quinta-feira, 1 de setembro de 2022

Manly Palmer Hall - Introduccion a la Filosofia Esoterica

 


Prefacio a la edición del sexagésimo aniversario

Con ocasión del sexagésimo aniversario de este volumen, parece oportuno reflexionar sobre las circunstancias que determinaron su escritura. La edición original se planificó y se publicó en e] intervalo comprendido entre la finalización de la primera guerra mundial y la gran depresión de 1929. Durante este período, me labré una carrera breve en Wall Street, a lo largo de la cual el acontecimiento más destacado que presencié fue cómo se quitaba la vida un hombre deprimido por la pérdida de sus inversiones. Mi fugaz contacto con las altas finanzas despertó en mí serias dudas acerca del tipo de negocios que se llevaban a cabo en aquella época. Resultaba evidente que el materialismo controlaba por completo la estructura económica, cuyo objetivo consistía, en último término, en que el individuo llegara a formar parte de un sistema que le proporcionaba seguridad económica a costa de su alma, su mente y su cuerpo.

Me sentí impelido a analizar los problemas de la humanidad, su origen y su destino y pasé muchas horas en la tranquilidad de la Biblioteca Pública de Nueva York, estudiando el devenir confuso de la civilización. Con muy pocas excepciones, los expertos actuales han restado importancia a todos los sistemas filosóficos idealistas y a los aspectos más profundos de la religión comparativa. Las traducciones de los autores clásicos a veces presentaban enormes diferencias, pero, en la mayoría de los casos, los pensamientos más nobles se suprimían o se denigraban. Los autores más sinceros y con un conocimiento profundo de las lenguas antiguas nunca se incluían como lectura obligatoria y la erudición se basaba en gran medida en la aceptación de un materialismo estéril. Afortunadamente, como la erudición actual apenas tiene en cuenta la sabiduría del pasado, no se hacía hincapié en los textos anteriores. En consecuencia, reuní una colección bastante abundante de las obras de aquellos sabios olvidados, con cuyo empeño el mundo tiene una deuda tremenda de gratitud. Parece que mis esfuerzos fueron oportunos y las dos primeras ediciones del libro se agotaron antes de salir de la imprenta. No cabe duda de que tuvo mucha aceptación. Escrito por un joven de algo más de veinte años, lleva más de treinta ediciones y sigue siendo un bestseller en su campo.

Nos estamos acercando al final del siglo XX y el gran progreso materialista que hemos reverenciado durante tanto tiempo está al borde de la bancarrota. No podemos seguir creyendo que hemos venido a este mundo a acumular riquezas y a abandonarnos a los placeres mortales. Notamos los peligros y nos damos cuenta de que hemos sido explotados durante siglos. Nos dijeron que el siglo XX era el más progresista que el mundo había conocido, pero, lamentablemente, el progreso avanzó hacia la autodestrucción. Para evitar un futuro de guerras, delincuencia y fracasos, el individuo debe comenzar a planear su propio destino y la mejor fuente para obtener la información necesaria son los escritos que nos llegan desde la Antigüedad. Hemos tratado de seleccionar los elementos más útiles y más prácticos del idealismo clásico y los hemos combinado en un solo volumen. El mayor conocimiento de todos los tiempos debe estar al alcance del siglo XX no sólo en las ediciones baratas de la Bohn Library, en caracteres diminutos y muy mal encuadernadas, sino en un libro que sea un monumento y no un mero ataúd. John Henry Nash, que ha diseñado este libro, estuvo de acuerdo conmigo.

Esperamos sinceramente que este libro llegue hasta el siglo XXI y que siga sirviendo de consulta sobre el contenido de innumerables libros y manuscritos que han sido destruidos por los estragos de las guerras. Este volumen no expone mis opiniones personales, sino que constituye un homenaje a los recuerdos y los esfuerzos de lo mejor de la humanidad. Espero que el siglo XXI traiga consigo una restauración de los sistemas de instrucción inspirada que tanto se necesitan.


Prólogo

Tengo el honor de haber sido invitado a escribir este prólogo. Mi finalidad es exponer brevemente lo que ha supuesto para mí, a lo largo de unos cuantos años el estudio minucioso de este volumen tan importante.

Desde los tiempos más remotos, han llegado hasta nosotros asociaciones de hombres y mujeres que, vinculados por juramentos y obligaciones, constituyen fraternidades esotéricas y dan fe de una inclinación natural a perpetuar doctrinas que conducen al bien de la humanidad. Con el incremento de la conciencia social, estas sociedades secretas se han convertido en custodios de los conceptos culturales más elevados. Sus ritos de iniciación eran ceremonias simbólicas que servían para inspirar veneración por los misterios divinos y admiración por los poderes de la naturaleza y de Dios La mayoría de las mitologías de las naciones clásicas fueron, en un principio, rituales de sociedades secretas y es un error suponer que las culturas primitivas aceptaban al pie de la letra la compleja teología y las leyendas que encontramos en sus tradiciones. Desde un punto de vista histórico, las sociedades secretas se identificaban estrechamente con las religiones oficiales. Se creía que el conocimiento básico había sido otorgado por los dioses en tiempos remotos. Las filosofías esotéricas siempre se han enseñado mediante organizaciones secretas a las cuales los candidatos solo accedían después de la preparación y los ritos de iniciación correspondientes. Estas hermandades espirituales de eruditos, sabios y místicos han prosperado entre todos los pueblos, antiguos y modernos, y en todas partes del mundo.

Según el programa de los Misterios, el individuo debe ir conociendo la verdad cada vez más. Antes de que se le puedan confiar los poderes divinos de la mente y la voluntad, tiene que aceptar el conocimiento como una responsabilidad hacia su Creador y hacia su mundo, más que como una oportunidad para mejorar sus ambiciones personales. Los maestros de los Misterios enseñaban prácticas y disciplinas secretas mediante las cuales los discípulos debidamente preparados podían desarrollar las poderosas habilidades que estaban latentes en su alma y, de este modo, establecer una comunicación consciente con las realidades espirituales. Se consideraba que los iniciados de las sociedades filosóficas estaban dotados de facultades y poderes extraordinarios. Gozaban del favor especial de los dioses, hacían milagros y merecían el título de «nacidos dos veces», porque habían llegado a un segundo nacimiento desde el vientre de los Misterios. Aquellos adeptos filósofos eran los seres humanos realmente evolucionados. La mayoría de las artes y las ciencias que enriquecieron e] mundo moderno fueron descubiertas, desarrolladas y en muchos casos perfeccionadas por estos filósofos y sacerdotes iniciados.

La erudición se consideraba lo más adecuado a lo que podía dedicar el hombre sus capacidades, aunque siempre era el medio y jamás un fin. La finalidad de las ciencias sagradas era librar al alma humana de la esclavitud de los sentidos y preparada para recibir en su interior la luz de las grandes verdades. Algunos hombres son adecuados por naturaleza para adquirir un conocimiento superior, por la honestidad de sus motivos, la paciencia de su esfuerzo y porque no pierden de vista sus objetivos; ellos se han esforzado por mejorar el alma y han abogado por el avance iluminado por encima de cualquier otra consideración. Los que tenían opiniones diferentes se oponían a las escuelas mistéricas.

Era inevitable que los iniciados en los Misterios se unieran contra las fuerzas que pretendían hacerlos desaparecer, de modo que, si bien la doctrina secreta con su conjunto de discípulos actuaba de forma más o menos abierta en la sociedad antigua, posteriormente desapareció por completo de la vista del público, circunstancia que no se debe interpretar como una decadencia de su plan ni de su finalidad. Las escuelas esotéricas siguieron siendo una fuerza poderosa para la regeneración de las instituciones humanas.

Quienes no comprenden las ciencias espirituales se oponen a su utilización de símbolos, mitos y figuras insólitos para ocultar la enseñanza esencial. Conviene recordar que estas «nubes» no formaban parte de la doctrina original, sino que la intolerancia y el fanatismo las volvieron necesarias. El uso de la comunicación indirecta dependía de consideraciones totalmente prácticas. Mantener el anonimato era la mejor manera de evitar que se repitiera el desastre de los Caballeros Templarios. Los «velos» que ocultaban los arcanos de los Misterios no se utilizaban para disimular la ignorancia, sino para proteger la sabiduría, que en Europa estuvo protegida durante un milenio.

Evidentemente, los secretos de los Misterios son metafísicos, filosóficos y esotéricos y se relacionan con procesos que tienen lugar en los campos de la psique humana durante la práctica de las disciplinas espirituales. Uno deja de ser discípulo cuando adquiere la capacidad interna adecuada para comprender la tradición esotérica. Las disciplinas, al aumentar la conciencia, proporcionan al iniciado e] dominio práctico de lo aprendido y una conciencia constante del uso adecuado del conocimiento superior. Si aquellas academias sagradas impartían solo doctrinas científicas, intelectuales, éticas o culturales algo adelantadas a su tiempo, solo podían producir eruditos; sin embargo, los iniciados de la tradición esotérica nunca fueron considerados meros intelectuales brillantes. Desde la Menfis de blancos muros hasta la rocosa Ellora, se les honraba por practicar una dimensión superior del conocimiento esencial. La historia registra el nombre de numerosas personas que vivieron en distintas épocas y en lugares diversos y manifestaron un conocimiento y unas habilidades que no se pueden explicar según los criterios actuales de erudición. No podemos pasar por alto el testimonio de hombres cultos como Pitágoras, Buda y Plotino. Muchos de los mejores miembros de nuestra raza han expresado una admiración profunda por las instituciones esotéricas que prosperaban en su propia época. No reconocer las ciencias esotéricas equivale a pasar por alto la mayor parte de lo que ha contribuido al avance y la mejora de la condición humana a lo largo de los últimos cinco mil años. Puesto que hay un orden divino de aprendizaje superior al conocimiento terrenal y que, además, está a nuestro alcance, ahora es el momento más oportuno para restablecer esta tradición sagrada. Ser adepto es alcanzar el estado de absoluta madurez espiritual, en la medida en que esto sea posible para un miembro de la familia humana.

Al adepto no le falta nada de lo necesario para vivir sabiamente y es capaz de satisfacer sus propias necesidades y de determinar el curso de sus acciones que más lo acerque a la bienaventuranza. El adepto es el precursor del estado de la humanidad en el cual esta habrá alcanzado el pleno uso de sus facultades y sus poderes y, por consiguiente, es el individuo realmente evolucionado de nuestra especie. Por lo tanto, los iniciados —considerados de forma conjunta como ciudadanos de un imperio invisible de filósofos elegidos — son los hermanos mayores heroicos, los custodios y protectores de la humanidad; como intérpretes de los Misterios, son los verdaderos educadores e iluminadores y, como redimidos que cumplen el propósito divino, constituyen en el mundo una fuerza creativa y directriz.

La ciencia de la vida es, por ende, la ciencia suprema y el arte de vivir, la mejor de las artes. Siempre ha habido personas que han buscado la verdad dispuestas a reconocer la superioridad de lo eterno con respecto a lo temporal, que se han dedicado a dominar la vida y han perpetuado de una generación a otra el conocimiento y la aptitud que acumulaban. Este conjunto de conocimientos esenciales constituye la tradición esotérica. Las instituciones que han perpetuado esta tradición son las escuelas mistéricas y los graduados de estas escuelas son los adeptos. Este volumen revela que todas las tradiciones y las leyendas del mundo, los textos religiosos y los libros sagrados y los grandes sistemas filosóficos vienen a decir lo mismo. La ambición humana puede producir tiranos, mientras que la aspiración divina producirá adeptos y este es, a mi entender, el mensaje que quiere transmitir Manly P. Hall en este libro enciclopédico. Deseo de todo corazón que esta aportación de nuestro amigo signifique tanto para la vida del lector como ha significado para la mía.


PREFACIO

Se han escrito numerosos volúmenes de comentarios sobre los sistemas filosóficos secretos que existían en el mundo antiguo, pero las verdades eternas de la vida, al igual que muchos de los más grandes pensadores, por lo general han quedado envueltas en vestimentas humildes. Esta obra pretende presentar un libro digno de aquellos profetas y sabios cuyo pensamiento constituye la esencia de estas páginas. Conseguir esta fusión de belleza y verdad ha costado mucho, pero creo que el efecto que producirá el resultado en la mente del lector compensará con creces el esfuerzo.

La redacción del texto de este volumen comenzó el uno de enero de 1926 y se prolongó, de forma casi ininterrumpida, a lo largo de más de dos años No obstante, la mayor parte de la labor de investigación se llevó a cabo con anterioridad a la escritura del manuscrito. La recopilación de material de referencia comenzó en 1921 y tres años después los planes del libro alcanzaron su forma definitiva. Para mayor claridad se han suprimido todas las notas a pie de página y las diversas citas y referencias a otros autores se han incorporado al texto en su orden lógico. La bibliografía se añade fundamentalmente para ayudar a quienes tengan interés en seleccionar —para ampliar su estudio en el futuro— los puntos más serios e importantes en relación con la filosofía y el simbolismo.

No defiendo la infalibilidad ni la originalidad de ninguna de las afirmaciones que contiene el libro. He analizado bastante los escritos fragmentarios de la Antigüedad como para darme cuenta de la insensatez de hacer declaraciones dogmáticas acerca de sus principios. El tradicionalismo es la lacra de la filosofía moderna, en particular en las escuelas europeas. Si bien muchas de las afirmaciones que figuran en este tratado pueden parecer al principio totalmente fantásticas, he procurado sinceramente evitar las especulaciones metafísicas caprichosas y, en la medida de lo posible, he intentado ofrecer una interpretación del pensamiento de los autores originales, en lugar de ceñirme rigurosamente a sus textos. Al asumir la responsabilidad tan solo por los errores que contenga este texto, espero que no se me acuse de plagio, como les ha ocurrido a casi todos los que han escrito sobre filosofía mística.

Como no tengo la intención de divulgar ninguna doctrina personal, no he tratado de tergiversar los escritos originales para que confirmen conceptos preconcebidos ni he distorsionado ninguna doctrina para tratar de allanar las diferencias irreconciliables presentes en los diversos sistemas de pensamiento religioso y filosófico. Toda la teoría del libro se opone diametralmente al método de pensamiento moderno, porque trata temas que los sofistas del siglo XX han ridiculizado sin ambages. Su verdadera finalidad consiste en presentar a la mente del lector una hipótesis de vida totalmente inaceptable para la teología, la filosofía o la ciencia materialistas. Resulta imposible ordenar a la perfección la enorme cantidad de material abstruso contenido entre sus cubiertas, aunque, en la medida de lo posible, se han reunido los temas afines.

A pesar de la riqueza del inglés como medio de expresión, curiosamente carece de términos adecuados para transmitir premisas filosóficas abstractas. Por consiguiente, es necesario cierto conocimiento intuitivo de los significados más sutiles ocultos en grupos de palabras inadecuadas para poder comprender las enseñanzas de los Misterios de la Antigüedad. Aunque la mayoría de las obras citadas en la bibliografía se encuentran en mi biblioteca personal, quiero expresar mi agradecimiento por la colaboración que me brindaron la Biblioteca Pública de San Francisco y la de Los Ángeles, las bibliotecas del rito escocés de San Francisco y de Los Ángeles, las bibliotecas de la Universidad de California en Berkeley y en Los Ángeles, la Biblioteca de Mecánica de San Francisco y la Biblioteca Teosófica de Krotona en Ojai, California. Asimismo, deseo expresar un reconocimiento especial por su ayuda a las siguientes personas: la señora de Max Heindel, Alice Palmer Henderson, Ernest Dawson y su equipo, John Howell, Paul Elder, Phillip Watson Hackett y John R. Ruckstell. Otras personas e instituciones me prestaron algunos libros y también se lo agradezco.

El trabajo de traducción fue lo que requirió más esfuerzo durante la investigación previa a la preparación de este volumen. Alfred Beri se encargó desinteresadamente de las traducciones necesarias del alemán, que le llevaron casi tres años, y no quiso aceptar remuneración alguna por su trabajo. El profesor Homer P. Earle tradujo del latín, el italiano, el francés y el español. Del texto en hebreo se encargó el rabino Jacob M. Alkow. Varias personas más hicieron distintas traducciones y correcciones breves.

De supervisar el trabajo de edición se encargó el doctor C. B. Rowlingson, cuya habilidad a menudo permitió poner orden en el caos literario. También merecen un reconocimiento especial los servicios prestados por Robert B. Tummonds, de la plantilla de H. S. Crocker Company, Inc., que se encargó de los problemas técnicos de encajar el texto dentro del espacio asignado. Por gran parte del encanto literario de la obra también estoy en deuda con M. M. Saxton, a quien dicté al principio todo el manuscrito y que se encargó también de preparar el índice. Gracias a los magníficos esfuerzos de J. Augustus Knapp, el ilustrador, se han obtenido una serie de láminas en color que contribuyen a embellecer y completar el texto.

La impresión del libro estuvo en manos de Frederick E. Keast, de H. S. Crocker Company, Inc., cuyo enorme interés personal por el volumen se puso de manifiesto en su afán incansable por mejorar su calidad. Gracias a la gentil colaboración del doctor John Henry Nash, el principal diseñador tipográfico del continente americano, el libro se publica en una forma única y adecuada, que pone de manifiesto lo mejor del arte del impresor. Incrementar la cantidad de láminas y también la calidad de su factura con respecto a la previsión inicial fue posible gracias a C. E. Benson, de Los Ángeles Engraving Company, que se dedicó en cuerpo y alma a la producción de este volumen.

La venta de este libro con anterioridad a su publicación no tiene precedentes conocidos. La lista de suscripciones para la primera edición de quinientos cincuenta ejemplares se completó un año antes de que el manuscrito llegara a manos del impresor. La segunda edición, la del Rey Salomón, de quinientos cincuenta ejemplares la tercera, o Teosófica, de doscientos, y la cuarta, o Rosacruz, de cien se vendieron antes de que se recibiera del impresor el volumen terminado, lo cual constituye un éxito excepcional para un producto tan ambicioso. El mérito de tan extraordinario programa de ventas corresponde a la señora Maud E Galigher, cuyo ideal no era vender el libro en el sentido comercial del término, sino ponerlo en manos de aquellas personas que tuvieran un interés especial en el tema que contiene. También brindaron una colaboración valiosa en tal sentido los numerosos amigos que habían asistido a mis conferencias y que, sin ninguna retribución, emprendieron y consiguieron la distribución del libro.

A modo de conclusión, el autor desea expresar su agradecimiento a cada uno de los centenares de suscriptores que, mediante su pago por anticipado, hicieron posible la publicación de este libro, porque incurrir en el gasto inmenso que suponía quedaba por completo fuera de su alcance, y quienes invirtieron en el libro no tenían ninguna garantía de su producción ni más seguridad que su fe en la integridad del autor.

Espero sinceramente que cada lector saque tanto provecho de la lectura de este libro como yo de su escritura. Los años dedicados a elaborarlo y concebirlo han supuesto mucho para mí. El trabajo de investigación me reveló una buena cantidad de grandes verdades; su escritura me descubrió las leyes del orden y la paciencia: su impresión me mostró nuevas maravillas de las artes y los oficios, y toda la iniciativa me permitió conocer a montones de amigos que de lo contrario tal vez no habría encontrado jamás. Por eso, como dice John Bunyan: Lo he manuscrito hasta que finalmente llegó a ser todo lo largo y lo ancho que alcanzas a ver.


Introducción 

La filosofía es la ciencia de estimar valores. La superioridad de un estado o sustancia con respecto a otro depende de la filosofía. Al asignar un puesto de fundamental importancia a lo que queda cuando se ha suprimido todo lo secundario, la filosofía se convierte en el verdadero índice de prioridad o énfasis en el campo del pensamiento especulativo. La misión de la filosofía consiste, a priori, en establecer la relación de lo manifiesto con su causa o su naturaleza suprema e invisible.

Según sir William Hamilton, «La filosofía ha sido definida [como]: la ciencia de lo divino y lo humano y de las causas que lo contienen [Cicerón]; la ciencia de los efectos mediante sus causas [Hobbes]; la ciencia de las razones suficientes [Leibnitz]; la ciencia de las cosas posibles, en la medida en que son posibles [Wolf]; la ciencia de lo que se deduce de forma evidente de los primeros principios [Descartes]; la ciencia de las verdades apreciables y abstractas [de Condillac]; la aplicación de la razón a sus objetos legítimos [Tennemann]; la ciencia de las relaciones entre todo conocimiento y los fines necesarios de la razón humana [Kant]; la ciencia de la forma original del ego o la parte mental [Krug]; la ciencia de las ciencias [Fichte]; la ciencia de lo absoluto [von Schelling]; la ciencia de la indiferencia absoluta entre lo ideal y lo real [von Schelling], o la identidad de la identidad y la noidentidad [Hegel]».


Por lo general, las disciplinas filosóficas se clasifican en seis ramas: la metafísica, que trata de temas abstractos como la cosmología, la teología y la naturaleza del ser; la lógica, que trata de las leyes que rigen el pensamiento racional, también llamada, «la doctrina de las falacias»; la ética, que es la ciencia de la moralidad, la responsabilidad individual y el carácter y trata fundamentalmente de determinar la naturaleza del bien; la psicología, que se dedica a la investigación y la clasificación de los tipos de fenómenos a los que se atribuye un origen mental; la epistemología, que es la ciencia que se ocupa fundamentalmente de la naturaleza del conocimiento propiamente dicho y de la cuestión de si puede existir o no de forma absoluta, y la estética, que es la ciencia de la naturaleza de la belleza, la armonía, la elegancia y la nobleza y de las reacciones que despiertan.

Para Platón, la filosofía era el mayor bien que la divinidad había concedido jamás al hombre. No obstante, en el siglo XX se ha convertido en una estructura voluminosa y compleja de conceptos arbitrarios e irreconciliables, cada uno de los cuales está corroborado, sin embargo, por una lógica prácticamente indiscutible. Los destacados teoremas de la vieja Academia, que Jámblico comparaba con el néctar y la ambrosía de los dioses, han sido tan adulterados por opiniones —Heráclito las consideraba enfermedades de la mente— que el hidromiel celestial sería totalmente irreconocible para este gran neoplatónico. Una prueba convincente de la creciente superficialidad del pensamiento científico y filosófico moderno es su persistente inclinación al materialismo. Cuando Napoleón preguntó al gran astrónomo Laplace por qué no había mencionado a Dios en su Traité de la Mécanique Céleste, el matemático respondió con total candidez: «Excelencia, ¡tal hipótesis no me hizo falta!». En su tratado sobre el ateísmo, sir Francis Bacon sintetiza lacónicamente la situación de esta forma: «Un poco de filosofía inclinó la mente humana hacia el ateísmo, pero profundizar en la filosofía condujo a la mente humana a la religión». La Metafísica de Aristóteles comienza con las siguientes palabras: «Naturalmente, todos los hombres quieren saber». Para satisfacer este impulso tan común, el intelecto humano, al desarrollarse, ha ido explorando los extremos del espacio imaginable en el exterior y los extremos del yo imaginable en su interior, tratando de calcular la relación entre uno y el todo, el efecto y la causa, la naturaleza y el trabajo preliminar de la naturaleza, la mente y el origen de la mente, el espíritu y la sustancia del espíritu, la ilusión y la realidad.

Dijo en una ocasión un filósofo antiguo: «Quien no sabe ni siquiera lo corriente es una bestia entre los hombres; quien conoce con precisión solo las cuestiones humanas es un hombre entre las bestias, pero quien sabe todo lo que se puede conocer mediante la energía intelectual es un dios entre los hombres». Por consiguiente, lo que determina la posición del hombre en el mundo natural es la calidad de su pensamiento. Quien deja que su mente sea esclava de sus instintos brutales no es, desde un punto de vista filosófico, superior al animal; quien posee unas facultades racionales que reflexionan sobre las cuestiones humanas es un hombre, mientras que aquel cuyo intelecto se eleva para plantearse realidades divinas ya es un semidiós, porque su ser es partícipe de la luminosidad a la cual lo ha aproximado su razón. En su elogio de la «ciencia de las ciencias», Cicerón llega a exclamar: «¡Oh, filosofía, guía de la vida, que buscas la virtud y expulsas los vicios! ¿Qué habría sido de nosotros y de los hombres de todos los tiempos sin ti? Tú has producido ciudades y has convocado a los hombres que estaban dispersos para que disfrutaran de la vida en sociedad».

En esta época, la palabra «filosofía» no significa mucho, a menos que vaya acompañada por algún calificativo. El conjunto de la filosofía se ha dividido en numerosas doctrinas más o menos antagónicas, tan preocupadas por rebatirse las falacias las unas a las otras que, lamentablemente, han descuidado cuestiones más sublimes, como el orden divino y el destino humano. La función ideal de la filosofía consiste en servir de influencia estabilizadora para el pensamiento humano. En virtud de su naturaleza intrínseca, debería impedir que el hombre estableciese códigos de conducta irracionales. Sin embargo, han sido los propios filósofos los que han frustrado los fines de la filosofía, porque han estado más en Babia que aquellas mentes sin formación a las que se supone que tienen que guiar por el camino recto y estrecho del pensamiento racional. Hacer una lista y clasificar solo las más importantes de las escuelas filosóficas reconocidas en la actualidad excede las limitaciones de espacio de este volumen. El gran campo de especulación que abarca la filosofía se entenderá mejor tras una breve consideración de algunos de los sistemas destacados de disciplina filosófica que han influido en el mundo del pensamiento durante los últimos veintiséis siglos.

La escuela griega de filosofía comenzó con los siete pensadores inmortales que fueron los primeros a los que se concedió el apelativo de sophos, «sabios». Según Diógenes Laercio, se trata de Tales de Mileto, Solón de Atenas, Quitón de Lacedemonia, Pitaco de Mitilene, Bías de Priene, Cleóbulo de Lindos y Periandro de Corinto. Para Tales, el agua era el principio o elemento primordial, sobre el cual la tierra flotaba como un barco, y los terremotos eran consecuencia de las perturbaciones que se producían en aquel mar universal. Por ser Tales natural de Jonia, la escuela que perpetuó sus principios recibió el nombre de «jónica». Murió en el 546 a. de C. y le sucedió Anaximandro, al que, a su vez, sucedieron Anaxímenes, Anaxágoras y Arquelao, con el cual acabó la escuela jónica. A diferencia de su maestro, Tales, Anaximandro manifestaba que el infinito inconmensurable e indefinible era el principio del cual nacía todo. Para Anaxímenes, el aire era el primer elemento del universo y de él estaban hechas las almas y hasta la mismísima divinidad.

Anaxágoras, cuya doctrina tiene un dejo de atomismo, sostenía que Dios era «una mente infinita y autónoma; que aquella mente divina infinita, que no estaba encerrada en ningún cuerpo, es la causa eficiente de todo, y que, a partir de la materia infinita constituida por partes similares, la mente divina que imponía el orden cuando todo estaba mezclado y confuso lo fue haciendo todo en función de su especie». Según Arquelao, el principio de todas las cosas era doble: la mente (que era incorpórea) y el aire (que era corpóreo); el enrarecimiento y la condensación de este último producían el fuego y el agua, respectivamente. Arquelao concebía las estrellas como placas de hierro ardiendo. Heráclito —vivió entre el 536 y el 470 a. de C. y algunas veces se lo incluye en la escuela jónica—, en su doctrina del cambio y el eterno retorno, sostenía que el fuego era el primer elemento y también el estado en el cual acabaría por reabsorberse el mundo. Consideraba que el alma del mundo era una exhalación de sus partes húmedas y declaraba que el flujo y el reflujo del mar eran provocados por el sol.

Después de Pitágoras de Samos, su fundador, la escuela itálica o pitagórica cuenta entre sus representantes más distinguidos con Empédocles, Epicarmo, Arquitas, Alcmeón, Hipaso, Filolao y Eudoxo. Para Pitágoras (580-¿500? a. de C.), la matemática era la más sagrada y exacta de todas las ciencias y todo el que quisiera estudiar con él debía estar familiarizado con la aritmética, la música, la astronomía y la geometría. Hacía especial hincapié en la vida filosófica como requisito previo para la sabiduría. Pitágoras fue uno de los primeros maestros que crearon una comunidad en la cual todos los miembros se ayudaban mutuamente para lograr que todos alcanzaran las ciencias superiores. También introdujo la disciplina de la retrospección como esencial para el desarrollo de la mente espiritual. Se puede resumir el pitagorismo como un sistema de especulación metafísica acerca de las relaciones entre los números y los agentes causales de la existencia. Esta escuela también fue la primera en exponer la teoría de la armonía celestial o la «música de las esferas». John Reuchlin dijo acerca de Pitágoras que lo primero que enseñaba a sus discípulos era la disciplina del silencio, porque el silencio era el primer rudimento de la contemplación. En su Sofística, Aristóteles atribuye a Empédocles el descubrimiento de la retórica. Tanto Pitágoras como Empédocles aceptaban la teoría de la transmigración y este decía: «Muchacho fui y después me convertí en doncella, planta, ave y pez que nadaba en el océano inmenso». Se atribuye a Arquitas la invención del tornillo y de la grúa. Según él, el placer era una plaga, porque se oponía a la templanza de la mente, y consideraba que un hombre sin artificio era tan insólito como un pez sin espinas. La escuela eleática fue fundada por Jenófanes (570-480 a. de C.). notorio por sus ataques contra las fábulas cosmológicas y teogónicas de Homero y Hesíodo. Jenófanes decía que Dios era «uno e incorpóreo, redondo en sustancia y figura y que no se parecía en nada al hombre; que todo lo ve y todo lo oye, pero no respira: que lo es todo, la mente y la sabiduría, que no tenía origen sino que era eterno, impasible, inmutable y racional». Jenófanes creía que todo lo que existía era eterno, que el mundo no tenía principio ni final y que todo lo que había sido generado se podía corromper. Vivió hasta una edad avanzada y dicen que enterró a sus hijos con sus propias manos. Parménides estudió con Jenófanes, aunque nunca estuvo totalmente de acuerdo con sus doctrinas. Parménides declaraba que los sentidos eran inciertos y que el único criterio de verdad era la razón. Fue el primero en afirmar que la tierra era redonda y también dividió su superficie en zonas cálidas y frías. Meliso de Samos, perteneciente a la escuela eleática, compartía numerosas opiniones con Parménides. Para él, el universo era inamovible, porque, como ocupaba todo el espacio, no se podía mover a ningún otro lugar. Además, rechazaba la teoría del vacío en el espacio. Zenón de Elea también sostenía que no podía existir el vacío. Rechazaba la teoría del movimiento y afirmaba que había un solo Dios, que era un ser eterno que no había sido creado. Para él, como para Jenófanes, la divinidad tenía forma esférica. Leucipo sostenía que el universo constaba de dos panes: una llena y la otra vacía. Gran cantidad de cuerpos fragmentarios diminutos descendían del infinito al vacío, donde, mediante una agitación constante, se organizaban en esferas de substancia.

El gran Demócrito amplió, en cierto modo, la teoría atómica de Leucipo. Para él, los principios de todas las cosas eran dobles —átomos y vacío— y afirmaba que los dos son infinitos: los átomos en cantidad y el vacío en magnitud, de modo que todos los cuerpos han de estar compuestos por átomos o vacío. Los átomos tenían dos propiedades: forma y tamaño, y las dos se caracterizaban por su infinita variedad. Según Demócrito, el alma también tenía estructura atómica y se podía desintegrar, igual que el cuerpo. Creía que la mente estaba compuesta por átomos espirituales. Aristóteles sugiere que Demócrito extrajo su teoría atómica de la doctrina pitagórica de la mónada. Entre los eleáticos figuran también Protágoras y Anaxarco.

Por ser fundamentalmente escéptico, Sócrates (469 - 399 a. de C.). el fundador de la escuela socrática, no imponía sus opiniones a los demás, sino que, mediante preguntas, hacía que cada uno expresara su propia filosofía. Según Plutarco, para Sócrates cualquier lugar era adecuado para enseñar, porque todo el mundo era una escuela de virtudes. Sostenía que el alma existía antes que el cuerpo y que, antes de entrar en él, estaba dotada de todo el conocimiento; sin embargo, al adquirir forma material se aturdía, aunque, al conversar sobre objetos perceptibles, volvía a despertar y recuperaba el conocimiento original. Apartir de estas premisas, trataba de estimular el poder del alma mediante la ironía y el razonamiento inductivo. Se dice de Sócrates que el único objeto de su filosofía era el hombre. Él mismo declaraba que la filosofía era el camino hacia la verdadera felicidad y que tenía una doble finalidad: (1) la contemplación de Dios y (2) abstraer el alma de lo material. Consideraba que los principios de todas las cosas eran tres: Dios, materia y e ideas. Con respecto a Dios, decía: «No sé lo que es, pero sé lo que no es».

Definía la materia como algo sujeto a generación y corrupción y la idea como una sustancia incorruptible: el intelecto de Dios. Para él, la sabiduría era la suma de todas las virtudes. Fueron miembros destacados de la escuela socrática Jenofonte, Esquines, Critón, Simón, Glauco, Simmias y Cebes. El profesor Zeller, el gran experto en filosofías antiguas, ha declarado hace poco que los escritos de Jenofonte en relación con Sócrates son falsos. En el estreno de Las nubes de Aristófanes, una comedia escrita para ridiculizar las teorías de Sócrates, estuvo presente el gran escéptico en persona. Durante la representación, que lo caricaturizaba sentado en una cesta elevada, estudiando el sol, Sócrates se levantó con calma de su asiento para que los espectadores atenienses pudieran comparar sus rasgos poco atractivos con la máscara grotesca que llevaba el actor que se hacía pasar por él. La escuela elíaca fue fundada por Fedón de Élide, un joven de familia noble que fue comprado para librarlo de la esclavitud a instancias de Sócrates y que se convirtió en su discípulo devoto.

Platón admiraba tanto la mentalidad de Fedón que puso su nombre a uno de sus discursos más famosos. El sucesor de Fedón en su escuela fue Plístenes, cuyo sucesor fue Menedemo. Poco se sabe acerca de las doctrinas de la escuela elíaca. Se supone que Menedemo seguía las enseñanzas de Estilpón y la escuela de Megara. Cuando a Menedemo le pedían su opinión, respondía que él era libre, con lo que daba a entender que la mayoría de los hombres eran esclavos de sus opiniones. Parece que Menedemo tenía un temperamento algo belicoso y solía regresar de sus charlas bastante magullado. El más famoso de sus enunciados es el siguiente: «Lo que no es lo mismo se diferencia de aquello de lo que no es lo mismo». Una vez admitido esto, Menedemo continuaba: «Lo provechoso no es lo mismo que lo bueno; por consiguiente, lo bueno no es provechoso». Después de los tiempos de Menedemo, la escuela elíaca pasó a llamarse eretríaca. Sus partidarios se oponían a todos los enunciados negativos y a todas las teorías complejas y abstrusas y declaraban que solo podían ser verdaderas las doctrinas sencillas y afirmativas. La escuela megárica fue fundada por Euclides de Megara —no hay que confundirlo con el famoso matemático —, gran admirador de Sócrates. Los atenienses aprobaron una ley que condenaba a muerte a todos los ciudadanos de Megara que fueran hallados en la ciudad de Atenas. Sin amilanarse, Euclides se ponía ropa de mujer y acudía por la noche a estudiar con Sócrates. Tras la muerte cruel de su maestro, los discípulos de Sócrates, temiendo correr la misma suerte, huyeron a Megara, donde Euclides los recibió con grandes honores. La escuela megárica aceptaba la doctrina socrática de que la virtud es sabiduría y le añadía el concepto eleático de que la bondad es la unidad absoluta y todo cambio, una ilusión de los sentidos. Euclides sostenía que no hay nada contrario al bien y, por lo tanto, el mal no existe. Cuando le preguntaban por la naturaleza de los dioses, manifestaba que desconocía su manera de ser, salvo que no les gustaban los curiosos. A los megáricos se los incluye a veces entre los filósofos dialécticos A Euclides (que murió en el ¿374? a. de C.) le sucedió en su escuela Eubúlides de Mileto, entre cuyos discípulos figuraban Alexinos de Elis y Apolonio Cronos. Eufanto, que vivió hasta una edad avanzada y escribió numerosas tragedias, fue uno de los seguidores más destacados de Eubúlides Por lo general se incluye a Diodoro en la escuela megárica, porque asistía a las conferencias de Eubúlides. Cuenta la leyenda que Diodoro murió de pena por no poder responder al instante a ciertas preguntas que le formuló Estilpón, que en un tiempo fue maestro de la escuela megárica. Diodoro sostenía que nada se puede mover, porque para moverlo hay que quitarlo del lugar donde está y ponerlo en un lugar donde no está y eso es imposible, porque las cosas tienen que estar siempre en el lugar donde están.

Los cínicos fueron una escuela fundada por Antístenes de Atenas (444- ¿365? a. de C.), un discípulo de Sócrates. Su doctrina se puede definir como un individualismo extremo que considera que el hombre existe solo para sí mismo y recomienda rodearlo de falta de armonía, sufrimiento y las necesidades más extremas para obligarlo a replegarse más en su propia naturaleza. Los cínicos renunciaban a todas las posesiones materiales, vivían en los alojamientos más toscos y subsistían con los alimentos más bastos y sencillos. Partiendo de la base de que los dioses no necesitan nada, los cínicos afirmaban que los que menos necesitan están más cerca de las divinidades. Cuando le preguntaban qué le aportaba una vida dedicada a la filosofía, Antístenes respondía que había aprendido a conversar consigo mismo. A Diógenes de Sínope se lo recuerda sobre todo por el tonel en el que vivió durante muchos años junto al Metroum.

Los atenienses adoraban a aquel filósofo mendigo y cuando un joven, en broma, le perforó el tonel, la ciudad le entregó uno nuevo y castigó al joven. Diógenes creía que en la vida nada se consigue adecuadamente sin la práctica. Sostenía que todo lo que hay en el mundo pertenece a los sabios y lo demostraba con el razonamiento siguiente: «Todas las cosas pertenecen a los dioses; los dioses son amigos de los sabios y los amigos comparten las cosas; luego, todas las cosas son de los sabios». Figuran entre los cínicos Mónimo de Siracusa, Onesícrito, Crates de Tebas, Metroclés, Hiparquía (esposa de Crates), Menipo de Gadara y Menedemo. La escuela cirenaica, fundada por Aristipo de Cirene (435-¿356? a. de C.). promulgaba la doctrina del hedonismo.

Tras oír hablar de la fama de Sócrates, Aristipo viajó a Atenas y se concentró en las enseñanzas del gran escéptico. Sócrates, apenado por las tendencias voluptuosas y mercenarias de Aristipo, se esforzó en vano por reformar al joven. Aristipo se caracteriza por ser coherente en los principios y la práctica, porque vivía en perfecta armonía con su filosofía de que la búsqueda del placer era el principal objetivo de la vida. Las doctrinas de los cirenaicos se pueden resumir de esta manera: lo único que realmente se conoce con respecto a cualquier objeto o condición es el sentimiento que despierta en la naturaleza propia del hombre. En el ámbito de la ética, lo que despierta los sentimientos más agradables es, por consiguiente, lo que se considera el mayor bien. Las reacciones emocionales se clasifican en agradables o dulces, violentas y mezquinas. Una emoción agradable acaba en placer: una emoción violenta acaba en dolor y una emoción mezquina no acaba en nada. Por perversión mental, algunos hombres no desean el placer. Sin embargo, el placer —sobre todo el físico— es el verdadero fin de la existencia y supera en todo sentido al disfrute mental y espiritual. Además, el placer se limita por completo al presente: el único momento es ahora. No se puede mirar al pasado sin lamentarse y no se puede enfrentar el futuro sin recelo, de modo que ninguno de los dos produce placer. El hombre no debería apenarse, porque no hay enfermedad más grave que la pena. La naturaleza permite al hombre hacer todo lo que desee; las únicas limitaciones son sus propias leyes y costumbres. El filósofo es alguien que no siente envidia, amor ni superstición y cuyos días son una prolongada sucesión de placeres. De este modo, Aristipo elevaba la complacencia al lugar más destacado entre las virtudes. Declaró, asimismo, que los filósofos eran muy distintos del resto de los mortales, porque eran los únicos que no cambiarían el orden de su vida aunque se abolieran todas las leyes humanas. Entre los filósofos destacados influidos por las doctrinas cirenaicas figuran Hegesías, Aníceris, Teodoro y Bión. La escuela de filósofos académicos instituida por Platón (427-347 a. de C.) se dividía en tres partes principales: la Academia antigua, la media y la nueva.

Entre los académicos antiguos cabe mencionar a Espeusipo, Jenócrates de Calcedonia, Polemón, Crates y Crantor de Cilicia. Arcesilao instituyó la Academia media y Carnéades fundó la nueva. El principal maestro de Platón fue Sócrates. Platón viajó mucho y fue iniciado por los egipcios en las profundidades de la filosofía hermética; también debe bastante a las doctrinas de los pitagóricos. Cicerón describe la constitución triple de la filosofía platónica, que comprende la ética, la física y la dialéctica. Según Platón, había tres clases de bien: el bien del alma, que se expresaba a través de las virtudes: el bien del cuerpo, que se expresaba en la simetría y la resistencia de las partes, y el bien en el mundo exterior, que se expresaba a través de la posición social y el compañerismo. En el libro de Espeusipo Sobre las definiciones platónicas, este gran platónico define a Dios como «un ser inmortal que vive solo por medio de Sí mismo, al que le basta Su propia bienaventuranza, la esencia eterna, causa de Su propia bondad». Según Platón, el Uno es el término más adecuado para definir lo absoluto, ya que la totalidad precede a las partes y la diversidad depende de la unidad, aunque la unidad no depende de la diversidad. Además, el Uno es antes de ser, porque ser es un atributo o condición del Uno. La filosofía platónica se basa en el postulado de tres órdenes del ser: lo que se mueve sin inmutarse, lo que se mueve por sí mismo y lo que se mueve. Lo que es inamovible pero se mueve precede a lo que se mueve por sí mismo, que, a su vez, precede a lo que se mueve. Aquello en lo que el movimiento es inherente no se puede separar de su fuerza motriz y, por consiguiente, no se puede desintegrar. De esta naturaleza son los inmortales. Aquello a lo que se aplica movimiento desde fuera se puede separar de la fuente del principio que lo anima y, por consiguiente, está sujeto a disolución. De esta naturaleza son los seres mortales. Por encima tanto de los mortales como de los inmortales está aquella condición que se mueve constantemente y, sin embargo, permanece inmutable. Es inherente a esta constitución la capacidad de permanencia y, por consiguiente, es la permanencia divina sobre la cual todo se establece. Al ser mejor aún que el movimiento autónomo, el motor inmóvil es la categoría suprema. La disciplina platónica se basaba en la teoría de que aprender en realidad es recordar o hacer objetivo el conocimiento adquirido por el alma en un estado de existencia previo. A la entrada de la escuela platónica de la Academia se inscribían las siguientes palabras: «Prohibida la entrada a quien no sepa geometría».

Al morir Platón, sus discípulos se dividieron en dos grupos. Uno de ellos, los académicos, se siguieron reuniendo en la Academia que él había presidido; el otro, los peripatéticos, se trasladaron al Liceo bajo la dirección de Aristóteles (384-322 a. de C.). Platón reconocía a Aristóteles como su principal discípulo y, según Juan Filopón, lo llamaba «la mente de la escuela». Si Aristóteles no asistía a las charlas, Platón decía: «Falta el intelecto». Acerca del genio prodigioso de Aristóteles escribe Thomas Taylor en su introducción a La metafísica: «Si tenemos en cuenta que no solo conocía muy bien todas las ciencias, como demuestran con creces sus obras, sino que ha escrito sobre casi todo lo comprendido dentro del ámbito del conocimiento humano y lo ha hecho con incomparable precisión y habilidad, no sabemos si admirar más la perspicacia o la amplitud de su mente». Acerca de la filosofía de Aristóteles afirma el mismo autor: «La finalidad de la filosofía moral de Aristóteles es la perfección mediante las virtudes y la finalidad de su filosofía contemplativa es la unión con el principio único de todo».

Para Aristóteles, la filosofía tenía dos partes: una práctica y otra teórica. La filosofía práctica abarcaba la ética y la política, y la teórica, la física y la lógica. Para él, la metafísica era la ciencia relacionada con aquella sustancia en la que el principio de movimiento y reposo es inherente a sí misma. Para Aristóteles, el alma es lo que permite al hombre vivir, sentir y conocer; por consiguiente, le asignaba tres facultades: nutritiva, sensible e intelectiva. Además, consideraba que el alma tenía un doble carácter —racional e irracional—, y en algunos casos, situaba las percepciones de los sentidos por encima de la mental. Aristóteles definía la sabiduría como la ciencia de las causas primeras. Para él, las cuatro grandes divisiones de la filosofía son la dialéctica, la física, la ética y la metafísica. Define a Dios como el primer motor, el Ser perfecto, una sustancia inmóvil, separada de lo sensible, incorpórea, sin partes e indivisible. El platonismo se basa en el razonamiento a priori y el aristotelismo, en el razonamiento a posteriori. Aristóteles enseñó a su discípulo Alejandro Magno a sentir que si un día no había hecho algo bueno, ese día no había reinado. Entre sus seguidores cabe mencionar a Teofrasto, Estratón, Licón, Aristo, Critolao y Diodoro.

Con respecto al escepticismo, tal como lo proponían Pirrón de Elis (365-275 a. de C.) y Timón, Sexto Empírico decía que el que busca debe encontrar o negar que haya encontrado o pueda encontrar o, de lo contrario, seguir buscando. Los que suponen que han encontrado la verdad se llaman dogmáticos; los que la consideran imposible de alcanzar son los académicos y los que la siguen buscando son los escépticos. Sexto Empírico sintetiza la actitud del escepticismo con respecto a lo cognoscible con estas palabras: «Sin embargo, la base fundamental del escepticismo es que, por cada razón, existe una opuesta equivalente, lo cual nos impide ser dogmáticos». Los escépticos se oponían con firmeza a los dogmáticos y eran agnósticos en cuanto a que, para ellos, las teorías aceptadas con respecto a la divinidad se contradecían entre sí y no se podían demostrar. Los escépticos se preguntaban: «¿Cómo podemos tener un conocimiento indudable de Dios si no conocemos su sustancia, su forma ni su lugar? Mientras los filósofos sigan manteniendo un desacuerdo irreconciliable en estos puntos, sus conclusiones no se pueden considerar indudablemente verdaderas». Puesto que el conocimiento absoluto se consideraba inalcanzable, los escépticos decían que la finalidad de su disciplina era la siguiente: «para los dogmáticos, tranquilidad; para los impulsivos, moderación, y para los inquietos, suspensión».

La escuela estoica fue fundada por Zenón de Citio (340-265 a. de C.), discípulo de Crates, el Cínico, a partir del cual se origina esta escuela. Los sucesores de Zenón fueron Cleantes, Crisipo, Zenón de Tanis, Diógenes, Antípatro. Panecio y Posidonio. Los estoicos romanos más famosos son Epícteto y Marco Aurelio. Los estoicos eran, en esencia, panteístas, porque sostenían que, como no hay nada mejor que el mundo, el mundo es Dios. Según Zenón, la razón del mundo se difunde a través de este en forma de semilla. El estoicismo es una filosofía materialista que disfruta de la resignación voluntaria a la ley natural. Crisipo sostenía que, puesto que el bien y el mal son opuestos, ambos son necesarios, porque cada uno apoya al otro. El alma se consideraba un cuerpo distribuido en toda la forma física y sujeto, como ella, a la desintegración. Si bien algunos estoicos sostenían que la sabiduría prolongaba la existencia del alma, en realidad la inmortalidad no figura entre sus principios. Decían que el alma estaba compuesta por ocho partes: los cinco sentidos, el poder generador, el poder vocal y una octava parte, hegemónica. Definían la naturaleza como Dios mezclado con toda la sustancia del mundo. Clasificaban todas las cosas en cuerpos corpóreos o incorpóreos. La mansedumbre caracterizaba la actitud del filósofo estoico. Mientras Diógenes estaba pronunciando un discurso contra la ira, uno de sus oyentes le escupió con desprecio a la cara. El gran estoico recibió el insulto con humildad y respondió: «No estoy enfadado, ¡pero no sé si debería estarlo o no!».

Epicuro de Samos (341-270 a. de C.) fue el fundador del epicureísmo, que se asemeja en muchos aspectos a la escuela cirenaica, aunque sus niveles éticos son más elevados. Los epicúreos también postulaban el placer como lo más deseable, pero lo concebían como un estado serio y digno, que se alcanzaba mediante la renuncia a todas las veleidades mentales y emocionales que provocan dolor y tristeza. Epicuro sostenía que, del mismo modo que las penas de la mente y el alma son más dolorosas que las del cuerpo, las alegrías de aquellas superan a las físicas. Los cirenaicos afirmaban que el placer dependía de la acción o del movimiento, mientras que los epicúreos sostenían que el descanso o la inactividad también producían placer. Epicuro aceptaba la filosofía de Demócrito con respecto a la naturaleza de los átomos y basaba su física en esta teoría. El epicureísmo se puede resumir en cuatro cánones:

«(1) Es imposible engañar a los sentidos, de modo que toda sensación y toda percepción de una apariencia es verdadera. (2) La opinión se basa en los sentidos y se añade a la sensación y puede ser verdadera o falsa. (3) Toda opinión que los sentidos no demuestren que está equivocada es verdadera. (4) Toda opinión que los sentidos contradigan es falsa». Entre los epicúreos más destacados figuraban Metrodoro de Lámpsaco, Zenón de Sidón y Fedro.

Se puede definir el eclecticismo como la práctica de elegir doctrinas aparentemente irreconciliables, procedentes de escuelas antagónicas, y construir a partir de ellas un sistema filosófico compuesto que cuadre con las convicciones del propio ecléctico. El eclecticismo casi no podría considerarse sensato desde el punto de vista filosófico ni desde el lógico, porque, así como cada escuela llega a sus conclusiones mediante distintos métodos de razonamiento, el producto filosófico de fragmentos de estas escuelas debe, por fuerza, construirse a partir de los cimientos de premisas opuestas. Por consiguiente, el eclecticismo se considera el culto del profano. En el Imperio romano no se pensaba demasiado en la teoría filosófica y, por consiguiente, la mayoría de los pensadores eran eclécticos. Cicerón es un ejemplo excepcional del eclecticismo original, porque sus escritos son un verdadero popurrí de fragmentos inestimables de escuelas de pensamiento anteriores. Parece que el eclecticismo se inició cuando el hombre empezó a dudar de la posibilidad de descubrir la verdad suprema. Al ver que, en el mejor de los casos, todo lo que llamamos conocimiento no son más que opiniones, los menos estudiosos llegaron a la conclusión de que lo más sensato era aceptar lo que parecía más razonable de las enseñanzas de cualquier escuela o individuo. Sin embargo, de esta práctica surgió una falsa amplitud de miras, desprovista del elemento de precisión que tienen que tener la lógica y la filosofía auténticas.

La escuela neopitagórica surgió en Alejandría durante el siglo I de la era cristiana. Solo dos nombres destacan en relación con ella: Apolonio de Tiana y Moderato de Gades. El neopitagorismo es un eslabón entre las filosofías paganas más antiguas y el neoplatonismo. Al igual que aquellas, contenía numerosos elementos exactos de pensamiento derivados de Pitágoras y Platón y, al igual que el segundo, hacía hincapié en la especulación metafísica y el ascetismo. Varios autores han observado una semejanza notable entre el neopitagorismo y las doctrinas de los esenios. Se ponía especial énfasis en el misterio de los números y es posible que los neopitagóricos tuvieran un conocimiento mucho más amplio de las verdaderas enseñanzas de Pitágoras del que está disponible en la actualidad. Incluso en el siglo I, a Pitágoras se lo consideraba más un dios que un ser humano y, aparentemente, se recurrió a reinstaurar su filosofía con la esperanza de que su nombre despertara interés por los sistemas de aprendizaje más profundos. Sin embargo, la filosofía griega había pasado el apogeo de su esplendor y el grueso de la humanidad estaba abriendo los ojos a la importancia de la vida física y los fenómenos físicos. El énfasis en los asuntos terrenales que empezó a imponerse posteriormente alcanzó su madurez de expresión en el materialismo y el comercialismo del siglo XX, aunque tuvo que intervenir el neoplatonismo y tuvieron que pasar muchos siglos antes de que este énfasis adquiriese forma definida. Si bien durante mucho tiempo se consideró fundador del neoplatonismo a Amonio Sacas, en realidad la escuela comenzó con Plotino (204-¿269? d. de C.). Entre los neoplatónicos de Alejandría, Siria, Roma y Atenas destacan Porfirio, Jámblico, Salustio, el emperador Juliano, Plutarco y Proclo. El neoplatonismo fue el esfuerzo supremo del paganismo decadente por hacer pública —y, de este modo, preservar para la posteridad— su doctrina secreta (o no escrita). En sus enseñanzas, el idealismo antiguo alcanzaba la máxima perfección. El neoplatonismo se interesaba de forma casi exclusiva por los problemas de la metafísica más elevada. Reconocía la existencia de una doctrina secreta e importantísima que, desde la época de las civilizaciones más primitivas, se ocultaba en los rituales, los símbolos y las alegorías de las religiones y las filosofías. Para quien no esté familiarizado con sus principios fundamentales el neoplatonismo puede parecer un montón de especulaciones en las que se intercalan fantasías extravagantes. No obstante, esta opinión pasa por alto las instituciones de los Misterios: las escuelas secretas en cuyo profundo idealismo se iniciaron casi todos los primeros filósofos de la Antigüedad.


Cuando se derrumbó el cuerpo físico del pensamiento pagano, se intentó resucitar su forma insuflándole nueva vida, es decir, dando a conocer sus verdades místicas, un esfuerzo que, aparentemente, no obtuvo ningún resultado. Sin embargo, a pesar del antagonismo entre el cristianismo impoluto y el neoplatonismo, aquel aceptó muchos principios básicos de este y los intercaló en el tejido de la filosofía patrística. En síntesis, el neoplatonismo es un código filosófico según el cual todo cuerpo físico o concreto de doctrina no es más que el caparazón de una verdad espiritual a la que se puede acceder a través de la meditación y determinados ejercicios de tipo místico. En comparación con las verdades espirituales esotéricas que contienen, se daba relativamente poco valor a los elementos corpóreos de la religión y la filosofía y tampoco se hacía hincapié en las ciencias materiales.

Se utiliza el término «patrística» para designar la filosofía de los Padres de la Iglesia cristiana primitiva. La filosofía patrística se divide en general en dos épocas: la prenicena y la posnicena. El período preniceno se dedicó, en general, a atacar el paganismo y a las apologías y defensas del cristianismo. Se atacó toda la estructura de la filosofía pagana y los dictados de la fe se elevaron por encima de los de la razón. En algunos casos se intentó conciliar las verdades evidentes del paganismo con la revelación cristiana. Entre los padres prenicenos destacan san Ireneo, san Clemente de Alejandría y san Justino Mártir. En el período posniceno se hizo más hincapié en la evolución de la filosofía cristiana siguiendo las líneas platónicas y neoplatónicas, lo que trajo como consecuencia la aparición de numerosos documentos extraños de carácter ambiguo, prolongados e intrincados, y, en su mayoría, con una base filosófica poco sólida. Entre los filósofos posnicenos figuran Atanasio, Gregorio de Nisa y Cirilo de Alejandría. La escuela patrística se caracteriza por hacer hincapié en la supremacía del hombre en el universo. Se consideraba al hombre una creación aparte y divina: el logro máximo de la divinidad y una excepción al protectorado de la ley natural. La patrística no concebía que existiera ninguna otra criatura tan noble, tan afortunada ni tan capaz como el hombre, para cuyo exclusivo beneficio y edificación se habían creado todos los reinos de la naturaleza. La filosofía patrística culminó con el Agustinismo, que se puede definir como un platonismo cristiano. En oposición a la doctrina pelásgica, según la cual el hombre es artífice de su propia salvación, el agustinismo elevó a la Iglesia y sus dogmas a una posición de infalibilidad absoluta que logró mantener hasta la Reforma. En la última parte del siglo I de la era cristiana surgió el Gnosticismo, un sistema de emanacionismo que interpreta el cristianismo en función de la metafísica griega, la egipcia y la persa. Prácticamente toda la información que existe sobre los gnósticos y sus doctrinas, estigmatizadas como heréticas por los Padres de la Iglesia prenicenos, deriva de las acusaciones lanzadas contra ellos y en particular de los escritos de san Ireneo. En el siglo III apareció el Maniqueísmo, un sistema dualista de origen persa, que enseñaba que el Bien y el Mal competían constantemente por la supremacía universal. El maniqueísmo concibe a Cristo como el Principio del Dios redentor, en contraposición al Jesús hombre, que se consideraba una personalidad malvada.

La muerte de Boecio, en el siglo VI, supuso el final de la escuela filosófica de la antigua Grecia. En el siglo IX surgió la escuela nueva del Escolasticismo, que pretendía conciliar la filosofía con la teología. El eclecticismo de Juan de Salisbury, el misticismo de Bernardo de Claraval y san Buenaventura, el racionalismo de Pedro Abelardo y el misticismo panteísta de Meister Eckhart representan las principales divisiones de la escuela escolástica. Entre los aristotélicos árabes figuraban Avicena y Averroes. La Escolástica alcanzó su cenit con la llegada de san Alberto Magno y su ilustre discípulo, santo Tomás de Aquino. El Tomismo (la filosofía de santo Tomás de Aquino, algunas veces considerado el Aristóteles cristiano) trató de conciliar las diversas facciones de la escuela escolástica. El tomismo era fundamentalmente aristotélico, a lo que se añadía el concepto de que la fe es una proyección de la razón. El escotismo, o la doctrina del voluntarismo promulgada por Juan Duns Escoto, un escolástico franciscano, destacaba el poder y la eficacia de la voluntad individual, en oposición al Tomismo. La característica más destacada del escolasticismo era su esfuerzo frenético por formular todo el pensamiento europeo según el modelo aristotélico, hasta llegar al punto de rebajar el papel de los maestros, que seleccionaban con tanto cuidado las palabras de Aristóteles que no dejaron más que los huesos. Contra esta escuela decadente de verborrea sin sentido dirigió su amarga ironía sir Francis Bacon y la relegó a la fosa común de las nociones descartadas.

El razonamiento baconiano o inductivo (según el cual a los hechos se llega mediante la observación y se los verifica mediante la experimentación) preparó el camino para las escuelas de la ciencia moderna. El continuador de Bacon fue Thomas Hobbes —fue su secretario durante un tiempo—, que sostenía que la matemática era la única ciencia exacta y consideraba al pensamiento un proceso esencialmente matemático. Para Hobbes la materia era la única realidad y la investigación científica se limitaba al estudio de los cuerpos los fenómenos en relación con sus causas probables y las consecuencias que surgen de ellos en cualquier variedad de circunstancias Hobbes hacía especial hincapié en el significado de las palabras y, según él, el entendimiento era la facultad de percibir la relación entre las palabras y los objetos que representan.

Tras apartarse de la escuela escolástica y la teológica, la filosofía moderna, o post-reforma, experimentó un crecimiento de lo más prolífico a lo largo de diversas líneas. Según el humanismo, el hombre es el centro de todo; para el racionalismo, la facultad de razonar es la base de todo conocimiento; la filosofía política sostiene que el hombre debe ser consciente de sus privilegios naturales, sociales y nacionales; para el empirismo, solo es verdadero lo que se puede demostrar mediante experimentos o la experiencia; el moralismo destaca la necesidad de una conducta recta como principio filosófico fundamental; el idealismo considera que las realidades del universo van más allá de lo físico: son mentales o psíquicas; el realismo opina lo contrario, y el fenomenalismo restringe el conocimiento a hechos o acontecimientos que se pueden describir o explicar de forma científica. Las corrientes más recientes en el campo del pensamiento filosófico son el conductismo y el neorrealismo: el primero valora las características intrínsecas mediante un análisis de la conducta y el segundo se puede resumir como la extinción absoluta del idealismo. El notable filósofo holandés Baruch Spinoza concebía a Dios como una sustancia que existe exclusivamente por sí misma y que no necesita ninguna otra concepción —aparte de ella misma—para volverse completa e inteligible.

Según Spinoza, la única manera de conocer la naturaleza de este Ser es a través de sus atributos, que son la extensión y el pensamiento, que se combinan para formar una variedad infinita de aspectos o modos. La mente del hombre es uno de los modos del pensamiento infinito y el cuerpo del hombre es uno de los modos de la extensión infinita. Gracias a la razón, el hombre se puede elevar por encima del mundo ilusorio de los sentidos y encontrar el reposo eterno en la unión perfecta con la Esencia Divina. Se ha dicho que Spinoza privaba a Dios de toda personalidad y convertía a la divinidad en sinónimo del universo. La filosofía alemana comenzó con Gottfried Wilhelm von Leibniz, cuyas teorías están impregnadas de optimismo e idealismo. Sus criterios de la razón suficiente le revelaron la insuficiencia de la teoría cartesiana de la extensión, por lo cual llegó a la conclusión de que la sustancia en sí contenía una fuerza inherente en forma de una cantidad incalculable de unidades distintas y suficientes. La materia reducida a sus partículas fundamentales deja de existir como cuerpo sustancial y se resuelve en una masa de ideas inmateriales o unidades metafísicas de fuerza, que Leibniz llamaba «mónada»; es decir, que el universo está compuesto por una cantidad infinita de seres monádicos independientes que se desarrollan espontáneamente mediante la objetivación de cualidades activas innatas. Todas las cosas se conciben como compuestas por mónadas únicas de diversas magnitudes o por la suma de estos cuerpos, que pueden existir en forma de sustancias físicas, emocionales, mentales o espirituales. Dios es la primera mónada y la más grande; el espíritu humano es una mónada despierta, en contraposición a los reinos inferiores, regidos por fuerzas monádicas que están semidormidas.

A pesar de ser un producto de la escuela de Leibniz y de Wolff, Immanuel Kant, como Locke, se dedicó a investigar las fuerzas y los límites del entendimiento humano. El resultado fue su filosofía crítica, que abarca la crítica de la razón pura, la crítica de la razón práctica y la crítica del juicio. El doctor W. J. Durant sintetiza brevemente la filosofía de Kant al afirmar que ha rescatado la mente de la materia. Kant concebía la mente como selectora y coordinadora de todas las percepciones, que, a su vez, son el resultado de sensaciones que se agrupan en torno a un objeto exterior. En la clasificación de las sensaciones y las ideas, la mente emplea determinadas categorías: de sentido, tiempo y espacio; de conocimiento, calidad, relación, modalidad y causa, y la unidad de apercepción. Por estar sometidos a leyes matemáticas, el tiempo y el espacio se consideran bases absolutas y suficientes para el pensamiento exacto. Según la razón práctica de Kant, mientras que la razón jamás podría comprender la naturaleza del noúmeno, el hecho de la moralidad demuestra la existencia de tres postulados necesarios: el libre albedrío, la inmortalidad y Dios. En la crítica del juicio, Kant demuestra la unión del noúmeno con el fenómeno en el arte y en la evolución biológica. El superintelectualismo alemán es consecuencia de que la teoría de Kant haga demasiado hincapié en la supremacía autocrática de la mente con respecto a la sensación y el pensamiento. La filosofía de Johann Gottlieb Fichte fue una proyección de la de Kant, en la que intentó unir la razón práctica de Kant con su razón pura. Según Fichte, lo que uno sabe no es más que el contenido de su propia conciencia y nada existe para el que sabe hasta que pasa a formar parte de este contenido. Por consiguiente, no hay nada real, salvo los hechos de la propia experiencia mental de cada uno.

Reconociendo la necesidad de ciertas realidades objetivas, Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling, que sucedió a Fichte en la cátedra de Filosofía, en Jena, utilizó por primera vez la doctrina de la identidad como base para desarrollar un sistema filosófico completo. Mientras que para Fichte el ser era lo absoluto, según Von Schelling el infinito y la mente eterna eran la causa omnipresente. Uno puede captar lo absoluto gracias a la intuición intelectual, que, por tratarse de un sentido superior o espiritual, se puede disociar tanto del sujeto como del objeto. Para Von Schelling, las categorías kantianas de espacio y tiempo eran positivas y negativas, respectivamente, y la existencia material era el resultado de la acción recíproca de estas dos expresiones. Von Schelling sostenía también que, en su proceso de autodesarrollo, lo absoluto sigue una ley o un ritmo que consiste en tres movimientos: el primero, un movimiento de reflexión, es el intento de lo infinito de plasmarse en lo finito; el segundo, el de subsumisión, es el intento de lo absoluto de regresar a lo infinito tras relacionarse con lo finito; el tercero, el de la razón, es el punto neutro en el cual se combinan los dos movimientos anteriores.

Como para Georg Wilhehn Friedrich Hegel la intuición intelectual de Von Schelling carecía de fundamento filosófico, se dedicó a establecer un sistema filosófico basado en la lógica pura. Se ha dicho de Hegel que, a partir de la nada, demostró con precisión lógica cómo había surgido todo de ella, siguiendo un orden lógico. Hegel elevó la lógica a una posición de importancia suprema, de hecho, como una cualidad de lo absoluto propiamente dicho. Concebía a Dios como un proceso de desenvolvimiento que jamás alcanza la condición de desenvuelto. Asimismo, el pensamiento no tiene ni principio ni final. Hegel también creía que todas las cosas existen gracias a sus contrarios y que en realidad todos los contrarios son idénticos. Por consiguiente, lo único que existe es la relación de los contrarios entre sí y a través de sus combinaciones se producen elementos nuevos. Como la mente divina es un proceso eterno de pensamiento que jamás se alcanza, Hegel ataca los cimientos mismos del teísmo y su filosofía limita la inmortalidad exclusivamente a la divinidad eterna. Por consiguiente, la evolución es el flujo incesante de la conciencia divina al salir de sí misma y toda la creación, a pesar de estar en constante movimiento, jamás llega a ningún estado más que el de flujo incesante.

La filosofía de Johann Friedrich Herbart fue una reacción realista al idealismo de Fichte y de Von Schelling. Para Herbart, la verdadera base de la filosofía era la gran cantidad de fenómenos que pasaban constantemente por la mente humana. Sin embargo, si se examinan los fenómenos, se demuestra que una gran parte son irreales o, como mínimo, incapaces de proporcionar a la mente la auténtica verdad. Herbart opinaba que, para corregir las impresiones falsas provocadas por los fenómenos y descubrir la realidad, había que descomponer los fenómenos en distintos elementos, porque la realidad existe en los elementos y no en la totalidad. Afirmaba que los objetos se pueden clasificar de tres maneras generales: cosa, materia y mente. La primera es una unidad de varias propiedades; la segunda, un objeto real, y la tercera, un ser consciente de sí mismo. Sin embargo, los tres conceptos dan lugar a algunas contradicciones y Herbart se preocupa fundamentalmente de resolverlas. Tengamos en cuenta la materia, por ejemplo, que, aunque es capaz de llenar un espacio, si se reduce a su estado primordial, está formada por unidades incomprensiblemente diminutas de energía divina que no ocupan nada de espació físico.

El verdadero tema de la filosofía de Arthur Schopenhauer es la voluntad; su filosofía tiene por objeto elevar la mente hasta el punto en que es capaz de controlar la voluntad. Schopenhauer compara la voluntad con un ciego robusto que lleva sobre sus espaldas al intelecto, que es un hombre débil y tullido, pero dotado de vista. La voluntad es la causa incansable de la manifestación y todas las partes de la naturaleza son producto de la voluntad. El cerebro es el producto de la voluntad de saber; la mano es el producto de la voluntad de aprehender. Todas las constituciones intelectuales y emocionales del hombre están al servicio de la voluntad y tienen que ver, en gran medida, con el esfuerzo de justificar los dictados de la voluntad. De este modo, la mente crea sistemas complejos de pensamiento simplemente para demostrar la necesidad del objeto deseado. El genio, sin embargo, representa el estado en el cual el intelecto ha alcanzado la supremacía sobre la voluntad y la vida se rige por la razón, en lugar de por el impulso. La fuerza del cristianismo, según Schopenhauer, consistía en su pesimismo y en su conquista de la voluntad individual. Sus propios puntos de vista religiosos se parecían mucho a los de los budistas. Para él, el nirvana representaba la represión de la voluntad. Según él, la vida, como manifestación del deseo ciego de vivir, era una desgracia y decía que el verdadero filósofo es aquel que, reconociendo la sabiduría de la muerte, se resistía al impulso inherente de reproducir su especie.

De Friedrich Wilhelm Nietzsche se ha dicho que su aportación particular a la causa de la esperanza humana fue la buena noticia de que Dios había muerto de pena. Las características más destacadas de la filosofía de Nietzsche son su doctrina de la recurrencia eterna y la gran importancia que atribuía a la voluntad de poder, una proyección de la voluntad de vivir de Schopenhauer.

Nietzsche creía que la finalidad de la existencia era producir un tipo de individuo todopoderoso —él lo llamaba «superhombre»—, que había que criar con mucho cuidado, porque, si no era separado por la fuerza de la masa y consagrado a producir poder, aquel individuo volvería a descender al nivel de los mediocres. Según Nietzsche, había que sacrificar el amor para producir el superhombre y solo debían casarse los que estaban mejor equipados para producir aquel tipo extraordinario. Nietzsche creía también en la norma de la aristocracia y tanto la sangre como la reproducción eran fundamentales para establecer aquel tipo superior. La doctrina de Nietzsche no liberaba a las masas, sino que colocaba por encima de ellas a los superhombres, por los cuales los hermanos inferiores debían estar totalmente resignados a morir. Desde el punto de vista ético y el político, el superhombre hacía lo que le daba la gana. Para los que entienden que el verdadero significado del poder es la virtud, el autocontrol y la verdad, la idealidad de la teoría de Nietzsche resulta evidente. Para los superficiales, en cambio, es una filosofía cruel y calculadora, que solo se interesa por la supervivencia de los más aptos. La limitación de espacio nos impide mencionar en detalle las demás escuelas alemanas de pensamiento filosófico. Los avances más recientes de la escuela alemana son el freudismo y el relativismo (a menudo llamado «la teoría de Einstein»). Aquel es un sistema de psicoanálisis a través de fenómenos psicopáticos y neurológicos; este ataca la precisión de los principios mecánicos en función de la teoría actual de la velocidad.

René Descartes está situado a la cabeza de la escuela francesa de filosofía y comparte con sir Francis Bacon el honor de haber fundado los sistemas de la ciencia y la filosofía modernas. Mientras que Bacon basaba sus conclusiones en la observación de lo externo, Descartes fundaba su filosofía metafísica en la observación de lo interno. El cartesianismo (la filosofía de Descartes) primero elimina todo y después sustituye como fundamentales las premisas sin las cuales es imposible la existencia. Para Descartes, una idea es lo que llega a la mente cuando concebimos algo y su verdad se debe determinar mediante los criterios de claridad y diferenciación. Por consiguiente, una idea clara y distinta tenía que ser verdad. Descartes se distingue también por desarrollar su propia filosofía sin recurrir a la autoridad, de modo que sus conclusiones parten de las premisas más sencillas y su complejidad aumenta a medida que la estructura de su filosofía va cobrando forma.

El positivismo de Auguste Comte se basa en la teoría de que el intelecto humano se desarrolla pasando por tres etapas del pensamiento. El estadio primero e inferior es el teológico: el segundo es el metafísico, y el tercero y más elevado, el positivo. Resulta así que la teología y la metafísica son débiles esfuerzos intelectuales de la mente infantil de la humanidad y el positivismo es la expresión mental del intelecto adulto. En su Cours de philosophie positive, Comte escribe lo siguiente: «En la etapa final, la positiva, la mente ha renunciado a la búsqueda vana de nociones absolutas, el origen y el destino del universo y las causas de los fenómenos y se dedica a estudiar sus leyes, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y semejanza. El razonamiento y la observación, bien combinados, son los medios para adquirir este conocimiento». La teoría de Comte se describe como «un sistema enorme de materialismo». Según Comte, antes se decía que los cielos proclaman la gloria de Dios pero ahora se limitan a narrar la gloria de Newton y Laplace.

Entre las escuelas francesas de filosofía figuran el tradicionalismo — a menudo se aplica este término al cristianismo—, para el cual la tradición es la base de la filosofía; la escuela sociológica, que considera la humanidad un inmenso organismo social; los enciclopedistas, cuyo esfuerzo por clasificar el conocimiento según el sistema baconiano revolucionó el pensamiento europeo; el volterianismo, que se oponía al origen divino de la fe cristiana y adoptó una actitud de máximo escepticismo con respecto a todo lo relacionado con la teología, y el neocriticismo, una revisión francesa de las doctrinas de Immanuel Kant. Henri Bergson, el intuicionista, sin duda el más importante de los filósofos franceses vivos, presenta una teoría de antiintelectualismo místico que parte de la premisa de la evolución creativa. No tardó en hacerse popular, porque apela a los mejores sentimientos de la naturaleza humana, que se rebela contra la desesperanza y la impotencia de la ciencia materialista y la filosofía realista. Bergson ve a Dios como la vida, luchando constantemente contra las limitaciones de la materia. Incluso concibe la posible victoria de la vida sobre la materia y, con el tiempo, la aniquilación de la muerte. Aplicando a la mente el método baconiano, John Locke, el gran filósofo inglés, afirmaba que todo lo que pasa por la mente es un objeto legítimo de la filosofía mental y que estos fenómenos mentales son tan reales y tan válidos como los objetos de cualquier otra ciencia. En sus investigaciones sobre el origen de los fenómenos, Locke partía de la premisa baconiana de que primero había que hacer una historia natural de los hechos. Para Locke, la mente está en blanco hasta que se graba en ella la experiencia, de modo que la mente se construye a partir de las impresiones recibidas, a las que se suma la reflexión. Locke creía que el alma era incapaz de percibir la divinidad y que la conciencia o la cognición que el hombre tenía de Dios no era más que una inferencia de la facultad de razonamiento. David Hume fue el más entusiasta y también el más influyente de los discípulos de Locke.

El obispo George Berkeley sustituyó el sensacionalismo de Locke con una filosofía fundada en las premisas fundamentales de este, pero desarrollada como un sistema de idealismo. Berkeley sostenía que las ideas son el verdadero objeto del conocimiento. Según él, era imposible demostrar que las sensaciones fuesen causadas por objetos materiales y también trató de probar que la materia no existe. Berkeley sostiene que el universo está impregnado y regido por la mente; por consiguiente, creer en la existencia de los objetos materiales no es más que un estado mental y es posible que hasta los propios objetos sean un invento de la mente. Al mismo tiempo, para Berkeley, poner en duda la precisión de las percepciones era peor que la locura, porque, si se cuestiona el poder de la facultad de percibir, el hombre queda reducido a una criatura incapaz de conocer, de juzgar o de realizar ninguna otra cosa.

En el asociacionismo de Hartley y Hume se adelantaba la teoría de que la asociación de ideas es el principio fundamental de la psicología y la explicación de todos los fenómenos mentales. Hartley sostenía que, si una sensación se repite varias veces, es que hay una tendencia a que se repita espontáneamente, que se puede despertar si se asocia con alguna otra idea, aun si no está presente el objeto que provocaba la reacción original. Según el utilitarismo de Jeremy Bentham, el arcediano Paley y James y John Stuart Mill, el mayor bien es lo que es más útil para la mayor cantidad de personas. John Stuart Mill creía que si se puede alcanzar el conocimiento de las propiedades de las cosas por medio de la sensación, mediante un estado mental más elevado —es decir, la intuición o la razón— también se puede lograr el conocimiento de la verdadera sustancia de las cosas. El darwinismo es la doctrina de la selección natural y la evolución física. Con respecto a Charles Robert Darwin se ha dicho que decidió desterrar por completo el espíritu del universo y convertir la mente infinita y omnipresente en sinónimo de los poderes penetrantes de una naturaleza impersonal. El agnosticismo y el neohegelianismo son también productos destacados de este período del pensamiento filosófico. El primero es la creencia en que la naturaleza de lo supremo es incognoscible y el segundo, una revisión inglesa y estadounidense del idealismo de Hegel. El doctor W. J. Durant declara que la gran obra de Herbert Spencer, Primeros principios, lo convirtió casi de inmediato en el filósofo más famoso de su época. El spenciarianismo es un positivismo filosófico que describe la evolución como una complejidad cada vez mayor, con el equilibrio como el estado más elevado posible. Según Spencer, la vida es un proceso constante desde la homogeneidad hasta la heterogeneidad y de vuelta de la heterogeneidad a la homogeneidad. La vida también supone la adaptación constante de las relaciones internas a las externas. El aforismo más famoso de Spencer es su definición de la divinidad: «Dios es la inteligencia infinita, diversificada hasta el infinito en un tiempo y un espacio infinitos, que se manifiesta a través de una infinidad de individualidades en constante evolución». Spencer destacaba la universalidad de la ley de la evolución y la aplicaba no solo a la forma, sino también a la inteligencia que hay detrás de la forma. En todas las manifestaciones del ser reconocía la tendencia fundamental a ir de lo sencillo a lo complejo y observaba que, cuando se alcanza el punto de equilibrio, siempre va seguido del proceso de disolución. Según Spencer, sin embargo, la desintegración solo se producía para que a continuación pudiera haber reintegración a un nivel superior del ser.

El puesto principal de la escuela italiana de filosofía habría que adjudicárselo a Giordano Bruno, que, tras aceptar con entusiasmo la teoría de Copérnico de que el sol es el centro del sistema solar, anunció que el sol es una estrella y que todas las estrellas son soles. En aquella época, la tierra se consideraba el centro de toda la creación, de modo que, cuando Bruno relegó al mundo y al hombre a un rincón oscuro del espacio, se produjo un cataclismo. Bruno pagó con su vida la herejía de afirmar la multiplicidad de los universos y de concebir el cosmos como algo tan vasto que no se podía llenar con un solo credo.

El vicoísmo es una filosofía basada en las conclusiones de Giovanni Battista Vico, que sostenía que Dios no controla Su mundo de forma milagrosa, sino mediante las leyes naturales. Según él, las leyes por las cuales los hombres se rigen a sí mismos nacen de una fuente espiritual que hay dentro de la humanidad y que está en comunicación con la ley divina; por consiguiente, la ley material tiene origen divino y refleja los dictados del Padre Espiritual. La filosofía del ontologismo, desarrollada por Vincenzo Gioberti —por lo general se lo considera más teólogo que filósofo —, plantea a Dios como el único ser y el origen de todo conocimiento y el conocimiento como algo idéntico a la propia divinidad. Por consiguiente, llama Ser a Dios y todas las demás manifestaciones son existencias. Para descubrir la verdad, hay que reflexionar acerca de este misterio.

El más importante de los filósofos italianos modernos es Benedetto Croce, un idealista hegeliano. Para Croce, las ideas son la única realidad. Es antiteológico en sus puntos de vista, no cree en la inmortalidad del alma y pretende sustituir la religión con la ética y la estética. Entre otras ramas de la filosofía italiana cabe mencionar el sensismo (sensacionalismo), según el cual las percepciones sensoriales son los únicos canales para recibir el conocimiento; el criticismo, o la filosofía del juicio exacto, y el neoescolasticismo, que es una reinstauración del tomismo alentada por la Iglesia católica.

Las dos escuelas más destacadas de la filosofía estadounidense son el trascendentalismo y el pragmatismo. El trascendentalismo, que aparece en las obras de Ralph Waldo Emerson, destaca el poder de lo trascendental por encima de lo físico. Muchos de los escritos de Emerson manifiestan una acusada influencia oriental, en particular sus ensayos sobre la superalma y la ley de compensación. Si bien la teoría del pragmatismo no es obra del profesor William James, a sus esfuerzos debe su amplia popularidad como principio filosófico. El pragmatismo se puede definir como la doctrina según la cual el significado y la naturaleza de las cosas se descubren a partir del análisis de sus consecuencias. La verdad, según James, «no es más que una cualidad funcional de nuestra forma de pensar, así como “lo correcto” no es más que una cualidad funcional de nuestra manera de actuar».

John Dewey, el instrumentalista, que aplica la actitud experimental a todos los propósitos de la vida, se debe considerar un comentarista de James. Para Dewey, el crecimiento y el cambio son ilimitados y no postula nada supremo. Por su prolongada residencia en Estados Unidos, el español Jorge Santayana merece figurar entre los filósofos estadounidenses. Defendiéndose a sí mismo con el escudo del escepticismo tanto de las ilusiones de los sentidos como del cúmulo de errores de todos los tiempos, Santayana procura conducir a la humanidad a un estado de mayor percepción, que él denomina «la vida de la razón».

(Además de las autoridades ya citadas, durante la preparación de este compendio sobre las ramas principales del pensamiento filosófico, el autor ha tenido acceso a The History of Philosophy de Stanley, An Historical and Critical View of the Speculative Philosophy of Europe in the Nineteenth Century de Morell, Modern Thinkers and Present Problems de Singer, Modern Classical Philosophers de Rand, Historia general de la Filosofía de Windelband, Present Philosophical Tendencies de Perry, Lectures on Metaphysics and Logic de Hamilton y The Story of Philosophy de Durant).

Después de haber detallado la evolución más o menos secuencial de la especulación filosófica desde Tales hasta James y Bergson, corresponde ahora llamar la atención del lector hacia los elementos y las circunstancias que conducen a la génesis del pensamiento filosófico. Aunque los helenos demostraron ser particularmente sensibles a las disciplinas filosóficas, no se debe considerar que esta ciencia de las ciencias nació con ellos. Escribe Thomas Stanley: «Aunque algunos griegos han atribuido a su nación el origen de la filosofía, los más eruditos de ellos reconocen que procede de Oriente». Las magníficas instituciones del saber hindúes, caldeas y egipcias se deben reconocer como el verdadero origen de la sabiduría griega, que se basó en las sombras proyectadas por los santuarios de Ellora, Ur y Menfis sobre la sustancia del pensamiento de un pueblo primitivo. Tales, Pitágoras y Platón, en sus andanzas filosóficas, estuvieron en contacto con muchos cultos distantes y regresaron con la tradición de Egipto y el Oriente inescrutable.

A partir de hechos incuestionables como estos, resulta evidente que la filosofía surgió de los Misterios religiosos de la Antigüedad y que no se separó de la religión hasta después de la decadencia de estos. Por consiguiente, quien quiera comprender las profundidades del pensamiento filosófico debe familiarizarse con las enseñanzas de los sacerdotes iniciados, que fueron los primeros custodios de la revelación divina. Se supone que los Misterios eran los guardianes de un conocimiento trascendental tan profundo que resultaba incomprensible salvo para el intelecto más elevado y tan poderoso que solo se podía revelar sin riesgos a quienes carecían de toda ambición personal y habían consagrado su vida al servicio desinteresado de la humanidad. Tanto de la dignidad de aquellas instituciones sagradas como de la validez de su afirmación de que poseían la sabiduría universal dan fe los filósofos más ilustres de la Antigüedad, que se habían iniciado en las profundidades de la doctrina secreta y daban testimonio de su eficacia.

Es legítimo formularse la pregunta siguiente: si estas instituciones místicas antiguas tuvieron tanta trascendencia, ¿por qué disponemos en la actualidad de tan poca información acerca de ellas y de los arcanos que decían poseer? La respuesta es bastante sencilla: los Misterios eran sociedades secretas que obligaban a sus iniciados a guardar un secreto inviolable y castigaban con la muerte la traición de los deberes sagrados. Aunque aquellas escuelas fueron la verdadera inspiración de las diversas doctrinas promulgadas por los filósofos antiguos, el origen de aquellas doctrinas no se revelaba jamás a los profanos. Además, con el correr del tiempo, las enseñanzas quedaron unidas de forma tan inextricable a los nombres de quienes las difundieron que las verdaderas fuentes —los Misterios—, de tan recónditas, se perdieron en el olvido.

La lengua de los Misterios es el simbolismo; de hecho, es la lengua no solo del misticismo y la filosofía, sino de toda la naturaleza, porque todas las leyes y los poderes que actúan en el universo se manifiestan ante las limitadas percepciones sensoriales del hombre por medio de símbolos. Todas las formas que existen en la esfera diversificada del ser son símbolos de la actividad divina que las produce.

Mediante símbolos han procurado siempre los hombres comunicarse mutuamente aquellos pensamientos que trascienden las limitaciones del lenguaje. Tras rechazar los dialectos creados por el hombre por inadecuados o indignos de perpetuar ideas divinas, los Misterios eligieron el simbolismo como un método ideal y mucho más ingenioso de conservar su conocimiento trascendental. Con una sola figura, un símbolo puede revelar y ocultar al mismo tiempo, porque, para el que sabe, el tema del símbolo resulta evidente, mientras que, para el ignorante, la figura sigue siendo inescrutable. Por consiguiente, quien pretenda descubrir la doctrina secreta de la Antigüedad no debe buscarla en las páginas abiertas de los libros que podrían caer en manos de quienes no los merecen, sino en el lugar en el que fue escondida originariamente. Los iniciados de la Antigüedad tuvieron visión de futuro. Se dieron cuenta de que las naciones pasan, de que los imperios alcanzan su grandeza y decaen y de que, después de la época dorada de las artes, las ciencias y el idealismo, llega la edad oscura de la superstición. Teniendo en cuenta sobre todo las necesidades de la posteridad, los sabios antiguos llegaron a extremos inconcebibles para asegurarse de preservar su conocimiento. Lo grabaron en las paredes de las montañas y lo ocultaron dentro de las dimensiones de imágenes colosales, cada una de las cuales era una maravilla geométrica. Escondieron lo que sabían de química y matemática en mitologías que los ignorantes perpetuarían o en los arcos de sus templos, que el tiempo no ha destruido del todo. Escribieron en caracteres que ni el vandalismo de los hombres ni la furia implacable de los elementos pudieron borrar por completo. Hoy los hombres contemplan con respeto reverencial los gigantescos colosos de Memnón, que se alzan solos en las arenas de Egipto, o las extrañas pirámides escalonadas de Palenque. Son testimonios mudos de las artes y las ciencias perdidas de la Antigüedad y tal sabiduría debe permanecer oculta hasta que nuestra raza haya aprendido a leer el lenguaje universal: el simbolismo. El libro al que corresponde esta introducción está dedicado a la proposición de que en estas figuras, alegorías y rituales emblemáticos de los antiguos se oculta una doctrina secreta que tiene que ver con los misterios profundos de la vida y que esta doctrina ha sido preservada en su totalidad por un grupo reducido de mentes iniciadas desde el principio del mundo. Al partir, aquellos filósofos iluminados han dejado sus fórmulas para que otros también pudieran llegar a comprender. Sin embargo, para que aquellos procesos secretos no cayeran en manos incultas y se pervirtieran, el Gran Arcano siempre se ha escondido en símbolos o alegorías y los que hoy alcancen a descubrir sus claves ocultas pueden abrir con ellas un tesoro de verdades filosóficas, científicas y religiosas.

En La gran asamblea sagrada está escrito acerca del Antiguo de los Antiguos que es el Oculto de los Ocultos, el Eterno de los Eternos, el Misterio de los Misterios y que, en sus símbolos, es cognoscible e incognoscible. Según el Zohar, sus vestiduras son blancas, aunque en esta ilustración se ven rojas, para indicar que las prendas de la Divinidad comparten la naturaleza de la actividad cósmica. Se dice que su rostro es amplio, luminoso y espantoso. Está sentado en un trono de luz llameante y los destellos del fuego están sometidos a Su voluntad. La luz blanca que le surge de la cabeza ilumina cuatrocientos mil mundos. (Según algunos textos, son cuarenta mil mundos superiores). La gloria de esta luz llegará a los justos, llamados «los frutos sagrados del árbol sefirótico».

Trece mil millares de mundos quedan bajo la luz que procede de su cabeza, de la cual fluye un rocío misterioso, que tiene el poder de despertar a la vida eterna a los que están muertos espiritualmente. Se dice que la Gran Faz mide trescientos setenta mil millares de mundos y por eso se la llama «la Larga Faz». La apariencia del Antiguo de los Antiguos es la del Anciano de los Ancianos, que ya era antes del comienzo y cuyo trono se alza sobre el firmamento. El Anciano de los Ancianos deseó la Faz Menor, o la creación, que es el carro del Santísimo de los Santísimos.

El cabello y la barba del Antiguo de los Antiguos se extienden hasta los confines del universo. De Su cabeza cuelgan mil mil millares y siete mil quinientos cabellos rizados, que no están mezclados, para que no haya confusión, y en cada rizo hay cuatrocientos diez mechones de pelo y todos y cada uno de estos cabellos irradia en cuatrocientos diez mundos. En el vacío de Su cabeza está la membrana aérea de la Sabiduría suprema oculta y Su cerebro se extiende y avanza por treinta y dos caminos. De la barba del Antiguo de los Antiguos fluyen trece fuentes y de Sus manos salen los rayos madres y padres, de los cuales nace la existencia. La cabeza del Antiguo de los Antiguos está hendida, como la de Zeus, para que pueda surgir de ella la sabiduría, en forma de Atenea.

segunda-feira, 8 de agosto de 2022

Conexões Cósmicas

Em meados de 1988, o mundo ficou sabendo que Nancy, a esposa do presidente dos Estados Unidos, Ronald Reagan, de vez em quando fazia com que fossem introduzidas mudanças na agenda oficial do marido em função das previsões de um astrólogo. Além disso, foi revelado que, antes de uma conferência de cúpula, o astrólogo da senhora Reagan traçara – a pedido da primeira-dama – um horóscopo de Mikhail Gorbachov, supostamente para ajudar o presidente americano a preparar-se para as negociações com o líder soviético.

Tais notícias, amplamente divulgadas, suscitaram manifestações de consternação e zombaria em editoriais e em declarações de figuras públicas; em plena era nuclear, como podia o homem mais poderoso do mundo permitir que seu comportamento fosse influenciado, ainda que em grau reduzido, por uma pseudociência que já era desacreditada e rejeitada séculos antes pelos pensadores racionais? O que as pessoas pensariam a respeito de ocupantes da Casa Branca que se deixassem levar por essas crendices místicas acerca de planetas, estrelas e signos do zodíaco?

Na verdade, muitos americanos nada viam de estranho no interesse de Reagan pela astrologia. Para essas pessoas, o estudo das relações entre os céus e os assuntos humanos não é crendice, nem “pseudo” nada, mas um esquema válido e funcional para se ver a vida e, às vezes, discernir o que se pode esperar do futuro. Existe um número suficiente de pessoas que acreditam nisso para fazer com que a recusa do presidente Reagan em proclamar publicamente sua descrença na astrologia – alegando não ter informação suficiente para julgar o assunto – tenha sido uma atitude sagaz, do ponto de vista político.

A popularidade da astrologia é particularmente evidente no Oriente, onde a antiga arte jamais adquiriu a má reputação que foi sua sina, por tanto tempo, no Ocidente. Em muitas sociedades asiáticas, até mesmo as famílias mais cultas sempre consultam um astrólogo antes de fixar a data para um matrimônio ou para a compra de uma propriedade. Um evento de suma importância como a concessão da independência da Índia foi antecipado – do dia 15 de agosto de 1947 para a meia-noite de 14 de agosto – porque a data original foi declarada desfavorável.

Em Bangkok, os executivos consultam autoridades astrais entes de decisões cruciais. Quando a Coca-Cola abriu sua primeira engarrafadora na Tailândia, os diretores esperaram os astros darem um sinal de aquiescência. “Caso nos recusemos a aceitar o conselho do astrólogo”, declarou um alto funcionário, “os sacerdotes budistas irão negar-se a abençoar o maquinário na cerimônia de abertura. E então, ninguém na Tailândia beberá Coca-Cola.” No reino de Siquim, o matrimônio do príncipe herdeiro com a jovem Hope Cooke, de Nova York, foi adiado por um não, até 1963, a pedido dos astrólogos da corte.

No Ocidente, o Iluminismo eclipsou a astrologia a partir do século XVIII, juntamente com a magia, a bruxaria e outras incursões no reino do ocultismo. No entanto, para o pesar de muitos cientistas e outros devotos da racionalidade, a astrologia voltou a surgir no século XX. Mais de 10 mil astrólogos profissionais praticam sua arte atualmente apenas nos Estados Unidos e contam com cerca de 50 milhões de adeptos. E esses números parecem estar subindo: uma pesquisa de 1987 do Instituto Gallup indica que mais da metade dos americanos de 13 a 18 anos acredita na astrologia. Em 1988, 92% dos jornais diários do país publicavam horóscopos, contra apenas 78% nove anos antes. Os horóscopos costumam estar entre as colunas mais lidas dos jornais, apesar de serem condenados por muitos astrólogos sérios.

Segundo estimativas, uma em 10 mil pessoas do mundo ocidental está envolvida com a astrologia, como estudiosa ou profissional – a mesma proporção dos que estudam ou praticam a psicologia. Já foram impressos, nas línguas ocidentais, cerca de mil livros que abordam a astrologia a sério – quase a mesma quantidade de livros sobre astronomia.

Tais cifras apenas enfatizam o fato de que, nos anos recentes, a astrologia se tornou um fator poderoso nas vidas de muitos americanos e europeus, muito além dos horóscopos lidos avidamente nos jornais em busca de promessas de amor, dinheiro e prestígio. Ao contrário dos astrólogos orientais, que se dedicam quase inteiramente à predição do futuro, a maioria dos profissionais do Ocidente enfatiza o aconselhamento psicológico, baseando-se no que as estrelas e planetas dizem acerca do caráter e da personalidade do cliente. A sina, porém, não deixa de ser levada em conta. Qualquer leitor de revistas populares sabe que muitos astros de cinema consultam astrólogos tanto para assuntos de negócios quanto para os do coração.

Menor publicidade é dada aos especuladores das altas finanças, que telefonam para seus conselheiros astrológicos com tanta frequência quanto para os analistas de mercado. “Os milionários não usam astrólogos”, declarou o magnata J.P. Morgan, “mas os bilionários usam.”

As previsões de astrólogos financeiros importantes como  Arch Crawford atraem atenção de Wall Street e podem render aos prognosticadores rendas anuais de milhões. Os consultores astrológicos prosperam até mesmo em campos limitados como o dos negócios imobiliários. “Se vender quando Mercúrio estiver retrógrado”, avisou um consultor de Los Angeles a uma cliente no início de 1986, “vai haver um problema com o contrato, ou a venda não se realizará.” A proprietária, Susan Wallerstein, esperou um mês, até o planeta retomar sua marcha para frente, antes de pôr a placa de “Vende-se” diante da casa. Um comprador apareceu antes do pôr-do-sol do primeiro dia em que a casa esteve à venda, pagando 5 mil dólares mais do que ela esperava.

Desse modo a astrologia – que já foi descrita como uma arte, uma ciência, uma linguagem, um sistema, uma filosofia e uma vigarice – é empregada em atividades tão puramente modernas, como a corretagem de valores, o aconselhamento psicológico, a preparação da agenda presidencial e a sondagem dos mistérios do mercado imobiliário. No entanto, trata-se de uma velha criação, de uma ferramenta extremamente antiga, cuja influência já era sentida na conduta dos negócios humanos há milhares de anos. O grau dessa antiguidade só foi desvendado em meados do século XIX, pela obra de um jovem arqueólogo iraquiano educado em Oxford, Hormuzd_Rassam, o qual, pelo que se sabe, não tinha qualquer interesse particular pela astrologia.

Em 1853, Rassam começou a cavoucar em umas antigas ruínas que havia perto de sua casa, às margens do rio Tigre. Ele e seus homens trabalhavam à luz das estrelas, o mais discretamente possível, pois uma equipe francesa rival detinha os direitos sobre o local. Rassam correu o risco de expor-se à ira de seus colegas arqueólogos por ter a certeza de que ali estava sua melhor chance de descobrir os segredos do grande império assírio que, no passado, dominara a região. Ficou, portanto, muito exaltado quando, no final de dezembro, seus homens lhe comunicaram a descoberta de vestígios de um edifício. Ele abriu caminho e ingressou em uma grande galeria, cujas paredes estavam decoradas com magníficos baixos-relevos de uma caçada de leões feita pela comitiva real. Sob montes de detritos e de areia, ele encontrou milhares de tabuletas de argila, cobertas de inscrições cuneiformes.

Rassam acabara de encontrar os restos do palácio da biblioteca de Nínive, a antiga capital assíria, construído em alguma época entre 668 e 627 a.C., pelo rei Assurbanipal, o mais poderoso dos soberanos da Assíria. Ali estava a mais rica concentração de sabedoria de todo o antigo Oriente Médio. Quando os estudiosos começaram a decifrar os textos, inscritos na língua acadiana da antiga Babilônia e Assíria em mais de 25 mil tabuletas, evidenciou-se a importância da descoberta de Rassam. Naquele inesperado tesouro histórico desencavado na Mesopotâmia havia o registro de histórias oficiais, documentos religiosos, decretos reais e correspondência da corte, obras literárias, textos médicos, dicionários e gramáticas. Alguns documentos datavam de mais de mil anos antes de Assurbanipal; entre os mais antigos e intrigantes estava um conjunto de tabelas astronômicas, acompanhado de diversas profecias.

“No 15ª dia de Shebat”, dizia uma “Vênus desapareceu no oeste por três dias. Então, no 18ª dia, Vênus tornou-se visível no leste. As fontes fluirão. Adad trará sua chuva e Ea suas inundações. Reis mandarão mensagens de reconciliação para reis.”

É claro que os antigos assírios não se referiam ao planeta pelo nome atual, Vênus: chamavam-no de Ishtar. Porém, analisando as referências dentro de seu contexto, os intérpretes puderam traduzir os nomes dos corpos celestes, que apareciam em dezenas de inscrições: “Quando Júpiter ficar na frente de Marte (…) um grande exército será destruído”; “Quando a Lua andar em uma charrete, o jugo do rei da Acádia prosperará”, “Quando Leão estiver escuro, o coração da terra não será feliz”; “Quando Vênus estiver no alto, haverá prazer na cópula.” E assim por diante em setenta tabuletas, batizadas de Enuma Anu Enlil, em virtude do primeiro verso da primeira delas: “Quando os deuses Anu e Enlil (…)”. A humanidade já perscrutava seu destino nos céus, prática que mais tarde seria conhecida como astrologia, partir da palavras gregas para “fala das estrelas”.

O desejo de conhecer o futuro é sem dúvida tão antigo quanto a própria consciência. Os sábios de tribos imemoriais buscavam, nas singularidades da natureza, o prognóstico dos acontecimentos. Pesquisavam o voo dos pássaros, o comportamento das serpentes, as cores do pôr-do-sol e até mesmo as entranhas fumegantes de animais mortos. Em nenhuma outra parte, porém, o homem encontrou, na natureza, uma relação tão vívida com a própria existência quanto na marcha regular e previsível dos astros. O sol nasce na hora certa; as constelações desfilam, anunciando as estações e proporcionando a contagem dos dias passados e por vir. E, mais concretamente, um dos artefatos mais velhos do mundo é uma placa de osso entalhada há 34 mil anos por um Cro-Mgnon observador, com riscos que, aparentemente, marcavam as fases da lua – talvez fosse um calendário para acompanhar as migrações dos animais que ele caçava para sua alimentação.

Quando a caça cedeu lugar à agricultura, os primitivos lavradores foram aprendendo a distinguir os movimentos planetários e a acompanhar o progresso anual do sol, deslocando-se do sul para o norte e de volta para o sul. Plantavam de acordo com isso, pois viram que esses movimentos celestiais pressagiavam mudanças no clima e a chegada das inundações anuais, que traziam água e nutrientes para seus campos. Parecia existir uma relação de causa e efeito entre as mudanças no céu e na terra. Como saber o que mais os astros poderiam anunciar ou influenciar?

Desde o começo do mundo há manifestações visíveis das forças cósmicas. Em uma noite de céu limpo, em um amplo horizonte, cerca de 2 mil estrelas podem ser observadas a olho nu, formando padrões que são um convite à imaginação especulativa. Para os antigos egípcios, as mais brilhantes eram as almas dos faraós desaparecidos, que navegavam em barcos espirituais pela Via Láctea, está sua morada final. Os antigos gregos construíram nas constelações toda uma mitologia repleta de histórias dramáticas que falavam de rixas entre as famílias dos deuses e dos feitos dos heróis ancestrais. Para os chineses, seus primeiros imperadores eram filhos de meteoros que caíram dos céus e engravidaram as mulheres. E diz-se que a primeira dinastia da China, a dos Chia, desmoronou em virtude de perturbações públicas causadas por um eclipse do sol.

Do outro lado do mundo, na antiga América, os maias do México e da Guatemala eram obcecados pelo planeta Vênus, que comparavam à serpente divina, Cuculcán. Eles conceberam um calendário para os movimentos desse planeta para um período de 384 anos. Contudo, nenhum povo da antiguidade estudou mais intensamente o céu, nem levou mais a sério seus presságios do que os habitantes da Mesopotâmia – a fértil terra entre os rios Tigre e Eufrates. Muito antes de os escribas assírios copiarem as tabuletas da biblioteca de Assurbanipal, seus antepassados já registravam os movimentos dos planetas e das estrelas.

Assim começou a astronomia, a ciência de observar os céus, e dela nasceu a astrologia, a prática de ler o destino, ou descobrir significados religiosos, nos movimentos dos corpos celestes.

A observação sistemática dos astros começou com os sumérios, que chegaram à Mesopotâmia por volta de 5000 a.C. para cultivar a terra, e criaram a primeira civilização do mundo. Suas habitações de tijolos de barro, construídas ao longo dos rios, cresceram e transformaram-se em cidades, com deslumbrantes palácios, templos e outros edifícios públicos. O comércio desenvolveu-se, e com ele veio a necessidade de fazer registros. Os sumérios aprenderam a multiplicar, dividir, extrair raízes quadradas e cúbicas e usar números recíprocos. Também inventaram a primeira escrita conhecida: a cuneiforme, que gravavam em tabuletas de argila.

Os Sumérios eram profundamente religiosos e seus deuses, ao que parece, eram na verdade os pontos de luz que viam brilhar no céu noturno. À medida que os deuses circulavam pelos céus, era razoável supor que isso tivesse um profundo efeito sobre os assuntos humanos. Um conjunção de dois planetas, por exemplo, significava a competição de duas divindades pelo mesmo espaço no céu. Com certeza, um conflito similar iria ocorrer na terra.

Pela mesma lógica, acreditavam que os deuses comunicavam seus desejos por meio de augúrios nos céus, tais como formações particulares das nuvens ou estrelas cadentes. Muito esforço era dedicado à satisfação dos desejos divinos. Os sacerdotes traçaram um calendário de festas religiosas, baseado principalmente nas fases da Lua, mas também em outros sinais celestes. Uma sequência comemorava o encontro amoroso anual entre Ishtar – o planeta Vênus – e o belo pastor Tammuz, representado pela constelação que mais tarde ficou conhecida como Órion. Tammuz brilhava com intensidade no céu de inverno, mas no verão ele sumia, retirando-se para o mundo subterrâneo quando o Sol esquentava. Finalmente, Ishtar descia para buscá-lo e os sacerdotes cantavam hinos e acendiam tochas para iluminar seu caminho.

Qualquer perturbação do giro celestial trazia medo e confusão, pois a segurança de deuses e de homens enchia-se de incertezas. Os eclipses eram considerados particularmente perigosos. Durante um eclipse lunar parecia que o deus da lua, Sin, estava engolindo por demônios e sofrendo grandes dores. Quando a sombra começava avançar, os sacerdotes acendiam suas tochas e cantavam hinos, as pessoas comuns cobriam a cabeça com suas capas e gritavam a plenos pulmões. O método funcionava, pois o barulho parecia espantar os demônios. A sombra passava, e a lua ressurgia, ilesa.

Os sumérios prosperaram por muitos séculos, até serem postos de lado por sucessivas levas de recém-chegados: semitas da Arábia, por volta de 2350 a.C. uniram a Mesopotâmia com o reino da Acádia, formando o primeiro império regional; outro povo semítico, o amorita, fez de sua capital, Babilônia, um lugar de esplendor legendário no século XVIII a. C.; depois chegaram os hititas, os cassitas e finalmente os assírios, cujas conquistas engolfaram todos os reinos anteriores. À medida que cada nova potência ia acrescentando novos costumes e crenças, a cultura da região foi se tornando mais sutil e complexa. A astrologia não foi uma exceção.

As mais antigas profecias cósmicas, inclusive as tabuletas babilônicas encontradas na biblioteca de Assurbanipal, costumavam juntar genericamente astrologia, astronomia, práticas religiosas, previsão do tempo e praticamente tudo mais de que os escribas se lembrassem. “Se o céu estiver brilhante quando a nova lua aparecer, e for saudada com gritos de alegria, o ano será bom”, lia-se em uma previsão. “Caso haja trovões no mês de Shebat, haverá uma praga de gafanhotos”, asseverava outra, sem dúvida baseada em uma longa experiência com gafanhotos e trovões.

Praticamente todas as primeiras previsões relacionavam-se de algum modo com o bem-estar do estado; a ideia de um horóscopo individual, baseado na data de nascimento de uma pessoa, levaria séculos para surgir. O rei era o único cliente do astrólogo, cuja principal tarefa era discernir a vontade dos deuses, para orientar as decisões do governo. E que monarca poderia resistir ao contentamento de ouvir que “se o sol ficar no lugar da lua, o rei estará seguro em seu trono”? Ou: “Se Júpiter parecer entrar na Lua, os preços serão baixos”?

Com o futuro de suas nações sobre os ombros, os adivinhos reais da Babilônia e da Assíria usavam todos os meios possíveis para ler o futuro. Além de estudar as estrelas, eles analisavam o padrão do voo dos pássaros, interpretavam os sonhos do soberano, ou decifravam as figuras desenhadas por uma gota de óleo ao cair em um copo de água. Partos estranhos exigiam uma explicação imediata: “Se uma mulher der à luz um porco, uma mulher tomará o trono; se uma mulher der à luz um elefante, a terra será devastada.” É difícil imaginar que circunstâncias provocaram a criação de tais máximas.

A arte de ler entranhas de animais ganhou importância especial, pois achava-se que a faca do sacerdote, ao entrar no cordeiro ou bode sacrificial, congelava um momento do tempo cósmico que refletia a condição de todo o universo. O fígado, por ser o maior órgão, recebia uma atenção particular. Alguns videntes dedicavam-se inteiramente à hepatologia, a arte de analisá-lo, que se tornou muito difundida.

Mas as luzes no céu continuavam a ser a conexão mais direta e poderosa dos mesopotâmicos com seus deuses. Como parte dos esforços para observar e agradar as divindades, os senhores da Babilônia e de Nínive construíram templos no alto de íngremes pirâmides, chamados zigurates – a Torre de Babel, mencionada no Antigo Testamento, talvez seja o mais famoso deles. No início de cada ano, segundo o mito babilônico, os deuses reuniam-se no alto dos zigurates para decidir os destinos do império. Durante o resto do tempo, os sacerdotes usavam as torres como observatórios estelares. E quanto mais aprendiam, maior era sua dificuldade em acompanhar e interpretar os movimentos dos corpos celestes.

A complexa geometria dos céus sempre foi uma fonte de fascínio e frustração. Do alto de um zigurate, as estrelas pareciam girar em uma sequência imutável, do leste para o oeste, tal viandantes familiares. O astrólogo divisava desenhos – um grupo de estrelas parecido com um tufo de cabelos, outro com um escorpião, outro ainda com um leão agachado. Os passos da sequência mudavam de estação para estação, mas isso também era previsível. Na primavera, no tempo dos babilônios, a constelação que chamamos de Touro aparecia no horizonte ao alvorecer; um mês depois, a constelação da aurora seria a de gêmeos.

Porém, alguns astros não se enquadravam nesse padrão regular. A exceção mais óbvia era o sol. Até um observador casual sabia que no verão ele nascia mais cedo, ficava mais tempo no céu e trilhava um caminho mais alto do que no inverno. O ponto em que ele surgia no horizonte a cada manhã avançava pouco a pouco para o norte. Então, em pleno verão, ele invertia a marcha a voltava a caminhar para o sul, seguindo um caminho mais baixo no céu. Era visível que, embora os movimentos do sol estivessem de algum modo relacionados com o grande arco descrito no firmamento pelos demais corpos celestes, não dependiam deles. Os observadores do céu também detinham a chave de uma previsão quase infalível. Contando os dias depois de o sol começar a caminhar para o norte, podiam calcular quando começariam as cheias da primavera e qual seria a melhor época para que os lavradores começassem a plantar suas sementes.

Outra brilhante exceção à conformidade celeste generalizada era a lua. Ela não apenas nascia e se punha a qualquer hora do dia ou da noite, como também mudava constantemente de forma. Resplandecente quando cheia, a lua diminuía, até chegar ao mais diminuto crescente e sumir – para então ressurgir com renovado esplendor. O ciclo levava cerca de 29 dias e meio e proporcionava uma forma prática de medir o tempo. Cada ciclo tornou-se um mês, e doze meses completavam mais ou menos um ano. Mas havia um problema ainda maior: os ciclos da lua não coincidiam com o ritmo anual do sol. Em consequência disso, as estações se atrasavam no calendário, e de vez em quando os videntes acrescentavam um mês adicional, para endireitar as estações.

Certos dias do mês eram reservados para observâncias rituais e, em outros, toda e qualquer atividade deveria ser evitada. Os últimos dias antes da lua nova, quando a velha lua “atravessava o rio da morte”, eram considerados especialmente azarados. No 29º dia do mês de Tebit o rei não saía do palácio, para “não encontrar bruxarias no vento da rua”. Qualquer homem que se aventurasse a sair de casa no 29ª dia de Nisan morreria com certeza – era o que diziam os videntes. De fato, desde a época do rei Hamurabi, no século XVIII a.C., toda atividade era tabu no primeiro dia de cada uma das fases da lua. Essa observância periódica de um dia de descanso passou para outras culturas: situa-se aí a origem do sabá judaico e, mais tarde, do domingo cristão.

Tanto o sol quanto a lua eram divindades importantes no panteão dos deuses mesopotâmicos; mas também se destacavam outros corpos, cujos movimentos pareciam ser ainda mais aleatórios. Estes eram os planetas, dos quais o vidente podia enxergar cinco, do alto do zigurate. O mais brilhante era Vênus (Ishtar, para os babilônios), estrela matutina e vespertina que, às vezes, brilhava mesmo quando o sol estava no alto. Como seu brilho variava de maneira provocante, essa estrela era considerada a deusa da juventude, da beleza e do amor apaixonado. Mas Ishtar, também conhecida como a Senhora das Batalhas, era representada montada em um leão, com uma arma na mão.

Júpiter era outro planeta de brilho intenso, cuja luz esplendorosa e constante o vidente associava a Marduk, o rei dos deuses. Marduk podia desencadear tempestades e cataclismas, mas em geral era benigno e pressagiava fama e poder mundanos. Marte, por outro lado, com sua luz vermelha e maligna, era conhecido como o deus da guerra Nergal, arauto de morte e destruição. O remoto Saturno – Ninurta, movendo-se lentamente, reinava como pálida e tremeluzente divindade do tempo, da idade avançada e da busca de erudição. Com um ciclo através do céu que durava quase trinta anos, Ninurta tinha uma perspectiva pausada das coisas. Seu oposto, em personalidade e efeito, era Mercúrio, ou Nebu, rápido como um azougue, cujo passo veloz granjeou-lhe a fama de ter a malícia de uma raposa.

Acompanhar o curso dos planetas levou os videntes a estonteantes especulações. Os planetas pareciam vagar à vontade pelos céus, sem qualquer relação lógica uns com os outros, ou com qualquer outra coisa. Mercúrio dançava para frente e para trás, próximo ao sol. Saturno podia encostar-se a uma constelação durante anos, como se estivesse acorrentado. Às vezes um planeta parecia andar para a frente como deve ser, para depois parar no céu, ou até mesmo inverter a marcha e voltar. Os videntes referiam-se a esses astros caprichosos como bibbus, ou bodes selvagens – termo estranhamente irreverente para os deuses do destino humano. Mas seus movimentos eram anotados cuidadosamente, com especial atenção para o momento em que emergiam no horizonte, no crepúsculo.

Enquanto os bodes selvagens vagabundeavam pelo céu, as chamadas constelações fixas forneciam pontos adequados de referência para a observação de seus movimentos. Os videntes dividiram o céu em três avenidas, que arrastavam as estrelas como correias transportadoras. A mais setentrional parecia girar em torno da estrela do Norte, quando vista do hemisfério norte, e suas constelações nunca sumiam no horizonte. Segundo alguns estudiosos, esse cinturão pertencia a Anu, a divindade reinante no céu. Enlil, deus da chuva e do vento, controlava o cinturão central, cujas estrelas nasciam e se punham com o movimento diário da Terra. O cinturão meridional, com estrelas que desapareciam por meses durante o inverno, quando o hemisfério norte ficava afastado delas e do sol, era o domínio do deus da água, Ea, que emergia periodicamente para salvar a humanidade em tempos de crise, e depois sumia de novo em seu oceano nativo. Visto como um velho homem sábio vestido com uma capa em forma de peixe, Ea, deu ao mundo a ciência, a arte e a escrita, bem como todo o conhecimento da magia.

No decorrer do século VII a.C. o Oriente Médio, um cantinho de culturas e exércitos em luta, entrou em um período particularmente tumultuado, que transformou o ambiente intelectual. O império assírio atingiu o auge de seu poder e então, subitamente, desmoronou. Novas influências culturais vieram da Pérsia, no leste, e dos ocidentais de língua grega que viviam às margens do mar Egeu.

A antiga cidade da Babilônia, que entrara em decadência sob o domínio assírio, ganhou novo brilho no reinado do enérgico rei caldeu Nabucodonosor. Através dos cronistas judeus, a posteridade teria de Nabucodonosor uma opinião desfavorável, pois ele saqueou Jerusalém e levou os judeus para o exílio na Babilônia; o livro de Daniel afirma que ele ficou louco e começou a comer grama. Mas durante seu reinado, de 605 a 562 a.C., ele reconstruiu a Babilônia, transformando-a em um lugar de esplendor incomparável, com seus Jardins Suspensos que sobressairiam entre as maiores maravilhas do mundo e um esplêndido zigurate de sete níveis para investigar os mistérios celestiais.

Inspirados talvez por esse cenário majestoso, os videntes da Babilônia prosseguiram com redobrado vigor a compilação de suas tabelas astronômicas. Requintaram o calendário, concebendo um método para ajustar os meses lunares ao ano solar de maneira mais ordenada. Passaram a recorrer à matemática em suas observações dos corpos celestes, que assim ficaram mais precisas. Um escriba podia relatar que “no 18º dia do mês, a deusa Ishtar estava 2 graus e 55 minutos acima do Rei” – o Rei era Regulus, a estrela mais brilhante de Leão. Relógios de sol e de água ajudavam a controlar o ritmo dos eventos celestes.

Para obter maior precisão, os pesquisadores babilônicos dividiram o dia e a noite em períodos padronizados: doze horas de um meio-dia a outro, com cada hora dividida em sessenta minutos e cada minuto em sessenta segundos. Até os dias de hoje, o mostrador de qualquer relógio comum reflete a obra dos astrólogos babilônicos, embora as unidades de tempo deles fossem exatamente o dobro das nossas.

Também estudaram as principais constelações. É certo que um número razoável delas fora identificado em épocas anteriores, mas os videntes babilônicos preocupavam-se antes de mais nada com as que giravam nas regiões centrais do céu, ao longo do Caminho de Enlil, pois elas estavam na estrada trilhada pelo sol, pela lua e pelos planetas. Distinguiram um total de dezoito figuras, inclusive todos os signos do moderno zodíaco, exceto Áries, o Carneiro. Cada constelação assumiu um caráter astrológico, com base em sua forma física e também em seu papel na mitologia. A constelação que mais tarde foi chamada de Libra, a Balança, representava o equilíbrio e o julgamento. Virgem, vista originalmente como um sulco em um campo de trigo, representava a fertilidade. Escorpião, signo do outono, picava o sol com seu ferrão envenenado, deixando-o fraco e moribundo.

Com o tempo, os videntes dividiram o Caminho de Enlil em doze segmentos de espaçamento regular, com um mês de duração, e deram a cada um o nome do grupo estelar correspondente. Não importava que houvessem mais constelações do que segmentos, ou que algumas delas ocupassem um espaço maior do que as demais. Algumas foram abandonadas, e as diferenças de tamanho das demais foram ignoradas. E, antes do final do século V a.C., o zodíaco assumiu sua forma quase idêntica à atual, com os doze signos dividindo o céu em segmentos iguais, de trinta graus cada. E tornou-se o instrumento central da astrologia.

A essa altura, o impulso de examinar o céu noturno de maneira organizada já se difundira para além dos reinos da Mesopotâmia. Entre os mais ardentes vigilantes do céu estavam os filósofos da Grécia. Desde os tempos de Homero, os marinheiros gregos haviam dirigido suas proas guiando-se pelos sinais celestes, e os lavradores colhiam suas uvas quando Órion estava em seu ponto mais alto. Mas os filósofos, muitos dos quais viviam em colônias gregas na Jônia, na costa ocidental da moderna Turquia, não tinham em vista qualquer finalidade prática. Os deuses do céu não tinham domínio sobre eles. Tampouco procuravam adivinhar o futuro, pois para isso contavam com o oráculo existente em Delfos. Os filósofos eram movidos pela simples curiosidade, pelo puro deleite de decifrar charadas. Como resultado, construíram uma estrutura teórica para o universo que observavam.

Um dos primeiros pensadores jônicos, nascido por volta de 630 a.C., foi Tales, da cidade de Mileto. Versado em matemática oriental (diz-se que ele trouxe a geometria para a Grécia), Tales concebeu uma nova abordagem do estudo cósmico. Ele procurou limpar do céu as antigas mitologias e trocá-las por leis físicas. O mundo não podia ter sido formado, como achavam os babilônicos, quando Marduk matou o dragão Tiamat e moldou o cosmo com seus pedaços. Tales afirmava que o mundo evoluíra através de causas naturais, a partir de um elemento físico – que ele supunha ser a água. Aplicando suas leis físicas, Tales tornou-se um adepto da análise e previsão dos movimentos dos corpos celestes.

Vários pupilos de Tales prosseguiram sua obra, empenhando-se em decifrar o grande plano do cosmo. Anaximandro propôs uma imagem geométrica do céu, na qual o universo estaria dentro de uma grande roda de fogo, na qual haveria orifícios pelos quais escapava a luz das estrelas. Anaxímenes, outro de seus discípulos, sugeriu que as estrelas e planetas eram cabeças brilhantes de pregos espetados em esferas de uma substância transparente e cristalina; ele considerava o ar como elemento primordial e não a água, ou o fogo. Mas esses dois estudiosos procuravam uma explicação racional para eventos naturais e, apesar das suas elevadas especulações, eram absolutamente realistas. Anaximandro, por exemplo, dedicou parte de seu tempo a traçar um mapa incrivelmente exato do mundo então conhecido.

Enquanto ideias como essas instigavam os debates intelectuais dos filósofos, outros esquemas de pensamento desenvolviam-se para competir com elas. O mais influente, de longe, originou-se com outro jônico – Pitágoras, conhecido de todo estudante moderno pelo famoso teorema da geometria do triângulo, que leva seu nome. Pitágoras foi um gigante em seu próprio tempo, um homem de grande inteligência, estudioso incansável e conhecedor de terras distantes. Viajou para o Egito, depois para a Babilônia e voltou para casa imerso em saber astral. O cosmo, decidiu ele, fora criado por uma única entidade, que se manifestava através dos números. Todas as partes do universo se encaixavam em um sistema matematicamente perfeito, tão seguro quanto a tabuada e tão estrito quanto as notas da escala musical. O resultado era uma harmonia numérica, um zumbido cósmico, que ressoava das estrelas, no alto, para a Terra, abaixo. Cada planeta, girando no espaço, produzia uma nota musical, e juntas as notas vibravam em um único acorde perfeito: a música das esferas. O indivíduo sábio, declarou Pitágoras, deveria buscar a perfeição afinando a si mesmo por essa sinfonia predominante.

Tal como a maioria de seus contemporâneos, Pitágoras achava que a Terra era redonda e, também como eles, acreditava que ela era um corpo estacionário no centro de um cosmo em órbita. No entanto, havia uma forte contradição nessa imagem harmônica: as estranhas piruetas para trás dos planetas. Pitágoras não conseguiu explicá-las. Seu discípulo Filolau ofereceu uma solução que, com o tempo, se revelaria literalmente revolucionária. A Terra não era estacionária, disse ele; também ela se movia em uma órbita. Séculos se passariam antes que essa estranha ideia chegasse a vingar.

Outros pensadores astrais apegaram-se mais ao saber dominante na época. Um certo Empédocles de Cós, em suas cogitações acerca dos elementos básicos, decidiu que havia quatro: terra, ar, fogo e água. Mais tarde, cada signo do zodíaco seria associado a um desses elementos. Vizinho dele em Cós vivia o médico Hipócrates, – posteriormente honrado como o pai da medicina – , para quem a saúde dependia do equilíbrio adequado entre os quatro fluidos corpóreos, ou humores, que correspondiam aos quatro elementos. Nenhum médico, sustentava Hipócrates, podia exercer eficazmente seu ofício sem o pleno conhecimento das influências celestiais.

Um universo geocêntrico governado por uma inteligência divina, que impunha leis matemáticas à natureza. Assim era o cosmo clássico. E ninguém fez mais para perpetuar essa imagem do que o filósofo Platão, talvez o maior dos pensadores gregos. Platão elevou todo o conhecimento astral da época aos mais altos níveis de abstração mística. Para ele, havia apenas uma realidade – um reino ideal, divino e imutável, que lançava sua luz sobre toda a criação. O mundo físico percebido pelos sentidos – árvores, mesas, flores, montanhas e até o próprio céu – era mera ilusão. Não dava a menor importância às exceções a esse ideal cósmico, tal como os planetas retrógrados. A perfeição era tudo, o habitat natural da beleza e da verdade. Cada alma humana era parte do espírito divino e cada uma tinha sua própria estrela particular, à qual um dia voltaria.

O esquema de Platão afetaria profundamente as doutrinas das religiões futuras, inclusive o cristianismo, bem como os usos místicos da astrologia. A filosofia grega inspirava-se, em parte, nas correntes intelectuais provenientes da Babilônia, mas uma mescla mais completa estava prestes a ocorrer. Tal como muitos outros matrimônios culturais daquela época conturbada, este também aconteceu por intermédio da conquista militar.

Em 334 a.C. um exército formado por 35 mil gregos e macedônios – uma força pequena para a tarefa pretendida – marchou a partir da Europa, penetrando na Ásia. Seu chefe era um belo jovem loiro de 22 anos, ousado e movido por um sonho quase místico de glória. Se algum homem foi filho do destino, este foi Alexandre, o Grande. O pai dele, murmurava o povo, era o próprio Zeus, ou talvez o deus egípcio Amon. E dizia-se que sua mãe planejara precisamente o momento de colocá-lo no mundo, retardando o parto, no signo de Leão, até os aspectos planetários ficarem perfeitamente adequados.

Alexandre lançou-se pelo mundo conhecido como um meteoro, em uma trajetória flamejante que passou pelo delta do Nilo, sobrevoou os desertos da Líbia, transitou sobre a Palestina e a Turquia, pela Babilônia até as terras desoladas da Pérsia e do Afeganistão, até aterrissar finalmente nas selvas da Índia ocidental. Mas a passagem foi breve. Em uma década ele se apagaria, morrendo de febre na Babilônia, conforme haviam previsto os videntes locais. Mas seu legado resistiu por mais de cinco séculos, em uma cultura mundial unificada – chamada de helenismo – que combinou as tradições gregas com as das terras conquistadas pelos macedônios no Oriente. A corte de Alexandre na Babilônia “enxameava de astrólogos, adivinhos e prognosticadores”, contou um cronista. E sob seus sucessores o estudo da astrologia floresceu como nunca ocorrera até então.

A união da teoria grega com o saber astral da Babilônia produziu uma grande mudança em ambos. Enquanto as tabuletas cuneiformes registravam séculos de movimentos estelares os modelos cósmicos gregos ofereciam a lógica para organizar essa informação. O que antigamente era encarado como uma arte, capaz de ler no céu as mensagens dos deuses, tomava agora as vestes de um estudo científico, regido por leis naturais.

Os planetas e constelações receberam nomes gregos, as deidades babilônicas foram equiparadas a suas equivalentes gregas. Cada parte do corpo humano, declaravam os gregos, era governada por algum signo. Virgem comandava a barriga, por exemplo, e Áries a cabeça e o rosto. Uma visão mais fresca e democrática varreu os corredores poeirentos do estudo astrológico. Este deixou de ser um monopólio de adivinhos reais que liam os augúrios para o rei, abrindo-se a todo aquele com capacidade de entendê-lo. Um novo conceito entrou em cena: o horóscopo individual, que avaliava as perspectivas do indivíduo a partir da posição dos astros no momento do nascimento.

Até então, as tentativas feitas nessa direção para os filhos dos monarcas haviam sido, na melhor das hipóteses, hesitantes. Um horóscopo do filho de um príncipe babilônio em 410 a.C. dizia que a Lua estava perto de Escorpião, Júpiter estava em Peixes, Vênus em Touro, Saturno em Câncer e Marte em Gêmeos, mas segundo registros, os prognósticos resumiam-se a um genérico “as coisas serão boas para ele”.

Agora, pessoas de todos os níveis queriam saber o que lhes reservava o futuro, mostrando-se dispostas até mesmo a receber as notícias mais sombrias. Um infeliz rapaz nascido em 263 a.C., ficou sabendo que sua vida, apesar de longa, ficaria cada vez mais difícil. “Ele não terá dinheiro”, lia-se na previsão, e “a comida dele não será suficiente para matar-lhe a fome. As riquezas que conheceu na juventude se esgotarão.”

Em resposta à procura popular, numerosas escolas surgiram para difundir a nova disciplina. A maioria não distinguia entre a previsão astrológica e a astronomia pura. Uma das primeiras foi fundada na Babilônia por volta de 315 a.C., por um nativo de língua grega chamado Kidinnu. Mestre tanto em adivinhação como em matemática, Kidinnu calculou a duração exata do mês lunar, fixando-o em 29 dias, 12 horas, 44 minutos e 3,3 segundos. (Quando os astrônomos modernos fizeram seus cálculos da duração do mês, descobriram que ele errara por apenas 0,6 segundos.) Várias décadas depois um sacerdote babilônio, Berosus, abriu uma escola – a primeira na Europa – na ilha de Cós. Berosus fez horóscopos, divulgou traduções gregas das tabuletas babilônicas e ofereceu uma explicação para as fases da lua. Alcançou tal fama que o povo de Atenas ergueu uma estátua em sua homenagem.

Nos poucos séculos que se seguiram, a astrologia difundiu-se até os confins do mundo helenístico. Estabeleceu-se com firmeza na Índia, onde já havia uma tradição nativa de especulação astral. Antigos ritos hindus eram programados para coincidir com os equinócios da primavera e do outono e todos achavam que os primeiros sábios hindus moravam nas sete estrelas da Ursa Maior. Refletindo a antiquíssima propensão indiana de pensar em termos majestosos de tempo cósmico, foi dito que o mais famoso texto astrológico da região, o Surya Siddhanta, foi escrito em 2.163.102 a.C. (Na verdade, é provável que o Surya Siddhanta só tenha sido escrito muito depois do período helenista – talvez no quinto ou sexto século da era cristã.)

Nesse ambiente fértil, a nova astrologia floresceu em toda sua plenitude. Os indianos adotaram o zodíaco de doze partes e muitos termos técnicos gregos. Até os deuses aprenderam a dar atenção aos signos astrais. Conta-se que o poderoso Vishnu, assustado com a influência perniciosa de Saturno, abandonou seu trono celestial e vagou durante dezenove anos pela floresta, disfarçado de elefante. Depois, reassumindo seu antigo posto, vangloriou-se da astúcia com que evitara o infortúnio cósmico. Mas Saturno, que passava por perto, recordou-lhe: “Senhor, por dezenove anos não comestes nada além de grama e levastes na verdade uma vida das mais miseráveis, atormentado por moscas e mosquitos.” O destino astral das pessoas era inelutável.

No antigo Extremo Oriente eram outras as tradições de estudo astrológico. Na China, o “Reino Celestial”, o imperador era há muito equiparado à Estrela do Norte, em volta da qual se supunha girar todo o universo. É provável que os sacerdotes astrólogos chineses tivessem começado a compilar registros acerca da observação dos astros há mais tempo que seus colegas babilônios, possivelmente desde 2800 a.C. Aos chineses se credita o mais antigo registro de um eclipse observável, em 1361 a.C. Considerava-se que as conjunções celestes tinham profundos efeitos sobre os assuntos humanos, inclusive na ascensão e queda das dinastias. Tal como declarou o sábio chinês Confúcio, por volta de 500 a.C.: “O céu envia seus sinais bons ou ruins e os homens sábios agem de acordo com eles.”

Embora os exércitos gregos não tenham chegado até lá, provavelmente houve um intercâmbio de ideias, de uma região para outra, pelas rotas de comércio que atravessavam a Ásia Central. Os chineses usavam um zodíaco de doze partes – embora os signos não dividissem o céu, mas marcassem setores do equador – e, tal como os babilônios, dividiam o dia em doze horas duplas. O imperador Wu, do século II a.C., mandou construir uma torre de observação que pode ter se inspirado em um zigurate da Babilônia. Um conjunto de predições dessa mesma época lembrava muito o grande texto profético mesopotâmico, o Enuma Anu Enlil.

Os horóscopos individuais também podem ter sido importados do Ocidente. Os chineses começaram a fazê-los algum tempo depois dos videntes gregos e babilônios, embora para os astrólogos chineses o momento decisivo não fosse o do nascimento, mas o da concepção. Mesmo assim, considerando o profundo isolamento da China em relação ao resto do mundo, era natural que houvessem enormes diferenças.

Os chineses viam o cosmo como uma caixa mecânica de muitos compartimentos, construída elaboradamente em torno do número cinco. Ao lado dos cinco planetas havia cinco elementos (madeira, terra, água, fogo e metal), cinco áreas geográficas (as quatro direções do compasso e um ponto central), cinco cores primárias, cinco sabores, cinco notas musicais básicas. Além desses quintetos, as duas forças primordiais, Yin e Yang – uma feminina e passiva, a outra masculina e ativa – governavam cada aspecto da vida. Todos os astrólogos estavam a serviço do imperador, em uma burocracia rigorosamente controlada. O cargo, de grande prestígio, envolvia riscos. Quando, em 2136 a.C., o sol entrou em um eclipse que não havia sido previsto, o astrólogo chefe e seus assistentes foram decapitados, por não terem prevenido o imperador.

Contrastando com esse ambiente tradicional e rigoroso, no século III a.C. houve no Egito um surto de investigação livre. O centro da cultura ocidental era Alexandria, fundada no delta do Nilo pelo próprio conquistador e transformada na grande metrópole da época. Seus grandes edifícios cívicos incluíam a maior biblioteca do mundo, onde os estudiosos tinham à disposição cerca de 700 mil manuscritos. O geômetra Euclides estudou nela, bem como Erastóstenes, que calculou a circunferência da Terra com um erro de apenas 15 por cento. Como era de se esperar, a astrologia merecia muitas atenções. Antes da chegada dos gregos, pouca coisa fora feita na área, a despeito de os egípcios afirmarem que seus ancestrais vinham estudando o céu há mais de 500 mil anos. É certo que os sacerdotes egípcios identificavam seus deuses com vários corpos celestes. A lua era Osíris, deidade benevolente que era encoberta nos eclipses por seu malvado irmão, Set. O deus do Sol, Ra, velejava pelo céu em sua barca celeste e de noite combatia as forças subterrâneas das trevas. Sua encarnação terrena era o faraó. Os três descendiam de Nut, a mãe primordial, que compreendia toda a abóbada do céu noturno. No entanto, para avaliar o futuro os egípcios apoiavam-se principalmente nas mensagens dos sonhos. A ninguém ocorria a ideia de buscar prognósticos no céu visível.

Houve uma exceção. A principal fonte de prosperidade do Egito era o Nilo, cujas cheias anuais traziam umidade e fertilidade ao solo do deserto. Saber com precisão quando viriam as cheias era de vital interesse para todos. E para isso a melhor pista estava nas estrelas. Cerca de uma semana antes a chamada Estrela do Cão, Sirius, aparecia no horizonte a leste, no alvorecer. Todos os anos acontecia a mesma coisa, tão regular quanto um relógio. A cada período de 365 dias, mais algumas horas adicionais, a Estrela do Cão erguia-se com o sol. Logo em seguida, o rio Nilo também começava a subir. Isso possibilitou aos egípcios um dos maiores avanços da ciência, que foi a criação do ano padrão, enquanto os gregos e babilônios continuavam às voltas com cálculos para fazer o ano lunar coincidir com o ano solar. Cada cidade grega tinha um calendário diferente. E durante todo esse tempo os egípcios tinham uma solução, utilizando um calendário solar de 365 dias, que era algumas horas mais curto, mas funcionava muito bem.

Nem é preciso dizer que a disponibilidade de um calendário adequado contribuiu muito para o avanço da astrologia e da astronomia. Os egípcios dividiram seu calendário em doze meses de trinta dias cada, em um total de 360 dias. Os outros cinco dias , considerados fora do tempo normal, eram dedicados a atividades religiosas.

Alexandria iria impor-se, por muitos séculos, como um próspero centro de estudos astrológicos, onde os estudiosos produziam longos tratados sobre os aspectos mais arcanos dessa arte. Com isso, os horóscopos forma ficando cada vez mais sofisticados. Os sacerdotes adornavam seus templos e os aristocratas suas tumbas, com gravações dos signos zodiacais. E as obras dos investigadores estrangeiros invariavelmente chegavam às prateleiras da vasta biblioteca da cidade.

Um sábio estrangeiro destacado foi Aristarco de Samos, que adotou a ideia ousada de que a Terra fira em torno do sol. Sugeriu também que ela gira sobre um eixo, causando o dia e a noite – mas ninguém lhe deu muita atenção. Maior interesse despertavam os trabalhos de Hiparco de Nicéia, que era de fato um cientista astral de considerável competência. Hiparco catalogou mais de mil estrelas, e concebeu o sistema de latitude e longitude para determinar a posição geográfica.

No entanto, os astrólogos da época estavam mais interessados nos estudos de Hiparco sobre o zodíaco. Hiparco descobriu que, a cada ano, o zodíaco atrasava-se ligeiramente em relação às estações. (Kidinnu também havia descoberto isso, mas a informação não chagara a Hiparco). Dois mil anos antes, no tempo dos sumérios, o nascer da constelação de Touro, na aurora, anunciava o equinócio da primavera. No tempo de Hiparco, o arauto do equinócio passara a ser Áries, o Carneiro. Hoje sabemos que esse atraso, conhecido como precessão dos equinócios, ocorre devido a uma lenta, mas constante, oscilação do eixo da Terra. Mas Hiparco não sabia disso.

O que se tornou imediatamente claro é que o zodíaco das constelações, pedra fundamental do prognóstico astrológico, não é fixo e eterno. O deslocamento é contínuo, de tal maneira que, ao longo dos milênios, os signos mudam em relação à época do ano. Um grego alexandrino nascido a 21 de março, dia do equinócio da primavera, estaria regido pelo signo de Áries. Se os astrólogos do século XX fixassem o signo do nascimento tal como na era alexandrina, de acordo com a constelação que nasce na aurora, uma criança nascida a 21 de março deste século seria de Peixes. Em vez disso, por menos lógico que possa ser, os astrólogos ocidentais modernos utilizam os signos de maneira em que eles foram fixados pelos alexandrinos, na época em que o zodíaco foi padronizado. Já os astrólogos indianos levam em conta a precessão dos equinócios e determinam o signo do nascimento pela constelação que surge ao alvorecer.

Enquanto os gregos e os egípcios estavam refinando a arte da astrologia, o centro do poder mundial começava a deslocar-se para o ambiente jovem e agressivo da Roma Imperial. Contudo, os primeiros romanos tinham pouca sofisticação cultural própria, e assumiram com sofreguidão a sabedoria antiga dos povos que conquistaram.

Os romanos entraram em contato com a astrologia graças a Posidônio, filósofo grego da escola estoica que chegou a Roma em meados do século I a.C.. Os estoicos seguiam um código de austera autossuficiência, com uma ênfase moral que atraiu fortemente a classe alta romana. Tratava-se de ajustar ao máximo a própria conduta aos preceitos da lei cósmica, “para viver em coerência com a natureza”, como se costuma dizer. Em outras palavras, as pessoas sábias submetiam-se a seu destino. E que maneira melhor de descobrir o destino do que o mapa das estrelas? Posidônio ampliou essa teoria e acrescentou a ideia de uma força mística vital que emanava do sol e unia o mundo em uma harmonia universal. Mas essa força também estimulava as pessoas a descobrirem seu destino astrológico.

Entre os intelectuais de Roma que se amontoavam para ouvir Posidônio estava o grande orador Cícero, talvez a voz mais persuasiva do senado romano. Cícero era inimigo acérrimo da astrologia, mas converteu-se imediatamente ao ouvir Posidônio. Qualquer pessoa de juízo, declarou, podia ver que as estrelas “têm inteligência e poder divinos”.

Com o passar do tempo, porém, a confiança de Cícero começou a vacilar. Para começar, os astrólogos tomaram o partido da falcão que acabaria sendo o perdedor durante uma guerra civil que dividiu os romanos em meados do século I a.C. Cometeram também outros enganos sérios, tendo assegurado, por exemplo, que Júlio César viveria até a velhice. Cícero acabou denunciando essa arte, como “uma inacreditável tolice louca, diariamente refutada pela experiência”. Um recém-nascido, argumentou, provavelmente seria mais influenciado pelo clima, que podia sentir, do que pelos distantes signos do zodíaco.

Muitos outros romanos proeminentes eram igualmente céticos. Consta que Júlio César era desfavorável a todo tipo de adivinhação – no entanto, se houvesse seguido os conselhos de um adivinho, teria evitado ir ao senado nos idos de março e talvez pudesse mesmo escapar do assassinato. Mas a maioria dos cidadãos acreditava nos astros. Quando um cometa cruzou os céus logo após a morte de César, o povo disse que era a alma dele subindo ao céu.

Os sucessores de César tendiam a considerar a astrologia como um assunto sério. O imperador Augusto mandou cunhar uma moeda com Capricórnio em uma das faces, por ser esse o signo em que a lua aparecera no momento de seu nascimento. No final da vida ele ficou aterrorizado com a possibilidade de algum inimigo divulgar um falso horóscopo prevendo sua morte, e provocar um levante popular. Por isso, no ano 11 da era cristã, ele publicou sua própria versão e proibiu qualquer previsão de morte.

O próximo a subir ao trono foi Tibério, que se interessou tanto pela astrologia que aprendeu a calcular seu próprio horóscopo e fazia questão da melhor assistência profissional possível. A certa altura, retirou-se para uma casa de campo em Capri, talvez para escapar aos desígnios de um planeta malévolo, e lá continuou a entrevistar candidatos, para selecionar o astrólogo da corte. Para testar os poderes do vidente, ele perguntava: “E o teu horóscopo?” Se a resposta não fosse de seu agrado, mandava atirar o infeliz pretendente do alto de um penhasco vizinho. A pergunta não deixava muitas saídas ao perguntado. Mas um certo Trasilus achou a resposta perfeita: estudou o próprio mapa, começou a tremer e finalmente anunciou: “Neste exato momento estou me expondo a um perigo imediato!” A resposta agradou a Tibério, que fez de Trasilus seu principal conselheiro astral.

Começou assim um breve monopólio familiar em um dos cargos mais poderosos de Roma. O filho de Trasilus, Balbilus, serviu a três imperadores – Cláudio, Nero e Vespasiano. Ao contrário do pai, porém, que se empenhara em conter os impulsos mais violentos de Tibério, Balbilus parecia disposto a estimular os banhos de sangue. Os cometas, supostamente, anunciavam a morte de algum líder; quando apareceu um, no reinado de Nero, Balbilus sugeriu que o imperador desviasse a ira dos céus para outras cabeças. O resultado foi a chacina de muitos importantes cidadãos de Roma.

Tito e seu irmão, Domiciano, que reinaram no final do século I da era cristã, eram astrólogos de si mesmos e seguiram o exemplo de Nero, usando as estrelas para justificar seus atos violentos. Domiciano era particularmente temeroso e desconfiado; fazia horóscopos dos possíveis rivais e ordenava a morte de qualquer um que as estrelas indicassem como candidato ao sucesso ou poder.

Por mais tenebroso que fosse o uso dado pelo estado à astrologia, os eruditos do império continuavam a sofisticar a teoria e a prática da observação das estrelas. Por volta do ano 14 da era cristã – o primeiro do reinado de Tibério – Manilius, um seguidor de Posidônio, publicou um alentado sumário, o Astronômica, em hexâmetros rimados. O poema, que se tornou uma referência básica, listava a magnitude das estrelas mais brilhantes, ensinava a traçar um mapa natal e dava mais ênfase aos signos do zodíaco do que aos planetas como árbitros do caráter e do destino. No século seguinte surgiu uma obra ainda mais importante, compilada por Cláudio Ptolomeu, de Alexandria.

Pouco se sabe de Ptolomeu como homem, além de sua enorme erudição; aparentemente, era sóbrio e vestia-se com esmero. Gostava de cavalgar e, segundo alguns relatos, teria mal hálito. Além disso, temos apenas o testemunho de suas extraordinárias realizações – descobertas pioneiras na matemática, os mais precisos mapas do mundo antigo que chegaram até nós e dois volumes fundamentais sobre as estrelas. O primeiro o Almagesto, continha tudo que se sabia sobre os movimentos puramente físicos dos corpos celestes. O segundo, Tetrabiblos, tratava das múltiplas influências das estrelas e dos planetas sobre as vidas dos homens.

Ptolomeu defendia a crença de que a Terra estava solidamente fixa no centro de um cosmo em movimento. Tratava-se de um esquema muito razoável, observou ele, pois se a Terra girasse “os pássaros teriam seus poleiros arrancados de sob seus pés”. Mesmo assim, declarou, as estrelas e os demais planetas giravam em torno do sol em órbitas imutáveis e matematicamente perfeitas, tal como sugerira Pitágoras vários séculos antes; em seu percurso, eles projetavam seus poderes de um modo que podia ser avaliado por meio da observação racional. Forças naturais, e não a intervenção divina, controlavam os destinos humanos. E, se de vez em quando os astrólogos erravam suas previsões, isso ocorria unicamente por falha deles. “Não se desacredita a arte do navegador por seus muitos erros”, argumentava.

Grande parte do Tetrabiblos procurava forjar conexões lógicas entre diversos grupos estelares e outras categorias naturais. Tal como outros antes dele, Ptolomeu associou cada signo do zodíaco a um dos quatro elementos. Virgem, por exemplo, era considerado um signo de terra, enquanto Gêmeos seria um signo de ar. Além disso, relacionou-os também com as áreas geográficas. Os europeus residiam no domínio do fogo e de seus signos – Áries, Leão e Sagitário. Também eram fortemente influenciados por Júpiter e Marte. Em consequência disso, tenderiam a ser independentes, industriosos, guerreiros, sobranceiros e magnânimos – embora, segundo Ptolomeu, fossem “sem paixão pelas mulheres”. Os africanos, controlados pelos signos de água (Câncer, Escorpião e Peixes) e pelo planeta Vênus, seriam amantes ardentes, mas menos estáveis em caráter. Gostavam de adornar o corpo com “enfeites femininos”.

Após estabelecer esses critérios gerais, Ptolomeu forneceu instruções detalhadas para o cálculo de horóscopos pessoais. O mais importante, é claro, era o signo solar – a posição do sol na eclíptica durante o mês de nascimento do indivíduo. Porém, o signo que está ascendendo no horizonte no momento exato do nascimento – o signo ascendente, como ficou conhecido – também era de importância vital.

As relações entre os planetas também deveriam ser levadas em conta, segundo Ptolomeu. Onde estavam Júpiter, por exemplo, e qual era sua relação geométrica com, digamos, Saturno, ao traçar o mapa? Se dois planetas estivessem em lados opostos do mapa, a 180 graus de distância entre si, estariam em oposição, e isso teria um significado totalmente diferente da separação por um aspecto de apenas 60 graus. Se estes e outros fatores fossem anotados com atenção e avaliados com habilidade, afirmava Ptolomeu, o profissional poderia não só decifrar o caráter da pessoa, como também determinar as perspectivas do indivíduo na vida conjugal, no sucesso mundano, e em outros assuntos.

Assim foram assentados os principais marcos da astrologia moderna. Outras autoridades, nas gerações futuras, acrescentariam alguns requintes. No século III, por exemplo, um romano chamado Porfírio concebeu um sistema de doze “casas” astrológicas pelas quais se movem os signos do zodíaco; cada casa era relacionada a uma aspecto particular da vida humana. Mas o Tetrabiblos de Ptolomeu ficou sendo praticamente a bíblia da astrologia.

À medida que as décadas iam passando, a arte da predição conquistava uma audiência cada vez maior. Imperadores e estadistas continuavam consultando seus mapas. Cidadãos de todos os estratos sociais também se engajavam, inspirados pelas doutrinas ocultas que começavam a infiltrar-se em Roma, vindas dos confins do império.

Entre os séculos I e IV da era cristã entrou na moda a adoração de Mitra, um velho deus do sol persa; seus seguidores amontoavam-se em templos escuros salpicados de símbolos estelares. É claro que houve obstáculos. A ascensão do cristianismo foi um duro golpe para os astrólogos, pois, a despeito da aparente tolerância nos textos bíblicos – inclusive uma estrela anunciou o nascimento de Cristo – a igreja condenava todo tipo de adivinhação. Mas a astrologia subsistiu, embora passasse para a clandestinidade. E logo uma nova geração de sábios astrais, dos antigos desertos da África e do Oriente Médio, elevaria a arte de ler as estrelas a novos níveis de intrincado requinte.


Invocações e Evocações: Vozes Entre os Véus

Desde as eras mais remotas da humanidade, o ser humano buscou estabelecer contato com o invisível. As fogueiras dos xamãs, os altares dos ma...