quinta-feira, 5 de dezembro de 2024

Edouard Schuré - El Rey de Madura

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

Al comienzo de la edad del Kali-yuga, hacia el año 3000 antes de nuestra era (según la cronología de los brahmanes), la sed del oro y del poder invadió el mundo. Durante varios siglos, dicen los antiguos sabios, Agni, el fuego celeste que forma el cuerpo glorioso de los Devas y que purifica el alma de los hombres, había esparcido sobre la tierra sus efluvios etéreos. Pero el soplo ardiente de Kali, la diosa del Deseo y de la Muerte, que sale de los abismos de la tierra como ígneo aliento, pasaba entonces sobre todos los corazones. La justicia había reinado con los nobles hijos de Pándu, los reyes solares que obedecen a la voz de los sabios, y vencedores, perdonaban a los vencidos y les trataban como iguales.
Pero después que los hijos del sol fueron exterminados o arrojados de sus tronos y que sus pocos descendientes se ocultaban entre los anacoretas, la injusticia, la ambición y el odio habían dominado. Variables y falsos como el astro nocturno, cuyo símbolo adoptaron, los reyes lunares se hacían la guerra sin piedad. Uno de ellos, sin embargo, había logrado dominar a todos los otros por medio del terror y de prestigios singulares.
En el norte de la India, a la orilla de un ancho río, brillaba una ciudad poderosa. Tenía ella doce pagodas, diez palacios y cien puertas flanqueadas por torres. Multicolores estandartes, semejantes a serpientes aladas, flotaban sobre sus altos muros. Era la altiva Madura, inexpugnable como la fortaleza de Indra.
Allí reinaba Kansa, de corazón tortuoso y alma insaciable. El rey no sufría a su lado más que a los esclavos, no creía poseer más que lo que había sometido, y lo que poseía no le parecía nada al lado de lo que le quedaba por conquistar.
Todos los reyes que reconocían los cultos lunares le habían rendido vasallaje. Pero Kansa pensaba someter toda la India, desde Lanka hasta el Himavat. Para llevar a cabo este proyecto, se alió con Kalayeni, señor de los montes Vyndhia, el poderoso rey de los Yavanas, los hombres de cara amarilla. Como sectario de la diosa Kali, Kalayeni se había dedicado a las tenebrosas artes de la magia negra. Se le llamaba “amigo de los Rakshasas” o demonios noctivagos, y rey de las serpientes, porque se servía de esos animales para aterrorizar a su pueblo y a sus enemigos. En el fondo de una espesa selva, se encontraba el templo de la diosa Kali excavado en una montaña: inmensa caverna negra cuyo fondo se ignoraba y cuya entrada estaba guardada por colosos con cabezas de animales tallados en la roca. Allí se llevaba a los que querían rendir homenaje a Kalayeni, para obtener de él algún poder secreto. Aparecía él en la entrada del templo en medio de una multitud de serpientes monstruosas, que se enroscaban alrededor de su cuerpo y se enderezaban al mando de su cetro, y obligaba a sus tributarios a posternarse ante aquellos animales, cuyas cabezas entretejidas aparecían por encima de la suya. Al mismo tiempo, murmuraba una fórmula misteriosa. Los que habían ejecutado ese rito y adorado a las serpientes obtenían, a lo que se decía, inmensos favores y todo lo que deseaban. Pero caían irrevocablemente bajo el poder de Kalayeni y, de lejos o de cerca, eran ya sus esclavos. En cuanto trataban de desobedecerle, creían ver ante ellos al terrible mago rodeado por sus reptiles, y se veían cercados por sus cabezas silbantes, paralizados por sus ojos fascinadores. Kansa pidió a Kalayeni su alianza.
El rey de los Yavanas le prometió el imperio de la Tierra con la condición de casarse con su hija. Altiva como un antílope y flexible como una serpiente era la hija del rey mago, la hermosa Nysumba, con sus arracadas de oro y sus senos de ébano. Su casa parecía una nube sombría matizada por la luna con reflejos azulados, sus ojos dos relámpagos, su boca ávida la pulpa de un fruto rojo con piñones blancos en su interior. Se hubiese dicho que era Kali misma, la diosa del Deseo. Bien pronto ella reinó como señora en el corazón de Kansa, y soplando sobre todas sus pasiones las convirtió en hoguera ardiente. Kansa tenía un palacio lleno de mujeres de todos los colores, pero no escuchaba más que a Nysumba.

“— Tenga yo un hijo de ti, le dijo él, y será mi heredero. Entonces seré el dueño de la tierra y no temeré a nadie”.

Más Nysumba no tenía hijos, y su corazón se irritaba. Envidiaba ella a las otras mujeres de Kansa, cuyos amores habían sido fecundos; hacía multiplicar a su padre los sacrificios a Kali; pero su seno continuaba estéril como la arena de un suelo tórrido. Entonces, el rey de Madura ordenó que se hiciera ante toda la ciudad el gran sacrificio del fuego, invocando a todos los Devas. Las mujeres de Kansa y el pueblo asistieron con gran pompa.
Prosternados ante el fuego, los sacerdotes invocaron con sus cantos al gran Varuna, a Indra, los Acwins y los Maruts. La reina Nysumba se aproximó y arrojó al fuego un puñado de perfumes con gesto de desafío, pronunciando una fórmula mágica en idioma desconocido. El humo se espesó, las llamas subieron en torbellino, y los sacerdotes espantados, exclamaron:

“— ¡Oh reina!. No son los Devas, sino los Rakshasas quienes han pasado por el fuego. Tu seno permanecerá estéril”.

Kansa se aproximó al fuego a su vez, y dijo al sacerdote:

“— Entonces, dime: ¿De cuál de mis mujeres nacerá el dueño del mundo?”.En este momento, Devaki, la hermana del rey, se aproximó al fuego. Era una virgen de corazón sencillo y puro, que había pasado su infancia hilando y tejiendo, y que vivía como en un sueño. Su cuerpo estaba en la tierra, su alma parecía estar siempre en el cielo. Devaki se arrodilló humildemente, rogando a los Devas que diesen un hijo a su hermano y a la hermosa Nysumba. El sacerdote miró alternativamente al fuego y a la virgen. De repente, exclamó lleno de admiración:

“— ¡Oh, rey de Madura!. Ninguno de tus hijos será el dueño del mundo. Éste nacerá en el seno de tu hermana, que aquí tienes”.

Grande fue la consternación de Kansa y la cólera de Nysumba al oír estas palabras. Cuando la reina se encontró a solas con el rey, le dijo:

“— Es necesario que Devaki perezca inmediatamente”.
“— ¡Cómo! —respondió Kansa— ¿Voy a hacer morir a mi hermana?. Si los Devas la protegen, su venganza recaerá sobre mí”.
“— Entonces —dijo Nysumba llena de furor—, que ella reine en mi lugar, y que tu hermana de al mundo quien te haga perecer vergonzosamente. Yo no quiero reinar ya con un cobarde que tiene miedo a los Devas, y vuelvo a casa de mi padre Kalayeni”.

Los ojos de Nysumba lanzaban fuegos oblicuos sus collares de oro se agitaban sobre su cuello negro y reluciente. Se arrojó a tierra, y su hermoso cuerpo se retorció como una serpiente furiosa. Kansa, ante la amenaza de perderla, y fascinado por una voluptuosidad terrible, quedó sobrecogido de miedo y de deseo.

“— Bueno —dijo— Devaki morirá; pero no me dejes”.

Un relámpago de triunfo brilló en los ojos de Nysumba, una oleada de sangre enrojeció su carne negra. Se levantó de un salto, y abrazó al tirano domado, con sus brazos flexibles. Después, rozándole con su pecho de ébano, del que se exhalaban embriagadores perfumes, y tocándole con sus labios ardientes, murmuró en voz baja:

“— Ofreceremos un sacrificio a Kali, la Diosa del Deseo y de la Muerte, y ella nos dará un hijo que será el dueño del mundo”.

Aquella misma noche, el puro hita, jefe del sacrificio, vio en sueños al rey Kansa que sacaba la espada contra su hermana. En seguida fue a casa de la virgen Devaki, le anunció que un peligro de muerte la amenazaba, y le ordenó que huyese sin tardanza al refugio de los anacoretas. Devaki, instruida por el sacerdote del fuego, disfrazada de penitente, salió del palacio de Kansa y huyó de la ciudad de Madura sin que nadie se apercibiera. Por la mañana los soldados buscaron a la hermana del rey para matarla, pero encontraron su habitación vacía. El rey interrogó a las guardias de la ciudad, quienes respondieron que las puertas habían estado cerradas, toda la noche. Pero en su sueño, habían visto quebrarse bajo un rayo de luz sombríos muros de la fortaleza, y en aquel rayo, una mujer que salía de la ciudad. Kansa comprendió que una potencia invencible protegía a Devaki. Desde entonces el miedo entró en su alma y odió a su hermana con un odio mortal.

Edouard Schuré - La India Heroica. Los Hijos del Sol y los Hijos de la Luna

 

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)

De la conquista de la India por los Arios salió una de las más brillantes civilizaciones que ha conocido la Tierra. El Ganges y sus afluentes vieron nacer grandes imperios e inmensas capitales, como Ayodhya, Hastinapura eI Indrapechta. Las narraciones épicas del Mahabharata y las cosmogonías populares de los Puranas, que encierran las más viejas tradiciones de la India, hablan con admiración de la opulencia real, de la grandeza heroica y del espíritu caballeresco de esos tiempos remotos. Nadie más orgulloso, pero tampoco más noble, que uno de esos reyes arios de la India, en pie sobre un carro de guerra, ejerciendo su mando sobre ejércitos de elefantes, de caballos y de soldados. Un sacerdote védico consagra así a su rey ante la multitud reunida:
“Te he traído ante nosotros. Todo el pueblo te espera. El cielo es firme; la tierra es firme; esas montañas son firmes; que el rey de las familias sea firme también”.
En un código de leyes posterior, el Manava-Dharma-Sastra, se lee:
“Esos amos del mundo que, ardientes para deshacerse unos a otros, despliegan su vigor en la batalla sin jamás volver la cara, suben, después de su muerte, directamente al cielo”. De hecho, se llaman descendientes de los dioses, se creen sus rivales y se preparan a serlo. La obediencia filial, el valor militar con un sentimiento de protección generosa hacia todos, he ahí el ideal del hombre. En cuanto a la mujer, la epopeya india, humilde sierva de los brahmanes, no nos la muestra más que bajo los rasgos de la esposa fiel. Ni la Grecia ni los pueblos del Norte han imaginado en sus poemas esposas tan delicadas, tan nobles, tan exaltadas como la apasionada Sita o la tierna Damayanti.
Lo que la epopeya india no nos dice es el misterio profundo de las mezclas de razas y la lenta incubación de las ideas religiosas que trajeron los cambios profundos en la organización social de la India védica. Los Arios, conquistadores de raza pura, se encontraban en presencia de razas muy mezcladas y muy inferiores, en que el tipo amarillo y rojo se cruzaban, sobre un fondo negro, en matices múltiples. La civilización india nos aparece así como una formidable montaña, llevando en su base una raza melaniana, mestizos a sus lados y los arios puros en el vértice. La separación de castas no era rigurosa en la época primitiva, y grandes mezclas tuvieron lugar entre aquellos pueblos. La pureza de la raza conquistadora se alteró de más en más con los siglos; pero hasta nuestros días se nota el predominio del tipo ario en las clases elevadas y del tipo melaniano en las clases inferiores. De los bajos fondos turbios de la sociedad india se elevó siempre, como los miasmas de la maleza mezclados de olor de las fieras, un vapor ardiente de pasiones, una mezcla de languidez y de ferocidad. La sangre negra excesiva ha dado a la India su color especial.
Ella ha afinado y afeminado a la raza. Lo maravilloso es que, a pesar de estas mezclas, las ideas dominantes de la raza blanca hayan podido mantenerse en el vértice de aquella civilización, a través de tantas y tan complicadas revoluciones.
He aquí, bien definida, la base étnica de la India: por una parte, el genio de la raza blanca con su sentido moral y sus sublimes aspiraciones metafísicas; por otra parte, el genio de la raza negra con sus energías pasionales y su fuerza disolvente. ¿Cómo se tradujo ese doble genio en la antigua historia religiosa de la India?. Las más antiguas tradiciones hablan de una dinastía solar y de una dinastía lunar. Los reyes de la dinastía solar pretendían descender del sol; otros se decían hijos de la luna. Pero ese lenguaje simbólico ocultaba dos concepciones religiosas opuestas y significaba que las dos categorías de soberanos se relacionaban con cultos diferentes. El culto solar daba al Dios del universo el sexo masculino.
Alrededor de él se agrupaba todo lo que había de más puro en la tradición védica: la ciencia del fuego sagrado y de la oración, la noción esotérica del Dios supremo, el respeto a la mujer el culto de los antepasados, la monarquía electiva y patriarcal. El culto lunar atribuía a la divinidad el sexo femenino, bajo cuyo signo las religiones del ciclo ario siempre han adorado a la naturaleza y frecuentemente a la naturaleza ciega, inconsciente, en todas sus manifestaciones violentas y terribles. Este culto se inclinaba hacia la idolatría y la magia negra, favorecía la poligamia y la tiranía, apoyadas ambas en las pasiones populares.
La lucha entre los hijos del sol y los hijos de la luna, entre los Pandavas y los Kuravas, forma el argumento mismo de la gran epopeya india, el Mahábhárata, especie de resumen en perspectiva de la historia de la India aria antes de la constitución definitiva del brahmanismo. Esta lucha abunda en combates encarnizados, en aventuras extrañas e interminables. En medio de la gigantesca epopeya, los Kuravas, los reyes lunares, vencen. Los Pandavas, los nobles hijos del sol, los guardianes de los ritos puros, son destronados y proscritos. Desterrados, se esconden en los bosques, se refugian entre los anacoretas, con trajes de corteza de árbol y bastones de ermitaño.
¿Van a triunfar los bajos instintos? Las potencias de las tinieblas, representadas en la epopeya india por los Rakshasas negros, ¿Van a vencer a los Devas luminosos?. ¿Va a aplastar la tiranía a los escogidos, bajo su carro de guerra, y el ciclón de las malas pasiones destruirá el altar védico, extinguirá el fuego sagrado de los antepasados?.
No: la India no hace más que comenzar su evolución religiosa. Ella va a desplegar su genio metafísico y organizador en la institución del brahmanismo. Los sacerdotes que utilizaban los reyes y los jefes con el nombre de purohilas (dedicados al sacrificio del fuego), habían ya llegado a ser sus consejeros y sus ministros. Tenían grandes riquezas; pero no hubieran podido dar a su casta esa autoridad soberana, esa posición inatacable por encima del poder real mismo, sin el auxilio de otra clase de hombres que personifican el espíritu de la India en lo que tiene de más original y de más profundo. Éstos son los sabios y puros anacoretas.
Desde tiempo inmemorial, esos ascetas habitaban ermitas en el fondo de las selvas, en las orillas de los ríos o en las montañas, cerca de los lagos sagrados. Se les veía tan pronto solos como en asambleas o cofradías, pero siempre unidos en un mismo espíritu. Se reconoce en ellos a los reyes espirituales, los amos verdaderos de la India. Herederos de los antiguos arios, de los rishis, ellos solos poseían la interpretación secreta de los Vedas. En ellos vivía el genio del ascetismo, de la ciencia oculta, de los poderes trascendentes.
Para alcanzar esta ciencia y este poder, desafían todo: el hambre, el frío, el sol abrasador, el horror de las malezas. Sin defensas, en sus cabañas de madera, viven de oración y meditación. Con la voz, con la mirada, llaman o alejan a las serpientes, apaciguan a los leones y a los tigres. ¡Dichosas las gentes que tienen su bendición, pues tendrán a los Devas por amigos!. Desdichado quien los maltrate o los mate: su maldición, dicen los poetas, persigue al culpable hasta su tercera encarnación. Los reyes tiemblan ante sus amenazas, y, cosa curiosa, esos ascetas causan temor a los mismos dioses. En el Rámáyana, Vicvamitra, un rey que se ha hecho asceta, adquiere tal poder por sus austeridades y sus meditaciones, que los dioses tiemblan por su propia existencia. Entonces Indra le envía a la más encantadora de las Apsaras que van a bañarse al lago, ante la choza del santo.
El anacoreta es seducido por la ninfa celeste: un héroe nace de su unión, y, por algunos millares de años, la existencia del Universo queda garantizada. Bajo estas exageraciones poéticas, se adivina el poder real y superior de los anacoretas de la raza blanca, que con adivinación profunda y voluntad intensa gobiernan el alma tempestuosa y pasional de la India desde el fondo de sus selvas.
Del seno de la cofradía de los anacoretas debía salir la revolución sacerdotal, que hizo de la India la más formidable de las teocracias. La victoria del poder espiritual sobre el poder temporal, del anacoreta sobre el rey, de donde nació la potencia del brahmanismo, fue conseguida por un reformador de primer orden. Reconciliando los dos genios en lucha, el de la raza blanca y el de la raza negra, los cultos solares y los cultos lunares, ese hombre divino fue el verdadero creador de la religión nacional de la India. Además, por su doctrina, ese potente genio lanzó al mundo una idea nueva de un alcance inmenso: la del verbo divino, o de la divinidad encarnada y manifestada por el hombre. Este primer Mesías, este hermano mayor de los hijos de Dios, fue Krishna.
La leyenda tiene como interés capital el que resume y dramatiza toda la doctrina brahmánica, aunque ha quedado como esparcida y flotante en la tradición, por razón de que la fuerza plástica falta absolutamente en el genio indio. La narración confusa y mítica del Vishnú Purána contiene, sin embargo, datos históricos sobre Krishna, de un carácter individual y saliente. Por otra parte, el Bhagavad Gita, ese maravilloso fragmento interpolado en el gran poema del Mahabhárata, y que los brahmanes consideran como uno de sus libros más sagrados, contiene en toda su pureza la doctrina que se le atribuye.
Leyendo esos dos libros, la figura del gran iniciador religioso de la India se me ha aparecido con la persuasión de los seres vivos. Contaré, pues, la historia de Krishna, extrayendo mis materiales de esas dos abundantes fuentes, de las que una representa la tradición popular y la otra la de los iniciados.

Edouard Schuré - La Religión Védica

 

Libro I: RAMA (El Ciclo Ario)

Por su genio organizador, el gran iniciador de los Arios había creado en el centro del Asia, en el Irán, un pueblo, una sociedad, un torbellino de vida que debía irradiar en todos los sentidos. Las colonias de los Arios primitivos se repartieron por el Asia y por Europa, llevando consigo sus costumbres, sus cultos y sus dioses. De todas esas colonias, la rama de los Arios de la India es la que más se aproxima a los Arios primitivos.

Los libros sagrados de los Hindúes, los Vedas, tienen para nosotros un triple valor. En primer término nos conducen al foco de la antigua y pura religión aria, cuyos himnos védicos son sus rayos brillantes. Ellos nos dan enseguida la clave de la India. En fin, nos muestran una primera cristalización de las ideas madres de la doctrina esotérica y de todas las religiones arias.

Aquí nos limitaremos a un breve resumen de la parte externa y del núcleo de la religión védica. (Los brahmanes consideran a los Vedas como sus libros sagrados por excelencia. Ven en ellos la ciencia de las ciencias. La palabra Veda significa saber. Los sabios de Europa han sido justamente atraídos hacia esos textos por una especie de fascinación. Al principio no han visto en ellos más que una poesía patriarcal; luego han descubierto allí no solamente el origen de los grandes mitos indo-europeos y de nuestros dioses clásicos, sino también un culto sabiamente organizado, un profundo sistema religioso y metafísico. (Véase Bergaine, La religión des Vedas, así como el bello y luminoso trabajo de M. Auguste Barth, Lesreligións de l’Inde). — El porvenir les reserva quizá una última sorpresa, que será la de encontrar en los Vedas la definición de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, que la ciencia moderna está próxima a descubrir).

Nada más sencillo y más grande que aquella religión, en la que un profundo naturalismo se mezcla con un espiritualismo trascendente. Antes del nacimiento del día, un hombre, un jefe de familia se halla en pie ante un altar de tierra, donde arde el fuego encendido con dos trozos de madera. En sus funciones, este jefe es a la vez padre, sacerdote y rey del sacrificio. Mientras la aurora se descubre, dice un poeta védico, “como una mujer que sale del baño y ha tejido la más hermosa de las telas”, el jefe pronuncia una oración, una invocación a Ousha (la Aurora), a Savitri (el Sol), a los Asuras (a los espíritus de vida). La madre y los hijos vierten licor fermentado de la asclepia, el soma, en Agni, el fuego. Y la llama que sube, lleva a los dioses invisibles la oración purificada que sale de los labios del patriarca y del corazón de la familia.

El estado de alma del poeta védico está igualmente alejado del sensualismo helénico (hablo de los cultos populares de la Grecia, no de la doctrina de los iniciados griegos), que representa a los dioses cósmicos con hermosos cuerpos humanos, y del monoteísmo judaico, que adora al Eterno sin forma, como presente en todas partes. Para el poeta védico, la Naturaleza semeja a un velo transparente, detrás del cual se mueven fuerzas imponderables y divinas. A estas fuerzas es a las que invoca, a las que adora, a las que personifica; pero sin engañarse sobre el significado de sus metáforas. Para él, Savitri significa menos el Sol que Vivasvat, la potencia creadora de vida que le anima y que pone en movimiento al sistema solar.

Indra, el guerrero divino que sobre su carro dorado recorre el cielo, lanza el rayo y disuelve las nubes, personifica la potencia de ese mismo sol en la vida atmosférica, en “el gran transparente de los aires”. Cuando ellos invocan a Varuna (el Urano de los griegos), el Dios del cielo inmenso, luminoso, que abarca todas las cosas, los poetas védicos se remontan más aun. “Si Indra representa la vida activa y militante del cielo, Varuna representa su inmutable majestad. Nada iguala a la magnificencia de las descripciones que de Él hacen los Himnos. El sol es su ojo, el cielo su vestido, el huracán su soplo.

Él es quien ha establecido sobre cimientos inconmovibles el cielo y la tierra y quien los mantiene separados. Él ha hecho todo y conserva todo. Nada podría alterar las obras de Varuna. Nadie le penetra, pero sabe todo y ve todo lo que es y lo que será. Desde las cumbres del cielo, donde reside en un palacio de mil puertas, Él distingue la huella de los pájaros en el aire y la de los navíos sobre las olas. Desde allí, desde lo alto de su trono de oro con cimientos de bronce, contempla y juzga las obras de los hombres. Él es quien mantiene el orden en el Universo y en la sociedad; Él castiga al culpable; Él es misericordioso con el hombre que se arrepiente. Por eso hacia Él se eleva el grito de angustia del remordimiento; ante su casa el pecador va a descargarse del peso de su falta.

Por otra parte, la religión védica es ritualista, a veces altamente especulativa.

Con Varuna, desciende a las profundidades de la conciencia y realiza la noción de la santidad. Agreguemos que esta religión se eleva a la pura noción de un Dios único que penetra y domina al gran Todo.

Sin embargo, las imágenes grandiosas que los himnos arrojan en anchas ondas como ríos generosos, no nos presentan más que la envoltura externa de los Vedas. Con la noción de Agni, del fuego divino, tocamos el nudo de la doctrina, a su fondo esotérico y trascendente. En efecto, Agni es el agente cósmico, el principio universal por excelencia. “No es solamente el fuego terrestre del relámpago y del sol. Su verdadera patria es el cielo invisible, místico, estancia de su eterna luz y de los primeros principios de todas las cosas. Sus nacimientos son infinitos: bien que brote del trozo de madera en el que duerme como el embrión en la matriz, bien que, “Hijo de las Ondas”, se lance, con el ruido del trueno, desde los ríos celestiales donde los Acvinos (los jinetes celestes) le han engendrado con aranís de oro. El es el hermano mayor de los dioses, pontífice en el cielo como en la tierra, y él ofició en la morada de Vivasvat (el cielo o el sol) mucho antes que Matharicva (el relámpago) lo hubiese traído a los mortales y que Atharván y los Angiras, los antiguos sacrificadores, le hubiesen instituido aquí como protector, huésped y amigo de los hombres. Amo y generador del sacrificio, Agni viene a ser el portador de todas las especulaciones místicas cuyo objeto es el sacrificio. Él engendra a los dioses, organiza al mundo, produce y conserva la vida universal; en una palabra, es la potencia cosmogónica.

“Soma es el compañero de Agni. En realidad es el brebaje de una planta fermentada vertido en libación a los dioses en el sacrificio. Pero, al igual que Agni, tiene una existencia mística. Su residencia suprema está en las profundidades del tercer cielo, donde Surya, la hija del sol, le ha infiltrado, donde la ha encontrado Pushán, el Dios alimentador. De allí es de donde el Halcón, un símbolo del rayo, o Agni mismo han ido a arrebatárselo al Arquero celeste, al Gandharva su guardián, y le han traído a los hombres.

Los dioses le han bebido y han llegado a ser inmortales; los hombres lo serán a su vez cuando lo beban en la mansión de Yama, en la estancia de los bienaventurados. Mientras eso no llegue, él les da aquí abajo el vigor y la plenitud de sus días; él es la ambrosía y el agua de juventud. Él nutre, penetra a las plantas, vivifica la semilla de los animales, inspira al poeta y da su vuelo a la oración. Alma del cielo y de la tierra, de Indra y de Vishnú, él forma con Agni un par inseparable; esa pareja ha encendido el sol y las estrellas”. (A. Barth. Les religions de l’Inde).

La noción de Agni y de Soma contiene los dos principios esenciales del universo, según la doctrina esotérica y según toda filosofía viva. Agni es el Eterno masculino, el Intelecto creador, el Espíritu puro; Soma es el Eterno femenino, el Alma del mundo o substancia etérea, matriz de todos los mundos visibles e invisibles a nuestros ojos, la Naturaleza, en fin, o la materia sutil en sus infinitas transformaciones. (Lo que prueba indudablemente Soma representaba el principio femenino absoluto, es que los brahmanes lo identificaron más tarde con la luna. La luna simboliza el principio femenino en todas las religiones antiguas, así como el sol simboliza el principio masculino). La unión perfecta de esos dos seres constituye el Ser supremo, la esencia de Dios.

De esas dos ideas capitales brota una tercera no menos fecunda. Los Vedas hacen del acto cosmogónico un sacrificio perpetuo. Para producir todo lo existente, el Ser supremo se inmola a sí mismo; se divide para salir de su unidad. Ese sacrificio es, pues, considerado como el punto vital de todas las fusiones de la Naturaleza. Esta idea sorprende al principio; mas es muy profunda cuando se reflexiona sobre ella y contiene en germen toda la doctrina teosófica de la evolución de Dios en el mundo, la síntesis esotérica del politeísmo y del monoteísmo. Ella dará vida a la doctrina dionisíaca de la caída y de la redención de las almas, que florecerá en Hermes y en Orfeo.

De ahí brotará la doctrina del Verbo divino proclamada por Krishna, predicada por Jesús Cristo.

El sacrificio del fuego con sus ceremonias y sus plegarias, centro inmutable del culto védico, se convierte así en la imagen del gran acto cosmogónico. Los Vedas dan una importancia capital a la oración, a la fórmula de invocación que acompaña al sacrificio. Por esta razón, consideran a la plegaria como una diosa: Brahmanaspati. La fe en el poder evocador y creador de la palabra humana, acompañada del movimiento poderoso del alma, o de una intensa proyección de la voluntad, es la fuente de todos los cultos y la razón de la doctrina egipcia y caldea de la magia. Para el sacerdote védico y brahmánico, los Asuras, los señores invisibles, y los Pitris o almas de los antepasados, se sientan sobre el césped durante el sacrificio, atraídos por el fuego, los cánticos y la oración. La ciencia que se relaciona con esta parte del culto es la de la jerarquía de los espíritus de todo orden.

En cuanto a la inmortalidad del alma, los Vedas la afirman tan alta y claramente como es posible hacerlo. “Es una parte inmortal del hombre; ella es, ¡Oh, Agni!, la que es preciso calientes con tus rayos, inflames con tus fuegos. ¡Oh Jatavedas!, transpórtala al mundo de los piadosos, en el cuerpo glorioso formado por ti”. Los poetas védicos no indican solamente el destino del alma, sino que también se inquietan sobre su origen. ¿De dónde ha nacido el alma?. “Las hay que vienen hacia nosotros y se vuelven a ir, que se van y vuelven a venir”. He ahí en dos palabras la doctrina de la reencarnación que jugará un papel capital en el brahmanismo y el buddhismo, entre los Egipcios y los Órficos, en la filosofía de Pitágoras y de Platón, el misterio de los misterios, el arcano de los arcanos.

¿Cómo no reconocer, después de esto, en los Vedas las grandes líneas de un sistema religioso orgánico, de una concepción filosófica del Universo? No hay allí solamente la intuición profunda de las verdades intelectuales anteriores y superiores a la observación; hay, además, unidad y amplitud de miras en la comprensión de la Naturaleza, en la coordinación de sus fenómenos. Como un hermoso cristal de roca, la conciencia del poeta védico refleja el sol de la eterna verdad, y en ese prisma brillante se juntan ya todos los rayos de la teosofía universal. Los principios de la doctrina permanente son todavía más visibles aquí que en los otros libros sagrados de la India, y en las otras religiones semíticas o arias, a causa de la singular franqueza de los poetas védicos y de la transparencia de esa religión primitiva, tan alta y tan pura. En aquella época, la distinción entre los misterios y el culto popular no existía. Pero leyendo atentamente los Vedas, detrás del padre de familia o el poeta oficiante de los himnos, se ve ya otro personaje más importante: el Rishi, el sabio, el iniciado, de quien ha recibido la verdad. Se ve también que esa verdad se ha transmitido por una tradición ininterrumpida que se remonta a los orígenes de la raza aria.

He ahí, pues, al pueblo ario lanzado en la carrera de conquista y civilización, a lo largo del Indus y del Ganges. El genio invisible de Rama, la inteligencia de las cosas divinas, Deva Nahousha, reina sobre él. Agni, el fuego sagrado, circula por sus venas. Una aurora rosada envuelve a esta edad de juventud, de fuerza, de virilidad. La familia está constituida, la mujer respetada. Sacerdotisa en el hogar, a veces compone y canta ella misma los himnos. “Que el marido de esta esposa viva cien otoños”, dice un poeta.

Se ama a la vida; pero se cree también en su más allá. El rey habita en un castillo sobre la colina que domina al pueblo. En la guerra va montado en un carro brillante, vestido con armas relucientes, coronado con una tiara, y resplandece como el dios Indra. Más tarde, cuando los brahmanes hayan establecido su autoridad, se verá elevarse cerca del palacio espléndido del Maharaja, o gran rey, la geoda de piedra de donde saldrán las artes, la poesía y el drama de los dioses, gesticulado y cantado por las bailarinas sagradas. Por el momento las castas existen, pero sin rigor, sin barrera absoluta. El guerrero es sacerdote y el sacerdote guerrero, más frecuentemente servidor oficiante del jefe o del rey.

Más he aquí un personaje de aspecto pobre y de gran porvenir. Cabellos y barba incultos, medio desnudo, cubierto de harapos rojos. Ese muní, ese solitario habita cerca de los lagos sagrados, en las soledades salvajes, donde se dedica a la meditación y a la vida ascética. De cuando en cuando viene para amonestar al jefe o al rey. Frecuentemente le rechazan, le desobedecen; pero le respetan y le temen. Ejerce ya un poder temible.

Entre aquel rey, sobre su carro dorado, rodeado por sus guerreros, y este muní casi desnudo, sin otras armas que su pensamiento, su palabra y su mirada, habrá una lucha, y el vencedor formidable no será el rey; será el solitario, el mendigo descarnado, porque tendrá la ciencia y la voluntad.

La historia de esa lucha es la del brahmanismo, como más tarde será la del buddhismo, y en ella se resume casi toda la historia de la India.

Edouard Schuré - El Testamento del Gran Antepasado

 

Libro I: RAMA (El Ciclo Ario)

Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la Tierra. Los sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un bienhechor celeste. Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron a lo lejos la luz aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en el hogar, el culto de los antepasados y la institución del fuego sagrado, símbolo visible del Dios innominado.
Rama se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca; pero el vigor no había abandonado su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba sobre su frente. Los reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron el poder supremo. Él pidió un año para reflexionar y de nuevo tuvo un sueño; el Genio que le inspiraba le habló mientras dormía.
Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche santa, la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año.
Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces evocadoras del bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una magnífica corona, la cabellera tenía el color del oro, su piel la blancura de la nieve y sus ojos el brillo profundo del azul del cielo después de la tempestad. Ella le dijo: “Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu esposa: ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes?. He aquí la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina conmigo sobre el mundo”.
Se había arrodillado en una actitud humilde y sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Sus piedras preciosas lanzaban mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma del gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó. Pero sobre lo alto de las selvas, Deva Nahousha, su Genio, se le apareció y le dijo: “Si pones esa corona sobre tu cabeza, la inteligencia divina te dejará y no me verás ya. Si abrazas a esa mujer, morirá de tu felicidad. Si renuncias a poseerla, ella vivirá dichosa y libre sobre la Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige: escúchala o sígueme”.
Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y suplicante esperaba la respuesta. Rama guardó silencio un instante. Su mirada, sumergida en los ojos de Sita, medía el abismo que separa la posesión completa del eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una renuncia, la bendijo y la dijo: “Adiós. Sé libre y no me olvides”. En seguida la mujer desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita mágica sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de lágrimas bañaba su barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba:
“Ráma! ¡Rama!”.
Pero Deva Nahousha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó: —¡A mí!— y el espíritu divino llevó a Rama sobre una montaña, al norte del Himavat.
Después de este sueño que le indicaba el cumplimiento de su misión, Rama reunió a los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo: “No quiero el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y observad mi Ley. Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados a una montaña del Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el fuego divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y como vengador temible.”
Después se retiró con los suyos al monte Albori, entre Balk y Bamyán, a un sitió conocido solamente por los iniciados. Allí enseñaba a sus discípulos lo que sabía de los secretos de la Tierra y del gran Ser. Aquéllos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente, el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de carnero, emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias de la iniciación y por consiguiente del poder sacerdotal y real. Desde lejos Rama continuaba velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca.
Los últimos años de su vida los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos del Zodíaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. ¡Extraño libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza!. Al fijar los doce signos del Zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido. El primero se relacionaba con las influencias del sol  en los doce meses del año; el segundo relataba en cierto modo su propia historia; el tercero indicaba los medios ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto.
He aquí por qué estos signos leídos en el orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas secretos de la iniciación graduada.
(He aquí cómo los signos del Zodíaco representan la historia de Rama, según Fabre d’Olivet, ese pensador de genio que supo interpretar los símbolos del pasado según la tradición esotérica —

El Carnero que huye con la cabeza vuelta atrás, indica la situación de Rama abandonando su patria, con los ojos fijos sobre el país que deja.
El toro furioso se opone a su marcha, pero la mitad de su cuerpo hundido en el fango le priva de ejecutar su designio; cae sobre sus rodillas. Son los Celtas designados por su propio símbolo, que, a pesar de sus esfuerzos, acaban por someterse.
Géminis expresa la alianza de Rama con los Turanios.
Cáncer, sus meditaciones y reflexiones sobre lo hecho.
Leo, los combates contra sus enemigos.
La Virgen alada, la victoria. —
Libra, la igualdad entre los vencedores y los vencidos.
Escorpio, la revolución y la traición.
Sagitario, la venganza que emplea.
Capricornio.
Acuario.
Piscis, se relacionan con la parte moral de su historia.

Se puede encontrar esa explicación del Zodíaco tan atrevida como rara. Sin embargo, jamás astrónomo alguno ni ningún mitólogo nos han explicado, ni de un modo lejano, el origen y el sentido de esos signos misteriosos de la carta celeste, adoptados y venerados por los pueblos desde el origen de nuestro ciclo ario.
 La hipótesis de Fabred’Olivet tienen por lo menos el mérito de abrir al espíritu nuevas y vastas perspectivas. — He dicho que estos signos leídos en el orden inverso marcaron más tarde en Oriente y en Grecia los diversos grados que era preciso subir para llegar a la iniciación suprema. Recordemos solamente los más célebres de esos emblemas: la Virgen alada significa la castidad que da la victoria; el León, la fuerza moral; los Gemelos, la unión de un hombre y de un espíritu divino, que forman juntos dos luchadores invencibles; el Toro domado, el dominio sobre la Naturaleza; Aries, el asterismo del Fuego o del Espíritu universal que confiere la iniciación suprema por el conocimiento de la Verdad).
Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte y continuaran su obra perpetuando su fraternidad. Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama llevando la tiara de cuernos de carnero, vivía siempre en su montaña santa.
En los tiempos védicos el Gran antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos, el Hermes psicopómpico de los Indos.
(Los cuernos de carnero se vuelven a encontrar sobre la cabeza de una multitud de personajes en los monumentos egipcios. Ese tocado de los reyes y de los grandes sacerdotes es el signo de la iniciación sacerdotal y real. Los dos cuernos de la tiara papal tienen ese origen).

 

Edouard Schuré - El Éxodo y la Conquista

 


Libro I: RAMA (El Ciclo Ario)

En este sueño, como bajo una luz fulgurante, Rama vio su misión y el inmenso destino de su raza. Desde entonces ya no dudó. En lugar de encender la guerra entre las tribus de Europa, decidió llevarse la flor de su pueblo al corazón del Asia. Anunció a los suyos que instituiría el culto del fuego sagrado, que haría la felicidad de los hombres; que los sacrificios humanos serían para siempre abolidos; que los antepasados serían invocados, no ya por sacerdotisas sanguinarias sobre rocas salvajes impregnadas de sangre humana, sino en cada hogar, por el esposo y la esposa unidos en una misma oración, en un himno de adoración, al lado del fuego que purifica. Sí; el fuego visible del altar, símbolo y conducto del fuego celestial invisible, uniría a la familia, al clan, a la tribu y a todos los pueblos, cual centro del Dios viviente sobre la Tierra. Pero para recoger esa cosecha, era preciso separar el grano bueno del malo; preciso era que todos los audaces se preparasen a dejar la tierra de Europa para conquistar una tierra nueva, una tierra virgen. Allá, él daría su ley; allá, fundaría el culto del fuego renovador.
Esta proposición fue acogida con gran entusiasmo por un pueblo joven y ávido de aventuras. Hogueras encendidas durante varios meses en las montañas fueron la señal de la emigración en masa para todos aquellos que querían seguir a la insignia adoptada: el Carnero. La formidable emigración, dirigida por ese gran pastor de pueblos, se movió lentamente hacia el centro de Asia. A lo largo del Cáucaso, tuvo que tomar varias fortalezas ciclópeas de los Negros.
En recuerdo de esas victorias, las colonias blancas esculpieron más tarde gigantescas cabezas de carnero en las rocas del Cáucaso. Ram se mostró digno de su alta misión. El allanaba las dificultades, penetraba los pensamientos, preveía el porvenir, curaba las enfermedades, apaciguaba a los rebeldes, inflamaba el valor. Así, las potencias celestes, que llamamos la Providencia, querían la dominación de la raza boreal sobre la Tierra y lanzaban, por medio del genio de Ram, rayos luminosos en su camino. Esa raza había ya tenido sus inspirados de segundo orden para arrancarla del estado salvaje. Pero Ram, que, el primero, concibió la ley social como una expresión de la ley divina, fue un inspirado directo y de primer orden.
Ram hizo amistad con los Turianos, viejas tribus escíticas cruzadas con sangre amarilla, que ocupaban la alta Asia, y los arrastró a la conquista del Irán, de donde rechazó por completo a los Negros, logrando que un pueblo de raza blanca ocupase el centro del Asia y viniese a ser para todos los otros el foco luminoso. Fundó allí la ciudad de Ver, ciudad admirable, dice Zoroastro. Enseñó a trabajar y sembrar la tierra, y fue el padre del cultivo del trigo y de la vid. Creó las castas, según las ocupaciones, y dividió al pueblo en sacerdotes, guerreros, trabajadores y artesanos. En el origen esas castas no fueron rivales; el privilegio hereditario, manantial de odio y de celos, se introdujo más tarde. Ram prohibió la esclavitud, así como el homicidio, afirmando que la dominación del hombre por el hombre era la fuente de todos los males. En cuanto al clan, esa agrupación primitiva de la raza blanca, lo conservó tal como era y le permitió elegir sus jefes y sus jueces.
La obra maestra de Ram, el instrumento civilizador por excelencia, creado por él, fue el nuevo papel que dio a la mujer. Hasta entonces, el hombre no había conocido a la mujer más que bajo una doble forma: o esclava miserable de su choza, que él oprimía y maltrataba brutalmente, o turbadora sacerdotisa de la encina y de la roca cuyos favores buscaba, y que le dominaba a su pesar; maga fascinadora y terrible cuyos oráculos temía, y ante quien temblaba su alma supersticiosa. El sacrificio humano era un desquite de la mujer contra el hombre, cuando ella hundía el cuchillo en el corazón de un tirano feroz. Proscribiendo ese culto horrible y elevando a la mujer ante el hombre en sus funciones divinas de esposa y de madre, Ram la convirtió en sacerdotisa del hogar, guardiana del fuego sagrado, igual al esposó, invocando con él el alma de los antepasados.
Como todos los grandes legisladores, Ram no hizo más que desarrollar, organizándolos, los instintos superiores de su raza. A fin de adornar y embellecer la vida, Ram ordenó cuatro grandes fiestas en el año.
La primera fue de la primavera o de las generaciones. Estaba consagrada al amor del esposo y la esposa. La fiesta del verano o de las cosechas pertenecía a los niños y niñas, que ofrendaban las gavillas del trabajo a los padres. La fiesta del otoño la celebraban los padres y las madres; éstos daban entonces frutas a los niños en signo de regocijo. La más santa y más misteriosa de las fiestas era la de Navidad o de las grandes sementeras. Ram la consagró a la vez a los niños recién nacidos, a los frutos del amor concebidos en la primavera y a las almas de los muertos, a los antepasados.
Punto de conjunción entre lo visible y lo invisible, esta solemnidad religiosa era a la vez el adiós a las almas ausentes y el saludo místico a las que vuelven a encarnar en las madres y renacer en los niños. En esa noche santa, los antiguos Arios se reunían en los santuarios del Ailyana-Vaeia, como antes lo habían hecho en sus bosques. Con hogueras y cánticos celebraban el nuevo principio del año terrestre y solar, la germinación de la Naturaleza en el corazón del invierno, la palpitación de la vida en el fondo de la muerte. Cantaban el universal beso del cielo a la tierra y el acto de engendrarse el nuevo sol en la gran Noche-Madre.
Ram ligaba de este modo la vida humana al ciclo de las estaciones, a las revoluciones astronómicas. Al mismo tiempo hacía resaltar su sentido divino. Por haber fundado tan fecundas instituciones, Zoroastro le llama “el jefe de los pueblos, el muy afortunado monarca”. Por la misma razón el poeta indio Valmiki, que transporta el antiguo héroe a una época mucho más reciente y como hijo de una civilización más avanzada, le conserva sin embargo los rasgos de tan alto ideal”. “Rama, el de los ojos de loto azul —dice Valmiki—, era el señor del mundo, el dueño de su alma y del amor de los hombres, el padre y la madre de sus súbditos. Él supo dar a todos los seres la cadena del amor”.
Establecida en el Irán, a las puertas del Himalaya, la raza blanca no era aún dueña del mundo. Era preciso que su vanguardia se infiltrase en la India, centro capital de los Negros, los antiguos vencedores de la raza roja y de la raza amarilla. El Zend-avesta habla de esta marcha de Rama sobre la India. (Es muy digno de notarse que el Zend-avesta, el libro sagrado de los parsis, aunque considerando a Zoroastro como el inspirado de Ormuzd, el profeta de la ley de Dios, lo presenta como continuador de un profeta mucho más antiguo. Bajo el simbolismo de los antiguos templos, se encuentra aquí e l hilo de la gran revelación de la humanidad que liga entre sí a los verdaderos iniciados. He aquí este pasaje importante:
Zarathustra (Zoroastro) preguntó a Ahura-Mazdao (Ormuzd, el Dios de la luz): Ahura-Mazdao, tú, santo y muy sagrado creador de todos los seres corporales y muy puros.
¿Quién es el primer hombre con quien primero has hablado, tú que eres Ahura-Mazdao?.
Entonces Ahura-Mazdao respondió: “Es el hermoso Yima, el que estaba a la cabeza de una agrupación digna de elogios, ¡Oh, puro Zarathustra!”.

Y yo le dije: “Vela sobre los mundos que son míos vuélvelos fértiles en su cualidad de protector”.
Y yo le traje las armas de la victoria, yo que soy Ahura-Mazdao.
Una lanza de oro y una espada de oro.
Entonces Yima se elevó hasta las estrellas hacia el Mediodía, sobre el camino que sigue el Sol.
Él marchó sobre esta Tierra que había vuelto fértil. Ella fue de un tercio más considerable que antes.
Y el brillante y bello Yima reunió la asamblea de los hombres más virtuosos en el célebre Airyana-Vacia, cread puro. (Vendidad-Sadé, 2Fargard. — Traducción de Anqueti Duperron).

La epopeya india la convierte en uno de sus temas favoritos. Rama fue el conquistador de la tierra que cierra el Himavat, la tierra de los elefantes, los tigres y las gacelas. Él ordenó el primer choque y condujo el primer empuje de esta lucha gigantesca en que dos razas se disputaban inconscientemente el cetro del mundo. La tradición poética de la India, reforzada por las tradiciones ocultas de los templos, ha simbolizado en ello la lucha de la magia blanca y la magia negra. En su guerra contra los pueblos y los reyes del país de los Djambous, como se le llamaba entonces, Ram o Rama, como le llamaron los orientales, desplegó medios milagrosos en apariencia, porque están por encima de las facultades ordinarias de la humanidad, y que los grandes iniciados deben al conocimiento y manejo de las fuerzas ocultas de la Naturaleza. Aquí la tradición le representa como haciendo brotar manantiales de un desierto, allá encontrando recursos inesperados en una especie de maná cuyo uso enseñó; por otra parte, haciendo cesar una epidemia con la planta llamada hom, el amomos de los Griegos, la persea de los Egipcios, de la que sacó un jugo salutífero. Esta planta llegó a ser sagrada entre sus sectarios, y reemplazó al muérdago de la encina, conservado por los celtas de Europa.
Rama usaba contra sus enemigos, de toda clase de prestigios. Los sacerdotes de los Negros no reinaban ya más que por medio de un bajo culto.
Tenían ellos la costumbre de alimentar en sus templos enormes serpientes y pterodáctilos, raros supervivientes de animales antediluvianos, que hacían adorar como a dioses y que aterrorizaban a la multitud. A esas serpientes daban de comer la carne de los cautivos. A veces Rama aparecía de improviso en esos templos, con antorchas, arrojando, aterrorizando, domando y sojuzgando a serpientes y sacerdotes. A veces se mostraba en el campo enemigo, exponiéndose sin defensa a aquellos que buscaban su muerte, y volvía a partir sin que ninguna persona hubiese osado tocarle. Cuando se interrogaba a los que le habían dejado huir, respondían que habiendo encontrado su mirada, se habían sentido petrificados; o bien, mientras que hablaba, una montaña de bronce se había interpuesto entre ellos y él, y habían cesado de verle. En fin,  como coronamiento de su obra, la tradición épica de la India, atribuye a Rama la conquista de Ceilán, último refugio del mago negro Rávana, sobre quien el mago blanco hace llover una lluvia de fuego, después de haber echado un puente sobre un brazo de mar con un ejército de monos, el cual se puede reducir a alguna tribu primitiva de bimanos salvajes, inducida y entusiasmada por este gran encantador de las naciones.

Edouard Schuré - La Misión de Rama

 

Libro I: RAMA (El Ciclo Ario)

Cuatro o cinco mil años antes de nuestra era, espesas selvas cubrían aún la antigua Escitia, que se extendía desde el Océano Atlántico a los mares polares. Los Negros habían llamado a ese continente, que habían visto nacer isla por isla: “la tierra emergida de las olas”. ¡Cuánto contrastaba con su suelo blanco, quemado por el Sol, esta Europa de verdes costas, bahías húmedas y profundas, con sus ríos de ensueño, sus sombríos lagos y sus brumas adheridas a los flancos de las montañas!. En las praderas y llanuras herbosas, sin cultivo, vastas como las pampas, no se oía otra cosa que el grito de las fieras, el mugido de los búfalos y el galope indómito de las grandes manadas de caballos salvajes, pasando veloces con la crin al viento. El hombre blanco que habitaba en esas selvas, no era ya el hombre de las cavernas; podía ya llamarse dueño de su tierra. Había inventado los cuchillos y hachas de sílex, el arco y la flecha, la honda y el lazo. En fin, había encontrado compañeros de lucha, dos amigos excelentes, incomparables y abnegados, hasta la muerte: el perro y el caballo. El perro doméstico, convertido en guardián fiel de su casa de madera, le había dado seguridad en el hogar. Domando al caballo, había conquistado la tierra, sometido a los otros animales; había llegado a ser el rey del espacio. Montados sobre caballos salvajes, estos hombres rojos recorrían la comarca como una tromba. Herían al oso, al lobo, al auroch, aterrorizaban a la pantera y al león, que entonces habitaban en nuestros bosques.
La civilización había comenzado; la familia rudimentaria, el clan, la tribu existían. En todas partes los Escitas, hijos de los Hiperbóreos, elevaban a sus antepasados menhires monstruosos.
Cuando un jefe moría, se enterraban con él sus armas y caballo, a fin, decían, de que el guerrero pudiese cabalgar sobre las nubes y expulsar al dragón de fuego en el otro mundo. De ahí la costumbre del sacrificio del caballo que juega un papel tan preponderante en los Vedas y en los Escandinavos. La religión comenzaba así por el culto a los antepasados.
Los Semitas encontraron al Dios único —el Espíritu Universal—, en el desierto, en la cumbre de las montañas, en la inmensidad de los espacios estelares. Los Escitas y los Celtas encontraron los Dioses, los espíritus múltiples, en el fondo de sus bosques. Allí oyeron voces, allí tuvieron los primeros escalofríos de lo Invisible, las visiones del más allá. Por esta razón el bosque encantado o terrible ha quedado como algo querido de la raza blanca. Atraída por la música de las hojas y la magia lunar, ella vuelve allí siempre en el curso de las edades, como a su fuente de Juvencia, al templo de la gran madre Herta. Allí duermen sus dioses, sus amores, sus misterios perdidos.
Desde los tiempos más remotos, mujeres visionarias profetizaban bajo los árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa, como la Voluspa de los Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al principio noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas y crueles. Las buenas profetisas se convirtieron en malas magas. Ellas instituyeron los sacrificios humanos, y la sangre de los héroes corría sin cesar sobre los dólmenes, al son siniestro de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los Escitas feroces.
Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad, llamado Ram, que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y espíritu profundo se revelaban contra ese culto sanguinario. El joven druida era dulce y grave. Había mostrado desde edad temprana una aptitud singular en el conocimiento de las plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos destilados y preparados, no menos que para el estudio de los astros y de sus influencias. Parecía adivinar, ver las cosas lejanas. De ahí su autoridad precoz sobre los viejos druidas. Una grandeza benévola emanaba de sus palabras, de su ser. Su sabiduría contrastaba con la locura de las druidesas, las inspiradoras de maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en las convulsiones del delirio. Los druidas le habían llamado “el que sabe”; el pueblo le nombraba “el inspirado de la paz”.
Ram, que aspiraba a la ciencia divina, había viajado por toda la Escitia y por los países del Sur. Seducidos por su sabiduría personal y su modestia, los sacerdotes de los Negros le habían hecho copartícipe de sus conocimientos secretos. Vuelto al país del Norte, Ram se aterrorizó al ver los sacrificios humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. El vio en esto la pérdida de su raza. Pero ¿Cómo combatir esa costumbre propagada por el orgullo de las druidesas, por la ambición de los druidas y la superstición del pueblo?. Entonces otra plaga cayó sobre los Blancos, y Ram creyó ver en ella un castigo celeste del culto sacrílego. De sus incursiones a los países del Sur y de su contacto con los Negros, los Blancos habían contraído una horrible enfermedad, una especie de peste, que corrompía al hombre por la sangre, por las fuentes de la vida. El cuerpo entero se cubría de manchas negras, el aliento se volvía fétido, los miembros hinchados y corroídos por úlceras se deformaban, y el enfermo expiraba entre horribles sufrimientos. El aliento de los vivos y el hedor de los muertos propagaban el azote. Los Blancos consternados caían y agonizaban por millares en sus selvas, abandonados hasta por las aves de rapiña. Ram, afligido, buscaba en vano un medio de salvación.
Tenía él la costumbre de meditar bajo una encina en un claro del bosque. Una noche que había meditado largo tiempo sobre los males de su raza, se durmió al pie del árbol. En su sueño le pareció que una voz fuerte pronunciaba su nombre y creyó despertar. Entonces, vio ante él un hombre de majestuosa estatura, vestido como él mismo lo estaba, con el ropaje blanco de los druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual se enroscaba una serpiente. Ram, admirado, iba a preguntar al desconocido lo que aquello quería decir. Pero éste cogiéndole de la mano le hizo levantar y le mostró sobre el árbol mismo, al pie del que estaba acostado, una hermosa rama de muérdago. — “¡Oh Ram!, le dijo, el remedio que tú buscas, aquí lo tienes”. Y sacando de su seno un podón de oro, cortó con él la rama y se la dio. Después murmuró algunas palabras acerca del modo de preparar el muérdago y desapareció.
Entonces Ram se despertó por completo y se sintió muy confortado.
Una voz interna le decía que había encontrado la salvación. No dejó de preparar el muérdago según los consejos de su divino amigo el de la hoz de oro. Hizo beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado, y el enfermo curó. Las curas maravillosas que operó así, hicieron a Ram célebre en toda la Escitia. De todas partes se le llamaba para curar. Consultado por los druidas de su tribu, les dio cuenta de su descubrimiento, agregando que éste debía ser un secreto de la casta sacerdotal para afirmar su autoridad. Los discípulos de Ram, viajando por toda la Escitia con ramas de muérdago, fueron considerados como mensajeros divinos y su maestro como un semidiós.
Ese acontecimiento fue el origen de un culto nuevo. Desde entonces el muérdago se consideró como una planta sagrada. Rama consagró su memoria, instituyendo la fiesta de Navidad o de la nueva salvación, que colocó al comienzo del año y que llamó la Noche-Madre (del nuevo Sol), o la gran renovación. En cuanto al Ser misterioso que Ram había visto en sueños y que había mostrado el muérdago, se le llamó en la tradición esotérica de los Blancos europeos, Aesc-hely-hopa, lo que significa: “la esperanza de la salvación está en el bosque”. Los Griegos hicieron de él su Esculapio, el genio de la medicina, que tiene la varita mágica bajo forma de caduceo.
Pero Rama, el “inspirado de la paz”, tenía más vastas miras. Quería curar a su pueblo de una plaga moral, más nefasta que la peste. Elegido jefe de los sacerdotes de su pueblo, dio la orden a todos los druidas varones y hembras de dar fin a los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el Océano, saludada como un fuego regocijante por unos, como un sacrilegio atentatorio por otros. Las druidesas, amenazadas con su poder, lanzaron sus maldiciones contra el audaz, fulminaron contra él sentencias de muerte.
Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos el solo medio de reinar, se pusieron de su parte. Rama, exaltado por un gran partido, fue execrado por el otro. Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando un nuevo símbolo.
Cada pueblo blanco tenía entonces su signo de reconocimiento y unión bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades preferidas. Entre los jefes, los unos clavaban grullas, águilas o buitres, otros cabezas de jabalí o de búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero del blasón.
Pero el estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban Thor, el signo de la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Rama opuso el Carnero, el jefe valiente y pacífico del rebaño, e hizo de él signo de unión de todos sus partidarios. Este estandarte, enarbolado en el centro de la Escitia, fue como el principio de un tumulto general y de una verdadera revolución en los espíritus. Los pueblos blancos se dividieron en dos campos. El alma misma de la raza blanca se separaba en dos para desagregarse de la animalidad rugiente y subir el escalón primero del santuario invisible, que conduce a la humanidad divina. “¡Muera el Carnero!”, gritaban los partidarios de Thor. “¡Guerra al Toro!”, gritaban los amigos de Rama. Una guerra formidable era inminente. Ante tal eventualidad, Rama vaciló. Desencadenar esta guerra, ¿No sería empeorar el mal y obligar a su raza a destruirse por sí misma?. Entonces tuvo un nuevo sueño.
El cielo tempestuoso estaba cargado de nubes sombrías que cabalgaban sobre las montañas y rebasaban en su vuelo las cimas agitadas de las selvas.
En pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba a herir a un soberbio guerrero, atado ante ella. “¡En nombre de los antepasados detén tu brazo!”, gritó Rama lanzándose sobre la mujer. La druidesa, amenazando al adversario, le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal. Pero el trueno retumbó en los espesos nubarrones, y en un relámpago, una figura radiante apareció. La selva se iluminó, la druidesa cayó como herida por el rayo, y habiéndose roto los lazos del cautivo, éste miró al gigante luminoso con un gesto de desafío. Rama no temblaba, pues en los rasgos de la aparición reconoció al ser divino, que ya le había hablado bajo la encina. Esta vez le pareció más hermoso, pues todo su cuerpo resplandecía de luz, y Rama vio que se encontraba ante un templo abierto, de ancha columnata. En el lugar de la piedra del sacrificio se elevaba un altar. Al lado estaba el guerrero cuyos ojos continuaban desafiando a la muerte. La mujer echada sobre el pavimento parecía muerta. El Genio celeste llevaba en su diestra una antorcha, en su izquierda una copa; sonrió con benevolencia y dijo: — “Rama, estoy contento de ti. ¿Ves esta antorcha? Es el fuego sagrado del Espíritu divino. ¿Ves esta copa?. Es la copa de la Vida y del Amor. Da la antorcha al hombre y la copa a la mujer”. Rama hizo lo que le ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo en manos del hombre y la copa en las de la mujer, un fuego se encendió, espontáneamente sobre el altar, y ambos irradiaron transfigurados a su luz, como Esposo y Esposa divinos. Al mismo tiempo el templo se ensanchó; sus columnas subieron hasta el cielo; su bóveda se convirtió en el firmamento.
Entonces, Rama, llevado por su sueño, se vio transportado al vértice de una montaña bajo el cielo estrellado. En pie, cerca de él, su Genio le explicaba el sentido de las constelaciones y le hacía leer en los signos llameantes del Zodíaco los destinos de la humanidad.

— “Espíritu maravilloso, ¿quién eres tú?”, dijo Rama a su Genio.

Y el Genio respondió:

— “Me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia divina. Tú difundirás mi radiación sobre la Tierra y yo acudiré siempre que me llames. Ahora, sigue tu camino, ¡ve!”.

 Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.

Edouard Schuré - Las Razas Humanas y los Orígenes de la Religión

 

Libro I: RAMA (El Ciclo Ario)

Zoroastro preguntó a Ormuz, el gran creador: ¿Quién es el primer hombre que habló contigo?. Ormuz respondió: Es el hermano Yima, el que estaba a la cabeza de los Valientes. Yo le he dicho que vele sobre los mundos que me pertenecen y le di una espada de oro, una espada de victoria.
Y Yima avanzó por el camino del Sol y reunió los hombres valerosos en el célebre Airyana-Vaéja, oreado puro.
Zend Avesta (Vendidad-Sadé, 2º Fargard).
¡Oh, Agni!. ¡Fuego sagrado!. ¡Fuego purificador!. Tú que duermes en el leño y subes en llamas brillantes sobre el altar, tú eres el corazón del sacrificio, el vuelo osado de la plegaria, la chispa escondida en todas las cosas y el alma gloriosa del Sol.
Himno védico.

I LAS RAZAS HUMANAS Y LOS ORÍGENES DE LA RELIGIÓN

“El Cielo es mi Padre, él me ha engendrado. Tengo por familia todo este acompañamiento celeste. Mi Madre es la gran Tierra. La parte más alta de su superficie es su matriz; allí el Padre fecunda el seno de aquélla, que es su esposa y su hija”.
He ahí lo que cantaba, hace cuatro o cinco mil años, delante de un altar de tierra donde flameaba un fuego de hierbas secas, el poeta védico. Una adivinación profunda, una conciencia grandiosa respira en esas palabras extrañas. Ellas encierran el secreto del doble origen de la humanidad. Anterior y superior a la tierra es el tipo divino del hombre; celeste es el origen de su alma. Pero su cuerpo es el producto de los elementos terrestres fecundados por una esencia cósmica. Los besos de Uranos y de la gran Madre significan, en el lenguaje de los Misterios, las lluvias de almas o de mónadas espirituales, que vienen a fecundar los gérmenes terrestres: los principios organizadores, sin los que la materia sólo sería una masa inerte y difusa. La parte más alta de la superficie terrestre, que el poeta védico llama la matriz de la Tierra, designa los continentes y las montañas, cuna de las razas humanas. En cuanto al cielo, Varuna, el Urano de los griegos, representa el orden invisible, hiperfísico, eterno e intelectual, que abraza todo el Infinito del Espacio y del Tiempo.
En este capítulo sólo nos ocuparemos de los orígenes terrestres de la humanidad según las tradiciones esotéricas, confirmadas por la ciencia antropológica y etnológica de nuestros días.
Las cuatro razas que comparten actualmente el Globo son hijas de tierras y zonas distintas. Por creaciones sucesivas, lentas elaboraciones de la tierra en su crisol, los continentes han emergido de los mares a intervalos de tiempo considerables, que los sacerdotes antiguos de la India llamaban ciclos antediluvianos. A través de millares de años, cada continente ha engendrado su flora y su fauna, coronada por una raza humana de color diferente.
El continente austral, tragado por el último gran diluvio, fue la cuna de la raza roja primitiva, de la que los Indios de América no son más que los restos, derivados de los trogloditas que se salvaron en los picos de los montes, cuando el continente se hundió. El África es la madre de la raza negra llamada etiópica por los griegos.  El Asia ha elaborado la raza amarilla que se conserva en China.
La última en nacer, la raza blanca, salió de los bosques de Europa, entre las tempestades del Atlántico y las brisas del Mediterráneo. Todas las variedades humanas resultan de las mezclas, de las combinaciones, degeneraciones o selecciones de esas cuatro grandes razas. En los ciclos anteriores, la roja y la negra han reinado sucesivamente por medio de potentes civilizaciones que han dejado huellas en las construcciones ciclópeas y en la arquitectura de México. Los templos de la India y Egipto tenían acerca de esas civilizaciones desvanecidas, cifras y tradiciones escasas. En nuestro ciclo la raza blanca domina, y si se mide la antigüedad probable del Egipto y la India, se hará remontar su preponderancia a siete u ocho mil años. (Esa división de la humanidad en cuatro razas sucesivas y originarias, era admitida por los más antiguos sacerdotes de Egipto. Ellas están representadas por cuatro figuras de tipos y tez diferentes en las pinturas de la tumba de Setis I en Tebas. La raza roja lleva el nombre de Rot; la raza asiática, de piel amarilla, el de Aruc; la africana o negra, el de Halasiu; la líbico-europea o blanca, de cabellos rubios, es de Tamahu. – Lenormant, Histoire despeuples d’Orient, c. I.)
Según las tradiciones brahmánicas, la civilización ha comenzado sobre la tierra hace cincuenta mil años, con la raza roja, sobre el continente austral, cuando Europa entera y parte del Asia estaban aún bajo el agua. Esas mitologías hablan también de una raza de gigantes anterior. Se han encontrado en ciertas cavernas del Thibet, osamentas humanas gigantescas, cuya conformación semeja más al mono que al hombre. Ellas se relacionan con una humanidad primitiva, intermedia, aun vecina de la animalidad, que no poseía ni lenguaje articulado, ni organización social, ni religión. Porque estas tres cosas brotan siempre a la par: y ese es el sentido de aquella notable tríada bárdica que dice: “Tres cosas son primitivamente contemporáneas: Dios, la luz y la libertad”. Con el primer balbuceo de la palabra nació la sociedad y la sospecha vaga de un orden divino. Es el soplo de Jehovah en la boca de Adán, el verbo de Hermes, la ley del primer Manú, el fuego de Prometeo. Un Dios palpita en la fauna humana. La raza roja, ya lo hemos dicho, ocupaba el continente austral, hoy sumergido, llamado Atlántida por Platón, según las tradiciones egipcias. Un gran cataclismo le destruyó en parte y dispersó sus restos. Varias razas polinésicas, al igual que los Indios de la América del Norte y los Aztecas que Hernán Cortés encontró en México, son los supervivientes de la antigua raza roja, cuya civilización, perdida para siempre, tuvo sus días de gloria y de esplendor materiales. Todos esos pobres retrasados llevan en sus almas la incurable melancolía de las viejas razas que mueren sin esperanza.
Después de la raza roja, la raza negra dominó sobre el globo. Hay que buscar su tipo superior, no en el negro degenerado, sino en el abisinio y el nubio, en quienes se conserva el molde de esta raza llegada a su apogeo. Los negros invadieron el sur de Europa en tiempos prehistóricos y fueron rechazados por los blancos. Su recuerdo se ha borrado completamente de nuestras tradiciones populares. Sin embargo, han dejado dos huellas indelebles: horror al dragón que fue el emblema de sus reyes y la idea de que el diablo es negro. Los negros devolvieron el insulto a la raza rival haciendo blanco a su diablo. En los tiempos de su soberanía, los negros tuvieron centros religiosos en el Alto Egipto y la Judea. Sus ciudades ciclópeas coronaban las montañas del Cáucaso, de África y del Asia central. Su organización social consistía en una teocracia absoluta. En la cima, sacerdotes temidos como dioses; abajo, tribus revoltosas, sin familia reconocida, las mujeres esclavas.
Esos sacerdotes tenían conocimientos profundos, el principio de la unidad divina del universo y el culto de los astros que, bajo el nombre de sabeísmo, se infiltró entre los pueblos blancos. (Véanse los historiadores árabes, así como Abul-Ghari, historia genealógica de los Tártaros, y Mohammed-Mosen, historiador de los Persas. William Jones, Asiatic Research, L Discours surles Tartares et les Penans).
Pero entre la ciencia de los sacerdotes negros y el fetichismo grosero de las masas no había punto intermedio, arte idealista, mitología sugestiva. Por lo demás, una industria ya sabia, el arte de manejar piedras colosales y de fundir los metales en hornos inmensos en que se hacía trabajar a los prisioneros de guerra. En esta raza poderosa por la resistencia física, la energía pasional y la capacidad de asimilación, la religión fue, pues, el reino de la fuerza por el terror. La Naturaleza y Dios no aparecieron casi a la conciencia de esos pueblos-niños más que bajo la forma del dragón, del terrible animal antediluviano que los reyes hacían pintar en sus banderas y los sacerdotes esculpían en la puerta de sus templos.
Si el sol de África ha incubado la raza negra, se diría que los hielos del polo ártico han visto la florescencia de la raza blanca. Son los Hiperbóreos de que habla la mitología griega. Esos hombres de cabellos rojos, de ojos azules, vinieron del Norte a través de las selvas, iluminadas por auroras boreales, acompañados por perros y renos, mandados por jefes temerarios y animados, empujados por mujeres videntes. Cabellos de oro y ojos de azul: colores predestinados. Esa raza debía inventar el culto del sol y del fuego sagrado y traer al mundo la nostalgia del cielo. Tan pronto ella se rebela contra éste hasta quererle escalar, como se prosternará ante sus esplendores en una adoración absoluta.
Como las otras, la raza blanca tuvo que libertarse del estado salvaje antes de adquirir conciencia de sí misma. Tiene ella por signos distintivos el gusto de la libertad individual, la sensibilidad reflexiva que crea el poder de la simpatía, y el predominio del intelecto, que da a la imaginación un sello idealista y simbólico. La sensibilidad anímica trajo la afección, la preferencia del hombre por una mujer; de ahí la tendencia de esta raza a la monogamia, el principio conyugal y la familia. La precisión de libertad, unida a la sociabilidad, creó el clan con su principio electivo. La imaginación ideal creó el culto de los antepasados, que forma la raíz y el centro de la religión de los pueblos blancos. El principio social y político, se manifiesta el día que un cierto número de hombres semisalvajes, ante el ataque de enemigos, se reúnen instintivamente y eligen al más fuerte y más inteligente entre ellos, para defenderles y mandarles: aquel día la sociedad nació. El jefe es un rey en germen; sus compañeros, nobles futuros; los viejos deliberantes, pero incapaces de andar, de la fatiga, forman ya una especie de Senado o asamblea de ancianos. Pero ¿Cómo nació la religión?.
Se ha dicho que era el temor del hombre primitivo ante la Naturaleza. Pero el temor nada de común tiene con el respeto y el amor: aquél no liga el hecho a la idea, lo visible a lo invisible, el hombre a Dios. Mientras que el hombre sólo tembló ante la Naturaleza, no fue aún un hombre. Lo fue sólo el día que asió el lazo que le relacionaba al pasado y al porvenir, a algo de superior y bienhechor, y donde él adoró esa misteriosa incógnita. Pero ¿cómo adoró él por vez primera?.
Fabre d’Olivet lanza una hipótesis eminentemente genial y sugestiva sobre el modo de establecer el culto a los antepasados en la raza blanca. (Histoire philosophique du genre humain, tomo I). En un clan belicoso, dos guerreros rivales se querellan. Furiosos, van a matarse, ya han llegado a las manos. En ese momento, una mujer con el cabello en desorden se interpone entre los dos y los separa. Es la hermana de uno y la mujer del otro. Sus ojos arrojan llamas, su voz tiene el acento del mando. Ella dice en frases entrecortadas, incisivas, que ha visto en la selva al Antepasado de la raza, el guerrero victorioso de tiempos remotos, el heroll que se le ha aparecido. Él no quiere que dos guerreros hermanos luchen, sino que se unan contra el enemigo común. ”Es la sombra del gran Abuelo, el heroll me lo ha dicho, clama la mujer exaltada; ¡Él me ha hablado!. ¡Le he visto!” Lo que ella dice, lo cree. Convencida, convence. Emocionados, admirados y como abrumados por una fuerza invencible, los adversarios reconciliados se dan la mano y miran a esa mujer inspirada como una especie de divinidad.
Inspiraciones tales, seguidas de bruscas reacciones, debieron producirse en gran número y bajo formas muy diferentes en la vida prehistórica de la raza blanca. En los pueblos bárbaros, la mujer es quien, por su sensibilidad nerviosa, presiente antes lo oculto, afirma lo invisible. Que se considere ahora cuáles serían las consecuencias inesperadas y prodigiosas de un acontecimiento semejante al que hemos relatado. En el clan, en la tribu, todos hablan del hecho maravilloso. La encina, donde la mujer inspirada ha visto la aparición, se convierte en árbol sagrado. Se la conduce allá de nuevo; y, bajo la influencia magnética de la luna, que la coloca en un estado visionario, continúa profetizando en nombre del gran Abuelo. Pronto esta mujer y otras semejantes, de pie sobre las rocas, en medio dé los claros del bosque, al ruido del viento y del océano, evocarán las almas diáfanas de los antepasados ante las multitudes palpitantes, que las verán, o creerán verlas, atraídas por mágicos encantos en las brumas flotantes de las transparencias lunares. El último de los grandes celtas, Ossián, evocará a Fingal y sus compañeros en las nubes compactas.
Así, en el origen mismo de la vida social, el culto de los antepasados se establece en la raza blanca. El gran antepasado llega a ser el Dios de la tribu.
He ahí el comienzo de la religión.
Pero eso no es todo. Alrededor de la profetisa se agrupan ancianos que la observan en sus sueños lúcidos, en sus éxtasis proféticos. Ellos estudian sus estados diversos, finalizan sus revelaciones, interpretan sus oráculos. Notan ellos que cuando profetiza en el estado visionario, su cara se transfigura, su palabra se vuelve rítmica y su voz elevada profiere sus oráculos cantando una melodía grave y significativa. (Todos los que han visto una verdadera sonámbula, han quedado admirados de la singular exaltación intelectual que se produce en su sueño lúcido. Para aquellos que no han sido testigos de tales fenómenos y que duden de ellos, citaremos un pasaje del célebre David Strauss, que no puede ser sospechoso de superstición. El vio en casa de su amigo el doctor Justinus Kerner a la célebre “vidente de Prévorst” y la describe así: “Poco después, la visionaria cayó en un sueño magnético. Contemplé por vez primera el espectáculo de ese estado maravilloso, y, puedo decirlo, en su más pura y bella manifestación. Era una cara con expresión de sufrimiento, pero elevada y tierna como inundada de un rayo celeste: una palabra pura, solemne, musical, una especie de recitado”; una abundancia de sentimientos que desbordaban y que se hubieran podido comparar a bandas de nubes, tan pronto luminosas como sombrías, resbalando sobre su alma, o también a brisas melancólicas y serenas impregnadas en las cuerdas de una maravillosa arpa eoliana. (Trad. R. Lindau. Biographie genérale: art. Kerner).
De ahí el verso, la estrofa, la poesía y la música, cuyo origen pasa por divino en todos los pueblos de raza aria. La idea de la revelación no podía producirse más que a propósito de hechos de este orden. Al mismo tiempo vemos brotar la religión y el culto, los sacerdotes y la poesía.
En Asia, en el Irán y en la India, donde los pueblos de raza blanca fundaron las primeras civilizaciones arias, mezclándose a pueblos de color diferente, los hombres adquirieron pronto supremacía sobre las mujeres en cuestiones de inspiración religiosa. Allí no oímos hablar más que de sabios, de rishis, de profetas. La mujer rechazada, sometida, ya no es sacerdotisa más que del hogar. Pero en Europa la huella del papel preponderante de la mujer se encuentra en los pueblos de igual origen, que fueron bárbaros durante millares de años. Aparece en la Pitonisa escandinava, en la Voluspa del Edda, en las druidas célticas, en las mujeres adivinadoras que acompañan a los ejércitos germanos y decidían sobre el día de las batallas, (Véase la última batalla entre Ariovisto y Cesar en los Comentarios de éste) y hasta en las Bacantes tracias que sobrenadan en la leyenda de Orfeo. La Vidente prehistórica se continúa con la Pythia de Delfos.
Las profetisas primitivas de la raza blanca se organizaron en colegios de druidesas, bajo la vigilancia de los ancianos instruidos o druidas, los hombres de la encina. Ellas fueron al principio bienhechoras. Por su intuición, su adivinación, su entusiasmo, dieron un vuelo inmenso a la raza que estaba sólo en el comienzo de su lucha, varias veces secular, contra los negros. Pero la corrupción rápida y los enormes abusos de esta institución eran inevitables.
Sintiéndose dueñas de los destinos de los pueblos, las druidesas quisieron dominarlos a toda costa. Faltándoles la inspiración, quisieron dominar por el terror. Exigieron los sacrificios humanos e hicieron de ellos un elemento esencial de su culto. Los instintos heroicos de su raza los favorecían. Los Blancos eran valientes; sus guerreros despreciaban la muerte; a la primera llamada venían voluntariamente y por bravata a colocarse bajo el cuchillo de las sanguinarias sacerdotisas. Por medio de hecatombes humanas se lanzaban los vivos hacia los muertos como mensajeros, y se creía obtener así los favores de los antepasados. Esa amenaza perpetua, colocada sobre la cabeza de los primeros jefes por boca de las profetisas y de los druidas, se volvió entre sus manos un formidable instrumento de dominio.
Primer ejemplo de la perversión que sufren fatalmente los más nobles instintos de la naturaleza humana, cuando no son dirigidos por una sabia autoridad, encaminados al bien por una conciencia superior. Dejada al azar de la ambición y la pasión personal, la inspiración degenera en superstición, el valor en ferocidad, la idea sublime del sacrificio en instrumento de tiranía, en explotación pérfida y cruel.
Pero la raza blanca estaba aún en su infancia violenta y loca.
Apasionada en la esfera anímica, debía atravesar otras muchas y sangrientas crisis. Acababa de ser despertada por los ataques de la raza negra, que comenzaba a invadir el sur de Europa. Lucha desigual al principio. Los Blancos medio salvajes, salidos de sus bosques y habitaciones lacustres, no tenían otro recurso que sus arcos, sus lanzas y sus flechas con puntas de piedra. Los Negros tenían armas de hierro, armaduras de bronce, todos los recursos de una civilización industriosa y sus ciudades ciclópeas. Aplastados en el primer choque, los Blancos llevados cautivos empezaron a ser en masa esclavos de los Negros, que les forzaron a trabajar la piedra y a llevar el mineral a sus hornos. Pero algunos cautivos escapados llevaron a su patria los usos, las artes y fragmentos de ciencia de sus vencedores. Aprendieron ellos de los Negros dos cosas capitales: la fundición de los metales y la escritura sagrada, es decir, el arte de fijar ciertas ideas por medio de signos misteriosos y jeroglíficos sobre pieles de animales, sobre piedra o corteza de fresnos; de ahí las runas de los celtas. El metal fundido y forjado era el instrumento de la fuerza; la escritura sagrada fue el origen de la ciencia y de la tradición religiosa. La lucha entre la raza blanca y la raza negra osciló durante siglos desde los Pirineos al Cáucaso y desde el Cáucaso al Himalaya. La salvación de los Blancos se debió a sus selvas, donde, como las fieras, podían esconderse para salir de nuevo en el momento oportuno. Enardecidos, aguerridos, mejor armados de siglo en siglo, los arrojaron de las costas de Europa e invadieron a su vez todo el norte de África y el centro de Asia, ocupada por tribus diversas.
La mezcla de las dos razas se operó de dos modos distintos, por colonización pacífica o por conquista belicosa. Fabre d’Olivet, ese maravilloso vidente del pasado prehistórico de la humanidad, parte de esa idea para emitir una visión luminosa sobre el origen de los pueblos llamados semíticos y de los pueblos arios. Allí donde los colonos blancos se habían sometido a los pueblos negros aceptando su dominación y recibiendo de sus sacerdotes la iniciación religiosa, allí se formaron los pueblos semíticos, como los Egipcios anteriores a Menes, los Árabes, los Fenicios, los Caldeos y los Judíos. Las civilizaciones arias, al contrario, se formaron allí donde los Blancos habían reinado sobre los Negros por la guerra o la conquista, como los Iranios, los Hindúes, los Griegos, los Etruscos. Agreguemos a esto que bajo la denominación de pueblos arios comprendemos también a todos los pueblos blancos que habían quedado en estado salvaje y nómada en la antigüedad, tales como los Escitas, los Getas, los Sármatas, los Celtas y más tarde los Germanos. Por este medio pudiera explicarse la diversidad fundamental de las religiones y también de la escritura en esas dos grandes categorías de naciones. Entre los Semitas, donde la intelectualidad de la raza negra dominó al principio, se nota, sobre la idolatría popular, una tendencia al monoteísmo, el principio de la unidad del Dios oculto, absoluto y sin forma que fue uno de los dogmas esenciales de los sacerdotes de la raza negra y de su iniciación secreta. Entre los Blancos vencedores, o conservadores puros, se nota, al contrario, la tendencia al (politeísmo, a la mitología, a la personificación de la divinidad, que proviene de su amor a la Naturaleza y de su culto apasionado por los antepasados.
La diferencia principal entre la manera de escribir de los Semitas y los Arios, se explicará por la misma causa. ¿Por qué todos los pueblos semitas escriben de derecha a izquierda, y los arios de izquierda a derecha?. La razón que de ello da Fabre d’Olivet es tan curiosa como original, y evoca ante nuestros ojos una verdadera visión de ese pasado perdido.
Todo el mundo sabe que en los tiempos prehistóricos no había escritura vulgar. El uso de ella no se generalizó hasta la escritura fonética o arte de figurar por letras el sonido mismo de las palabras. Pero la escritura jeroglífica, o arte de representar las cosas por signos cualesquiera, es tan vieja como la civilización humana. Y siempre en esos tiempos primitivos, fue el privilegio del sacerdocio, como función religiosa y primitivamente como inspiración divina.
Cuando en el hemisferio austral, los sacerdotes de la raza negra o meridional trazaban sobre pieles de animales o sobre tablas de piedra sus signos misteriosos, tenían por costumbre volverse hacia el polo sur; su mano se dirigía hacia el Oriente, fuente de luz. Escribían, pues, de derecha a izquierda. Los sacerdotes de la raza blanca o Septentrional aprendieron la escritura de los Negros y comenzaron por escribir como ellos. Pero cuando el sentimiento de su origen se hubo desarrollado con la conciencia nacional y el orgullo de la raza, inventaron signos propios y en lugar de volverse hacia el Sur, hacia el país de los Negros, dieron cara al Norte, el país de los Antepasados, continuando la escritura hacia Oriente. Sus caracteres corren, pues, de izquierda a derecha.
De ahí la dirección de las runas célticas, del zend, del sánscrito, del griego, latín y de todas las escrituras de las razas arias. Ellas corren hacia el Sol, fuente de la vida terrestre; pero miran al Norte, patria de los antepasados y fuente misteriosa de las auroras celestes.
La corriente semita y la corriente aria: he ahí los dos ríos por donde nos han llegado todas nuestras ideas, mitologías y religiones, artes, ciencias y filosofías. Cada una de estas corrientes lleva consigo una concepción opuesta de la vida, cuya reconciliación y equilibrio sería la verdad misma.
La corriente semítica contiene los principios absolutos y superiores: la idea de la unidad y de la universalidad en nombre de un principio supremo que conduce, en su aplicación, a la unificación de la familia humana. La corriente aria contiene la idea de la evolución ascendente en todos los reinos terrestres y supraterrestres, y conduce, en su aplicación, a la diversidad infinita de los desarrollos, en nombre de la riqueza de la Naturaleza y de las aspiraciones múltiples del alma. El genio semita desciende de Dios al hombre; el genio ario sube del hombre a Dios. El uno se representa por el arcángel justiciero, que desciende sobre la tierra armado de la espada y del rayo; el otro por Prometeo, quien tiene en la mano el fuego robado del cielo y mide el Olimpo con la mirada para transferirlo luego a la tierra.
Nosotros llevamos esos dos genios en nuestro interior. Pensamos y obramos por turno bajo el imperio de uno u otro. Pero están entretejidos, no fundidos en nuestra intelectualidad. Ellos se contradicen y se combaten en nuestros íntimos sentimientos y en nuestros pensamientos sutiles, como en nuestra vida social y en nuestras instituciones. Ocultos bajo formas múltiples, que se podrían resumir bajo los nombres genéricos de espiritualismo y naturalismo, dominan nuestras discusiones y nuestras luchas. Irreconciliables e invencibles los dos, ¿quién los unirá?. Y sin embargo, el avance, la salvación de la humanidad dependen de su conciliación y de su síntesis. Por tal razón, en este libro quisiéramos remontarnos hasta la fuente de las dos corrientes, al nacimiento de los dos genios. Sobre las luchas históricas, las guerras religiosas, las contradicciones de los textos sagrados, pasaremos al interior de la conciencia misma de los fundadores y de los profetas que dieron a las religiones su movimiento inicial. Ellos tuvieron la intención profunda y la inspiración de lo alto, la luz viva que da la acción fecunda. Sí, la síntesis pre existía en ellos. El rayo divino palideció y se oscureció entre sus sucesores; pero reaparece, brilla, cada vez que desde un punto cualquiera de la historia un profeta, un héroe o un vidente remonta a su foco. Porque sólo desde el punto de partida se divisa el objetivo. Desde el Sol radiante, el curso de los planetas. Tal es la revelación en la historia, continua, graduada, multiforme como la Naturaleza; pero idéntica en su manantial, una como la verdad, inmutable como Dios. Remontando el curso de la corriente semita, llegamos por Moisés a Egipto, cuyos templos poseían, según Manetón, una tradición de 30.000 años. Remontando el curso de la corriente aria, llegamos a la India, donde se desenvolvió la primera gran civilización resultante de una conquista de la raza blanca. La India y Egipto fueron dos madres de religiones. Los dos países tuvieron el secreto de la gran iniciación. Entraremos en sus santuarios.
Pero sus tradiciones nos hacen remontar más alto aun, a una época anterior, donde los dos genios opuestos de que hemos hablado nos aparecen unidos en una inocencia primera y en una armonía maravillosa. Es la época aria primitiva. Gracias a los admirables trabajos de la ciencia moderna, gracias a la filología, a la mitología, a la etnología comparada, hoy nos es permitido entrever esa época. Ella se dibuja a través de los himnos védicos, que no son, sin embargo, más que su reflejo, con una sencillez patriarcal y una grandiosa fuerza de líneas, Edad viril y grave que se parece a la edad de oro que soñaron los, poetas. El dolor y la lucha existen sin embargo; pero hay en los hombres una confianza, una fuerza, una serenidad, que la humanidad no ha vuelto jamás a encontrar.
En la India el pensamiento se hará profundo, los sentimientos se afinarán. En Grecia las pasiones y las ideas se cubrirán con el prestigio del arte y el vestido mágico de la belleza. Pero ninguna poesía sobrepuja a ciertos himnos védicos en elevación moral, en alteza y amplitud intelectual.
Hay allí el sentimiento de lo divino en la Naturaleza, de lo invisible que la rodea y de la grande unidad que penetra el todo.
¿Cómo nació civilización semejante?. ¿Cómo se desarrolló tan alta intelectualidad en medio de guerras de raza y de la lucha contra la Naturaleza?. Aquí se detienen las investigaciones y las conjeturas de la ciencia contemporánea. Pero las tradiciones religiosas de los pueblos, interpretadas en su sentido esotérico, van más lejos y nos permiten adivinar que la primera concentración del núcleo ario en el Irán se hizo por una especie de selección operada en el seno mismo de la raza blanca, bajo la égida de un conquistador y legislador, que dio a su pueblo una religión y una ley conformes con el genio de la raza.
En efecto, el libro sagrado de los Persas, el Zend-Avesta, habla de ese antiguo legislador bajo el nombre de Yima, y Zoroastro, al fundar una religión nueva, apela a ese predecesor como al primer hombre a quien habló Ormuzd, el Dios vivo, como Jesucristo apeló a Moisés. — El poeta persa Firdousi llama a ese mismo legislador Djem, el conquistador de los Negros —. En la epopeya india, en el Rámáyana, él aparece con el nombre de Rama, vestido de rey indio, rodeado de los esplendores de una civilización avanzada; pero conserva sus dos caracteres distintos de conquistador, renovador e iniciado. — En las tradiciones egipcias la época de Rama es designada por el reino de Osiris, el señor de la luz, que precede al reino de Isis, la reina de los misterios —. En Grecia, en fin, el antiguo héroe semidiós era honrado bajo el nombre de Dionisos, que viene del sánscrito Deva Nahousha, el divino renovador. Orfeo dio ese nombre a la Inteligencia divina y el poeta Nonnus cantó la conquista de la India por Dionisos, según se contiene en las tradiciones de Eleusis.
Como los radios de un mismo círculo, todas esas tradiciones designan un centro común. Siguiendo su dirección, se puede llegar a él. Entonces por encima de los Vedas, sobre el Irán de Zoroastro, en el alba crepuscular de la raza blanca se ve salir de los bosques de la antigua Escitia al primer creador de la religión aria, ceñido con su doble tiara de conquistador y de iniciado, llevando en su mano el fuego místico, el fuego sagrado que iluminará a todas las razas. A Fabre d’Olivet pertenece el honor de haber encontrado ese personaje (Histoire philosophique du genre humain, tomo I) y de trazar la vía luminosa que a él conduce; siguiéndola, trataré a mi vez, de evocarle.

Taumaturgia

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