Estimado amigo, me pedís que os cuente algo con respecto a las Enseñanzas secretas de Martínez de Pas- qually, por las que os habéis interesado a través de los escritos de dos de sus discípulos, el difunto Saint-Martin y el abad Fournié h que aún vive en Londres; así pues, me dispongo a cumplir con vuestro deseo, conforme a mis fuerzas y en la medida en que me está permitido.
Si en todos los tiempos han existido y seguirán existiendo hombres como los profetas que, en tanto que representantes del futuro, nos mostraron que el futuro ya está aquí, de la misma forma; en todos los tiempos deben haber existido otros que, en tanto que representantes del pasado, nos enseñan con su recuerdo que el pasado aún está aquí, y tal representante del pasado (del judaismo) es seguramente Pasqually quien, a la vez judío y cristiano —confesaba la religión católica romana—, hizo revivir para nosotros la antigua Alianza, no solo en sus formas, sino también con sus poderes mágicos. Y si podemos considerar, con razón, esta nueva época en la que vivió Pasqually como el comienzo de un eclipse general, de un debilitamiento de la luz del cristianismo, no podemos sorprendernos al ver que, durante este oscurantismo del único sol, ocurrido por nuestra culpa, reaparecen ciertos astros que, por utilizar las palabras de Saint-Martin, se muestran como resucitados, simplemente porque son no activos. Si el cristianismo, pues, con la fuerza de su primera manifestación, volvió muda la magia del paganismo y del judaismo, la reaparición de esta magia, incluso aunque se haya dejado notar poco, no puede ser atribuida más que al debilitamiento del cristianismo, y ser considerada como el reactivo necesario para una nueva y más poderosa manifestación.
Efectivamente, el judaismo es al cristianismo lo que este último es a un tercer término superior, en el que deben transfigurarse cada uno de los dos. Si interpretamos las palabras de San Pablo: «Por, con y en Dios», en su verdadero sentido, entonces, ya que es cierto que el perfecto aposento del Espíritu divino en el hombre-espíritu es el fin y el sabbat, se hace evidente que ese tercer momento tiene en los dos antecedentes —prehabitación y cohabitación— a la vez sus predecesores y sus cooperadores, cuya presencia en el tiempo, así como su desaparición, son puramente fenómenos.
En esta primera era, régimen del Padre o primer grado de Aprendiz del hombre-espíritu, el Absoluto se mantiene aún como Señor Absoluto, únicamente superior al Unico, solo habitado por este —él mueve las montañas y ellas no son conscientes de ello— , mientras que, en la segunda era, régimen del Hijo o grado de Compañero, el Primero, unificándose en él y sustrayéndose de la Unidad de Su Gloria en la figura de ese Servidor, desciende ha cia lo particular —el Águila que, cerca del Profeta, revolotea durante un tiempo en la tierra delante de sus pollue- los—, volviéndose parecido a él, es decir, permaneciendo cerca de él o con él, hasta que y para que, por fin, en la última era, régimen del espíritu de grado de Maestro, el Universal, levantando 6 al Unico en sí, habita al mismo tiempo por él, cerca de Él y en Él. Pero para el orgullo de los emigrantes del hombre-espíritu, este discurso parece duro, y entonces se vuelven con sumo gusto hacia los que les ofrecen este grado de Maestro a mejor precio, es decir, sin que tengan necesidad de pasar por el trabajo de Aprendiz y la escuela del Compañero, y que les prometen, en consecuencia, no solo hacerlos llegar a la comprensión del cristianismo sin tener necesidad de comprender el judaismo, sino que se comprometen a volverlos completos (sapientes, iluminados), por una vía más fácil que pasando por el judaismo y el cristianismo. Ahora bien, a tales ignorantes se les podría decir con razón:
Si solo deificas la inteligencia y la ciencia, supremos poderes del yo altanero, ya te has entregado al diablo y con él perecerás.
Uno de los principios de Pasqually es que cada hombre ha nacido profeta y, en consecuencia, está obligado a cultivar en él el don de la visión, cultura a la cual debía servir, precisamente, la escuela de este maestro. En este mismo sentido, y en una acepción aún más audaz, su discípulo llamaba a cada hombre un Cristo nacido, es decir, Cristo y no cristiano. En nuestra época, este «refrito de nociones viejo testamento» debe parecerle a muchas personas desprovisto de sabor. ¿No llama el autor 7 de la Fenomenología del Espíritu incluso —irónicamente— al don de la profecía el «don de expresar las cosas santas y eternas de forma ininteligible»? Buena palabra, es cierto, pero tampoco refuta mucho la verdadera interpretación de las cosas sagradas de esta forma, que no da una explicación reflexiva de este fenómeno. De manera parecida vemos que muchos de nuestros magnetizadores consideran a sus videntes como ventrílocuos estúpidos, cuando cuentan con el vientre, como se lo imaginan, cosas demasiado elevadas y demasiado sutiles para su intelecto de magnetizadores 8. En mi opinión, tan nocivo es el ensalzamiento de estas manifestaciones espiritistas, decidir entre la confusión, seguir todo ignis fatuus, como la claridad eterna, y no aceptar ninguna luz como la luz que no es fría, que no deja frío y que no da frío. Así pues, ¿tan difícil es distinguir, a través del resplandor fosforescente de esta confusa manifestación espiritual, las tinieblas radicales interiores, como distinguir, a través de ese ardor apasionado exterior, el frío interno de la muerte, impresión invernal de Mefistófeles en el resplandor de un sol de verano? No se puede perder el respeto, dice Claudio, al verdadero rey con el pretexto de que también existen reyes de picas y de corazones, y tú ni siquiera eres capaz de despojarte del poder de convencerte de que este Dios inhabita o cohabita en ti, no porque tú hayas logrado que descienda hasta ti, ni porque tú te hayas alzado o agrandado hasta llegar a Él, sino porque Él ha descendido libremente hasta ti.
Una de las enseñanzas principales de Pasqually es esta: «El hombre tiene que cumplir, en la región espiritual, la misma función de corporeidad, produciendo la tercera dimensión, que la tierra en la región material, y en esto se puede encontrar la llave del secreto de su mezcla, de su complejidad y de la unión indisoluble que resulta de ello con la Tierra principio». He expuesto estos datos en mis Principios de las Enseñanzas fundamentales de la Vida, y últimamente también he demostrado a los iniciados la correlación del viejo adagio químico: Vis ejus integra, si conversas juerit in terram —y del dogma cristiano-teológico: Vis ejus integra, si conversasfuerit in hominem—. Pasqually hace preceder la función mediática terrestre del hombre a las otras dos acciones elemento-espirituales, la del Fuego y la del Agua, y en eso basa, como veremos a continuación, su teoría y su práctica teúrgicas, pero donde es necesario que sigamos insistiendo es en que, al igual que su discípulo Saint-Martin, él atribuye al elemento Aire una función relativamente superior en todas las regiones, no en trando nunca como elemento constitutivo en la formación, y así veremos a continuación que Pasqually restablece este ternario del Fuego, del Agua y de la Tierra, siendo el primero el principio y el fin del elemento; el segundo, el principio de la materia o corporeidad, y el tercero, el de la forma o corporeidad acabada, en el ternario del número o acción primordial, de la medida o reacción, y del peso de la energía cumpliendo y acabando la acción u.
Además, si bien Pasqually, tanto en la teoría como en la práctica, se agarra con fuerza a este principio, a saber:
«No se produce operación física alguna sin su correspondiente acción espiritual», estaríamos equivocados, sin embargo, si pensáramos que su física se reduce a los espectros y a los espíritus. Más bien al contrario, se muestra totalmente ajeno a esta superstición o creencia moderna en lo abstracto inteligible y en ese miserable «espectro» de naturaleza absolutamente desprovista de espíritu, de esta creencia en la materia, inteligencia limitada, cuya pobreza de corazón quisiéramos cubrir con una hoja de higuera. Por lo demás, es útil hacer notar cuánto ha debilitado el estudio en profundidad y la más cuidada cultura de la materia de nuestra época a la superstición o creencia en esta misma materia. Así, por ejemplo, Kant ya abrió la puerta a los antiguos espíritus de la naturaleza, conocidos por los alquimistas, al introducir de nuevo en la física la idea de la penetración dinámica, idea que parece irracional, es cierto, en esta física mecánica, por lo que dicen los matemáticos, e incluso nuestros materialistas, que temen a los espíritus, ¿no hacen una distinción bastante tajante entre los cuerpos especialmente ponderables, aislables y comprensibles, y las sustancias imponderables, no aislables e incomprensibles, que, en consecuencia y siguiendo la opinión general, son agentes inmateriales? El empobrecimiento y el debilitamiento continuos de los supuestos goces de los sentidos, así como también la espiritualización continua de nuestras enfermedades corporales, prueban que el propio culto a la materia la desmaterializa cada vez más. Pero si ya ningún hecho físico puede explicarse por la comunicación recíproca de los cuerpos individuales consumados, es decir, atómicos, puede esperarse que ocurra lo mismo con cada hecho psíquico, y que el mutuo contacto entre personas o espíritus individualizados o que así lo parezcan, o el contacto con los inferiores, sea insuficiente. Resulta de todo ello que aquí también son necesarios los «fluidos», es decir, los agentes que no se manifiestan de una manera individual, y esta idea de penetración también se puede emplear aquí. Efectivamente, hemos podido ver recientemente a psicólogos que hacían una justa distinción entre espíritus o personalidades no individuales, y otras totalmente individualizadas, por tanto, entre la idea de personalidad y la de individualidad; sin embargo, cometieron el error de declarar posible una separación absoluta, por tanto, una destrucción, como si en algún momento el espíritu pudiera librarse de la naturaleza o esta del espíritu, y como si lo que se nos presenta como tal separación no fuera simplemente un cambio de individualidad conservando la misma personalidad distinta. En la muerte natural, por ejemplo, y en todos los estados análogos, a los que pertenece el éxtasis magnético, el individuo particular no es solo extracto de la individualidad de la naturaleza universal, sino que esta misma individualidad de la naturaleza universal es el fundamento de la personalidad, y la personalidad separada, por hablar con el lenguaje de Pasqually, entra inmediatamente en relación con la Tierra-principio. Ahora bien, esta suspensión de la individualidad de la naturaleza en lo universal no es un estado estable, sino que sirve para la transformación de la que habla San Pablo, y también sería falso no creer en el regreso particular del individuo fuera de la naturaleza universal, es decir, en la resurrección del cuerpo, como sería falso creer en una simple repetición del primer estado de esta salida. Expliquémonos con más precisión: podemos figurarnos, en esta segunda salida, la personalidad distinta independiente de la naturaleza, pero no sin naturaleza, independiente del tiempo y del espacio, pero no desprovista de tiempo y de espacio, y quien quiera darnos una teoría completa del tiempo y del espacio, deberá demostrar la relación de la personalidad con la naturaleza, así como con el tiempo y el espacio, antes, durante y después de su reintegración en esta naturaleza universal, del mismo modo que su relación última en el estado de beatitud o de condena. Podemos considerar razonablemente una teoría del tiempo y del espacio como el problema cuya solución se pide a la filosofía alemana, y que debe resolver.
Por lo demás, si aquel que, reconociendo la naturaleza del espíritu como distinta de la inconsciente y superior a él, no puede encontrar ninguna objeción a la posibilidad y la realidad de «la sensibilización del espíritu», tal como lo enseña Pasqually, no veo las razones que el panteísta más convencido pueda oponer a esto, que considera el aparecer del espíritu, o consciencia en el hombre, como un espejismo pasajero de la consciencia universal, es decir, como una pompa espiritual que la sustancia general hace levantar —la tierra tiene pompas como el agua— y que de esto concluye que los espejismos análogos, ni más ni menos reales, objetivos y durables que la propia consciencia humana, pueden formarse también incluso fuera del hombre, ahí donde la sustancia universal no puede hacer que aparezcan sin él, pero en él y por él, por ejemplo, engendrados en los nervios intestinos. Pero cierta mente sería totalmente inútil extenderse en la posibilidad de tales manifestaciones psíquicas, si no se encontraran en nuestra vida bajo su «forma incierta», y no pudieran hacer abrir los ojos a la multitud, por la cual actúan estas formas psíquicas como si fueran instrumentos ciegos, pero únicamente en pequeño número de los que tendrían éxito en el empleo de estas formas. De lo que se deduce que la observación y la experimentación pueden, por ellas solas, determinar estas cosas, contra cuya posibilidad toda la ciencia moderna con sus aparatos no puede probar absolutamente nada.
Sin hablar aquí del poder o del talento especial que Pasqually dio muestra en tales sensibilizaciones del espíritu, únicamente quiero hacer la observación de que nos estamos equivocando al reprocharle que prescribiera para esto un régimen de los sentidos particularmente severo, minucioso o, como se dice, imbuido por el Antiguo Testamento, porque simplemente tuvo como objetivo la pureza, es decir, la fuerza de los sentidos, que le permite, en primer lugar, soportar la conducta de los poderosos superiores sin correr el peligro de caer fulminado como los pararrayos débiles, después de oponer sólidas barreras a los poderes malvados puestos en marcha inevitablemente. Así pues, incluso en el caso de que tú no pudieras incitar a la tierra al bien, ni hacer resurgir con un encantamiento la bendición absorbida por la maldición, sin que primero tengas que hacer salir esta misma maldición —para el electricista es la polaridad producida por la descomposición—, rápidamente se erige delante de ti tentadora, se acerca a ti como un espíritu manifestado para tu desgracia, como la serpiente rígida del Profeta, o se disimula bajo las voluptuosidades de la perdición, como una serpiente ondulante.
Esta observación contiene todo lo que se puede decir con razón o sin ella, sobre el doble sentido y el peligro de operaciones de esta clase 18. Por fin, la ley psicológica conocida de la facultad comprensible de los sentidos ya habla a favor de la necesidad de tal régimen. Por ejemplo, no podré entender a quien me hable en un tono demasiado alto o en un tono demasiado bajo para mi oído, pero oiré desde el momento en que mi interlocutor se ponga a tono con mi oído, o si mi sentido auditivo se amplía hasta llegar al tono de su lenguaje. De igual modo un cuerpo celeste que pasara demasiado cerca de nuestra tierra, permanecerá invisible para nosotros hasta que su alejamiento le haga caer en nuestro campo de visión, a causa de su velocidad relativamente menos grande y, por muy paradójico que nos parezca, no es menos cierto afirmar que algunos objetos desaparecen de nuestra vista porque en realidad se están aproximando, y parecen ausentes cuando están verdaderamente presentes, y que no es sino su lejanía aparente lo que les hace de nuevo visibles. Por último, por esta forma de ver, se puede explicar el milagro de la disminución de los milagros en nuestra época 19, si se piensa que con el progreso de las edades, la acción del espíritu avanza en la misma proporción, llega a ser por tanto más fuerte y más intensa, si la consideramos como una voz que viene a nosotros, que toma un tono cada vez más alto y sutil y que, en la misma proporción, llega a ser cada vez menos perceptible y más lejana, mientras que el oído que oye todo pierde algo de su fuerza, y que la acción del espíritu nos penetra con mayor profundidad y se introduce en nosotros en mayor proporción, en el verdadero sentido. También se dice que nosotros, que aún vivimos en la vida terrestre, podemos ponernos en relación sensible con los muertos poco tiempo después de su muerte, pero esta relación se pierde desde el momento en que estos se elevan a las regiones superiores o caen más abajo; de lo que no se deduce, sin embargo, que nos encontremos por ello más alejados de ellos interiormente. Pues, al igual que hay una perhabitación sin inhabitación o cohabitación, igual, en sus primeros momentos, esta inhabitación misma se manifiesta sin perhabitación o cohabitación, allí donde únicamente cae toda relación sensible y, por tanto, también la vista en cada región, y únicamente por la inhabitación perfecta, la cohabitación sale de esta resignación de la vista, es decir, de la fe.