la génesis del mundo sería la siguiente: constituyeron el Sol en la decimoquinta parte de Leo: la Luna, en la decimoquinta parte de Cáncer; Saturno, en la decimoquinta parte de Capricornio; Júpiter, en la decimoquinta parte de Sagitario; el hombre, en la decimoquinta parte de Escorpio: Venus, en la decimoquinta parte de Libra; Mercurio, en la decimoquinta parte de Virgo, y el Horóscopo, en la decimoquinta parte de Cáncer. Ajustándose a esta génesis, por lo tanto, a estas condiciones de las estrellas y los testimonios que aducen para confirmar esta génesis, opinan que el destino de los hombres, además, se dispone de conformidad con la disposición anterior, como se puede ver en el libro de Esculapio titulado Μυριογενεσις ,para que no se encuentre nada, en las diversas génesis de los hombres, que esté en discordancia con la génesis del mundo mencionada». Las siete eras del hombre se rigen por los planetas según el orden siguiente: la primera infancia, la luna; la niñez, Mercurio; la adolescencia, Venus; la adultez, el sol; la madurez, Marte; la edad avanzada, Júpiter, y la decrepitud y la disolución, Saturno.
Con respecto al sentido teúrgico o mágico en el cual los sacerdotes egipcios presentaban en la Tabla Isíaca la filosofía de sacrificios, ritos y ceremonias mediante un sistema de símbolos ocultos, Athanasius Kircher escribe lo siguiente: «Los primeros sacerdotes creían que, mediante ceremonias de sacrificio adecuadas y completas, se invocaba a un gran poder espiritual. Según Jámblico, la falta de uno de los elementos desmerecía la totalidad. Por eso, prestaban muchísima atención a los detalles, porque les parecía absolutamente fundamental que toda la cadena de conexiones lógicas se ajustara al ritual con precisión. Esta es, sin duda, la razón por la cual preparaban y recomendaban para su uso futuro los manuales —como quien dice— para llevar a cabo los ritos. También aprendieron lo que los primeros practicantes de la hieromancia —poseídos, por así decirlo, por la ira divina— idearon como sistema simbólico para manifestar sus misterios. Los pusieron en esta Tabla Isíaca, a la vista de las personas autorizadas para entrar en el sanctasanctórum, con el fin de enseñarles la naturaleza de los dioses y las formas de sacrificio prescritas. Como cada una de las órdenes de los dioses tenía sus propios símbolos, gestos, vestuario y adornos peculiares, les parecía necesario cumplirlos con todo el aparato del culto, ya que no había nada más eficaz para atraer la atención propicia de las divinidades y los genios. […] Por consiguiente, sus templos, alejados de los lugares que solían frecuentar los hombres, contenían representaciones de casi todas las formas de la naturaleza.
En primer lugar, para representar la economía física del mundo, utilizaban como adornos en el pavimento minerales, piedras y otros objetos adecuados, y hasta chorros de agua. Las paredes mostraban el mundo de los astros y la bóveda, el mundo de los genios. En el centro estaba el altar, para sugerir las emanaciones de la Mente Suprema desde su centro. Por consiguiente, todo el interior constituía una imagen del Universo de los Mundos.
Cuando ofrecían sacrificios, los sacerdotes usaban unas vestiduras adornadas con figuras similares a las atribuidas a los dioses. Llevaban el cuerpo parcialmente desnudo, como el de las divinidades, no tenían preocupaciones materiales y practicaban la castidad más estricta. […] Llevaban la cabeza cubierta, para indicar que estaban haciendo algo terrenal. Se afeitaban la cabeza y el cuerpo, porque para ellos el cabello era una excrecencia inútil. Se ponían en la cabeza las mismas insignias que atribuían a los dioses. Ataviados de aquella manera, consideraban que se habían transformado en la inteligencia con la que siempre querían identificarse. Por ejemplo, para hacer descender al mundo el alma y el espíritu del Universo, se colocaban delante de la imagen que aparece sentada en el trono, en el centro de nuestra Tabla, llevando los mismos símbolos que dicha figura y los miembros de su séquito, y ofrecían sacrificios. Mediante éstos y los himnos que entonaban para acompañarlos, creían que, indefectiblemente, atraían la atención de Dios hacia su plegaria. Lo mismo hacían con respecto a las demás partes de la Tabla, convencidos de que, por fuerza, si el ritual adecuado se llevaba a cabo correctamente, evocaría a la divinidad deseada. Es evidente que aquel fue el origen de la ciencia de los oráculos. Así como tocar un acorde produce una armonía sonora, las cuerdas próximas reaccionan, aunque no se las toque. Asimismo, la idea que expresaban mediante todo lo que hacían mientras adoraban al Dios coincidía con la Idea básica y, por una unión intelectual, volvía a ellos deificada, y así obtenían ellos la Idea de las ideas.
De tal modo surgía en sus almas —creían— el don de la profecía y la adivinación y pensaban que podrían predecir el futuro, advertir de los males inminentes, etcétera. Porque, así como en la Mente Suprema todo es simultáneo e ilimitado, por consiguiente, en esa Mente el futuro está presente y pensaban que, así como la mente humana se absorbía en la Suprema mediante la contemplación, gracias a aquella unión se les permitía conocer todo el futuro. Casi todo lo que está representado en nuestra Tabla consiste en amuletos que, por la analogía antes descrita, les inspirarían, en las condiciones descritas, las virtudes del Poder Supremo y les permitiría recibir el bien y evitar el mal. También creían que, de aquella manera mágica, podrían curar enfermedades; que se podría inducir a los genios para que se les aparecieran en sueños y curaran o les enseñaran a curar a los enfermos. Con esta convicción, consultaban a los dioses con respecto a todo tipo de dudas y dificultades, adornados con la parafernalia del rito místico y mirando de hito en hito las Ideas divinas y, mientras estaban así embelesados, creían que Dios, mediante alguna señal, signo o gesto, les transmitía —estuvieran dormidos o despiertos— la verdad o la falsedad del asumo en cuestión».